Tanto sol, tanto sol. Es agradable tanto sol sobre las escamas redondas, grises, las patas con sus uñas entre los granos de arena, indolentemente abandonadas, sin sostenerla, apoyándose en su vientre blancuzco y blando que siente la tierra como una alegría inmensa y rotunda que no se puede negar. Tanto sol, tanto sol en su cabeza triangular, los ojos muy abiertos y vivos, respirando el aire y el sol, la lengua temblando, su pecho, entre las patas delanteras, hinchándose y deshinchándose, y todo su cuerpo alargado, gris o verde o pardo o de los tres colores a la vez, sobre la tierra gozando de la alegría de ella y de tanto sol y del silencio. Quieta, con una quietud de ser antiguo, de vida acabada o de cosa que está escuchando el deslizarse de los astros mientras se deja bañar por la luz de uno de ellos. Tanto sol sobre las escamas, la cola doblada en una graciosa curva señalando todavía el camino por el que llegó, tanto sol sobre su cabeza, ah, tanto sol y tanta tierra debajo de su vientre, y la alegría de estarse quieta bajo el sol y sobre la tierra, existiendo, olvidándose de todo.
Un ruido.
Su cola, de pronto, se apoya en la tierra, y su cuerpo cambia de dirección, levantando la cabeza y moviéndola hacia uno y otro lados. Luego, otra vez quieta: el viento en el árbol, un crujido vegetal cualquiera. Tanto sol sobre su cuerpo.
Primero es una vibración lejana de la tierra. Luego se va acercando y su cabeza se alza, vuelve a cambiar de sitio, se queda quieta de nuevo. Pero la vibración es ya un ruido que crece, que se acerca. Las cosas —ella lo sabe— hacen ruido al andar y se acercan cuando sus ruidos se acercan. Miedo. El ruido es ya muy grande y, sin embargo —tanto sol, tanto sol—, ella sigue allí, moviendo sólo la cabeza de vez en cuando, rápidamente, con una exactitud mecánica, desde una posición a otra. Es el miedo y el sol y la tierra los que la retienen allí. No quiere volver a su oscuro refugio entre las piedras del cercado. Tanto sol fuera. Pero el ruido crece, se hace de pronto enorme, se abalanza sobre su cuerpo una sombra, la cubre, y ella, asustada, corre agitando su cola y desaparece entre dos piedras.
Una de las botas cae sobre el lugar donde estaba la lagartija.
—Abandonarlo todo —sus palabras, mientras anda, llenan ese hueco de silencio que hay en los caminos, completando el pequeño ruido continuo, casi imperceptible, de la brisa en los árboles, y el de las chicharras, que sierra despiadadamente los demás ruidos—. Abandonar la tierra que nos da de comer.
—Sí —dice el otro—. Piensa en su mujer y en sus dos hijos, y en sus cerdos, sus bueyes, sus gallinas. Abandonarlo todo —repite, limpiándose el sudor de la frente con la manga.
—Eso quieren ellos —mira distraídamente el hueco negro entre dos piedras, donde se acaba de esconder una lagartija—, pero ya veremos. A mí me tendrán que echar… si pueden.
Ahora pasan por un camino de bueyes entre los cercados de piedra que circundan dos parcelas, donde están encerrados bueyes y toros. El barro está seco, profundamente estriado por las huellas de los carros. Los dos hombres avanzan hacia el pueblo. El sol descompone los excrementos de los animales que pasan diariamente por el camino, produciendo un olor fuerte a estiércol. El roce continuo de sus pantalones de pana apaga el ruido de sus pisadas. Las chicharras, incansablemente, prosiguen su chirrido.
—Tú no tienes que pensar en dos mocosos. —Cae el sol duro, seco, sobre el camino, sobre los dos hombres, sobre las piedras.
—¿Por qué no nos dejan en paz? Para mí que quieren que nos muramos de hambre. —Lejos se oye el mugido de un toro. Le contestan varios toros del cercado próximo. Continúan andando El hombre que pisó donde estaba la lagartija bosteza, con ese bostezo largo de mediodía. El otro le mira mientras tiene su boca abierta, y cuando la va a cerrar, la suya empieza a abrírsele sin poder evitarlo. Se pasa la mano por la frente y la resbala hasta la boca aplastándose la nariz. Llegan a un trozo del camino, encharcado por una acequia cercana, casi sin agua ya. Una bandada de mosquitos les hace agitar las manos. Van uno del ras del otro, por una orilla, evitando el agua y el barro del centro del camino. A los lados, junto a las piedras, crece hierba. Las lagartijas se van escondiendo al acercarse ellos. Un pájaro, sobre el cercado, silencioso, salta y picotea entre la hierba. Después trina y vuela unos metros más allá, posándose otra vez en el cercado. Los hombres han vuelto a hablar. Emplean pocas palabras, pronunciadas rudamente, y muchas interjecciones. «No puede ser, dejar estas tierras que nosotros hacemos parir todos los años.» La cara del hombre que pisó donde la lagartija es aplastada. Ahora tiene una expresión de jabalí herido. Es moreno, la piel arrugada, los ojos muy pequeños y hundidos, la barba cerrada casi hasta los ojos, muy negra, crecida de un día.
—Juan —dice el otro—, yo me iría a trabajar para ellos.
Juan escupe. Vuelve los ojos a su compañero y mira, con odio, hacia algo lejano.
—Y dejar el ganado, eh, y dejar las tierras, eh. —Vuelve a escupir—. No seré yo quien les ayude a taponar el valle para que me pudra de hambre luego.
—Tú no tienes dos mocosos y mujer.
Las calles del pueblo no están empedradas. Son caminos entre las cortinas de piedra que separan unos terrenos de otros. Las casas están dentro de los cercados. Delante, tienen todas un espacio grande, cerrado también con cortinas donde guardan los carros, los arados, las hoces, la trilla, los azadones. Corretean las gallinas por esta especie de patio y se suben al carro picoteando los granos de las rendijas. Varios cerdos se frotan contra el palo del arado o se revuelven, sin dejar de gruñir, en los charcos de meadas de bueyes.
La mujer está sentada junto a la puerta, con el niño en la espalda, sujeto con una manta estrecha que lleva atada a la cintura, haciendo calceta sin mirar, automáticamente, con la lana pasada por el cuello.
—¿Qué hay?
—Nada.
La mujer sigue haciendo calceta. El niño empieza a llorar. La mujer se balancea de un lado para otro sin dejar de mover las cuatro agujas.
—¿Y la comida? Sácanos vino a mí y a Juan, venga.
La mujer de Emilio se levanta, deja su labor sobre el taburete hecho de un tronco de árbol, y entra en la casa. Juan y Emilio entran detrás de ella. Atraviesan el establo. Las vacas rumian el forraje, masticándolo con un ruido blando y pausado. Al fondo, una puerta pequeña sin ángulos comunica con la cocina. En un rincón, hay una escalera vertical, de madera, que sube al dormitorio. La cocina es pequeña. Se sientan en el banco adosado a la pared, frente a la chimenea, en torno a la cual hay manchas de humo que se difuminan hasta llegar al blanco sucio de las paredes. El techo está negro ya. A los lados de la chimenea hay unos pequeños nichos, donde la mujer guarda todos los útiles de la cocina. La mujer saca de uno de ellos dos vasos y los pone sobre la mesa. Luego trae un trozo de cecina, medio pan negro de centeno y una garrafa de vino. El pan tiene casi medio metro de diámetro. Mientras les llena los vasos, el niño le pega en la nuca. La mujer no le hace caso. De pronto, coge la garrafa con una sola mano y con la otra le da un golpe en la cabeza. El niño empieza a llorar rabiosamente, agitando las manos. La mujer llena el vaso a su marido, deja la garrafa sobre la mesa y sale silenciosamente, sin hacer caso de la rabieta del niño.
—Ayer me robaron dos gallinas —dice Emilio, después de vaciar el vaso de un solo trago—. En este pueblo hay un ladrón.
—Eso lo sabemos desde hace mucho tiempo. Ya podíamos habernos librado de él. No hay semana que no robe varias gallinas. De seguro que roba frutas y coles también, y lo peor es que todos sabemos quién es y no cogemos una forqueta y le atravesamos el cuello —Juan golpea el vaso contra la mesa y le pasa el pan al otro. Luego corta un trozo de cecina y, antes de acabar de cortarlo, lo arranca de un tirón—. Pero son más ladrones los otros, los que nos quieren echar del valle.
Come el trozo de pan que ha partido con la navaja y arranca con los dientes un bocado de cecina.
—La comida, Manuela. —Se limpia la boca con el dorso del brazo, después de haber bebido otro vaso de vino. Juan se levanta.
—Me voy. Con Dios, hombre.
—Con Dios.
Juan tropieza en la puerta con Manuela. Ella se aparta. Juan sale gruñendo una despedida ininteligible. Manuela, con el niño, que ya no llora, se arrodilla ante el hogar y descuelga la olla.
—¿Y el chico?
—Está abajo, con el ganado. —Ella pone en el centro de la mesa una cazuela, en la que ha echado de la olla las patatas hervidas con berza. El marido parte con su navaja una rebanada de pan, llena su cuchara de madera y la lleva desde la cazuela a la boca, protegiéndola con la rebanada de pan para que no escurra. Los dos comen en la misma cazuela, sorbiendo ruidosamente el caldo.
—Bueno, ¿cuándo te decides? —Le mira ella, la cuchara en la mano, cerca de la boca. Algo se quema en el hogar haciendo un humo picante. Ahora piensa él por primera vez en que hay moscas, muchas moscas grandes, pegajosas, que hacen en la cocina un ruido continuo. En el establo se oyen los mugidos cortos, sin ganas, de las vacas en plena digestión, y el ruido de la paja cuando se mueven, o el de una anilla chocando contra algo con un golpe duro que corta como un cuchillo la persistente atmósfera hecha de ruidos de moscas, de mugidos, de los roces suaves de la paja, mezclados con el humo picante, denso como un sonido sordo y oscuro.
—No se puede, Manuela. Al ganado hay que cuidarle.
—Deja el ganado en paz. Tú vete a trabajar a la presa y yo y el chico nos cuidaremos de él. Dan mucho dinero allí.
Ella tiene razón. Dan mucho dinero allí. Todas las semanas. Pero las tierras.
—Pero las tierras…
—Me basto yo sola. Para lo que tenemos. Además te dejarían venir a las faenas.
Sí. Ella tiene razón. Come un trozo de patata sin separar la cuchara de la boca y sorbe el caldo. Después deja la cuchara y se sirve vino, un vino tinto, casi negro, espumoso. Bebe de un trago y se limpia la boca con el dorso de la mano izquierda, antes de dejar el vaso que tiene en la otra. Una mosca está sobre la cuchara.
—Condenada mosca. —Agita la cuchara en el aire, como lanzando la mosca contra la pared.
La mosca vuela hacia la olla.
—Condenado de El Cholo, que nos roba a todos y seguís cruzados de brazos —dice la mujer—, ¿habéis acabado la acequia?
—Sí —dice él.
«A El Cholo habría que hacerle algo», piensa. Mastica ella con la boca entreabierta, mirándole fijamente, como para meterle por los ojos su odio. O quizá no su odio, sino su primitivo deseo femenino de enfrentar a los hombres entre sí.
—Eso no durará siempre —dice él, apoyándose en la pared.
El niño empieza a llorar. Hace fuerzas y manotea en la espalda de la madre. La mujer le da un trozo de patata por encima del hombro, sin mirarle. El niño lo aprieta entre los dedos, se lo lleva a la boca y lo chupa, aplastándolo contra los labios y las encías.