XVIII

Suena cerca una acequia. Sentados sobre las piedras de una cortina derruida, descansan del trabajo de la mañana y hacen la digestión charlando.

—Va a ser buena —Higinio está sentado sobre una piedra baja, con la espalda apoyada en el final de la cortina. Tiene sus piernas dobladas, casi en cuclillas, y otea el balanceo de las espigas, respirando la brisa pequeña convertida en rumor de espuma en las ramas del árbol que les da sombra.

—Será buena, sí. La mejor cosecha de muchos años que recuerdo. —Es Gervasio.

El sol se filtra entre las hojas, tembloroso y perfumado de fruta madurándose.

—Esa lluvia ha venido muy bien —vuelve a hablar Higinio.

—Y menos mal que nos dejan cogerla —dice Juan.

—Aún no lo hemos visto, compañeros. ¿Cómo saben ellos que no se llenará antes?

—Tonterías, Higinio. Cuando ellos lo dicen es que lo saben.

—Bueno, Gervasio. Tendremos boda de seguida, ¿eh?

—Quién sabe.

—Vaya, vaya —sonríe Juan.

Todos miran a Gervasio y sonríen también.

Un pájaro abandona el árbol, entre sus cabezas, con un ruido brusco que domina instantáneamente el rebullir de las hojas y se aleja, convirtiéndose en un aleteo que dura unos segundos. Es un ruido táctil: se percibe más con la piel los movimientos de las alas que con los oídos el ruido que producen. Siguen las chicharras serrando el día, sobre la música del vientecillo. Las espigas afirman incesante y unánimemente, afirman y prometen pan. Dura el silencio de los hombres lo que una lagartija tarda en esconderse, en dos o tres carreras, entre las piedras cuando oye un ruido acercándose.

—¿Por qué, Gervasio?

¿Lo sabe él, acaso? Casarse con Vitorina es lo que está deseando desde que bailó con ella por primera vez. Aquella feria… Pero El Cholo… Ya se lo habrán comido los gusanos. Se ha detenido la brisa. Entonces, cuando nota el silencio de la lejanía, hacia el pueblo viejo, ese silencio trágico, tan lleno antes de rumores cálidos de vida (mugidos, cacareos, ruedas de carros, ladridos, voces de niños…), cree haber perdido algo irremisiblemente. No es Vitorina. Es curioso que ya no la necesite tanto como antes, aunque la necesite. Oye, sin entender, las voces de sus compañeros, que hablan probablemente de los temas eternos, de la lluvia, de la tierra, de las labores, del río… Él sigue pensando. Sabe que el pueblo está vacío, excepto una casa vieja, ante cuya puerta, ahora mismo que piensa en ella, estará su madre sentada, haciendo calceta ininterrumpidamente. «Cuarenta años trabajando para nada. Nos quieren quitar nuestras tierras. Todo quedará debajo». «Moriré aquí», dijo la madre de Gervasio. Él insistió, ordenó. «Moriré aquí», repitió. «No pienso marcharme aunque me cubran las aguas».

Gervasio comprende. Aprendió a odiar una noche en que brillaron las navajas. Satisfecho aquel odio, ahora lo vuelca contra los que le van a echar de sus tierras. En su cerebro, «tierra» significa todo. Más, mucho más que «mujer». Y los llevan a un pueblo ridículo, blanco, donde no podrán sembrar ni una espiga. El ganado se morirá de hambre, se arañará el hocico entre las piedras buscando pasto.

—Tendremos que ir todos a la central, como Emilio —dice.

—¿Qué? —le pregunta Higinio.

—Si nos quieren dejar —dice Esteban, el más viejo de todos.

—Estás preocupado por tu madre, ¿eh, Gervasio? —Higinio le ha estado mirando. Ha esperado que le conteste a su pregunta. Él sabe por qué lo ha hecho.

—Siempre cavilando… —«Las mujeres», piensa, y añade—: Es testaruda, como todas.

«Aquí murió mi marido», recuerda Gervasio, «y aquí moriré yo». Haciendo calceta con la lana pasada por el cuello y las cuatro agujas sin parar, dale que dale. «Cuando vea el agua subir, se marchará», piensa.

—Se irá antes de ahogarse, Gervasio. No te preocupes —le dice Esteban—, la señora Norberta es testaruda, pero no tendrá más remedio.

—Eso pensaba.

Hay una pausa. Luego, sin saber que lo iba a preguntar, pregunta.

—¿Qué pensáis hacer?

Todos le miran. Esteban pensando en ello. Uno tiene guardado algo de dinero y, si es buena la cosecha, venderá el ganado y…

—Pero así lo que consigues es quedarte sin nada. Luego se acaba lo ahorrado, y ¿qué haces?

Es verdad. Irse a otro pueblo y empezar allí con lo que pueda llevarse.

—No te venderán tierras. Tendrás que trabajar por cuenta de otro, como jornalero…, si quieren ellos. Ya sabes cómo son por estos pueblos que son más ricos que el nuestro.

—Yo ya lo tengo pensado. Me iré a trabajar a la central. —Es Juan.

—Que es lo que haremos todos —dice Gervasio.

—Son unos hijos de perra —dice Higinio—, peores que lobos hambrientos.

—Pero trabajaremos para ellos —vuelve a decir Gervasio. Luego se levanta.

—¿Dónde vas?

—A ver a mi madre, a ver si la convenzo.

Los demás siguen hablando. Pasa un coche por la carretera. Desde donde están, sólo se ve un remolino de polvo envolviendo una mancha oscura que desaparece rápidamente detrás del montículo. Queda el ruido perdiéndose, y el polvo, ya en calma, subiendo lentamente hacia el horizonte de la otra orilla del río.