VIII

El polvo, el humo picante, el rumor de tantas voces y ruidos animales, los hombres con la vara en la mano empujándose unos a otros como una manada de toros, los puestos de madera adornados con mantas y telas, las grandes calderas, en medio del camino, sobre un fuego protegido por piedras, en las que hervía el pulpo. A Andrés le pareció otro pueblo distinto, tan lleno de gente, de gritos, de vida. Miraba todo asombrado, procurando no tropezar con ningún puesto y evitando los empujones de los campesinos, que a él le parecían siempre dados a propósito. Varias veces sus ojos se encontraron con los de alguno que le había empujado. Se extrañó de no oír aquella fórmula tan familiar con la que se logra que el otro no manifieste su dolor o su molestia y que uno mismo, al oírla, convierta el mínimo incidente en un motivo de satisfacción: «Perdón». Sus ojos debieron pedir a los del campesino aquella fórmula cuando éste le miró tan sorprendido, sin comprender qué podía pedir aquel señorito con su mirada que insistió durante unos segundos.

Una ráfaga de humo picante se le metió en la nariz y en la boca, haciéndole estornudar. Estaba cerca de uno de los puestos donde vendían pulpo. Llegó junto a él. Había alrededor una masa de campesinos parados, comiendo algo oscuro en cazuelas de barro. Logró acercarse hasta el puesto y pidió una cazuela de pulpo también. Cerca había un puesto donde vendían mantas, telas y cacharros de barro cocido. Pasaba entre los dos puestos la gente, empujándose, sin retroceder nunca, formando dos corrientes humanas que se cruzaban a lo largo de la feria. El hombre le dio el pulpo, guisado con mucho pimentón y aceite y ajo. Gritó salvajemente, pregonando de un modo ininteligible el pulpo. Andrés se había apartado un poco y ahora comía el pulpo con el tenedor de madera y un trozo de pan oscuro.

Los puestos de la feria estaban en el camino más ancho. Llegaban desde la plaza hasta casi la carretera. En la plaza estaba la feria de ganado. Junto a los puestos, detrás de una «cortina», bailaban varias muchachas con la música de flauta y tambor. Otras cantaban.

Morena, morená,

salada, saladá,

peinaté los pelós,

laváte la cará,

Todas estaban vestidas con las típicas faldas anchas, manteos tiesos como madera, y con refajos, y llevaban pañuelos de colorines, de más colorines entonces por la ocasión, tapándoles media cara.

… que te ha venido a ver

tu dueño del almá.

Saltaban, y los pañuelos se movían en sus cabezas tapándoles, a cada salto, toda la cara.

Había toros en la plaza, con una piedra colgada de cada cuerno. En tornos a ellos, discutían los hombres el precio, la edad del toro, la delgadez de las patas, que se solía contrarrestar diciendo que eran «todo nervio». El camino donde estaban instalados los puestos, visto desde la plaza, era un río de gente que descendía suavemente hacia la carretera.

Andrés, comido ya el pulpo, se mezcló con la gente. Campesinos y ganaderos venidos de toda la comarca, aldeanas rollizas y coloradas que sudaban y reían paseando cogidas del brazo o de la cintura, mozos de aire desaforadamente alegre, y niños que se abrían paso, corriendo, entre las piernas de la muchedumbre. Iba el ingeniero extrañado de la sensación nueva que le invadía. Le parecía pertenecer a aquella masa extraña, casi salvaje, costumbres que a él le parecían prehistóricas y poco higiénicas. Pero algo en él se unía a cada hombre desconocido a través del codo que le empujaba o de la chola de madera que aplastaba su zapato de piel y le comunicaba una corriente, que, por un segundo, llenaba su cuerpo haciéndole sentir que venía de todos y cada uno de los hombres que le rodeaban. Siguió andando, fundido casi con la mezcla de sudor y de cuerpos, y una nueva comprensión de aquella masa de hombres le empezó a nacer.

El Cholo estaba en la plaza, observando las ventas que se hacían. En un descuido del Tío Muelas le había vendido como suyos un par de bueyes de tiro a un campesino de otro pueblo. El Tío Muelas no estuvo mucho tiempo sin echarlos de menos.

—¿Has visto dos bueyes pintados, de cuello corto? —Se abrió paso entre la gente, buscando sobre las cabezas de todos, su viejo cuerpo nervioso temblándole de rabia—. Nastasia, Nastasia…

Iba como un loco buscando los bueyes, necesitando decírselo a alguien. Le parecía estar en un pueblo que no era el suyo, entre gente extraña, que no se preocupaba de que le hubieran robado dos de sus mejores bueyes.

—Tío Muelas —gritó Gervasio—. ¿Dónde va tan aprisa?

Se lo dijo de pronto, de pronto le lanzó las palabras a la cara, y Gervasio puso en sus ojos un odio antiguo. Varios campesinos se lanzaron, entre la gente, a una inútil búsqueda.

—Se los llevaron, lo vi yo —les dijo por fin Emilio—. No es tonto, ya sabe a quién se los vende… A ladrones como él.

El grupo de hombres se quedó detenido a la entrada del camino, entre las dos cortinas, mirando hacia los puestos. El humo de las calderas se elevaba sobre la gente en columnas curvadas que el viento manso iba disolviendo. Subía hasta ellos el rumor de las voces, los pregones agudos de los vendedores, la música de las muchachas que danzaban:

—Tenemos que hacer algo —dijo el Tío Muelas. Y el mismo odio se puso en los ojos de todos.

Cuando El Cholo iba por el camino grande hacia los puestos entre las dos cortinas, no notó nada. Fue por la gente, por sus miradas de creciente terror, por lo que comprendió de pronto lo que ocurría, sin saberlo exactamente. Saltó hacia un lado, sin dejar de correr durante los tres o cuatro metros que le separaban de la cortina. Desde allí vio pasar al toro, sin piedras en los cuernos, a gran velocidad, hasta chocar contra la masa de gente. No habían podido saltar las cortinas y se habían subido a los puestos o metido debajo de las mantas con que estaban adornados. Los más cercanos, de espaldas al toro, gritaban y lloraban, la cabeza vuelta hacia atrás, viéndole avanzar hacia ellos con el testuz agachado. Se oyeron gritos. Chocó contra la gente y, por un momento, quedó hundido en ella, quieto. Se oyeron gritos más fuertes y un cuerpo apareció sobre las cabezas. Varios hombres cogieron al toro por el rabo, le empujaron y golpearon con sus varas. Se separó el toro y corrió hacia atrás. Vio venir desde la plaza más hombres corriendo, armados de palos, y saltó la cortina opuesta a donde estaba El Cholo. Las muchachas que bailaban se escondieron debajo de los puestos. Dos de ellas empezaron a correr, asustadas, hacia unas rocas, al otro extremo de la parcela. Los pañuelos rojos y amarillos y verdes ondeaban detrás de ellas.

—Espérame —gritó a la de delante.

Oía ella las patas del toro, una obsesión de golpes sordos en su cerebro, cada vez más fuertes. En el camino, la gente se había paralizado un momento al comprobar que el toro cambiaba de ruta. Sólo había herido a un muchacho en el muslo, no muy gravemente. Ella oía cada vez más fuertes dentro de su cerebro aquellos golpes repetidos, rítmicos. El pañuelo le tapaba un ojo y para evitarlo tenía que llevarlo sujeto con la mano. Sudaba, la falda le impedía correr más de prisa. Oyó un pequeño bufido a su espalda, algo parecido a su propio resoplar, y todavía aquellos golpes, cada vez más hundidos en su cerebro, allí donde ella sentía crecer el terror.

—Espérame —volvió a gritar.

Su compañera corría delante, sin volver la cabeza. La piedra estaba lejos todavía. El toro corría más que ella. Llegaría antes. No llegaría. Me alcanzará. Correr, correr, correr. Me va a matar. Correr más. La piedra está tan lejos. Correr mucho.

—Espérame.

Si ella me oyera, me defendiera. Su compañera seguía corriendo, sin oírla o sin hacerle caso. Sentía ella la respiración del toro en su espalda, un calor húmedo. Me va a matar. Las patas golpeando rítmicamente en su cerebro y ella llorando y gritando sin dejar de correr y correr… y, ¡ah, la piedra!

Miró hacia abajo, sin saber cómo había logrado subir aquellos dos metros lisos por la piedra casi vertical. Su compañera lloraba a su lado. Apretó la cara contra sus manos, tumbada, oyendo los arañazos del toro en la base de la piedra.