VI

Son arrugados surcos de frente pensativa, paralelos, pardos, los que van surgiendo bajo las azadas de Manuela, con su hijo de tres meses a la espalda, y de Emilio, y del pequeño. Los tres cuerpos se inclinan: menos veces y con más fuerza el de Emilio; nerviosa y rápidamente el de Manuela. El hijo de doce años clava su azada con prisa, girándole el mango entre las manos cada vez que la levanta sobre la cabeza. Sólo a veces, los tres cuerpos coinciden en sus movimientos recortados contra el cielo azul e impasible.

Trabajan en sus parcelas los hombres de Aldeaseca, junto a sus mujeres e hijos. Trabaja Gervasio y al lado su madre, una mujer vieja, seca, cuya piel es ya de tierra, rojiza y arrugada, que no deja de hablar mientras clava y desclava la azada:

—Hijo… Gervasio… tu padre… que en gloria esté… decía siempre… que hay que regar… y regar… y regar…

—Calle, madre —dice Gervasio.

—¿Qué come tu madre? ¿Rabos de lagartija? —Higinio se ríe, hinca su azada y la deja así, en la tierra, apuntando su mango contra el cielo.

—Calla tú, lobo maldito —dije la mujer. Hay que regar… más vale que hiciéramos una acequia… una acequia grande… entre todos.

Los niños más pequeños quitan las piedras y los cardos. Trabajan todos. Se alzan y se agachan los cuerpos de hombres y mujeres, suenan las azadas. El sol sube, sobre ellos, hacia lo más alto del cielo. Gris ruge a cada golpe, dado con más fuerza y rapidez que los demás.

Cerca de ellos, el río, ancho y fuerte, sonando su corriente con suavidad y fuerza. En casi todas las parcelas se trabaja. Los torsos desnudos de los hombres o sus camisas blancas y los pañuelos negros o de colores que llevan las mujeres a la cabeza, resaltan sobre el quieto pardo o el duro amarillo de las parcelas y el gris de las cortinas, haciendo vivo el paisaje con sus movimientos casi rítmicos. Pero domina en él el amarillo, un amarillo angustioso, sin agua, que va abriéndose en las parcelas próximas al río, hecho más oscuro por la azada y los brazos, dispuesto a recibir ya la semilla, el viento, el sol y el agua. Valle arriba, va habiendo menos tierras cultivadas y en su lugar se ven grandes peñascos, primero diseminados, grises, secos, y, ya junto al horizonte, formando colinas y cuevas como bostezos negros bajo el sol rojo. Más acá, la carretera blanca, recién construida, serpea entre las peñas. Se ven las líneas grisáceas de las cortinas, entre las que quedan estrechos caminos. Lejos, algunas casas marrones dentro de los cercados, formando un núcleo poco denso, dividido en cuadras irregulares, con una calle central, prolongación del camino de bueyes que llega, polvoriento, hasta una especie de plaza.

El cielo contempla con indiferencia el mito de los hombres y las azadas, de la tierra abierta y la semilla, del agua y la cosecha. Canta la chicharra marcando el ritmo a las azadas, y éstas entran en la tierra, chirrían, y sus chirridos son como carcajadas de una alegría total, alegría de macho que oye la protesta de la hembra. La tierra resiste, se abre, nota una herida en su cuerpo, luego cesan un momento los golpes, y, en seguida, un torso y unos brazos y una azada bajan rápidos, y ella siente cómo aumentan su dolor y su herida. Para los niños, en las espaldas de sus madres, el trabajo es sólo un balanceo, como si les acunaran en los brazos. No lloran, gozan sintiendo el calor del sol y el del cuerpo de la madre. Huele todo a tierra abierta. La calma de la tarde, hecha de silencio y de luz caída, es interrumpida por los golpes de las azadas y el chirrido de las chicharras. El viento está parado. Acaso espera con asombro a que terminen su labor los hombres, la conjunción del hombre y la tierra, bajo la luz, sin ningún pudor, descubriendo hasta el más último y pequeño secreto de la vida en ella, algo inexplicable que puede sorprenderse mejor en un terrón de tierra que en cualquier otra cosa. Es la tierra, entregándose desnuda, sin el velo del viento, a la fecundación del hombre. Es la tierra, roja y seca, la tierra en cuanto vientre. Y el hombre trabajándola.