XXIV

Han venido por la carretera con antorchas, en silencio, pisando sus propias sombras, que avanzan también, alargándose y acortándose. Piedras en las manos, en los bolsillos y en el pecho, debajo de la camisa. Una caravana que avanza entre la noche, desgarrada por el fuego de sus antorchas. Un rito misterioso y antiguo. Un pueblo entero en lucha contra el orden de las cosas. Cien hombres rebelados contra la oscuridad, queriendo amanecer en medio de la noche a fuerza de antorchas. Cien hombres caminando por una carretera, cruzando siglos y siglos, desde la época oscura en que ellos viven hasta este tiempo de luz. La piedra contra la luz.

Se han detenido en lo alto de la carretera. Desde este sitio se ve todo el poblado del Salto. Las sombras largas y paralelas de los pabellones ala izquierda. A la derecha, los chalets de los ingenieros. Más a la derecha, el edificio de la Dirección. Todavía hay algunas luces. Delante de ellos, el Cuartel de la Guardia Civil.

—Hay que ir por detrás —dice alguien—. Bajaremos entre las peñas, para que no nos vean los guardias.

Un movimiento se inicia en la masa de hombres. Hombres y sombras se mezclan con la luz roja y amarilla de las antorchas, que les disuelve las siluetas hasta formar una sola masa humana avanzando. Parece una célula que lanza un seudópodo hacia las peñas. Se mueve lentamente, destacándose uno delante de todos, con su antorcha y con algo brillante en la otra mano, y haciendo gestos a los demás con la misma antorcha, gestos que gritan voces rojas de odio, materializadas en llamas. Vuelve a unirse a todos en seguida, como si una ley natural quedara sin cumplir cuando alguien rompe aquella unidad, como si fuera inexorable aquel avance de la masa de sombras y brazos con antorchas, de la que destacan algunas cabezas contra las luces.

Llegan a las rocas. Más de cuarenta metros con una inclinación mediana y llenos de peñascos de formas extrañas y amontonados irregularmente, los separan del edificio de la Dirección. Las antorchas se elevan, descienden, con un ritmo suave, lento, que a veces se interrumpe cuando una antorcha sube o desciende más que las otras o más bruscamente. Breves siluetas aparecen y desaparecen sobre los peñascos, cuyas sombras han encontrado algo que las limite, algo que las destaque de la gran sombra de la noche. Todo baila: luces, sombras, siluetas, brillos metálicos de azadas y hoces. Parece una escena irreal, algo de brujería o magia. Sin embargo, nada más natural: hombres, noche, fuego, piedras. Ahora, el silencio ha dejado paso a un rumor de saltos, de pana rozada, de respiraciones contenidas que resoplan de pronto, de pequeños gritos y de piedras que se desmoronan bajo los pies de los hombres. Al fondo, recortada ya por las cien antorchas, la silueta de la Dirección.

Un mar de brazos, casi instantáneamente, se alza con una piedra apretada en cada puño, que un instante después vuela por el aire. Luego los brazos —los mismos u otros— vuelven a elevarse y lanzan otra descarga. Antes se ha oído ya el ruido de cristales rotos, algo líquido e irremediable. Los brazos se alzan ahora desacompasadamente. Varias ventanas se encienden. Inmediatamente una nube de piedras las hace apagarse. Algunos campesinos lanzan las piedras con hondas. Se oyen gritos, voces, impactos. Los campesinos han empezado a gritar. Siguen volando las piedras. Los campesinos gritan más. A veces, una palabra logra quedar entera, por un momento nada más, en el aire. En seguida, una piedra, el ruido de un cristal, los chillidos femeninos, los gritos de los hombres, algo de esto o todo a la vez, la rompe, la deshace en pedazos como si fuera un cristal más. «Canall… llamar a los vues… a ell…». Varios campesinos avanzan hacia el edificio, dispuestos a incendiarlo con sus antorchas. La noche parece estar llena de estas luces, agitándose, saltando, agachándose, de estos ruidos estridentes, y del movimiento turbio de las siluetas humanas entre las sombras histéricas. Un campesino lanza su antorcha hacia una ventana. Saltan chispas y trozos de fuego en todas las direcciones. Algunas chispas quedan en el alféizar y en el marco después de que la antorcha ha caído fuera del edificio.

Ahora no se oyen gritos de mujeres. Dentro parece no haber nadie. Siguen las piedras chocando contra el muro. De cuando en cuando, todavía, un cristal rompiéndose. Los campesinos lanzan sus antorchas contra los muros de piedra, queriendo colarlas por las ventanas. Las ventanas bajas están separadas por un jardín, al que rodea una verja de hierro. Una sombra está intentando subir por ella. Los golpes secos de las piedras contra la pared. Las antorchas caídas en el jardín, donde empiezan a arder setos y arbustos. Los gritos, los movimientos de las sombras, de tamaños gigantescos contra la pared. Está acabando o va a empezar algo.

Unos fusiles disparan.

—¡Los guardias! —se oye gritar.

Se reanudan los gritos entre los campesinos. Corren saltando sobre las peñas, con muy pocas antorchas ya. Varios guardias empiezan a perseguirlos y se detienen delante de las piedras. Forman una cadena junto a las rocas y esperan. A lo lejos se ven las pocas antorchas saltando sobre las rocas.

—¡Alto o disparamos!

Las antorchas se detienen. Otros guardias están arriba, en la carretera. Silencio. De pronto, caen al suelo las antorchas y no queda sobre las peñas ni una luz. Varios disparos. Pero ya sólo hay noche y disparos agujereándola inútilmente.

Están apagando el fuego en el edificio de la Dirección. Dos mangas en las ventanas bajas y cubos desde las altas.

Sacan a la señora del administrador en una camilla, desmayada. Al recibir en la cara el fresco de la noche y en los hombros las sacudidas de don Ramón, el médico, vuelve en sí.

—¿Qué es esto? Dios mío, si estoy en camisón —gesticula histéricamente—. Pero ¿qué ha pasado?

Se lo explican.

No, ella no está desmayada. Ella tiene el sueño muy profundo.

—Duermo como un tronco —dice, riéndose—. ¡Qué gracia, y no me he enterado de nada!

Don Ramón se aleja hacia otros grupos. La señora del administrador ha permanecido dormida, mientras los campesinos, desesperados, han intentado quemar el edificio de la Dirección, para vengarse de que les hayan inundado sus cosechas, después de expulsarlos de su pueblo y de sus tierras, y de llevarlos a un nuevo pueblo, donde ya no tendrán tierras para cultivar y donde no podrán encontrar pastos para el ganado. Ella sigue en la camilla, semitumbada, tapándose el escote con las manos y oyendo las explicaciones que le dan, divertida y asustada.

—Los guardias los están persiguiendo ahora… ¿Cómo es posible…?

—Ya ve, es una enfermedad. A cualquier hora del día me caigo dormida, donde esté. Y de noche, ya puede caerse el cielo, que yo sigo durmiendo como un bendito. Por favor —bosteza—, perdonen…, por favor…, ¿quieren subirme? Yo no puedo…, así…

Se la llevan. Va durmiéndose ya.

Viene un hombre en pijama, corriendo. Es el administrador.

—¿Y mi señora? —grita—. La dejé en la cama durmiendo y ahora voy y no está allí…

Un camarero le explica lo que ha pasado.

—¡Idiotas! —Corre hacia el edificio—. ¡Idiotas!