Llegaron en un coche negro, alargado. El pueblo parecía vacío. Sólo habían visto a un campesino sobre un burro apretándose contra una tapia de piedra para dejarles pasar. El coche daba saltos a cada metro, crujían las ballestas. El aldeano los miró con odio. Siguieron adelante. Luego, un carro, ante la puerta de una casa, rodeada por la pequeña cerca: un carro inclinado, con las varas apoyadas en el suelo, cuya sola vista les aumentó la sensación de que el pueblo estaba abandonado.
—En este pueblo no hay nadie —dijo el que conducía. El otro observaba todo desde hacía un rato, separado del respaldo y sujetándose con las manos en el asiento delantero. Casas de adobes de uno y dos pisos, pequeñas, muy distantes unas de otras, y muchas parcelas, separadas entre sí por cercados de un metro de altura.
—Es miserable. —Botó el coche en el momento en que se hacía algo en el pelo con las manos—. Tenía la cabeza agachada hacia delante, y cuando logró agarrarse —primero sus manos no encontraron el respaldo, se agarraron al aire—, sintió que se había dado un golpe en la barbilla. El coche volvió a botar y se repitió el golpe, mientras pensaba en cómo se había dado el anterior. Llegaron a un sitio en el que las cortinas se abrían hasta formar como una plaza. En un cercado próximo había toros que mugían de vez en cuando, uniéndose sus mugidos en uno débil, casi continuo. Detuvo el coche y se quedaron un momento dentro, en medio de aquel espacio abierto. Examinaron las cercas y casas que los rodeaban, asombrados de no ver a ningún campesino. Se oyó un gallo a lo lejos. Poco después, otro más cercano, contestándole. No había nadie en la plaza, sólo aquel silencio caliente de rumores animales.
De pronto, una piedra chocó contra el motor. Miraron sorprendidos en todas direcciones. Nadie. Bajó del coche el que conducía. Luego el otro. La plaza seguía desierta. Le pareció ver al más joven una cabeza agacharse detrás de un cercado. Se dirigió hacia allí y, cuando estaba a unos cuantos metros, empezaron a levantarse las cabezas de muchos hombres y mujeres, algunas con niños a la espalda. Sintió miedo.
—Andrés —oyó a su acompañante llamarle.
—Buenas tardes —dijo él a los campesinos. Notó cómo todos le miraban con una mirada infrahumana, que le recordó la de los monos. Ojos pequeños, sanguinolentos, con una estupidez resignada, convencida. Todos los hombres y algunas mujeres tenían piedras en las manos. Ninguno contestó a su saludo. La plaza se había llenado en un momento de chicos que corrían en torno al coche y se subían a sus estribos gritando. Cerró la puerta y fue hasta donde estaba Andrés. Le apretó el brazo con fuerza y, cuando volvió la cabeza, le miró a los ojos, queriéndole transmitir su tranquilidad.
—¿Dónde podemos comer, por favor? —preguntó, dominando la situación.
—En El Salón —dijo una mujer.
Andrés los estaba mirando, ya menos asustado. La respuesta de la mujer le había sacado de aquella tensión angustiosa ante unos seres, humanos en apariencia, pero estáticos y amenazadores en su silencio obstinado. Fue como si al hablar la mujer, Andrés hubiera comprobado la humanidad de los seres que tenía delante, de la que hasta entonces había sentido dudas. Eran todos morenos, con un tono sucio de tierra y polvo pegado sobre el sudor; sus pómulos eran salientes, arrugados los huecos de las mejillas y la frente. Vestían pantalones de pana y camisa. Algunos llevaban boina. Las mujeres tenían faldas gruesas de mucho vuelo, de color marrón rojizo o negro, con franjas de otros colores, y un corpiño sobre el que cruzaba la manta con la que sujetaban en la espalda al niño que algunas llevaban. En la cabeza, un pañuelo negro o de color, cayéndole sobre la frente, les tapaba media cara.
El Salón era un establo limpio, con sillas a los lados, cuatro candiles colgados y, al fondo, una mesa y dos estantes con vasos. En un rincón, una pequeña tarima, y en ella un organillo con el barniz raído, la madera astillada en los bordes. La puerta por la que habían entrado siguiendo a Anastasia —la mujer gruesa, de edad indefinida, con la cara cenicienta, que olía a humo y a oveja— comunicaba con la cocina.
—¿Qué nos puede dar usted? —preguntó. Andrés se sentó frente a la mesa de madera sin barnizar y miró al techo, casi negro—. ¿Qué quiere usted, señor Ruiz?
Su acompañante se sentó frente a él. Comprendió que su pregunta era inútil en aquel lugar. Comerían lo que hubiera. Anastasia, apoyando una mano en la cadera, los miró.
—¿Quieren sopas espurriadas?
—Sí, cualquier cosa. —Se limpió la frente con el pañuelo—. Es mejor, ¿no le parece? —le dijo a Andrés.
Andrés le miraba sin verle, pensando todavía en las caras de aquellos hombres. Los recordaba como se recuerdan los rostros de un mal sueño, todos mirándoles con un odio animal, en cada mano una piedra. Quizá debieron dar entonces la vuelta y marcharse de aquel pueblo miserable y atrasado. Al principio no creyó ni siquiera que aquello fuera un pueblo: sólo vio casas de adobes muy desperdigadas, y muchos cercados, y algunos toros encerrados en ellos. Vieron dos hombres nada más: el del burro, y otro que estaba cavando la tierra, quizá haciendo una zanja para el riego. Pero no parecía haber mucha agua en aquel sitio. Su nombre lo decía: Aldeaseca.
Entró un hombre de unos sesenta y tantos años.
—Es mi marido —dijo la mujer.
Se quitó la boina, y con ella en la mano se inclinó, temiendo que se rieran de su saludo.
—Son ustedes los ingenieros, ¿eh? Vaya, ¡a comer!
Ella seguía ante el hogar inclinada, haciendo algo. El Tío Muelas salió, sin dejar de mirarlos hasta que hubo desaparecido.
—No perderá nada el mundo porque estos pueblos desaparezcan bajo las aguas del embalse —le dijo a Andrés. Le vio moverse hacia delante mientras hablaba, acercándose a él para que no les oyera la mujer.
—Le pregunté al que nos acompañó hasta aquí y me dijo que no hay alcalde. Depende de otro pueblo, no sé cómo se llama —dijo Andrés. Luego añadió, en voz más baja—: ¿Ha notado el olor?
El silencio del pueblo, no roto, sino más bien formado por un rumor que venía de todas direcciones —mugidos, cacareos, gruñidos— le impresionaba, produciéndole una sensación desagradable, casi angustiosa. Y aquellos hombres, cuyas palabras fueron las indispensables para responder a sus dos preguntas, sin dejar de mirarlos, entonces, hombres, mujeres y niños que anduvieron con ellos hasta El Salón, sin soltar las piedras.
La mujer puso ante ellos una cazuela y dos cucharas.
—¡Ah!, si son sopas de ajo —se alegró el señor Martínez—. Yo creí que era otra cosa.
La mujer había dejado la cazuela y las dos cucharas, y había ido hacia uno de los nichos entre los adobes de la pared, donde guardaba los vasos. Trajo dos, y una garrafa de vino. Se los llenó. Luego les trajo un trozo de pan de centeno y un cuchillo. Hecho todo esto, inició un movimiento hacia la puerta.
—¿Puede traernos otro plato?
La mujer les trajo otra cazuela. Andrés echó en ella la mitad de la sopa.
—Pero ¿por qué huele aquí a estiércol, a demonios? —dijo Martínez.
La sopa tenía buen aspecto. Eran unas corrientes sopas de ajo. Empezaron a comer.
Andrés Ruiz tenía la sensación de estar siendo observado. Notó un malestar general, una desconfianza hacia las cosas —la cuchara, la cazuela, la mesa, la pared ennegrecida—. Todo lo observó detenidamente. De repente, supo que alguien le miraba. Dudó un momento y levantó la cabeza. Aquella mirada ancha parecía estarle viendo a él sin dejar de mirar toda la cocina. Descubrió, en el segundo siguiente, con un escalofrío, que aquellos ojos con algo de ciego, como si fueran de un cristal turbio, apenas si tenían una línea de carne sin pestañas por párpados. Fue todo lo que vio. Recordaba, unos segundos después, vagamente, un cuerpo bajo, de brazos largos, con una descomunal anchura de hombros, y un labio inferior grande, colgando como algo fofo, sin color casi. Tuvo miedo o asco y lástima, y volvió la cabeza. Martínez también se había dado cuenta. Dejaron de comer y se miraron asustados. La segunda vez que Andrés dirigió la mirada hacia la chimenea le pareció descubrir una amenaza en aquel estatismo de cosa; creyó sorprender un brillo en los ojos de odio, el mismo odio que habían visto en los demás, pero más estúpido y salvaje.
—Andrés —oyó a Martínez. Cogió la cuchara, la llenó de sopa sin mirar, hizo ademán de llevársela a la boca, y la volvió a dejar dentro de la cazuela. Se limpió la cara con el pañuelo.
—Andrés —oyó de nuevo. Miró a Martínez y le vio pálido y sudando—, ¿dónde está esa mujer?
—No sé, no la vi salir.
Hablaban murmurando, sin mover los labios apenas. Entró Anastasia, como conjurada por su miedo.
—¡Vete de aquí, Gris! —gritó. Luego, con tono natural—. No le tengan miedo, es muy bueno. Le llamamos así porque es lo único que dice bien. Y es muy bueno para el trabajo, no crean.
Gris no se movió. Anastasia, sin acercarse a él, le volvió a gritar que se fuera, esta vez insultándole también. Cuando Gris empezó a moverse, Anastasia le empujó con sus gritos e insultos, casi como si se tratara de un animal al que estuviera arreando. Gris, ya en la puerta, se volvió, abrió la boca, enseñando los colmillos, y emitió un sonido parecido a la palabra «gris». El labio inferior vibró colgado sobre el mentón huido. Su frente estaba casi cubierta de pelo, un pelo lacio y largo, sin cortar desde mucho tiempo, que le llegaba hasta los hombros y le caía sobre los ojos. No oyeron a la mujer cuando dijo otra vez: «Es bueno, ¿saben? No hace nada.»
—¿No comen más sopa? —les preguntó.
Andrés movió la cabeza. Martínez dijo que no, que no quería más sopas…, ¿cómo?, ¡ah, sí!, espurriadas.
—¿Y por qué se llaman espurriadas? —Había vuelto a sacar el pañuelo, se estaba limpiando la boca.
—Porque se espurrian los ajos antes de echarlos.
—¿Se espurrian? —preguntó Andrés, sintiendo asco de la palabra, sólo del sonido sucio de la palabra.
—Sí, se espurrian en la boca antes de echarlos.
Les duró el asco en la garganta hasta que llegaron al coche. Los campesinos rodeaban el sitio en que estaba con un círculo compacto. Dieron un salto atrás al oírle arrancar.
—No perderá nada el mundo —dijo Martínez, alejándose del pueblo, donde quedaban mirándolos los campesinos—. Vaya idea la suya, visitar estos pueblos. Le prometo que no volveré, desde luego.
—Sí, no es muy agradable —dijo Andrés—. No pensé nunca ver una cosa así.
Tenía la sensación de haber hecho un viaje en el tiempo, hacia una época oscura y olvidada de la humanidad. Recordaba aun cuando la mujer les dijo, con un gesto de extrañeza, que no tenía café, y Martínez le dio uno de los paquetes que había traído de su viaje a Portugal. Querían quitarse el sabor de aquellas sopas, de aquella cecina ahumada que comieron luego, asada entre los leños. Tenían todavía en la nariz, el olor repugnante que lo llenaba todo. Anastasia les dijo que cubrían todas las semanas el suelo de tierra apretada con una capa de excrementos frescos de bueyes, y que los quitaban cuando estaban bien secos. Ésta era la limpieza de aquellas casas. Obsesionados con este olor, habían dado a la mujer un paquete de café para que les hiciera unas tazas. Volvió al cabo de veinte minutos y se quedó ante ellos, con una cazuela de barro, mirándolos, sin atreverse a interrumpir su conversación.
—Cuecen y cuecen estas bolitas negras —dijo por fin—, pero no se ponen blandas.
Los dos hombres la miraron en silencio. Tenía el rostro plano de asombro, de temor ante lo desconocido, y parecía esperar un castigo. Sus manos sujetaban la cazuela con el mínimo contacto posible, como si temiera contagiarse de algo.
Rieron ahora los dos, al recordarlo, con una risa abierta, producida más por la sensación blanda de ir en el coche alejándose de aquella aldea maloliente, que por el recuerdo mismo.