—¿Dónde has estado toda la tarde? —le había preguntado su mujer cuando entró en la cocina. Él le había dicho alguna frase hiriente, y que a ella no le importaba, a la vez que dejaba las dos gallinas sobre la mesa. Ella, sentada ahora junto a la chimenea, con sus ojos pequeños brillantes de llanto, sus ojos con muchas venillas rojas y una lágrima turbia en los ángulos, junto a la nariz, le mira quitarse la camisa y dejarla sobre la mesa después de haberle sacudido las pajas que tenía. Ella sabe o puede imaginarse dónde ha estado toda la tarde. Hace tiempo que conoce a su marido y no ha olvidado el modo que tuvo de conquistarla a ella y el despego casi absoluto con que, desde poco después de casarse, la empezó a tratar. Él no había trabajado nunca: las tierras que tenían estaban sin cultivar, se les murieron todos los cerdos y un año después de casados ya no tenían casi gallinas. Tuvieron que vender los bueyes y comieron durante mucho tiempo con el dinero que les dieron por ellos. Todas estas desgracias, como las llamaba él, habían empezado cuando, dos años antes, ella cayó enferma. No se llegó nunca a saber lo que tuvo, ni siquiera se sabe si se ha curado. Ella no se siente mejor que cuando pasó en la cama casi tres meses. Tenía calor, mucho calor siempre, y sed; veía mal, se sentía sin fuerzas. Y ahora es casi lo mismo, sólo que ya se ha acostumbrado a todo y está de pie. Anda poco, sólo sale de la casa para tomar el sol, no trabaja en la trilla ni en la siembra, no hace acequias para el riego ni tiene que darle de comer a los animales. Se han quedado sin nada. Comen lo que trae El Cholo nada más. Cada dos o tres días, trae patatas y coles y gallinas. De vez en cuando, trae un cerdo y se va a venderlo a los pueblos cercanos, con la única mula que les queda. Se pasa fuera tres o cuatro días y aun una semana. Cuando regresa, parece odiarla más, la pega y grita por cualquier cosa. Así van viviendo. Ella sabe los procedimientos que emplea para conseguir las gallinas y los cerdos. Hundida en el banco, en la cocina oscura, o sobre el taburete, en la puerta, tomando el sol, con los ojos llorándole sin querer y llenos de legañas que se le forman continuamente, nerviosa y seca, su rostro amarillo lleno de arrugas, que le hacen parecer más anciana, dentro del pañuelo negro que le tapa la cara, Jovita o «Vita la Chola», como la llama todo el pueblo, tiembla y llora, siempre sola, de la mañana a la noche. A veces le pregunta a su marido y recibe siempre la misma respuesta de hoy.
—Mira, Vita, no te metas en mis asuntos.
Ha estado quitándose pajas del vello del pecho, y ahora vuelve a poner la camisa sobre su busto de atleta, no curvado por el trabajo de la tierra. «¿Por qué me casaría yo con esta gallina vieja y sin plumas?»
—Deja de estar temblando ahí y dame algo para comer —dice.
Las gallinas que ha traído, con las patas atadas, quietas sobre la mesa, cacarean muy bajo de vez en cuando.
—Hay coles.
—Coles, coles. Es lo único que sabes hacer.
Ella se ha levantado y está delante de él, temblando, los ojos bajos, las manos colgándole paralelas a sus flacas caderas.