Le dejaron junto a la cortina, aplastado contra la tierra, muerto, deformados su cara y su cuerpo por las pedradas y los golpes, y se volvieron a sus casas. Algunos llevaban piedras en las manos, no habían tenido tiempo de emplearlas; otros iban con azadas y picos. Regresaban silenciosos, con una expresión unánime de odio satisfecho, como si una vez en el tiempo la sangre de todos hubiera coincidido en un mismo latido. Sentían alegría de alba, no les importaban sus manos rojas, sino el aire libre, el campo libre, el trabajo suyo y libre que veían delante. Cada uno fue a su casa y ninguno dijo nada. Cenaron aquella noche como todas, sin oír ecos de amenaza en ningún pozo hundido dentro de sus almas de tierra. Durmieron aquella noche como todas.
A la mañana siguiente, los niños se tiraron piedras. Cayó uno al suelo, acosado por los demás, y los demás le golpearon con sus varas hasta dejarle muerto. Se levantó luego, vivo y riendo, y él y todos se fueron cada uno con su ganado, la vara larga sobre el lomo de la última cabeza. El pueblo siguió igual. Tenía un hombre y una mujer menos, y un poco más de silencio.
Vinieron luego los dos hombres de uniforme verde y negro gorro brillante. Vino también un hombre vestido de negro, con gafas, al que acompañaba siempre otro más bajo, con una cartera grande de cuero. Se instalaron en El Salón.
Han llamado a todos los hombres y mujeres del pueblo. Ya hay muchos reunidos allí, en el mismo sitio donde los mozos bailan los domingos y fiestas, donde se reúnen los hombres para celebrar conversaciones sin tema, o acaso con el vino y la venganza, ahora realizada, como únicos temas. El Salón está lleno de hombres y mujeres de pie, apretados, inmóviles. El secretario está sentado detrás de una mesa, junto al viejo organillo, que han apartado hacia un rincón. El juez se limpia el sudor de la cara con el pañuelo, no por el sudor solamente, sino también porque sabe que está perfumado y el olor del perfume disimula un poco aquel ambiente denso, que huele a oveja y a estiércol. «Suciedad de siglos, Aldeaseca, Aldeasucia.» Los guardias, delante de los campesinos, mirándolos inexpresivamente, o, por lo menos, con una indiferencia reglamentaria, aprendida hace muchos años.
—¿Ha redactado ya el preámbulo? —pregunta el juez.
Alza un momento la cabeza el secretario, hace un gesto levísimo y continúa escribiendo, encorvado sobre la mesa.
—¿Cómo se llama usted?
Anota el nombre de aquel campesino seco y tímido como un niño.
«El testigo, llamado Gervasio Fernández, declaró…»
El juez habla despacio, mirando fijamente a Gervasio. Sus manos se frotan con suavidad mutuamente y se inclina hacia delante, procurando estar lo más cerca posible de Gervasio. Habla como si hubiera presenciado lo que ocurrió, con un tono amable que, sin embargo, desagrada a Gervasio. Por fin, pasadas las preguntas a las que éste sólo ha tenido que contestar con un «sí» o un «no», el hombre de las gafas negras se calla, esperando una respuesta más extensa a su pregunta. Su última frase ha sido: «… y tú le golpeaste, ¿no es verdad?»
—No —contesta Gervasio—, todo el pueblo, fue todo el pueblo.
Desde su puesto detrás de la cortina, veía la puerta de la casa claramente. Había un carro sin ruedas delante. Vio venir a Gris por el camino. Detrás vio a Emilio. «Habrán cenado ya —pensó—, ahora podemos irnos nosotros.» Supo entonces que tenía hambre y se alegró de que vinieran ya a sustituirle en su puesto.
—¿Qué hay? —dijo Emilio—, Saldrá, estate cierto que saldrá. Algún día iba a pagar todo lo que nos ha robado.
Se levantó Gervasio y comenzó a andar hacia su casa. Emilio se quedó en su puesto y saludó a Juan, que estaba unos metros alejado de él, detrás de la cortina también.
—¿Estás bien cargado? Ése tiene la cabeza bien dura.
Le enseñó las manos, con dos piedras cada una.
Emilio sonrió. «Saldrá. No podrá resistir un día más, quizá dos.»
—Yo no podré estarme hasta más allá de la medianoche o así, que mañana tengo que madrugar para ir al Salto —le dijo.
—Bueno, ya vendrá otro en tu lugar —dijo Juan—, si no te hubieses ido a trabajar a la presa…
—¿Tampoco sabe usted nada? —dice el juez. Lo dice sin enfadarse, como si fuera normal que Emilio no supiera nada. Pero en seguida, con el mismo tono, vuelve a insistir—. Vamos a ver, usted estaba, según nos ha dicho…
Emilio calla. Se adelanta un poco e inclina la cabeza.
—Fue todo el pueblo —murmura—. Yo tiré piedras, pero no sé si le dieron.
—Pero usted ha dicho que llevaba un palo o una azada, ¿no? ¿También le robaba?
—Nos robaba a todos, a todo el pueblo. Por eso fue todo el pueblo —dice. El secretario apunta las respuestas.
Hacía frío. Emilio se arropó en la manta que había traído y empezó a liar un cigarrillo. «Se le acabará lo que tenga para comer y tendrá que salir, vaya si saldrá.» La noche sin luna estaba caída sobre las casas como una manta negra salpicada de leche. En el interior del establo abandonado había un pequeño resplandor que salía de la cocina. No había viento. Escuchaba él, como único ruido de la noche, el pequeño crepitar del tabaco que ardía cuando chupaba su cigarrillo. Su lumbre iluminaba las piedras más próximas de la cortina. Vio las cabezas que sobresalían detrás de la cortina cada dos o tres metros, rodeando la casa. «Saldrá o se morirá ahí dentro.»
—¿Cuántos días estuvieron rodeando la casa? — Se limpia la cara con el pañuelo, quitándose las gafas con la mano izquierda. El pañuelo huele ya a sudor, y él se siente ya completamente hundido en la atmósfera sucia de El Salón. Aunque ordenó que salieran todos menos los que él estuviera interrogando, aún queda el olor compacto de los hombres que lo llenaban. Dos guardias civiles hacen pasar a los que el secretario llama. El juez ha oído la respuesta del campesino, distraído, pensando en algo poco preciso en relación con el hombre o, más bien, con aquel tipo especial de hombre. «O de mono», piensa. Se recuesta en el respaldo de la silla y su crujido le recuerda la palabra «crimen»… «Toda la historia del derecho…» Se frota los ojos cerrados con el pañuelo, los párpados arrugados, que a veces le tiemblan con un tic. «Cinco días cercando la casa de un hombre», piensa asombrado. Guarda el pañuelo.
—Llame a otro testigo —dice.
Juan no dice nada. Sí, él vive con su padre y su madre. Trabaja sus tierras. Tiene treinta años. Ha estado con todos esperando a que salga, sí. Pero también han tirado piedras los otros, todo el pueblo.
Se asustó de pronto, y empezó a reírse cuando vio que era un perro. «Hasta los perros le odian.» Estaba husmeando cerca del carro sin ruedas. Oía claramente el roce de sus uñas sobre el suelo, buscando algo entre las cáscaras viejas. «Tendrá que rascar en el suelo si quiere escapar.» El perro estaba dentro de la sombra del carro, formando parte de ella. Le ponía nervioso, sin dejar de moverse entre las sombras. «Condenado bicho.» Chascó la lengua para asustarle. El perro siguió allí, removiendo las basuras.
—¿Qué pasa?
Era el Tío Muelas. Le vio dos metros más allá, acurrucado en su manta, junto al brillo de la azada.
—Nada, ese perro.
Juan no pudo aguantar más. Alzó la mano. Silbó la piedra y chocó contra la madera vieja del carro con un ruido seco, seguido de otros más pequeños, apagándose. Ladró el perro a la vez y comenzó a correr, apareciendo de pronto entre el rincón de sombras del carro y la pared. Simultáneamente, se levantaron los hombres de detrás de la cortina. Dos o tres piedras chocaron contra el carro.
—¿Qué pasa?
Se oyó un rumor de preguntas.
—No es nada, un perro.
Por el camino venían corriendo varios hombres. Se había roto el silencio, se oían los golpes de las cholas de madera contra las piedras, las voces preguntando, el rumor apresurado de la pana rozando contra la pana.
—Nada, nada.
Un latido, en cada sangre, se había unido al latido del hombre más próximo, formando un solo latido sordo, un cerco de sangre en torno a la casa del resplandor pequeño en la cocina. En algún sitio, hacia la derecha, oyó Juan los gruñidos de Gris.
El juez se está apretando con los dedos junto al ojo derecho. «Este tic, este maldito tic…» Los hombres y mujeres que esperan ante El Salón siguen silenciosos, casi inmóviles, de vez en cuando cambian el peso del cuerpo al otro pie o se pasan la mano por la cara, asombrados de los guardias que vigilan la entrada de El Salón, donde están los dos hombres vestidos de negro que tanto miedo les dan. Es el sentirse objeto de la atención de esos hombres importantes lo que les asusta.
«Toda la mañana interrogando…» El secretario no ha levantado la cabeza de los folios que va escribiendo. «Acta número 2305, Aldeaseca, partido judicial de…» El juez se siente ya cansado, está deseando terminar con los interrogatorios. «Me dijo el ingeniero que no se me ocurriera comer aquí, nos invitó…» Hace aún más preguntas al asustado campesino que está delante de él.
—Vámonos —dice al secretario.
El secretario levanta un momento la cabeza y asiente.
—Continuará a las dieciséis, es decir, a las cuatro —aclara, un poco para sí mismo.
Parten en el coche. Los guardias se quedan allí.
El Cholo estaba sentado, odiando a su mujer con la mirada. «Me matarán.» Sabía que la casa estaba rodeada, continuamente, por veinte o treinta hombres del pueblo que se turnaban. Habría incluso mujeres. Los dos primeros días esperó que aquello no fuera de verdad. «Seguramente se cansarán.» Acaso asustándoles: siempre le habían tenido miedo.
Salió a la puerta gritando:
—¡Le hundiré las costillas…!
Diez o doce piedras rebotaron en la puerta y en el carro un segundo después de esconderse él.
—¡… a quien me tire una piedra! —había pensado acabar la frase.
«Criminales.»
Su mujer estaba enfrente de él, junto a la chimenea, mirándole con sus ojos pequeños de rata. Temblaba su cuerpo encogido, y él sentía aumentar su asco por aquel lío de trapos arrugados que ella era. No habían comido nada desde la última vez que encendieron el candil. Pronto tendrían que encenderlo de nuevo.
Él creía haber vivido en aquella cocina años y años sin salir. La pared sucia de humo. El fuego, la olla colgada del gancho, los agujeros en la pared con los cacharros, el suelo sucio, lleno de plumas de gallina y restos de comida que ya empezaban a oler mal. Las cenizas grises y el pequeño rescoldo que aún quedaba en la chimenea. Odiaba todo aquello.
Su mujer se levantó y encendió el candil.
—Queda poco aceite —dijo.
A ella la odiaba más. «Vieja gallina sin plumas… Borracho tenía que estar para casarme con ella». Recordó aquella noche después de la feria. Había bebido mucho. Bailaron hasta la madrugada y, al terminar el baile, no supo ya nada hasta que se encontró tumbado sobre una cama, en una habitación que no conocía. Entró ella. «Entonces no estaba podrida». Sonrió. Pero no comprendía ahora, no había comprendido nunca, por qué estuvo tan dócil a la mañana siguiente. Prometió todo lo que quisieron y antes de una semana estaba ya todo preparado. Y un mes después, casado con ella. «Su padre y sus hermanos me amenazaron. Yo era un pobre tonto y me asusté, todo el pueblo supo lo que había pasado». Sonrió otra vez, recordando. «No, no estaba tan podrida entonces». Le enervaban aquellos crujidos, sus brazos la apretaban sin darse cuenta, oía la respiración de ella y su propia respiración entremezcladas, como las de dos toros en pelea. «Como cuando Vitorina…». Siguió recordando, olvidado un momento de su situación.
Ella estaba llorando. La descubrieron sus ojos como una cosa más, extrañado casi de que fuera capaz de llorar, y sin relacionarla con aquella mujer en la que unos segundos antes pensaba. Las comparó mentalmente. «Ahora se moriría». Rió con un resoplido. Ella le miró y su llanto se hizo más fuerte. Pero era algo más que asco o desprecio lo que sentía hacia ella. Había un sentimiento impreciso de terror, como si él, fuerte, lleno de vida, sospechara un misterio en aquel ser casi muerto, dedicado a temblar, a tener frío y llorar. El contacto de sus manos sin sangre le había llegado a obsesionar hasta tal punto que muchas noches no subió al dormitorio. Y ella le pedía, llorando, su proximidad, su calor. «Como si me quisiera pasar su frío». Ahora, miraba él al ventanuco alto, por donde ya no entraba ninguna claridad. Sintió de pronto un escalofrío. Fue más claro para él que estaba dentro de aquella casa, su casa, encerrado con una mujer silenciosa, su mujer, rodeados ambos por todos los hombres del pueblo, a los que durante años había robado y ofendido. Sabía que todos estaban armados de azadas y picos, de hoces y piedras. Se dio cuenta de que tenía miedo. Sobre la mesa estaba la cazuela de barro vacía, sucia todavía de la comida del día anterior. Fue su miedo, una sensación de proximidad de un peligro intangible, no él, quien hizo mover su brazo lanzando la cazuela desde la mesa al suelo, donde se hizo pedazos. Había rugido sordamente a la vez, escupiendo después sobre los restos de la cazuela. «Y ella ahí quieta, sin decir nada». Supo que era a ella a quien odiaba exclusivamente. Hubiera matado a cualquiera de los campesinos que esperaban fuera, porque sabía que tendría que salir o se moriría de hambre. Los odiaba, pero estaba obligado a ello, porque los sabía enfrente de él, eran hombres que tirarían piedras contra él, contra el hombre que les había robado. Ahora no podía hacer nada contra ellos, estaba impotente ante su amenaza, pero se daba cuenta de que existían. Eran enemigos, y esto le parecía natural, no era contrario a su vitalidad salvaje. Pero esa mujer, ahí, enfrente de él, sin dormir desde hacía dos días y sin comer desde uno, que no había gritado, inmóvil totalmente si no se hubiera levantado varias veces para encender o apagar el candil, le producía una sensación de miedo y de frío, haciendo que concentrara en ella todo el odio que debería sentir por los campesinos. Era mayor este sentimiento y aumentaba cada vez que la veía temblando sin parar o sollozando sin interrupción durante horas. Un sollozo pequeño, ahogado, monótono, que sonaba en la cocina como si todas las cosas lloraran y sus llantos se hubieran unido en aquel ruido intermitente, tan poco parecido al sollozo de una mujer. Luego se callaba, y ya permanecía mirándole inexpresivamente, sin alborotarse apenas cuando él rompía una cazuela o tiraba una silla de una patada. «Como un muerto. Ni siquiera ha dicho que tiene miedo». No debía ser capaz de sentirlo. Le era imposible librarse de la obsesión de estar encerrado con un muerto, que esperaba junto a él hasta que también muriera. Hubiera querido a su lado algo vivo, intensamente vivo, que se paseara por la cocina rompiendo cazuelas y vasos, abrazándose a él, gritando, apretándose contra su cuerpo caliente. No aquella estatua fría que temblaba.
Comenzó a oscilar la llama del candil. Latió un momento la luz contra las paredes y el techo, decrecieron luego las oscilaciones, dejando avanzar, por latidos también, a las sombras de las cosas hasta que se fundieron todas en una sombra total. Estuvo viendo durante unos segundos un punto luminoso donde había estado la luz del candil. Se apagó luego y sólo quedaron tres o cuatro puntos de luz en el suelo, enfrente, donde sabía él que estaba la chimenea.
No pensó nada. Siguió sentado en el banco apoyándose contra la pared. Parecía que la oscuridad, al unirse al silencio, total desde que ella dejó de sollozar, hubiera convertido a la cocina en algo macizo, donde las cosas no eran más densas que ella misma, haciendo imposible cualquier movimiento. Había oído un pequeño ruido enfrente de él.
Comprendió que era ella, y al mismo tiempo se dio cuenta de lo que iba a pasar, pero sin saberlo bien todavía. Sintió los brazos de la mujer rodeándole el cuello, y todo su cuerpo casi encima de él, semitumbado como estaba sobre el banco. Sin una palabra, sin un grito. Tuvo que agarrarse para no caer con ella al suelo. Buscaba calor o simplemente un cuerpo contra el que apretar el suyo. Ella renacía con la oscuridad. Era peor que su frialdad absoluta. Recordó muchas noches junto a aquel calor helado que le aterrorizaba. Tuvo la sensación de estar en una tumba, de nuevo, donde era recibido con amor por una mujer sin vida, que le abrazaba, recién muerto. Se sintió dominado por un furor extraño, que le llenaba las venas y latía en el cerebro. En el minuto siguiente, largo y silencioso, sólo se oyó un crujido, como de una caña seca aplastada entre trapos, y luego un ruido sordo de algo que cayó pesadamente al suelo. «Sin un grito», pensó él. Sus manos permanecieron un momento como abarcando todavía la garganta de ella.
Está pensando que ha comido demasiado bien para ir al pueblo a interrogar a campesinos analfabetos. Pero tiene que continuar la instrucción del sumario. El ingeniero jefe de la central ha sido muy amable.
—Es muy simpático este ingeniero, ¿eh? Vive como si estuviera en una ciudad —dice el juez.
—Sí, su mujer parece una marquesa o algo así —dice el secretario.
—El caso es que hemos comido, ¡y menuda comida!
Está oyendo el ruido del motor del coche, un ruido violento e indeciso en su violencia, como sus propias dudas sobre si podrá continuar aquel inexorable deber de interrogar a hombres de caras arrugadas, que le miran fijamente, con miedo casi a su chaqueta negra, a sus lentes o a su voz, no a la justicia que representa. «Justicia, ¿qué saben estos hombres?… Son como animales. Acto delictivo… Necesitarían una justicia natural, que los juzgaran las piedras o la tierra que ellos trabajan». Recuerda lo que les dijo el ingeniero, mientras comían. Una mano suya cogía entonces el vaso mientras la otra limpiaba la boca con la servilleta: «Quedará debajo de las aguas, como los otros…». Sí, algo así: la justicia del río, o mejor, la purificación larga de sus aguas, cubriendo hasta el techo más alto del pueblo. El crimen no lo habían hecho ellos, sino aquellas casas sucias y pequeñas que albergaban a los animales y, a la vez, de un modo secundario, a ellos mismos, a los hombres que hacían acequias para tomar el agua río arriba y llevarla hasta sus tierras, olvidadas del cielo durante siglos. Aquellas piedras inmóviles como conciencias mudas, clavadas en la tierra vigilantemente, y los toros salvajes, casi fieras, abatidos sus cuernos por el peso de dos piedras, y las cortinas, y el hambre de los malos años. Piensa en sus miradas, fijas como piedras transparentes y negras, con una profundidad de tiempo, en las que le parece ver las siluetas de una vida primitiva, una visión de hombres semidesnudos atacando con piedras toscamente talladas a animales salvajes de formas extrañas, pertenecientes a especies ya desaparecidas. Sólo el río podría lavar todo aquello, las fachadas chorreando sangre, la suciedad de las calles, el ambiente denso de ruidos animales y olores repugnantes, aquel charco de vida detenida en el tiempo, en un presente continuo en el que cualquier germen de crimen y degeneración puede surgir. Ellos, los hombres, no eran nada: un pueblo de toros, gallinas, bueyes, mulas, hombres, lagartijas… «Suerte perra la mía… Tener que venir aquí. Y el fiscal sin llegar», piensa el juez.
El coche se detiene.
El secretario extiende sus papeles sobre la mesa, ya dentro de El Salón, y se dispone a continuar escribiendo. Repasa con la mirada los últimos folios: «… que él no supo más después de que salió la víctima. Comenzaron todos a tirarle piedras. Preguntado a este respecto, dijo que recordaba haber visto a Juan Morales, a Gervasio Fernández y a tres o cuatro más que no puede decir por no recordarlos de momento, tirar piedras contra la víctima, que corría “saltando como una gallina”, en expresión del declarante, protegiéndose de las pedradas con un barreño grande de los que usan las mujeres para ir a lavar al río, y que no puede decir, porque no lo recuerda tampoco, quién comenzó a tirar piedras ni de quién era la piedra que le produjo la herida que se ha apreciado en el cadáver de la víctima, pudiendo asegurar, sin embargo, que fue Gris el que le derribó con un palo…, e insistiendo en que fue todo el pueblo, pues a pesar de haber dado nombres, él recuerda que fueron muchos los que tiraron piedras y golpearon con azadas y picos, para precisar más, todos los que en aquel momento estaban cercando la casa, y que si alguno no logró alcanzarle con sus pedradas fue por casualidad, porque todos “tiraban a dar” del mismo modo que todos querían ser los que golpearan a El Cholo, caído ya, con las antedichas herramientas…».
Continúa el interrogatorio. Folio número 39. «Llamado a declarar Higinio Galán…».
«Pronto amanecerá». Estaba sentado en el banco desde hacía tanto tiempo que le parecía que no existía nada sino aquella oscuridad total, llena de las cosas familiares de la cocina, colocadas, con el recuerdo, en los sitios donde las había visto veces anteriores. Le dolían los brazos y notaba temblores en la espalda apoyada en la pared. Sus piernas estaban extendidas sobre los tacones de las cholas, y a veces se le balanceaban sin motivo, sorprendiéndose a sí mismo haciéndolo. «Pronto amanecerá y me matarán». Notó la frente aplastada por un peso interior o, acaso, por la oscuridad casi maciza que le rodeaba, dentro de la cual estaba también el cadáver de su mujer desde hacía varias horas. No tenía ninguna sensación de ausencia de algo vivo, de otro ser cuya vida hubiera sido parte de la suya y que faltara ahora, precisamente, cuando todo era oscuro y fuera le esperaban veinte o treinta hombres desde cinco días atrás para matarle. Ella estaba muerta, como siempre lo había estado, pero estaba muerta en medio de la oscuridad, y las manos de él sentían crecer un terror recordando algo que se aplastó entre ellas y cayó al suelo. Las tenía caídas entre sus piernas, acaso sin saberlo, y temblando cuando la oscuridad o el roce de sus pantalones se convertían en el primer contacto, más bien en el último, que sus dedos tuvieron con el cuello. Como si en esa postura sus manos apretaran todavía, como si la misma oscuridad fuera algo corpóreo que se estuviera aplastando entre ellas y crujiera. Una angustia física se había apoderado de todos sus músculos, sentía como un cansancio antiguo, hecho de muchas fatigas unidas momentáneamente, y que ahora surgía, al tiempo que sentía una presión lenta y segura sobre todo su cuerpo. Comprendía la necesidad de salir de allí. «Cuando amanezca estaré perdido… Un día más sin comer». Su estómago era un hueco doloroso en medio de aquel dolor más vago y diluido que era su cuerpo entero. A veces oía los latidos de la sangre en el cerebro, unos golpes secos que le hacían recordar la serie de golpes del día anterior, o de dos días antes —no podía recordar ya, había perdido la noción de la medida del tiempo—, cuando intentó salir amenazándolos, y las piedras chocaron contra la puerta y el carro, como una frase de golpes contestando a la suya de palabras. Recordaba estos golpes todavía con la misma realidad que los de su sangre, y muy probablemente éstos se producían por el recuerdo obsesionante de aquéllos. «Ella ahí, en el suelo, muerta». No se había atrevido, desde que se sentó en el banco con los pies extendidos, apoyando sólo los talones en el suelo, a moverlos, por temor a tocar con ellos su cuerpo, que debió de caer muy cerca de donde él estaba. Su inconsciente balanceo obedecía, sin duda, a este temor continuo. No podía tampoco mirar hacia allí, porque sus ojos sentían las cosas de un modo táctil, tocándolas en su imposibilidad de verlas.
«Olerá mal en seguida. No habrá quien pare aquí». Sus sensaciones físicas eran claras, tan nítidas que inevitablemente se le volvían reales, aunque no lo fueran, sin que pudiera disfrazarlas u olvidarlas. Temblaba y oía el martilleo de la sangre en la cabeza. La espalda, aplastada contra la pared, le dolía. Los brazos estaban agotados. Necesitaba cerrar los ojos de cuando en cuando para evitar la presencia táctil del cuerpo de su mujer. Sentía hambre y cansancio general. Se hubiera levantado, hubiera ido hasta el ventanuco para mirar, elevándose sobre las puntas de los pies, hacia la noche, y ver alguna estrella, o se hubiera dedicado a pasear. Sus pasos le hubieran dicho que vivía. Pero ¿qué músculos debía mover primero para levantarse? Sabía que ninguno le obedecería. Sus ideas eran muy concretas, repetidas monótonamente desde mucho tiempo, surgidas sobre una mancha informe de ideas oscuras y vertiginosas que estaban dentro y fuera de él. Su cerebro y la cocina eran ya igual de oscuros, igual de silenciosos, y habían llegado a tener el mismo tamaño, identificados. La chimenea apagada, o mejor, el sitio sin fuego donde sabía él que estaba, era lo mismo que la idea de hambre, y cuando esta idea giraba vertiginosamente al ritmo de sus latidos, en torno a la cocina, pegándose con calidad de murciélago a las paredes y al techo —una vuelta, un latido—, la oscuridad se convertía en la idea de la muerte. Respiraba con dificultad, oyendo al aire salir por la forma fija de su garganta y de su boca. La oscuridad, entonces, se hacía vertiginosa también y se poblaba de olores pudriéndose, de pequeños retazos de otros tiempos —sintió la mano de Gervasio aferrarse en su hombro, cuando Vitorina hacía unos ruidos profundos, salidos de su vientre acaso y, luego, vio su propia navaja brillando en el aire con un brillo delgado como un canto de gallo al amanecer, rojo como la herida que le hizo aquel toro sin piedras…—, retazos que daban una vuelta o mil a cada latido, poblándose cada vez más de abigarradas explosiones de colores contrarios que chocaban a velocidades imposibles, y, al mismo tiempo, de gritos, y de mugidos que se aplastaban contra las paredes convirtiéndose en masas casi líquidas, de formas continuamente cambiantes, que flotaban, empezando una de ellas en seguida a oscilar bruscamente, hinchándose y deshinchándose, desde la delgadez más absoluta hasta un volumen que llenaba todo el hueco negro que eran su cerebro y la cocina. La sensación de vértigo la sentía en este hueco negro que le dolía en su misma vaciedad, sólo lleno momentáneamente cuando alguna idea concreta y actual se fijaba sobre todo aquel caos: «Amanecerá pronto», «me matarán», «tengo que salir antes de que amanezca», «olerá mal en seguida, ahí, muerta en el suelo». Iba creciendo en él la sensación de la proximidad del cuerpo de su mujer. Quizá había empezado ya a corromperse. Descubrió el ventanuco, entonces, y estaba más claro que la última vez que lo miró.
Fue instantáneamente, sin pensar en hacerlo, como se levantó, sin rozar siquiera con los pies el cuerpo de su mujer, sintiendo la necesidad de huir de allí y no pensando en el peligro de las piedras que le tirarían. Un segundo después, en el centro de la cocina, pensó en este peligro, y se descubrió buscando, con las manos, algo en la pared, en el lugar de la pared donde su mujer colgaba los cacharros grandes. Tropezaron sus pies con algo metálico que vibró largamente, de un modo sordo, resonando en el rincón donde se encontraba. Tenía, en la otra mano, la manta con la que se había cubierto todas las noches. Salió al establo con la manta por la cabeza, sobre la que sujetaba de un asa, con la mano que le dejaba libre la manta, el barreño grande que su mujer empleaba para ir a lavar al río. «Si estuvieran dormidos», pensó. Supo que había salido a la noche por una oscuridad menos densa, por una sensación de mayor espacio en torno a él, y por el viento libre que contrastó con el calor sucio que todavía guardaba debajo de la manta, pegado a su cuerpo. «Si durmieran», pensó otra vez. Permaneció quieto en la puerta, procurando no destacarse de la mancha de sombra que allí había. Silencio y oscuridad. Nadie notaba su presencia en la puerta. Vio la cortina, una sombra más densa de un metro de altura. «Alcanzarla».
Corrió.
Agachado, sujetaba con la mano izquierda la manta y con la derecha el barreño, sin soltarlos, a pesar de la velocidad y de las piedras que chocaban contra él. La noche se había llenado de gritos y silbidos, de sombras que se agitaban detrás de las vallas que rodeaban la casa. Resonaban detrás de su cabeza los golpes metálicos, y su eco quedaba vibrando, unido al eco del golpe anterior, con el que formaban todos un solo y continuo ruido metálico vibrante.
«Alcanzar la cortina.»
Retrocedieron las sombras, o se apartaron, cuando él llegó, agitando el barreño delante, y saltó la valla sin rozarla, sintiendo entonces el impacto de varias piedras en la espalda y los hombros, amortiguado por la manta. Al usar la mano derecha para impedir que resbalara la manta de la cabeza, supo que ya no tenía el barreño, y oyó su caída metálica contra las piedras. Notó un dolor instantáneo en la nuca. Siguió corriendo. Oía los gritos a su espalda y a su derecha, acompañados del rumor sordo de las cholas chocando contra el suelo. Sintió otro dolor en la nuca y se llevó las dos manos, instintivamente, a ella para protegerse. La manta cayó al suelo. Siguió corriendo.
«Sangre, me han hecho sangre. La otra cortina: saltarla.»
Corría agachado, sin dejar de mirar la segunda cortina. Recibió varios golpes en la espalda. Le faltaban cuatro metros para llegar. «Me pararé y se asustarán».
Otra piedra en la nuca. Retiró la mano contra la que había chocado. Vacilaron sus piernas. «Canallas… Hijos de perra…».
El dolor de la nuca aumentaba.
«No podrán…»
Tropezó. Siguió corriendo. Los golpes eran tan seguidos —en los hombros, en la cabeza, en la espalda— que ya no sentía los nuevos. Todos formaban un solo dolor. Notaba correr la sangre, sabía que estaba sangrando por varios sitios.
«Tengo que seguir.»
Cayó sobre sus rodillas, apoyándose en las manos. Algo le golpeó en la cabeza y le derribó al suelo. Crecieron los gritos a su alrededor hasta hacerse tan dolorosos como los mismos golpes, que ahora se sucedían sin interrupción en los costados, en el pecho, en las piernas, en el vientre… Estaba caído boca arriba, entre los hombres que le golpeaban. Brazos y hoces y azadas caían sobre él, mezclados, chocando entre sí, en medio de una respiración colectiva y furiosa.
«Sangre… Me matarán… Hijos de pe…»
Golpes y gritos nacían de aquellas sombras que se movían y agitaban en torno suyo. Quiso gritar, mover un brazo. El dolor era irresistible. Algo le había golpeado en un ojo y por un momento vio todo estallando en luces blancas. Luego dijo: «No, no…». Movió la cabeza. «No…».
Sentía su cuerpo como un latido abierto en medio de la noche, como un dolor total, renovado, aumentado a cada segundo.
«Can…»
Movió la cabeza. Quiso protegérsela con un brazo, con el brazo derecho, pero no sabía nada de él, no pudo colocarlo sobre sus ojos.
«No, no, no…»
Quedó inmóvil.
Ha terminado la instrucción del sumario. Por fin, han llegado el fiscal y el forense. Todos, después de efectuado el traslado de los cadáveres, y sus respectivas diligencias, parten de Aldeaseca.
—Hay que preparar rápidamente el resumen para el auditor —dice el juez.
Está cansado. Un día entero interrogando a campesinos torpes, que apenas entienden las preguntas que se les hace. Apoya la cabeza en el respaldo blando del asiento y entorna los ojos. Ve acercarse, aumentando la velocidad al llegar junto al coche, paisajes de bajas colinas y llanuras extensas, pobres de vegetación y ricas de piedra, casas de los mismos colores que el paisaje, como peñascos solitarios, y, de vez en cuando, un hombre de silueta curva, detrás de un toro o, a lo lejos, hombres y mujeres con niños a la espalda trabajando en el campo. El ruido del motor llega hasta él a través de la oreja del respaldo, amortiguado, con vibraciones metálicas sordas. Cierra los ojos con fuerza para evitar el tic. «Un pueblo entero contra un hombre. No se podrá hallar culpable». Piensa en la central eléctrica en construcción. «Luz y muerte, progreso y prehistoria».
—¿Qué opina usted?
El forense vuelve la cabeza hacia él. Recuerda el cadáver desecho, machacado contra el suelo a pedradas y golpes de azadas. «Le arrancaron un brazo, probablemente con un golpe de azada. La cara deformada, una masa de carne sin expresión, sanguinolenta».
—Confío en que lo lleven a la Audiencia Provincial —añadió el juez—. Prefiero no saber nada de este asunto.
—Sí —dijo el forense—. Es un mal asunto.
El coche dejó una nube de polvo girando sobre sí misma y desapareció en una curva.
Un pasillo de gente hasta el camión. Los ojos fijos, redondos, con una curiosidad animal, los labios inferiores abandonados, carentes de gesto, en una espera estúpida. Arrancó el coche del juez con tres aludes de ruidos sordos, y desapareció, tambaleándose sobre sus ballestas por el camino. Parecen haberse materializado las miradas de los campesinos en hilos extensibles atados al coche. Fue necesario que desapareciera detrás de una casa para que varios campesinos dejaran de mirar en esa dirección. Se acercan, entonces, despacio a la puerta de El Salón. Los demás miran aún el coche que, entre polvo, surge otra vez de la tierra, junto al río, y se aleja ya por la carretera. Luego se hunde otra vez en la tierra, donde una pequeña colina oculta el río. Queda un rastro de polvo ascendiendo.
Entonces se unen todos al pasillo de gente, delante de la puerta de El Salón, comenzado a formar por los primeros que liberaron los hilos extensibles de sus miradas de aquella obsesión creciente de lejanía o de ser ellos mismos lejanos. Ahora están así, como si nunca hubieran visto nada a menos de diez metros. Puestos los ojos en una cosa —el cuello del campesino de delante, la puerta de El Salón, la esquina del tejado—, pero sin verla. Los tienen abandonados sin mirar por ellos, aunque puedan estar viendo algo por sí mismos. Fijos en cualquier cosa, inútiles como las manos caídas a lo largo del cuerpo. No como la mirada de los muertos, que refleja un vivir sorprendido, sino como el agua parada, transparentando lo único que hay en su fondo: la tierra. Ni una idea puede verse en esos ojos. Su pensamiento está parado. Necesita algo que abra su cauce cegado: la azada que va abriendo el surco delante del agua.
La puerta está abierta. Se había empezado a oír el rumor unos segundos antes. Se animan los ojos de todos desprendiéndose de lo que están mirando; nace entonces un movimiento común de retroceso y avance alternativo. Gris, entre dos guardias, esposado, atraviesa el pasillo mirando a todos sin comprender, preguntando con sus ojos, sin párpados, un poco apagada su rebeldía de los primeros momentos. Subido en la caja del camión, siempre entre los dos guardias, Gris parece haber tenido una idea. «No». Hace fuerzas con sus manos, lucha contra las esposas inútilmente.
—Grrriss, grrriss…
«No». Los chicos se acercan al camión corriendo y empiezan a gritar y a agitar los brazos.
—¡Gri… is! ¡Gri… is!
—Fuera de aquí, chicos.
Los guardias suben al camión.
Se oye un rugido lejano. En las cabezas de algunos campesinos bailan palabras incomprensibles: «libertad provisional… hasta el juicio».
El camión ha arrancado. Los chicos corren detrás de él gritando:
—¡Gri… is! ¡Gri… is!
Un campesino se ríe.
—Vaya con este Gris —dice.