La casa de Emilio. «Y que él los haya ayudado». Corvado, inclinada la cabeza, va mirando las piedras, y las pisa reconociéndolas, oyéndolas hablar de otros días. Cuando sabe que está delante de una casa, levanta la vista, se detiene, la examina. Ahora son más claros y más vivos todos los recuerdos.
El Salón. La bolsa donde lleva la comida para su madre roza contra los pantalones haciendo un ruido áspero de pana y paja. «Cuántas veces bailé aquí». Ha tropezado contra una piedra suelta; un ruido prolongado, brusco, contra la madera de su chola. Sigue andando. Da la vuelta por un camino entre dos cortinas. Al fondo, más allá de la casa de El Cholo, se ve ya el agua. La descubre de pronto, desde el centro del pueblo, asustándose sólo de ver la superficie de agua hasta las rocas. Varias veces se recortan contra el brillo del agua. Se estremece. «Ya cubrirán las aguas donde le matamos».
—¡Madre! —No está en la puerta, como otras veces. Oye el eco de su voz. No sabía que el pueblo tuviera eco, tanto tiempo como ha vivido en él. Vuelve a gritar, no por llamar a su madre, que ya le habrá oído —llegan hasta él unos pasos lentos, arrastrados—, sino por oír de nuevo el eco. Lo oye.
—Hijo, Gervasio, ¿ya estás aquí?
—Madre, usted es la que no debería estar aquí.
Se han sentado a la puerta. Él deja el capacho en el suelo. La mujer lo abre y saca la comida.
—No me importaría morirme aquí —dice—. No sé por qué te molestas todos los días en traerme de comer.
—Deje de decir eso alguna vez, madre. ¿Iba a comer yo solo allí?
Permanecieron en silencio, mientras ella prepara la comida de los dos.
—¿Vamos a comer fuera?
—Me ahogo dentro, hijo. Quiero estar viendo el pueblo, no sé qué me pasa. Sé que voy a morir.
—Madre, no diga eso. —Gervasio la mira, asustado—. Un día u otro tendrá que venirse con todos.
Comen. Se oye un ruido de pasos rápidos. El perro sale de detrás de la cortina y viene hacia ellos, precedido por su rápida respiración. Husmea el capacho.
—Pobre, se fue esta mañana y no le he visto hasta ahora. Apenas se aparta de mí otros días. Dale algo.
Gervasio arranca un trozo de pan con su navaja y se lo da en la mano. El perro hace ruidos guturales mientras lo come.
—¿Cuándo se viene? —deja él la cuchara metida en la cazuela de barro.
—No, no volvamos a empezar.
—Pero, madre…
—Soy vieja y estoy loca, ya lo sé. —Ella ha sollozado extrañamente al hablar—. Pero… —se interrumpe— no quiero irme de mi pueblo.
—¿Por qué?
—Qué sé yo. No quiero irme.
El perro ha comido ya el pan. Dobla sus patas y se acomoda, semitumbado, junto a Gervasio.