El gran ruido
Aquel ruido continuado, subterráneo, lo llenaba todo. Nacía de la tierra acaso. Más que el ruido producido por los alternadores, parecía el de las raíces absorbiendo vida de la tierra húmeda, el de la savia al ascender por los troncos, enormemente amplificado por la resonancia del valle.
Se oía vivir a las cosas, a las plantas y a los hombres desde kilómetros. Era un ruido de vida, bronco, alegre y trágico, a cada segundo muriendo y renaciendo a cada segundo. Lo producían los alternadores girando a miles de revoluciones por minuto. A todas las casas llegaba. Lo oían las mujeres mientras fregaban, cosían, hablaban: «Nuestros maridos, nuestros hijos y hermanos siguen trabajando. Nada pasa», quería decir. Los niños lo oían también, acostumbrados a él como a una manifestación de la naturaleza. No les impedía jugar, no les entristecía. Los alternadores eran seres míticos para ellos, tenían algo de monstruo gigantesco y algo de mago bueno repartidor de luz. Algunos domingos, después de la misa, iban de la mano de sus padres a verlos. Bajaban en el «plano inclinado» hasta el fondo del valle, al pie de la presa. El ruido deslizante por los cables de acero. El chirriar de las ruedas sobre las vías. La pequeña caseta gris, a mitad de camino, de la que salían hilos hacia arriba. Las finas tuberías que saltaban entre las rocas, apoyadas en soportes de madera o de cemento. Había algo irreal, extraño en aquel descenso. Crecía la presa, el ruido se hacía más potente y vibrado, iba adquiriendo una densidad maciza. Al otro lado de la presa, agua. Los niños se asustaban de esto, sobre todo. Saber que detrás de aquella gran pared de cemento había agua, mucha agua que llegaba hasta muy lejos, todo por encima de sus cabezas. Cada vez les parecía más alta la presa y menos pequeños los hombres que entraban y salían del edificio de la central.
—Papá, ¿por qué no se rompe?
Los niños tenían miedo a mojarse. Pensaban que, rota la presa, el agua saldría y mojaría a todos. Sólo esto. ¡Sus trajes nuevos de domingo! Además, ellos, no sabían nadar todavía. No pensaban que el agua apresada pudiera tener garras y dientes y músculos casi invencibles.
—Es de cemento, hijo.
Esto los tranquilizaba. «Cemento» era una palabra de prestigio en sus cerebros. Algo muy valiente contra lo que no se podía luchar. Para los hijos de los obreros, de los empleados y de los ingenieros del Salto de Aldeaseca, no existían hadas, duendes, princesas. Seres y cosas mucho más misteriosas y extrañas los sorprendían diariamente. Muchos habían nacido en el Salto. El ruido monótono, profundo, el ruido que hacía vibrar continuamente los cristales, el ruido que lo llenaba todo como una densa atmósfera, era para ellos familiar, sin dejar de ser algo extraordinario. Venía de todas direcciones, parecía ser mayor a cada instante, pero siempre era igual. Vivían en medio de lo colosal. Los gigantes de los cuentos hubieran resultado enanos para sus mentes acostumbradas a los cien metros de altura de la presa, a la extensión eterna del agua, a las máquinas enormes y girantes que despedían aire caliente por sus rejillas, a la cascada del aliviadero, alta y espumeante. Las palabras que oían a sus padres eran mucho más asombrosas que las que podían leer en los cuentos: «alternadores», «revoluciones», «kilovatios», «amperios», «rotor», «estator», «turbina», «interruptor», «conmutador», «circuito», «alta tensión», «voltio»… Y siempre, mezclados a estas palabras, los números, el número mil, respetado por sus mentes, cuya experiencia les hablaba sólo de unidades, decenas y sólo alguna vez de centenas. Ciertas frases de sus padres les hacían gracia: «transformador de aceite». Aceite era lo que se usa para freír los huevos. Transformador… Ellos vieron pasar aquella caravana de camiones estirando y empujando de una «galera» cargada con un transformador de cincuenta toneladas, cincuenta mil kilos. Oyeron las explosiones de las pegas eléctricas en las laderas del barranco. Vieron volar piedras como casas. Se asombraron de que un río pudiera desaparecer debajo de la tierra por un agujero, dejando vacío su antiguo cauce. Jugaron entonces a coger peces en los charcos que habían quedado. Y vieron hombres mal vestidos que también jugaban a coger peces en capachos. Los niños del Salto de Aldeaseca no podían ser como los de otros sitios. Algunos habían hecho breves viajes a la ciudad más próxima, a los pueblos de los alrededores. Les dolía la cabeza en ellos, estaban de mal humor. No podían vivir sin el ruido, sin el gran ruido que era como el alma del poblado.