II

La vara larga cae despacio sobre el lomo del toro, y allí la deja el chico sin soltarla, elevándola de vez en cuando y abandonándola siempre de nuevo sobre el lomo negro y brillante de sudor, donde las moscas están como clavadas. Al toro se le mueve el rabo cansado casi por el balanceo de los pasos nada más y a veces sube hacia él el último dolor pequeño y punzante sentido, acostumbrado ya todo su cuerpo a esos continuos pinchazos, sólo molestándole todavía los más fuertes, los que rompen la monotonía de la serie ininterrumpida de dolores iguales, soportables. El chico, con su vara, ayuda al rabo, resignado casi ya, a espantar esas moscas tan dolorosas, sobre todo en el vientre, donde también, a veces, golpea y restriega con la vara. El toro anda lentamente como un guerrero vencido, el cuello doblado hacia el suelo por el peso de la piedra, tan grande como la cabeza de un niño, que le cuelga de cada cuerno. El chico lleva un cubo en la mano izquierda, en el que va echando los excrementos frescos que encuentra en el camino. Se levanta polvo al pisar el toro el suelo seco, sin lluvia desde mucho tiempo.

El pueblo está vacío. Sólo se ven mujeres sentadas ante algunas puertas haciendo calceta, con sus niños a la espalda casi todas, con su mirada perdida delante, rota quizá por un cercado de piedra, por una casa pequeña de puerta grande o, mejor, por un establo donde vive el ganado, al fondo del cual, y en una cocina y un dormitorio oscuros, sucios y sin ventilación, viven los servidores de ese ganado, los hombres que le van a buscar la comida, los que se la dan, los que le llevan al campo, los que trabajan junto a ellos, hombres escogidos por un temor ancestral al pan, al cielo y a la tierra. O las miradas de esas mujeres, a las que es posible que el toro vea mientras camina seguido por el chico entre las casas, siguen libres hasta la otra orilla del río, donde sube el valle hacia la línea mágica entre lo azul y lo pardo.

—Madre —grita el chico—. Ella está allí, como siempre. De vez en cuando, entra y bebe vino. La tarde pasa así: hacer calceta y beber vino, mirar el horizonte, dar de mamar al niño cuando llora demasiado y, al final, con la mirada roja, temblándole las manos, sentarse frente al hogar vigilando la cena, cansada, con el cerebro lleno de ideas rotas o arrugadas sobre las mismas cosas de siempre, pensando obsesivamente en que hay que encerrar a los cerdos para que no se coman a las gallinas. Lo demás —darles de comer a los cerdos, a las gallinas; bajar al huerto para regarlo; preparar la cena—, ella lo hace todo sin saberlo, no porque piense que a esta hora los bueyes necesitan la pastura o hay que ir a coger la puesta de las gallinas, sino porque ha hecho lo mismo desde hace muchos años, desde que era niña, y ahora lo hace mecánicamente, como andar o sentir hambre a la hora de comer, y lo haría lo mismo aun cuando estuviera dormida o hubiera bebido demasiado vino, como ocurre ahora.

Ha visto venir a su hijo y lo pensó al verle, reprodujo el pensamiento que tiene todas las tardes a esa hora, cuando su hijo regresa detrás del toro, con el cubo lleno de excrementos y la vara. Todos los veranos es igual. Sabe que se levantará, cogerá el cubo, su hijo se limpiará el sudor resoplando, después de dejar la vara en un rincón del establo, contará que ha visto una culebra así de grande, que se asustó al principio, pero luego la partió en dos de un varazo, entrarán los dos en la cocina, ella le pondrá la cazuela, y el chico comerá las patatas metiéndose la cuchara de madera atravesada en la boca, escurriéndole el caldo y algunas berzas por las comisuras, y, mientras tanto, ella le mirará insistentemente tratando de comprender por qué le han salido duras las patatas, le llamará «hijo mío» dos veces, cuando él se atragante y se le caiga de la boca una cucharada, y cuando, al cortar con su navaja de hombre una rebanada de pan gigantesca, esté a punto de cortarse un dedo; y luego, cuando haya comido la manzana, ella se levantará y volverá al taburete, donde de nuevo está, sin darse cuenta de que todo esto ha ocurrido ya, como lo prueba el toro atado junto al corral.

Siguen sus manos tejiendo el refajo de lana, y sus ojos, estúpidamente hinchados y enrojecidos, vuelven a clavarse en el horizonte puro, extraño, más allá del cual ella no ha estado jamás, y que quizá sea el final de todo este luchar contra el cielo sin agua y la tierra sin pastos. La vida sólo es eso: Aldeaseca, toros, tierras con sed, niños que salen del vientre y se les mete en una joroba de mantas, hombres encogidos que sólo saben trabajar como animales. O, quizá, la vida sea también aquello, un sitio donde hay que tener dinero no se sabe para qué, acaso para comer más y tener más bueyes, o para algo que yo no sé, pobre de mí. Pero hay que tener más dinero.

—No, Cholo. —Sus ojos le estaban viendo acercarse sin comprender exactamente lo que significaba. Ahora está de pie, frente a ella, que no ha dejado de mover las agujas, mirándola, con su camisa abierta casi hasta la cintura, sus brazos arqueados por el enorme tamaño de sus músculos.

—No —repite, sin estar segura de referirse a algo concreto. A la vez le ha mirado el triángulo lleno de vello en el pecho. Recuerda de pronto—: Viniste ayer.

—No vengo a eso —dice él, despacio.

Entonces, ella se levanta mirándole a los ojos. Se siente invadida de calor, un calor que parece haber sustituido a la sangre en todos los rincones de su cuerpo. No puede quitar su mirada de los ojos de él, de su pecho velludo. Se agacha sólo lo necesario para dejar la labor sobre el taburete y vuelve a levantarse con los ojos turbios, sintiendo la mirada de él como un aliento caliente. Vino un perro detrás de él, y ahora les mira con la cabeza levantada y les ladra sin fuerza, deteniéndose y ladrando de nuevo, siempre con la cabeza levantada hacia ellos.

—¿Por qué, Cholo? Yo creí… —Se acerca a él. Sus ojos piden.

—Quiero dinero. Estoy harto de todo esto. Voy a irme.

—¿Adónde, Cholo? —El niño está amodorrado en la espalda. Ha venido otro perro atraído por los ladridos del primero. Se está acercando a él, despacio.

—Bueno, quiero dinero —dice, fingiendo impacientarse—. Manuela —le aprieta los hombros, inclinando su cabeza hacia ella para mirarla más de cerca—, tienes que dármelo.

Durante un rato, ella le resiste la mirada. Se libra de sus brazos y empieza a soltarse la manta con la que sujeta al niño en la espalda.

—No vengo a eso, Manuela.

Ella desaparece en el interior del establo, con el niño en los brazos ya. La manta ha caído al suelo, cerca del taburete. Manuela deja al niño envuelto en pañales sobre uno de los compartimentos de madera para el forraje de las vacas y se acerca a la puerta. Una de las vacas huele al niño, tocándole con el hocico.

—Ahora no tenemos dinero, pero mi marido irá a la presa.

Manuela retrocede hacia un rincón lleno de paja. Él la contempla desde la puerta, silenciosamente. Ella es joven todavía, quizá no ha cumplido aún los treinta años. Envejecida por el arado, por el sol y el viento, por los dos partos, ella, sin embargo, es bastante joven, siempre ha demostrado serlo. Sigue mirándola desde la puerta del establo, quieto, con las manos en los bolsillos.

El Cholo entró en El Salón cuando todos estaban bailando. Sonaba la música del organillo apagada por las voces y el ruido de los pies arrastrándose, y se manchaba de humo su ritmo monótono, estridente, en el ambiente cargado de olor a cuerpos sudorosos, envueltos en refajos apretados, en pantalones de pana, en acartonadas faldas de paño grueso. Tenía veinte años y se notó su entrada en el baile como un viento fuerte que abre de pronto una ventana trayendo algo alegre y salvaje. Su pelo, negro y rizado, hablaba a todas las miradas de la fuerza de sus músculos, temidos por hombres con diez años más que él. Su estatura era superior a la de todos los que apretaban los conglomerados de lana y carne con los que bailaban. Ninguno necesitó mirar hacia la puerta para saber que había entrado él. Les bastó mirar a la muchacha con la que bailaban y sorprender un giro de cabeza o una simple desviación de los ojos, que brillaron entonces como nunca. Acabada la pieza, él se acercó a una muchacha de unos diecisiete años, con ojos grandes, cuerpo bien formado, no grueso, sino de formas llenas, como si tuviera demasiada densidad dentro de sus curvas y hubiera en él una tendencia a estallar, a romper aquellas formas, encerradas apretadamente en diez o doce prendas de lana y paño grueso. El Cholo, sin decir nada, sin mirar al que había bailado con ella —pequeño, con algo pidiendo perdón en sus ojos hundidos—, la apretó contra su cuerpo apenas oyó la primera nota de la nueva pieza y, riendo la muchacha por cualquier cosa recordada o sospechada, empezaron a bailar, observada con envidia por las otras muchachas, que aceptaban con desgana los brazos de sus parejas. Llevaba en su cuello, como todas las solteras del pueblo, una gargantilla de corales de tres vueltas. Se apretaba a él, apoyando la cabeza en su pecho, mientras las demás bailaban con la cabeza bien separada. Iba segura: nadie se atrevería a decirle nada después de haber bailado con El Cholo. Manuela creyó ser la elegida entre todas, pero él bailó luego con otra, la pieza siguiente con otra, y así hasta haber bailado con las mejores muchachas del pueblo, cortejaran o no con otro mozo. Y nadie le dijo nada. Salió del baile contento de sí mismo.

El Cholo ya no está en la puerta del establo. El rumor de la paja; las moscas volando; los pasos rápidos de una gallina que llega hasta la puerta, se adentra medio metro, y se queda quieta en el rectángulo de sol atardecido que entra por la puerta, con el cuello doblado, mirando algo; los cerdos fuera, gruñendo asustados de los perros; todas las vacas tumbadas en el suelo y una empujando levemente con su hocico al niño; el olor de tantos animales mezclado con el vaho de su aliento, y el rumor, cada vez más fuerte, de la paja aplastándose, crujiendo; las moscas, clavándose con desesperación en el vientre de las vacas… El establo es una mezcla densa de ruidos, grandes y pequeños ruidos, ruidos sordos y continuos, rumores apagados, crujidos y roces de cuerpos, con el olor a paja, a estiércol, a vida sucia, todo ello pegajoso y caliente, quizá, por el último sol que entra oblicuo, haciendo brillar el polvo de paja y tierra que flota en el establo como partículas de vida represada durante muchos siglos que al fin han encontrado su liberación y se encienden y van hacia el aire y el sol. Una vaca mira hacia el rincón donde suena la paja. Los dos cuerpos se revuelcan entrelazados bajo las ruedas del carro, forman un remolino de arañazos, mordiscos y ladridos. Las gallinas se han alborotado histéricamente y los cerdos gruñen sin cesar. La lucha entre dos perros dura unos minutos nada más. Quizá asustado su cuerpo por el contacto frío y caliente del hocico de la vaca, el niño ha comenzado a llorar, y sigue llorando todavía cuando El Cholo atraviesa la puerta del establo, con prisa, quitándose las pajas del pelo y de la ropa, removiendo las pequeñas partículas doradas que flotan al sol. Manuela, tumbada todavía sobre la paja del rincón, con los ojos semicerrados, sus párpados abandonados a un levísimo temblor irregular, caídos los brazos a los lados de su cuerpo, hundida entre la paja, piensa un momento en algo vago, respirando aún con dificultad. El Cholo les roba a todos, se ríe de todos y todos le tienen miedo, ¡bah! Se levanta, se sacude las pajas, coge al niño y lo vuelve a atar a su espalda. Luego se sienta en el taburete y continúa haciendo calceta automáticamente.