IV

Emilio está cansado. Ha encontrado a su mujer caída entre el banco y la mesa, con el niño en la espalda, rojo de haber llorado mucho tiempo, casi aplastado contra la pared. Emilio se ha sentado junto a su mujer, sin mirarla, y le ha gritado que se levante.

—Toda la tarde abriendo la tierra para esto.

Manuela, ahora, vuelve la cabeza, el pañuelo caído sobre los hombros, le mira sin conocerle, sin darle más importancia que a las cosas que les rodean: la mesa, las sillas, la chimenea negra, los nichos en la pared, el hombre con el que ha tenido dos hijos, la garrafa, los vasos.

—¿Por qué no has venido a abrir la tierra? —Come un trozo de pan mientras habla—. Tendrás que ayudar si no quieres que se nos pase la siembra. Además, todos los años has venido.

Sus palabras salen sucias, pegadas unas a otras, con el sonido pastoso del que está comiendo a la vez que habla. Ella no contesta, sigue mirándole sin verle, caída aún en el banco, el niño moviendo las manos delante de su cara.

—Te voy a partir las costillas si vuelvas a emborracharte ya… Todas las mujeres sois igual. ¿Has encerrado las gallinas?

—El Cholo… te ha… ro… bado dos… galli… nas. —No ha movido los labios para decirlo.

Él la ayuda a levantarse y le quita el niño de la espalda.

«Le hubiéramos ahogado entre la paja los dos, pero me lo quité y él se fue luego con otra, con todas las mujeres, le tienen miedo porque es más fuerte, pero se fue luego con otra, con su mujer, con la hermana de su mujer, con la Vitorina y con todas…»

—Milio… Tenéis que… El Cholo os quita las ga… llinas.

—Déjame en paz. No está probado que sea él, que el día que se compruebe… —Se calla y vuelve a comer pan.

—Padre —el chico acaba de entrar corriendo—, que dice el Tío Muelas que vayas al Salón, que ha venido del Salto y están todos los hombres hablando de la presa.

Emilio sale hacia El Salón, pensando en una sola cosa que le hace apretar los dientes. Sabe lo que significa que su mujer esté borracha, que ella misma le diga que El Cholo le ha robado dos gallinas. Lo sabe desde hace muchos años. Pero a casi todos los del pueblo les pasa igual, es decir, a los que tienen mujer joven. El Cholo no trabaja sus tierras, ni cuida de sus animales. Se le van muriendo los pocos que le quedan a pesar de que su mujer está enferma de trabajar. Pero ella sola no puede atender al campo y a los animales. Era ya débil, pequeña, y poco a poco se ha ido quedando sin fuerzas. Y él parece que sólo ha nacido para robar a los demás.

En El Salón están nueve hombres hablando, sentados en torno a una mesa tosca, ante sus vasos de vino, todos oscuros, arrugadas sus frentes, con algo animal en sus ojos y en la curva de sus labios.

Emilio se sienta entre ellos.

—Yo no voy, porque nos robaría todo si nos fuéramos todos. —Está hablando Gervasio, un hombre sin barbilla, de pelo liso.

—Os pagarían bien. Diez pesetas diarias. —El Tío Muelas es partidario de ir a trabajar a la presa desde que se enteró de que necesitaban gente. No puede olvidar que en su casa, hace ya dos o tres años, cuando aún no se había oído hablar de la presa, comieron dos ingenieros, «los jefes de la Central», como dice él. Repite todo lo que oye en el Salto. El Salto es el poblado de pabellones de madera que la empresa está construyendo para los empleados de la futura central eléctrica. Allí, Patricio, el del almacén, o Ramón, le hablan de progreso y de civilización. La luz eléctrica es el último invento de los sabios. Todos los pueblos que estén cerca de una central se harán ricos. No lo razonan, saben que se volverán ricos y nada más. «Todos tendremos luz eléctrica y casas grandes con buenos establos. Pagan muy bien en la presa.»

—Creo que un día de éstos vendrán a deciros si queréis trabajar y cuánto ganaréis y todo —dice el Tío Muelas.

—Me han dicho que es un trabajo peligroso… —empieza Juan.

—Si lo hacen todo las máquinas, hombre…

El Tío Muelas cuenta. Un sábado regresó de noche y vio la luz eléctrica. Está dentro de una pompa de cristal, con unos hilos rojos muy finos dentro. Y se enciende apretando un botón que hay en la pared. Parece el diablo. «Me dijeron que la encendiese yo, pero antes me muera que tocar yo una cosa tan misteriosa. ¡Quién sabe lo que puede pasar!»

El Tío Muelas es el correo entre el Salto y Aldeaseca. Trae noticias de la presa y del poblado todos los sábados, cuando vuelve de comprar en las tiendas de Corazonsanto o de Patricio, quien sin dejar el almacén, ha puesto una mercería. Trae cosas que jamás habían sido vistas en el pueblo.

—Todo eso es muy bonito, Tío Muelas, pero El Cholo nos robará todo lo que tenemos aquí —dice Emilio.

—Aparte de que nos quieren echar del pueblo, porque nos lo van a hundir.

—¡Pero si harán otro más arriba y mejor! —El Tío Muelas no comprende que haya alguien a quien no le gusten las maravillas que él cuenta del Salto—. Y tendremos luz y todo, y nuevas tierras.

—¿Adonde? ¿En la punta de un cerro, entre las piedras? —dice Gervasio—, ¿qué se puede cultivar? ¿Y los pastos para el ganado? Nuestra riqueza, que bien poca es, está en el valle, y no debíamos consentir que nos echaran de él.

—Eso pienso yo.

—Y yo.

—Y yo.

—Y yo.

Los dos últimos golpean con su puño la mesa.

—El Tío Muelas ha olvidado ya lo que son las tierras, chochea ya. —Ha hablado Cano, el Tío Cano: un hombre pequeño y delgado, con pómulos muy salientes, como de piedra—. Se trabajan desde que uno es un crío y luego no se pueden abandonar por nada, se las toma cariño y no las cambia uno por nada. Yo no me iré.

—El Cholo me ha robado hoy dos gallinas, y ayer otras dos. —Emilio sólo ha intervenido una vez y desde entonces ha permanecido silencioso, con los ojos clavados en el vaso que acaba de vaciar de un trago. Al hablar ahora levanta los ojos y mira circularmente a todos. El nuevo tema les apasiona más que el anterior, olvidado en cuanto se oyó hablar de El Cholo.

—Todas las semanas roba a alguien, tendríamos que hacer algo.

—A Gervasio le señaló la cara con su navaja hace tres años en la feria —dice Higinio.

Ningún hombre hubiera oído los pasos en una circunstancia como aquélla. Gervasio no los oyó. No supo nada hasta que cayó rodando, ladera abajo, y paró al chocar su espalda con un árbol. Miró entonces hacia arriba y vio la silueta de otro hombre recortada contra el cielo junto a Vitorina. Gervasio se encontró de pie con la navaja en la mano. Corrió hacia allí.

Vitorina apenas había notado nada. Estaba sofocada, en un estado semiinconsciente. Miró el cielo a través de las manchas oscuras de los árboles sobre su cabeza y, un segundo después, alguien le tapó los árboles y el cielo de nuevo, empezando otra vez aquel miedo físico que la ahogaba, un miedo extraño, mezcla de placer y muerte, que ella nunca había sentido hasta aquella noche. Vio luego, sin recordar lo que pasó antes, dos siluetas y dos brillos que temblaban y eran relámpagos de pronto desde una silueta a otra, y se detenían y volvían a lanzarse rápidos contra la silueta contraria y, a la vez, oía ella la respiración entrecortada de los dos hombres, sintiéndose débil, totalmente abandonada, haciendo esfuerzos para moverse o gritar, sin lograrlo, mientras seguían allí, mirando aquellas dos siluetas que se retorcían para escapar al relámpago de plata del contrario, tumbada bajo los árboles negros y la noche, respirando sordamente, sintiendo un miedo que se había unido a una espera o impaciencia angustiosa o, acaso, a una insatisfacción física, convertida en necesidad desde hacía sólo unos minutos. Tenía frío, había perdido la noción de su propia existencia. Estaba con los ojos cerrados ya, y un cansancio pesado invadía su cuerpo. No supo ella nada hasta que otra vez empezó a sentir aquel miedo físico y aquel calor próximo, vivo, que le hacía temblar con una ansiedad que la obligaba a respirar por la boca, casi ahogándose. De pronto, volvió el dolor, aquel dolor agudo y desconocido, y gritó de nuevo, clavando las uñas en el cuerpo del hombre, que, esta vez, no era Gervasio. Pero ella no lo sabía.

—Le hubiera matado —dice Gervasio. Sus ojos toman una calidad instantánea de acero. Los demás le miran silenciosos, pensando en algo, recordando cada uno algo que le duele tanto como aquello a Gervasio.

—A Gris le tiene miedo. —Es Emilio, pensativo, el que ahora habla. Todos recuerdan otra vez.

Entró Gris en el establo de su casa. Estaba oscuro y se percibía un olor caliente de vida animal. «Voy a darle de comer a los cerdos, voy a darle de comer a los cerdos.» Sus enormes espaldas se recortaron en el hueco de la puerta, contra el cercado donde estaban las pocilgas. Notó que había alguien junto a la puerta, en un rincón. Lo notó con la nariz y la piel. Una sombra se movió intentando escapar, pero Gris saltó hacia ella y cogió al hombre por el cuello. Sintió un golpe en la cara que le hizo soltar un grito sordo, un ruido de odio, y apretó sus manos contra el cuello, sin dejar de gruñir. Recibió varios golpes en la cara y a cada golpe fue apretando más sus dedos hasta sentirlos hundirse en la carne, con lo que le aumentó la alegría que le hacía contraer la cara. Sus ojos sin párpados brillaban en la oscuridad. De pronto, la rodilla del otro hombre le dio un golpe, y Gris, rugiendo de dolor, aflojó las manos. La sombra cruzó la puerta corriendo y desapareció en la noche. Gris le persiguió lanzando gruñidos guturales, desgarrados, semejantes a los de los cerdos cuando los están matando. Acudieron Anastasia y el Tío Muelas, y aún pudieron reconocer la silueta de El Cholo saltando la valla.

—Pero Gris sólo ataca cuando cree que le van a hacer algo —dice su padre, el Tío Muelas.

—Hay que hacer algo. —Es Emilio el que grita, levantándose de su taburete con los ojos hinchados—. Estamos como tontos y él desde hace años robándonos cada vez más. Nos vamos a trabajar, y él se queda en el pueblo y nos roba todo: las gallinas, las mujeres… hasta los cerdos.