Sus pies tenían unas alpargatas de cáñamo sucias, con pegotes secos de hormigón. Sostenía el aparato con las dos manos, inclinado sobre él, y lo hundía en el hormigón reciente. El aparato vibraba al apretar el resorte, y el hormigón se iba haciendo más denso. Por encima de él pasaban las vagonetas colgadas de los cables y dejaban caer su carga un metro más allá.
Vio pasar hacia atrás una vagoneta. Sabía que entonces le daría tiempo para soltar el resorte durante unos segundos, y levantó la cabeza, limpiándose el sudor con el dorso de un brazo. Tenía la mano dormida, le trepidaban los huesos y nervios. Vio la cadena de hombres inclinados sobre sus vibradores, entre los dos muros. La perdía de vista donde parecían cerrarse éstos, entre los que caía, ante cada hombre, el hormigón desde las vagonetas que pasaban incesantemente sobre las cabezas. Cargaban en las laderas del valle. Se veía desde allí el cauce seco del río hasta la hondonada, doscientos o trescientos metros hacia arriba. Había un túnel por el que se metía todo el caudal del río y salía otra vez, más abajo de la presa en construcción, al cauce natural.
—El capataz —siseó el de atrás sin levantar la cabeza.
Cuando cayó la carga de la vagoneta, Emilio vio, sobre el límite de la sombra que el muro proyectaba en el cemento, la silueta redonda de una cabeza asomada. «Se pasea por los andamios el cerdo ese.» Emilio sentía vibrar todos los músculos de sus brazos. La silueta desapareció. En los dos meses que llevaba trabajando no había podido dejar de odiarle. No podía resistir que un hombre estuviera vigilando su trabajo. Casi se había arrepentido de haber ido aquel día al Salto con el Tío Muelas. Recordaba a Patricio hablando sin parar, y al listero, y al contratista y al encargado. Todo, entonces, le asustó. Le hicieron poner la huella de un dedo al final de un papel y al día siguiente empezó a trabajar. Los primeros días fueron horribles. Le dolían los brazos y la cabeza, todo el día unido a aquel aparato que no hacía más que vibrar. Pero su mujer había insistido tanto. Ahora estaría ella en el campo, conduciendo el agua por las acequias, empujando la tierra, amontonándola aquí, allí apartándola. Ella hará mal el riego, seguramente. «No es cosa de mujeres.» Luego pensó: «Ya sé por qué quiere ella que yo me esté matando aquí con estas máquinas del diablo».
—Si esto fuera su cabeza… —dijo. Y apretó con fuerza el vibrador.
—¿Qué? —dijo el que le había avisado antes.
—Nada, el maldito ese —dijo, no pensando en el capataz, o uniendo el odio que sentía por él al más viejo y nunca apaciguado que sentía por El Cholo. «Él allí, sin trabajar, con todas las mujeres, robándonos. Son todas como gallinas.»
Sonó la sirena, y empezaron a morirse los ruidos de los vibradores, las hormigoneras, las vagonetas… Los obreros iniciaron el desfile por los andamios de los muros hacia las laderas del valle. El hueco entre los dos muros estaba en sombra. Las dos filas de obreros se movían, levemente ondulantes, por los andamios de la presa, que ya se alzaba varios metros sobre el fondo del cauce.
La presa y el cauce, con un pequeño lago en el centro, parecían, desde la terraza del edificio de la Dirección, una ceja sobre un ojo sin vida, secándose, hundido en el valle, entre las laderas de grandes peñascos que se cerraban en aquella parte formando casi un barranco. El edificio de la Dirección estaba situado en una pequeña explanada sobre una especie de mirador que se apoyaba sobre grandes masas de piedras, desde donde se dominaba todo el valle.
—¿Qué altura tendrá ya? —preguntó Andrés, apoyándose en la baranda de piedra.
—Muy poca todavía —dijo el contratista—, pero lo más importante está hecho. Ahora ya crecerá sola.
—Con la ayuda de los obreros —sonrió Andrés.
—Hombre, desde luego.
—Oiga, y por fin, ¿contrató a alguien de Aldeaseca? —preguntó Andrés.
El contratista miraba los pabellones grises del poblado, algunos de los cuales estaban todavía en construcción.
—Sólo uno —dijo—. Yo creí que serviría de cebo a los demás, pero ha sido al revés. Le di una prima especial y todo, para animarle. Y los del pueblo casi le pegan, según me dijo Patricio. Son bestias de verdad, eh.
Era el mediodía denso, pesado, lleno de sol.
Emilio subía por el camino en zigzag ladera arriba, hacia el poblado. «Están haciendo el “plano inclinado” ese; espero que subiremos en él cuando lo acaben.» Veía la espalda encorvada del obrero que subía delante de él desapareciendo a cada vuelta. Aquel cambio de dirección continuo de la hilera en la que nadie se podía detener, siempre adelante y arriba, se veía desde lo alto como una línea quebrada. Emilio sentía las alpargatas húmedas y notaba que la tierra pegada a ellas formaba ya una capa espesa con el hormigón.
De la presa ascendía la línea oscura y viva, como una hilera de hormigas. Ascendía con seguridad, casi como una fuerza natural, algo como un torrente inexorable e inverso que vencía lentamente a la gravedad. Recordó Andrés, asombrado, el odio de los campesinos hacia la presa, hacia la central, mientras la contemplaba ahora, cerrando el fondo del valle ya, construida por campesinos también. Sabía lo que la presa significaba para la elemental agricultura de los pueblos cercanos, especialmente para Aldeaseca, el más próximo de los que iban a quedar bajo las aguas del embalse. Perderían la poca agua que ahora conseguían con sus pequeñas acequias y, en los nuevos pueblos construidos por la empresa, tendrían que empezar otra vez con tierras nuevas, sin posibilidad de riego hasta algunos años después. Aldeaseca iba a ser trasladado a una extensión que casi era un mar de piedras y cardos. Toda aquella comarca era más o menos así. Por eso, casi todos los pueblos estaban situados junto al río y en su valle cultivaban pequeñas parcelas salvadas durante siglos, acaso, del avance de la sequedad y de las piedras. Había venido Martínez con otro de los ingenieros y hablaban los dos, apoyados en la baranda de espaldas a la presa, con el contratista. Se oía en su conversación continuamente la frase «mano de obra».
—Aquí la hay sin tener que pagar viaje —dijo el contratista.
«Discuten lo mismo de siempre», pensó Andrés. Seguía mirando la línea de obreros.
—No tendrán más remedio que trabajar en la presa —decía el otro ingeniero—. Esta región es seca como un demonio y en las nuevas tierras tendrán que pasarse un siglo quitando piedras si quieren plantar una col.
Comprendía Andrés a los campesinos de Aldeaseca, las razones que tenían para odiar a los ingenieros. «A mí», sonrió. Apartarlos del río sería apartarlos de la vida.
Al final de la explanada, empezaba la ladera llena de piedras gigantescas, sobre las que saltaban varios niños, probablemente hijos de los empleados que ya vivían en los pabellones. Un poco más abajo, se veía una pequeña llanura a media ladera, donde estaban comiendo ya los primeros obreros de la hilera que subía de la presa, sentados en la tierra. Los esperaban sus mujeres, que a veces venían acompañadas por los hijos, con pequeños capachos de paja, en los que traían la tartera con el cocido o la verdura, el pan, la media botella de vino y la fruta. Ellas venían a la llanura por un camino lateral, poco antes de que tocara la sirena, formando una caravana clara, llenas de colores, menos densa que la de los hombres. Y allí era la comida, sobre la tierra, confundidos con ella.
Emilio terminó de comer.
Sabía que el cigarrillo que estaba fumando duraría más que el silencio de la sirena. Empezaría su ruido largo, como una risa sin alegría, desesperada, que crece de pronto y casi sin que se note empieza a morirse lentamente, hasta llegar al último estertor ronco, inaugurando con él el reino del sudor, de los músculos trepidantes, de las sombras de las vagonetas sobre las cabezas, del ruido de las hormigoneras con sus bocas redondas girando tontamente con un estruendo de engranajes mal ajustados. Sabía Emilio que empezaría a trabajar antes de que el cigarrillo se consumiese. Todos los días le ocurría igual. Bajaría por el camino quebrado, fumando, para encerrarse de nuevo entre aquellos dos muros que crecían más de prisa que el hormigón, y ya no sabría nada hasta que de nuevo la sirena lanzara la orden de no trabajar con la misma desesperación larga con que ordenó antes trabajar. Vendría entonces el descanso, necesario para que sus cuerpos se conservasen sin demasiado desgaste y en buen funcionamiento.
Andrés Ruiz entró en su cuarto y se tumbó en la cama. Sintió acelerarse su pulso y creyó observar un ligero dolor instantáneo en la cabeza, una sensación vertiginosa de giro en su cerebro, acompañada de un pequeño y denso dolor sobre cada ojo. «El mareo ese raro.» Apoyó la mano sobre el corazón y contó los latidos: «cinco, seis, siete…» «Son regulares, un poco quizá…, pero la escalera… De todas formas tengo que cuidarme.» No quería ser sorprendido por cualquier enfermedad. Decía así, «cualquier enfermedad», y se refería, sin saberlo él mismo algunas veces, a esa enfermedad cuyo solo nombre produce una mueca de asco y terror. «Tuberculosis.» No se podía decir esta palabra. Había que sustituirla por «estar mal de los pulmones» o cualquier otro eufemismo dicho sin darle importancia para que el recuerdo de la verdadera palabra surgiera despacio, sin producir un contraste demasiado violento que pudiera provocar esa mueca, casi otra manera de nombrar la enfermedad. Éstas eran las reglas, sobre aquella enfermedad, que regían en la pequeña sociedad del Salto. Todos sabían ya que el ingeniero Ruiz era un obsesionado de la salud, que siempre estaba preocupándose de su cuerpo. Se le consideraba un hombre enfermizo, algo presumido, y, las mujeres principalmente, le criticaban su modo de andar, siempre estirado, con el cuello «como un pato» para parecer más alto.
No sabía él desde cuándo ni por qué sentía aquel secreto miedo, para el que no existía ninguna justificación. Recordaba la impresión que le causó una escupidera que vio en el vestíbulo de las oficinas de la CEDE, en Madrid. Acababa de ingresar en la empresa y había sido llamado por el director. De pronto la vio en el rincón, y no pudo reprimir su impulso. Salió otra vez del edificio y al día siguiente, procurando no mirar hacia el rincón, volvió y fue recibido por el director, al que le presentó una excusa cualquiera.
«El olor del estiércol es sano para los pulmones, previene sus enfermedades.» No recordaba quién se lo había dicho cuando él comentó que en Aldeaseca cubrían los suelos con estiércol y lo dejaban hasta que se secaba. «Esto son tonterías y usted lo que es, un maniático», le dijo don Ramón, el médico del Salto. Pero a él le había parecido una extraordinaria explicación de aquel hecho. Se manifestaba en él la intuición primitiva y la experiencia de generaciones, una sabiduría nacida de la tierra misma que sólo poseen los hombres acostumbrados a abrirla con sus azadas. Pensó Andrés que la humanidad era una especie de inmenso laboratorio, en el que cada hombre experimentaba consigo mismo y con las cosas, sin importar su muerte nada, pues siempre había otro que aprovechaba su minúscula experiencia. La ciencia había llegado muchas veces a soluciones idénticas a las adoptadas por el pueblo, analfabeto sólo para el lenguaje intelectual de los libros. Andrés se sentía rodeado por hechos de este tipo, en un ambiente casi mágico, en el que la electricidad futura era una especie de dios esperado, que exigía el sacrificio de varios pueblos y permanecía indiferente a los problemas que su llegada provocaba: los campesinos defendiéndose contra la central, el arado contra el generador y la turbina. Pensaba esto cada vez más y lo relacionaba, en su afán generalizador, con otras cuestiones de orden histórico o filosófico, a las que era aficionado desde antes de empezar la carrera de ingeniero. En el centro de todo, estaba el misterio de la electricidad, de esencia desconocida, a pesar de que el hombre hubiera aprendido a extraerla de la naturaleza. Era un sentimiento casi religioso el que experimentaba ante la idea de arrancar la energía a un río.
Cogió de la mesilla una revista doblada. Arrancó la faja de papel en la que estaba escrito: «Sr. D. Andrés Ruiz, Ingeniero de la CEDE, Salto de Aldeaseca». El título de la revista era Luz. Tumbado en la cama, empezó a pasar hojas, leyendo algún titular o comienzo de artículo. «Queremos dedicar hoy nuestro editorial al Décimo Congreso Nacional de Ingenieros…» «Filtros en puente.» «La estructura simétrica en puente, representada en la fig. 1, puede emplearse como filtro…» Bajó a cenar.