XXI

—Os lo decía yo, os lo estaba diciendo yo. —Higinio ha permanecido callado, escuchando la conversación de los otros, hasta que ya no ha podido más y ha gritado, dominando con sus palabras los lamentos inútiles de sus compañeros, sentados todos en las escaleras de la iglesia blanca, en el pueblo recién construido.

Hombres sentados al sol, campesinos hablando en la plaza de un pueblo a las diez de la mañana. Nunca, a esta hora, en esta época, se habían reunido para hablar sino los viejos o las mujeres. Deberían estar preparando la recogida.

Higinio vuelve a gritar.

—Ellos saben lo que hacen, decíais, dará tiempo a recoger la cosecha. —Se ha levantado, se ha puesto frente a los otros—. ¡Qué iban a saber! ¿Cómo sabían que en las montañas no iba a llover? Pues llovió y bien que llovió, y subió el río, y hubo crecida como nunca, y Dios sabe lo que durará… Ellos sabían, sabían —mastica las palabras, las empuja entre los dientes, con odio—. Así venga una riada que salte la maldita presa y se lleve a ellos y a sus máquinas al infierno.

Le miran. Le han oído asustados, sin poder vencer su desesperación. Sus caras están llenas de terror y de tristeza, como si hubieran muerto sus mujeres y sus hijos. Y es cierto: en estos momentos, sus tierras, la tierra que era la mujer de todos, la mujer de cada uno de ellos, se ahoga debajo del agua, se asfixia pidiendo inútilmente aire y sol y vida. Están muriendo, ahora mismo, miles de espigas cargadas, hijas de sus manos y de su tierra, cuidadas por ellos durante meses, doradas de sudor y de trabajo. Algo irremediable mana de ellos oscureciendo la blancura nueva de la iglesia. Porque no es sólo una cosecha. Han muerto, están muriendo todas las cosechas. La de aquel año que llovió tanto, aquella que se murió diez días antes de nacer, y la de aquel otro año, y la del anterior, que no fue muy buena… Las cosechas tienen antepasados también. Una es hija de la anterior y todas descienden de las que la precedieron, y a ellas deben su abundancia o su pobreza. Los campesinos las nombran como a seres vivos. Cada una tiene un carácter: traen alegrías, fiestas, como los hijos fuertes y trabajadores, o traen tristeza, lutos, como los hijos que nacen enfermos o que se echan a perder. Y están muriendo todas y el vientre que las daba.

—Sí —dice Juan—, debimos ir contra ellos, impedir…

—¡Impedir…! ¿Qué podíamos hacer?

—Siempre se puede algo. —Habla un viejo. Fuma y vuelve a hablar—. Siempre se puede cualquier cosa, aunque no valga para nada.

El sol recorta las sombras, totalmente negras, contra el suelo y las paredes de las casas. El verano duro, de perfiles concretos, cayendo sobre el suelo reseco. Los hombres han estado pensando. Miran todos al suelo, abrumados. Va creciendo el día con el fuego que mana del cielo.

—Nada se puede hacer.

Hay moscas en la plaza ya. Pero parecen tener, ellas también, miedo a algo, vuelan y se posan sin decisión, desconociendo todo. No son moscas de un pueblo viejo, acostumbradas a él, familiarizadas con todas sus piedras, con sus hombres, con sus animales. Falta todavía olor, el olor a pueblo —hombres, trabajo en el campo, animales— que llena las casas y las calles.

—Deberíamos quemar sus casas —dice uno de ellos, sin un gesto, sabiendo que no podrán hacerlo.

—Deberíamos… —El viejo, fumando todavía—. Deberíamos…

Crece el sol.