XVII

Había tocado ya la sirena, cuando llegó Manuela con los dos chicos a la pequeña explanada donde comían los obreros. Se sentaron en el suelo y esperaron. El capacho de paja que traía la comida estaba frente a ellos. Milín quería abrirlo. Su madre le agarró de una mano y le volvió a sentar a su lado.

Subían ya los primeros obreros. Manuela miraba sus pantalones remendados y rotos, acartonados por el cemento, las caras morenas y arrugadas, sombreadas de barba, y sus cabellos largos y lacios, mal cortados, que les caían sobre las orejas. Algunos tenían una boina negra llena de puntos blancos. Se sentaban en el suelo, desataban sus paquetes o abrían las tarteras que sus mujeres les acababan de traer, y empezaban a comer. Sopas de ajo, sardinas, frutas semipodridas.

Llegó Emilio.

—¿Qué? ¿Llevaste las cosas?

Manuela le contó. Ya no quedaba nada en el pueblo viejo. Habían llevado los cerdos y las gallinas el día anterior, que a Emilio le dejaron libre para ayudar a su mujer a trasladar las cosas. Por la noche, dejaron cargado el carro, y hoy, su mujer lo había llevado al pueblo nuevo. La casa era más amplia, pero el establo era más pequeño. Habían hecho tres dormitorios para las personas.

—No, Emilio, todas son iguales —le dijo Manuela. Todas las casas tenían el establo pequeño y tres dormitorios como mínimo, aparte de la cocina. No habían podido elegir.

—Ya las viste tú ayer.

Había otras con cuatro dormitorios, pero con el establo igual de pequeño. El suelo era de «cuadritos duros», de cemento o qué sé yo. No sabía cómo lo limpiaría.

—Maldita la falta que nos hacen tres dormitorios —comentó Emilio—. Podríamos dormir todos en el mismo cuarto, como siempre, o en el establo. ¿Llevó las vacas el chico?

Sí, las había llevado detrás de la caravana.

—¿Qué les pasa a estas berzas?

Siguieron comiendo. Manuela no le contestó. Su marido volvió a insistir.

—Es por culpa de la cocina esa: no tiraba ni quemando diablos.

Los niños comían en silencio, mirando a sus padres con curiosidad.

—Padre, me han dicho que nos llevarán a la escuela —dijo el mayor.

Manuela le contó. Había un caserón grande y blanco que estaba vacío aún y que decían que era la escuela. Le habían dicho que, cuando llevaran un maestro, irían todos los chicos a aprender.

—A aprender, ¿qué? —quiso saber Emilio.

Manuela no sabía.

—A aprender qué sé yo.

—No les enseñarán a arar ni a sembrar, de seguro.

Había también una iglesia.

—Más adelante vendrá un cura, como el que vive en el pueblo de tus primos, donde nos casamos.

—¿Para qué?

Tampoco sabía Manuela. Ah, y todas las habitaciones tenían colgado del techo un globito de cristal con unos hilos finos en su interior, y decían que de allí dentro saldría la luz apretando un botoncito que hay junto a la puerta.

—Y eso será cuando vosotros acabéis la central.

Acabaron de comer. Emilio fumaba. El niño pequeño cogía tierra con la cuchara y la echaba dentro de la cazuela.

—Ya a tocar la sirena.

Algunos obreros se habían levantado y charlaban entre sí de pie o acababan de comer su manzana, cortando con la navaja los trozos podridos.

Empezó a tocar la sirena. Los niños levantaron la cabeza, asustados. Desfilaron los obreros hacia el pequeño camino en zigzag que bajaba hacia la central. Emilio se marchó con ellos.

Manuela metió los cubiertos y la cazuela en el capacho y empezó a andar hacia su nueva casa.