El Bar Mirador, en el edificio de la Dirección, estaba situado en la planta baja. A través de la cristalera que le rodea se veía la presa, ya acabada, y parte del cauce vacío. Era un bar de instalación moderna, con dos camareros de uniforme blanco, botones y gorras rojas, taburetes zancudos junto al mostrador, y sillas metálicas en torno a las mesas. Los empleados administrativos, los altos empleados, ingenieros y técnicos, bajaban todas las mañanas a él para tomar un aperitivo y oír música moderna por los altavoces. Algunas de sus señoras venían a esperarlos a la salida de la oficina para estar con ellos en la hora vacía del aperitivo. Los que frecuentaban el bar eran aparentemente personas acostumbradas al ambiente moderno de las ciudades. No podían prescindir de sus costumbres y encontraban en él una especie de oasis civilizado en medio de aquel espantoso desierto de atraso y falta de cultura. En realidad, muchas de estas personas no habían conocido un ambiente como el que decían. Precisamente por ello, necesitaban demostrar lo contrario. La pequeña sociedad del Salto iba estructurándose y —como en las ciudades— habían quedado ya más o menos definidas y delimitadas las principales clases sociales. Con ellas habían surgido las actividades inútiles, cuya base es la apariencia, y la ley de imitación de las inferiores a la superior, que, naturalmente, estaba formada por ingenieros, altos empleados y «técnicos de carrera». Las mujeres sabían que los ascensos de categoría y de sueldo son debidos más a ciertas apariencias muy ajenas al trabajo que a las propias cualidades. Puede tener una importancia enorme el que la señora de un jefe de sección diga en el Casino: «Estuvimos tomando el aperitivo en la Dirección con el señor Martínez. Me dijo que…». Se enterará todo el poblado. «La contable —dirán luego, por ejemplo—, y su marido toman todos los días el aperitivo con el ingeniero jefe…». Unos días o unas semanas después, alguien dirá: «Claro, como están todo el día bailándole el agua…». Puede que no, pero hay muchas posibilidades de que por este procedimiento, con mucha paciencia, se consiga un ascenso o un aumento de sueldo. Por lo menos, ya ha ocurrido alguna vez. Y es muy probable que siga ocurriendo. Porque la pequeña alta sociedad del Salto, como casi todas las altas sociedades, va estando cada vez más montada sobre la falsedad y la influencia de la charlatanería que sobre el trabajo. Los ingenieros parecían estar ya en posesión de un título nobiliario. Éstos era más probable que estuvieran acostumbrados a tomar el aperitivo. Por lo menos, su modo de estar ante el mostrador era más adecuado. No miraban al camarero nunca, que les observaba interpretando sus más mínimos gestos: mover arriba y abajo el dedo gordo apuntando hacia el fondo de la copa significaba más sifón; dos golpes en el mostrador con la palma de la mano podía ser una llamada o podía significar simplemente que querían el aperitivo. «Al administrador, lo que yo quiera menos aceitunas. Al señor Martínez, aceitunas precisamente…». Su conversación se desarrollaba siempre independientemente de la presencia del camarero. No les preocupaba en absoluto. Ni siquiera debían saber que existía, quizá le pensaban como una pieza más del «sistema bar».
—¡Qué desagradable lo de ese muchacho! —dijo Martínez. Cogió su copa y, sin dejar de mirar la presa, a lo lejos, a través de la cristalera, se dio cuenta de que tenía poco sifón. La dejó sobre el mostrador, notando que su manga tiraba algo, el servilletero, quizá, pero no dándole importancia. Apuntó el dedo gordo hacia el fondo de la copa, moviéndolo arriba y abajo. El camarero dejó a medio llenar el vermut de un jefe de sección y corrió hacia el ingeniero jefe con el sifón en la mano.
¿Había contestado el administrador «debió de ser un descuido suyo», o era él quien lo pensaba? Martínez, distraído, oyó el ruido del sifón. Pensó algo impreciso en relación con la presa recién acabada, a falta ya de abrir el aliviadero. Cuestión de una semana ya.
—Debió de ser un descuido suyo, ¿no le parece? —Necesitaba tiempo para precisar su pensamiento—. Porque nadie se hunde en el hormigón así como así.
—Si se pierde pie… —dijo el administrador.
Se oía una música estridente.
—Tiene demasiada densidad —dijo Martínez—. Ha tenido que caerle la vagoneta de hormigón encima. Yo creo que fue por el golpe.
La música seguía arañando los trozos de conversaciones que destacaban de vez en cuando. Se oyó de nuevo el ruido del sifón.
—Pero eso es lo bueno de haber conseguido mano de obra en estos pueblos —añadió el administrador—. Imagínese los líos de los seguros. Y una presa como ésta siempre se lleva más de medio centenar de hombres.
El ruido del sifón vacío, absorbiendo aire, dominó por un momento la música.
Se oyó un solo de trompeta. Luego una música estridente, igual, que parecía de duración eterna. El administrador hizo un gesto con la mano, hacia su espalda. El camarero vino corriendo. «Un gesto nuevo, ¿qué querrá?».
Habló al camarero cuando estuvo cerca, sin mirarle, sin hacer caso de su cuello torcido en un gesto de sumisión y obediencia anticipada.
—Esa música. —Señaló al altavoz más cercano.
Paró la música.
—¿Qué ocurre? —dijo un alto empleado de la administración, que estaba sentado en una mesa, en compañía de su señora y de varios empleados subordinados suyos—. ¿Por qué para la música?
Él camarero le indicó con la cabeza el grupo de los jefes.
—No se podía hablar, es verdad —dijo otro empleado.
Había entrado uno de los ingenieros de jefatura.
Se fueron levantando, a su paso junto a las mesas, los jefes de sección y los subjefes de sección.
—¿Qué tal?
El ingeniero jefe acababa de comer su última aceituna.
—¿Qué le ha pasado? ¿Cómo ha tardado tanto? —le preguntó el administrador, mientras el recién llegado se subía a su taburete, que había colocado en triángulo respecto a los otros dos.
—¿Qué va a tomar? —dijo el camarero.
—Martini seco. Y patatas.
Se acomodó en el incómodo taburete.
—Ese señor Lobo, que ha puesto una conferencia. Como ustedes ya se habían marchado… —dijo—, «No era yo el que tenía que haber hablado con él, sino vosotros, principalmente tú, magnífico jefe», pensó el ingeniero, mientras hablaba.
«Indirecta», pensaron los otros.
—No sabía nada —dijo Martínez.
«Tú nunca sabes nada», pensó instantáneamente el administrador.
—¿Cuándo llega? —habló otra vez el ingeniero jefe.
—Mañana. Viene él solo. Su familia llegará después.
—¿Quién es? —preguntó el administrador.
El camarero estaba sirviendo el Martini seco y las patatas. Acercó el servilletero y se alejó.
—Trabajó conmigo en el Ebro. Es un hombre con mucha práctica. Un buen montador. Hará un buen papel como jefe de montajes.
—¿Pero es ingeniero? —quiso saber de nuevo.
—No, no. —Había cierto desprecio en la contestación del ingeniero jefe—. Simplemente, un hombre con mucha experiencia. Uno de esos hombres que han ido subiendo a fuerza de experiencia y experiencia, ya sabe. Parecido al encargado de obras, a Ramos, ¿no se llama así?
Derivó la conversación hacia otros temas.
Era la hora de marcharse a comer. Los altos empleados se habían dado cuenta de ello, pero no se atrevían a marcharse antes que sus jefes.
Andrés llegó entonces y fue acogido con bromas y saludos amables por la mesa de jefes de sección. Se sentó al lado de la hija de un alto empleado, que venía a esperar a su padre y a tomar con él todos los días el aperitivo, probablemente por considerar el Bar Mirador como un lugar «estratégico».
Los jefes miraron hacia allí. Parecía haberles molestado que se sentara en una mesa de subordinados, antes de saludarlos a ellos.
—Queda mes y medio para que recojan la cosecha —decía ahora el ingeniero jefe. Había surgido un nuevo tema—. El otro día calculé que la presa tardará en llenarse de mes y medio a dos meses. El aforo del río no da para más. Por lo tanto, debemos esperar todavía una semana o así para volver el río a su cauce primitivo. Hablé con el director explicándoselo. Es conveniente dar tiempo a que recojan la cosecha. Necesitaremos más mano de obra.
Los otros dos estaban de acuerdo con Martínez. No convenía crearse enemigos entre los campesinos de los pueblos que iban a quedar bajo las aguas. Un día u otro se los convencería para que trabajasen en la central. No tendrían más remedio que aceptar cuando sus tierras estuvieran sumergidas. Sí, indudablemente convenía dar tiempo a que los campesinos recogieran sus cosechas. No sería tiempo perdido tampoco, puesto que, en realidad, nada se adelantaría con tener la presa llena sin que el montaje eléctrico estuviera acabado.
—¿Qué pasa con la música? —preguntó Andrés.
Le hicieron gestos señalándole a los jefes. Andrés se levantó y fue hacia ellos.
—Pero, bueno —dijo, en tono alegre—, ¿por qué no se puede oír música cuando están ustedes?
Andrés era observado por sus compañeros de mesa con una mezcla de admiración y miedo.
Una sonrisa idéntica fue iniciada por los tres.
—¿De qué se habla? —Andrés se estaba subiendo a un taburete.
—Esa juventud. —Miró a Andrés, sonriente, el administrador.
Martínez le explicó su conversación sobre la cosecha de los campesinos y la fecha mejor para llenar el embalse. Andrés se puso serio de pronto.
—Sí, hay que respetar su trabajo de un año. —Miró a través de la cristalera hacia la presa y detuvo su mirada en el llano donde comían los obreros sentados en el suelo—. Hay que respetarlos. A veces me parece injusto lo que estamos haciendo. Ustedes no estuvieron en la feria de Aldeaseca, como yo, y no vieron lo que yo vi.
—Pero yo ya estuve hace varios años, con usted precisamente —dijo Martínez—, y aún no he podido olvidar lo que vi. ¿Va usted a considerar más importante la cosecha de tres pueblos miserables que la construcción de una central eléctrica que producirá más de tres millones de kilovatios-hora al año?
—No, no, desde luego. Pero se deberían tener resueltos también sus problemas.
—Bah.
—No sé, pero…
—Usted es un romántico. —Cuando Martínez decía «romántico» quería decir atrasado.
Andrés seguía mirando a través de la cristalera. Bajó de su taburete el administrador.
—Creo que ya es hora de comer —dijo.
—Sí —dijo Martínez.
—Déjese usted de tonterías, Andrés —dijo el otro ingeniero—. Nosotros estamos trabajando por el progreso. Esas pobres gentes son gentes atrasadas a las que no se puede tener en cuenta.
Salieron los jefes y, detrás, empezaron a desfilar los altos empleados.
El mozo del mostrador empezó a limpiar las mesas.