Ha vuelto a ladrar el perro. Ella no interrumpe su trabajo. «Lleva toda la tarde así». Sus manos chocan y cruzan las cuatro agujas, y la lana se va entrelazando, se va convirtiendo en tejido. Sólo este ruido íntimo de hogar viejo: agujas de madera marcando el ritmo monótono y caliente de la melodía de roces suaves y mínimos cantada por la lana, en un murmullo casi, que ahora se podría escuchar a un par de metros. Es el milagro del trabajo, el milagro de las manos. El silencio del pueblo abandonado, todo el silencio, parece vibrar con esta música pequeña y grande. Dos manos, cuatro agujas y dos madejas de lana blanca que saltan y giran como en una danza natural, sin hombres, sin violencia, llena solamente de una alegría virgen. A veces, una madeja rueda saltando y queda quieta un instante, lejos de los pies pacíficos de la vieja. Salta de nuevo y regresa a su sitio, pero ya trae una paja dorada entre el pelillo blanco de la lana.
Son incansables estas manos, que apenas tienen los huesos cubiertos por una piel negruzca de sol y de vejez. No está solo el pueblo. Ella está trabajando todavía en él, y ahora ella es todo el pueblo. Sentada en su taburete, como siempre, sin mirar su labor, oyendo al perro, que ladra periódicamente, como si la soledad, la ausencia del calor que él conoce —animales y hombres— le hiciera quejarse con un ritmo lento, lentísimo, que se quiebra contra las ruedas de los carros y retumba en los establos vacíos. «Toda la tarde, toda la tarde… Hay para volverse loca». Vuelve a ladrar. Primero es un ladrido seco, cortado, sin resonancias; luego el silencio, y ya, la espantosa queja de una garganta, no importa si humana o animal, alargada por la desesperación y el miedo. Ella lleva horas mirando la misma cortina, detrás de la cual, y a través de una pequeña brecha, ve un trozo de campo con espigas doradas. Más arriba, un poco borrosa para ella, las peñas de la orilla, bañadas ya por el agua. «Todavía dos semanas y ya va por las rayas». Se ven dos hendiduras negras en la roca, horizontales, que el agua empieza a tapar. «Dos semanas para la cosecha… Lo tenían bien planeado». Ladra el perro. Ha parecido más larga su queja. «Tiene que estar hambriento. Pobre animal…». No le odia. Le asustan sus ladridos y lamentos, pero casi sin darse cuenta, como si los lanzara ella misma, sintiendo vagamente que es eso lo que se debe oír en el pueblo. Ella hace calceta, trabaja. El perro ladra, grita casi humanamente. Ella tiene una lágrima detenida junto a cada ojo, pero no ha llorado. Se le han ido formando en los lagrimales, despacio, de tanto tener fija la mirada. Dos veces ha notado su frío, un frío que parece estar manando de su cerebro, de las dos ideas fijas en él: «Todavía dos semanas». «Ladrando así, toda la tarde…».