20. La primavera

Mi madre estaba exactamente igual que en mis sueños. Sana y en plena forma, como si no hubiera estado enferma ni un solo día en toda su vida. Tenía, no obstante, algo más, una especie de matiz indefinible que la hacía resplandecer desde dentro, como una luz que pugnara por liberarse.

—¿Qué haces tú aquí? —mientras lo preguntaba comprendí que era evidente.

Lo único que me impidió montar en cólera fue la alegría de verla, pero hasta eso dio paso enseguida al desconcierto.

—Lo siento —dijo con la misma sonrisa compasiva que yo había visto en su rostro mil veces.

Cada vez que me hacía un arañazo en la rodilla, cada vez que me pasaba horas en casa haciendo deberes sin apenas tiempo para cenar, cada vez que un médico nos decía que solo le quedaban unos meses de vida… En muchos sentidos era una desconocida, pero cuando ponía aquella sonrisa seguía siendo mi madre.

—El único modo de someterte a prueba era el engaño. Nunca ha sido mi intención herirte, cariño. Todo lo que he hecho ha sido para protegerte y para hacerte todo lo feliz que fuera posible.

Yo sabía que estaba diciendo la verdad, pero no pude evitar sentirme humillada. A fin de cuentas, me había engañado, aunque hubiera sido por mi bien, y me sentía una idiota por no haberme dado cuenta de quién era.

Mi madre también era una diosa. Aquello no era algo que pudiera aceptar encogiéndome de hombros como si tal cosa.

—Diana —dijo Walter, y mi madre se acercó a mí.

La túnica de seda blanca que llevaba onduló a su alrededor como si estuviera sumergida en agua. No estaba tan cerca como para que pudiera tocarme, pero aun así vi que sus ojos brillaban. No supe, sin embargo, si era por tristeza, por orgullo o porque sus ojos rebosaban poder, como los de Henry, hechos de luz de luna.

—La séptima y última prueba, orgullo y humildad —dijo mi madre y después hizo una pausa y sonrió—, Kate la ha superado.

No entendí. El dictamen había terminado, ¿no? ¿No habían tomado ya una decisión? No podía suspender ninguna de las pruebas, el propio Walter lo había dicho. Esperé alguna explicación, pero no me la dieron.

—¿Los que estén de acuerdo? —preguntó Walter.

Los miré uno a uno, ansiosamente, pero sus caras no permitían adivinar nada. Ni Ava, ni Ella, ni Henry me dieron pista alguna de lo que ocurría. Uno tras otro, murmuraron su asentimiento. Vi con sorpresa que Calíope, que parecía tan pálida y abatida que no pude evitar sentir una punzada de pena por ella, también asentía. Comprendí que estaban diciendo que sí. Estaban votando. Aunque me había acostado con Henry, por obra de algún milagro no había fracasado del todo. Cuando le llegó el turno de votar a James, contuve la respiración, convencida de que iba a decir que no. Sin embargo, él también asintió, sin mirarme a los ojos. Los otros siguieron votando, pero yo me quedé mirándolo fijamente y cuando por fin levanté los ojos le dije en silencio «gracias».

—Entonces, está decidido —anunció Walter cuando le llegó el turno de votar—. Se concede la inmortalidad a Katherine Winters, que se desposará con nuestro hermano y reinará a su lado en el Inframundo mientras ella así lo desee —luego sonrió y sus antiquísimos ojos brillaron—. Bienvenida a la familia. Se levanta la sesión del consejo.

Su tono tajante me desconcertó, y esperé asombrada mientras los miembros del consejo se levantaban y se encaminaban hacia la puerta. Algunos (Ella, Nicholas, Irene, Sofía y hasta Xander) me apretaron el hombro o me dijeron una palabra de aliento al pasar. Ava sonrió de oreja a oreja. Otros, sobre todo Calíope, no dijeron nada al marcharse. James pasó también sin decir palabra, encorvado y cabizbajo. Al acordarme de que había dicho que sí y de lo mucho que debía de haberle costado, sentí el impulso de ir tras él, pero me quedé paralizada en mi taburete, incapaz de moverme por miedo a que todo aquello se hiciera añicos y no fuera más que un sueño.

Al poco rato solo quedamos tres. Henry, mi madre y yo. Mi madre se levantó después de que se marcharan los demás y sin decir nada me rodeó con sus brazos y me apretó suavemente. Apoyé la barbilla en su hombro y enterré la nariz entre su pelo. Olía a manzanas y a freesias. Era ella de verdad.

No sé cuánto tiempo estuvimos abrazadas, pero cuando nos soltamos me dolía el pecho y me había deslizado a medias del taburete. Me ayudó a enderezarme, y vi a Henry a unos pasos de nosotras.

—¿Ha…? —me detuve y carraspeé, intentando que mi voz no sonara tan débil—. ¿Ha salido bien o mal?

Henry se acercó a mí y entre los dos me ayudaron a levantarme.

—Has aprobado —dijo él—. Espero que estés satisfecha.

«Satisfecha» no era la palabra más adecuada. Confusa, sí. Aturdida, desde luego. Y no estaría satisfecha hasta que entendiera qué había ocurrido.

—Walter ha dicho que había suspendido —dije, tambaleándome—. ¿Cómo es posible que haya aprobado, si suspendí una prueba?

—Ha sido la séptima prueba —contestó mi madre—. No suspendiste la prueba de la lujuria. Aunque no hubieras estado enamorada de él, Henry se aseguró de que todos supiéramos lo que había ocurrido. Este era el único modo que tenía el consejo de poner a prueba tu orgullo. Al aceptar tu fallo pese a que deseabas quedarte, y al respetar la decisión del consejo, has demostrado humildad.

—Y al demostrar humildad, has superado la prueba final —añadió Henry.

—Entonces… —me detuve, y pese a que odiaba sentirme tan tonta y tan lenta de reflejos, aquello era demasiado maravilloso para ser cierto—. ¿Qué significa esto? ¿Qué va a pasar ahora?

Henry se aclaró la garganta.

—Significa que, si estás conforme, nos casaremos al ponerse el sol.

Casarnos al ponerse el sol… Lo que unas horas antes me había parecido una fantasía absurda se había convertido de pronto en un hecho inminente hacia el que me precipitaba a toda velocidad. Pero aquello era lo que quería, ¿no? No casarme, sino dar una oportunidad a Henry. Darle la misma esperanza que deseaba para mí misma, y ahora que estaba allí mi madre, aunque no fuera exactamente la misma, todos habíamos salido ganando, ¿no?

Bueno, no todos. Calíope no, ni tampoco James. Para que Henry estuviera vivo y feliz, para que yo recuperara a mi madre, ellos habían perdido. Calíope se lo había buscado ella sola, pero James… ¿A qué había renunciado él para que yo pudiera disfrutar de todo aquello?

Me di cuenta con un sobresalto de que Henry y mi madre me estaban mirando. Habíamos cruzado el salón de baile y estábamos parados entre las gruesas puertas, abiertas lo justo para que saliéramos los tres.

—Sí, claro —dije, poniéndome colorada—. Lo siento, no es que estuviera dudando, es solo que… estaba pensando y… Todavía quiero seguir adelante.

Cuando Henry se relajó me di cuenta de lo tenso que se había puesto de repente.

—Me alegra saberlo —dijo con visible alivio—. ¿Puedo preguntar en qué estabas pensando?

No quise decirle que estaba preocupada por James, por si le molestaba, así que hice la pregunta que tenía grabada a fuego en la mente desde que Ava había cruzado aquellas mismas puertas.

—¿Fue todo un montaje?

Se hizo un tenso silencio y vi que Henry y mi madre cruzaban una mirada, como si solo necesitaran eso para comunicarse. No era imposible que así fuera, y me mordí el interior de la mejilla, enfadada por su complicidad.

—Sí y no —contestó mi madre.

Seguimos caminando despacio por el pasillo. Cada paso era más penoso que el anterior, pero lo que menos me preocupaba en ese momento eran mis heridas.

—Cuando Henry llevaba décadas buscando una nueva reina y se hizo evidente que su búsqueda no estaba dando los frutos necesarios…

—Iba a darme por vencido —agregó Henry—. Todas las chicas fallaban antes de haber empezado, o si mostraban alguna posibilidad de superar las pruebas, aparecían muertas. Ahora sabemos qué estaba ocurriendo, pero no puedes imaginarte lo doloroso que era ver morir a todas esas jóvenes sabiendo que era culpa mía. No me atrevía a volver a poner a otra en peligro y estaba decidido a poner fin a esto.

—Y yo estaba igual de decidida a que siguiera intentándolo hasta que ya no quedara más tiempo —explicó mi madre—. Así que llegamos a un acuerdo. Perséfone… —su cara cambió ligeramente, y por un instante me pareció ver una expresión de vergüenza—. Perséfone era hija mía. Tu hermana. Fue culpa mía que no fuera feliz, y que debido a ello Henry tampoco lo fuera nunca.

—No fue culpa tuya —dijo Henry con serena vehemencia—. No fue culpa de nadie, más que mía. Fui yo quien no supo hacerla feliz…

—Y fui yo quien os empujó a casaros —dijo mi madre—. No me lleves la contraria, Henry. Lo digo en serio.

Se quedó callado, aunque me pareció ver que esbozaba una sonrisa.

—Como iba diciendo antes de que me interrumpieran de esa forma tan grosera —mi madre pasó los dedos por mi pelo y comprendí que estaba bromeando—, tú siempre has podido elegir, cariño. Si no hubieras querido seguir adelante, todos lo habríamos aceptado y habríamos hecho lo preciso sin ti. Siempre has estado al mando de tu vida. Lo único que hemos hecho nosotros ha sido ofrecerte una oportunidad.

Se me encogió la garganta al imaginar lo que podía haber ocurrido si no hubiera sido así.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque de ese modo habrías tenido una ventaja injusta —contestó mi madre—. Tenía que ser decisión tuya. Yo no debía influirte, ni debías rechazar automáticamente esa posibilidad por saber dónde ibas a meterte. Además —añadió con suavidad—, si te lo hubiera dicho, ¿me habrías creído?

Claro que no. Y cuando regresara al mundo real, ¿quién me creería si le decía cómo pasaba los inviernos? Nadie en su sano juicio, eso seguro.

—Pero ¿existe Eden? Todas las personas a las que conocí allí, hasta Ava y Dylan… ¿Eso también formaba parte del plan?

—Eden no existe más allá de las pocas semanas que pasaste allí —contestó Henry—. Si decides volver al lugar donde se levantaba el pueblo, no verás más que árboles y campos. Siento el engaño.

Yo también lo sentía. Fruncí los labios, intentando encontrar algo que decir que no me hiciera parecer una niña de doce años.

—Pero… no volváis a hacerlo, ¿de acuerdo? —los miré a ambos—. Se acabaron las mentiras y el dejarme al margen.

Mi madre se rio, pero no con la risa a la que yo estaba acostumbrada. Era una extraña combinación de sonidos: un arroyo borboteante, el canto de los grillos y el primer día de primavera. Era increíble.

—Claro —dijo con un cariño que me embargó por completo y me hizo más fácil dar los siguientes pasos—. Bueno, antes de que lleguemos a tu boda, ¿hay algo más que quieras saber?

Mi boda… Se me hizo un nudo en la garganta y me costó un gran esfuerzo recuperar el habla.

—Sí —dije con voz ronca—. ¿Qué clase de nombre es Diana para una diosa?

Se rio otra vez, y el nudo de mi garganta se aflojó.

—Ella se enfadó bastante porque adoptara su nombre romano, pero no lo quería y a mí siempre me ha gustado. Todos elegimos nuevos nombres con el paso de los años.

—Nombres que encajen con el lugar y la época en los que estamos —añadió Henry—. Se nos conoce principalmente por la mitología griega, de ahí que en todas partes suene más nuestro nombre griego.

—Pero en realidad no tenemos nombre —dijo mi madre—. Fuimos creados antes de que hubiera nombres.

—Y sobreviviremos mucho después de que dejen de usarse —afirmó Henry.

Mi madre lo miró.

—Algunos, por lo menos.

Al oírla pensé de pronto en James. Procuré olvidarme de él, pero me fue imposible.

—Entonces, ¿de verdad sois los Olímpicos?

—Sí, los trece —dijo mi madre—. Más Henry, cuando aparece.

Él refunfuñó y yo fruncí el ceño mientras intentaba encajar las piezas del rompecabezas.

—Entonces… ¿quién es quién? Porque sé quiénes sois vosotros dos, Hades y Deméter, pero ¿y los demás?

—¿Quieres decir que todavía no lo has adivinado? —preguntó Henry, y lo miré con fastidio.

—No todos somos omniscientes, ¿sabes?

—Nosotros tampoco lo somos —contestó con una mirada divertida.

Me mordí el labio mientras lo pensaba.

—Seguramente podría adivinarlo, aunque no en todos los casos —sacudí la cabeza—. Los Olímpicos… Es… —in-creíble. Inexplicable—. Habría estado bien que me lo hubierais advertido.

Debí de hablar con más amargura de la que pretendía, porque mi madre me abrazó más fuerte y metió la nariz entre mi pelo.

—Da igual cómo me llamen o quién sea, sigo siendo tu madre y te quiero muchísimo.

Asentí con la cabeza porque no me atreví a hablar. Era mi madre, pero mi madre no tenía una risa que parecía un rayo de sol. Mi madre había dado su vida por mí, y lo que había quedado de ella era una cosa fría y rígida, no aquel ser cálido y chispeante, y mucho más fuerte de lo que yo sería nunca.

—Vamos —dijo Henry, que parecía haber notado mi cambio de humor.

Nos detuvimos delante de unas puertas hermosamente labradas en las que estaban representados la Tierra y el mundo inferior, y me quedé sin respiración. La habitación de Perséfone.

—Henry… —dije, pero sacudió la cabeza y sonrió.

Tiré avergonzada del encaje blanco de mi vestido para asegurarme de que mis vendajes no tenían goteras. Se abrieron las puertas y en lugar del santuario que yo había visto unos meses antes, vi una sala vacía en la que solo había un pequeño arco blanco decorado con un arcoíris de margaritas. A un lado estaban nueve miembros del consejo, todos menos Calíope y James. Walter se hallaba de pie bajo el arco, esperándonos.

—Espero que baste —dijo Henry—. No sabía si querrías algo más elaborado.

—No —dije casi sin aliento—. Es perfecto.

Mi madre me tomó de la mano. Sus ojos brillaban llenos de lágrimas.

—Esa es mi niña —dijo, y aunque no quería volver a separarme de ella, comprendí que era la hora.

Esta era mi vida ahora, y aunque mi madre siempre formaría parte de ella, ya no sería su centro. Aquel era un cambio que no me esperaba, y sin embargo, de alguna manera, los seis meses anteriores me habían preparado para asumirlo.

Solté su mano y fue a reunirse con los demás.

Henry me condujo hacia el arco y, mientras Walter hablaba, sentí los ojos de todos fijos en nosotros. Henry y yo repetimos los sencillos votos nupciales y, con una voz tan investida de autoridad que hasta las mismas piedras de la mansión parecieron temblar, Walter nos declaró marido y mujer.

Henry se inclinó para besarme y, cuando lo hizo, una oleada de calor invadió mi cuerpo, extendiéndose desde mis labios y dejando tras de sí una frescura que sustituyó al dolor. Cuando se apartó, mi cuerpo parecía completo de nuevo, curado y fuerte como nunca antes.

Pero no era eso lo que importaba. Lo que realmente importaba era cómo me miraba Henry, como si aquel momento fuera el más feliz de su larga vida. Entonces comprendí en lo más hondo de mi ser que nunca volvería a estar sola.

Pasamos nuestra noche de bodas en mi suite, jugando a las cartas y procurando no hablar de lo que pasaría al día siguiente. Era la última noche que pasaría en Eden Manor hasta seis meses después, y aunque sabía que regresaría tenía la sensación de que algo iba a acabarse. Medio año no era apenas tiempo para Henry, pero para mí era una eternidad cuyo fin ni siquiera podía vislumbrar.

Debía marcharme al día siguiente de mi boda. No me parecía justo. Podía regresar antes de tiempo si quería y lo sabía, pero mi madre insistió mucho en que pasara mi primer verano sin Henry.

A la mañana siguiente desayunamos en la cama, yo sentada a un lado con las piernas cruzadas, en pijama, y él al otro. Ahora que era otra vez primavera se me permitía comer, y aunque no tenía más hambre que de costumbre, ataqué mis tortitas con extraño vigor y me puse perdida, de paso. A Henry no pareció importarle. De vez en cuando se inclinaba hacia mí, limpiaba con un beso el sirope de mis labios y sonreía al ver que me sonrojaba.

No tardé nada en hacer el equipaje, y mucho antes de lo que esperaba me encontré otra vez delante de mi nueva familia, en la sinuosa avenida que llevaba a la verja principal. Calíope tampoco estaba esa vez, pero fue la ausencia de James la que hizo que se me encogiera el estómago.

Les di un abrazo de despedida, uno por uno, hasta al gruñón de Phillip, que olía a caballos y parecía desear estar en cualquier parte menos allí, contemplando aquel despliegue de sentimentalismo lacrimógeno. Ava se puso a llorar antes incluso de que llegara a su lado, y me abrazó tan fuerte que pensé que no iba a soltarme.

—¡Ay, Kate! ¡Voy a echarte de menos!

—Yo también a ti —a pesar de lo que había pasado entre nosotras ese invierno, confié en que sus lágrimas significaran que estaba todo perdonado y que la vería allí cuando volviera en otoño—. Algún día tendrás que contarme todo lo que ha pasado mientras yo no miraba.

Asintió, demasiado emocionada para hablar, y después de darnos un último abrazo nos separamos por fin.

Mi madre fue la siguiente. Se alzaba serenamente a la luz del sol, como si resplandeciera, y por un instante me dio miedo tocarla. Pero ella lo arregló estrechándome entre sus brazos y dándome un beso húmedo en la mejilla.

—Que te diviertas —dijo cariñosamente, aunque por el brillo de su mirada comprendí que esperaba que yo cumpliera nuestro acuerdo—. Vete a vivir la vida de los mortales, antes de que pase de largo.

Yo no sabía si aún sería capaz de disfrutar de la vida mortal sabiendo lo que me esperaba en el otoño, pero asentí.

—Te quiero —dije, de pronto tan emocionada como Ava.

Mi madre me miró fijamente y por un instante sentí que éramos las dos únicas personas que había en el mundo. Pero aquella sensación se desvaneció enseguida, y entonces le llegó el turno a Henry.

No supe qué decir, así que lo rodeé con mis brazos y me abrazó. Yo había empezado a llorar en serio, y el poco maquillaje que me había puesto esa mañana por insistencia de Ava quedó hecho un desastre, pero no me importó.

—Cuida de Pogo, ¿quieres? —dije al apartarme para secarme los ojos.

—Cerbero y yo te lo prometemos —contestó sin apartar sus ojos de los míos—. Kate… Sea lo que sea lo que te espera fuera de esa verja, recuerda que el verano es tuyo para hacer lo que te plazca —su voz sonó tensa, pero pareció hacer un esfuerzo para sobreponerse—. No es asunto mío lo que decidas hacer con ese tiempo.

—Lo sé —contesté—. Y también sé que lo que siento por ti no va a cambiar solo porque cambien las estaciones. Así que, si no te importa, voy a ceñirme a los votos que he hecho —le dediqué lo que esperaba fuera una sonrisa tranquilizadora—. No puedes librarte de mí tan fácilmente.

Él también sonrió.

—No sabes cuánto me alegra saberlo, pero no cambia el…

—Henry —dije con firmeza—, ya basta. Vas a tener que aguantarme te guste o no, así que más vale que vayas haciéndote a la idea.

Titubeó, pero por fin se dio por vencido.

—Siempre que me necesites estaré a tu lado. Tienes mi palabra.

Asentí y me dio un beso en la frente. Fue un beso tan casto que me pregunté si iba a darme un auténtico beso de despedida o no. Seguramente no, pensé. A fin de cuentas, mi madre estaba mirando.

—Te estaré esperando cuando regreses —dijo—. Y te quiero.

Esa vez no me lo había imaginado, ni lo había soñado. Lo había dicho de verdad, y no porque fuera una prueba, ni una apuesta, ni una obligación, sino porque lo sentía. Algo se hinchó dentro de mí y sentí que iba a estallar.

—Yo también te quiero.

Entonces tomó mi cara entre sus manos y me besó de verdad. Yo intenté prolongar el beso, pero él se apartó y comprendí que había llegado el momento de partir.

Eché a andar despacio por la avenida, mirando hacia atrás cada pocos segundos. La presencia de Henry tiraba de mí hacia atrás y la certeza de que tenía que marcharme para poder volver a verlo me impulsaba a seguir hacia delante. Aquel era ahora mi hogar, y nada podría mantenerme alejada de él para siempre.

Cuando llegué a lo alto de la suave colina que ocultaba la mansión a ojos del mundo exterior, me volví y saludé con la mano, y me sorprendió ver que el único que seguía allí era Henry. Levantó la mano y me obligué a seguir adelante.

Apareció la verja y, con ella, algo que me hizo pararme en seco. De pronto entendí por qué Henry había puesto tanto empeño en recordarme que podía hacer lo que quisiera con mis veranos.

James estaba apoyado contra el mismo coche en el que me había llevado a Eden Manor y llevaba los mismos enormes auriculares que en septiembre anterior. Lo único que había cambiado era su cara. Ya no sonreía.

Crucé la verja y dudé, sin saber qué hacer. Él se apartó en silencio para abrirme la puerta del coche y le di las gracias, pero no contestó. Solo cuando llevábamos un rato avanzando por el camino de grava encontré valor para hablar, e incluso entonces mi voz sonó chillona.

—Lo siento —dije, con las manos entrelazadas con tanta fuerza que se me transparentaban los nudillos—. Por todo.

—No lo sientas —dobló la esquina y el seto desapareció de nuestra vista—. Has hecho lo que tenías que hacer, y también Henry. Y el consejo. De todos modos, en cuanto te conocí supe que lo tenía crudo.

Apreté los labios sin saber qué decir. Estaba segura de que lo había dicho como un cumplido, pero aun así seguía sintiéndome culpable.

—Vas a existir mucho tiempo, ¿verdad? Quiero decir que el mundo no va a acabarse mañana, ¿verdad?

—No lo sé —contestó, y por un instante creí oír al chico al que le gustaba hacer construcciones con patatas fritas—. Con Calíope suelta, todo es posible.

Me recosté en el asiento y procuré relajarme. Al menos el antiguo James seguía allí, en alguna parte.

—¿Adónde vamos?

—A un sitio al que creo que debes ir antes de que te marches para pasar el verano fuera —dijo.

Cuando quedó claro que no iba a darme más pistas, me resigné a mirar por la ventanilla y procuré pensar en algo que decir que no fuera demasiado doloroso.

Henry tenía razón: lo que antes había sido la calle mayor de Eden, ahora era un camino de tierra rodeado de árboles por los dos lados, y el lugar donde se había alzado el instituto de Eden no era más que un prado. Aunque solo había pasado allí un par de semanas, sentí una punzada de melancolía. No habría marcha atrás, no podría volver a la vida que había conocido siendo mortal, y no estaba preparada para afrontar esa pérdida.

Cuando llegamos a nuestro destino habíamos vuelto otra vez a la civilización. No era Nueva York, pero tampoco era todo tierra y árboles. Unos cuantos edificios se apiñaban para formar un pueblo cerca del hospital donde había estado internada mi madre. Miré a mi alrededor intentando encontrar algo que me sonara, pero solo vi pequeñas fábricas, alguna que otra iglesia y unas cuantas tiendas.

James condujo el coche a través de unas puertas de hierro forjado y abrí los ojos de par en par al ver dónde estábamos. Oí el crujido de la grava del camino bajo los neumáticos. James condujo despacio por el camino y se detuvo unos cientos de metros más allá.

—Vamos —dijo al abrir la puerta—. Quiero enseñarte una cosa.

Salí y miré el cementerio que nos rodeaba, las lápidas y las estatuas que surgían de la hierba parda. Algunas eran nuevas, con los nombres claros y legibles, mientras que otras eran tan antiguas y estaban tan desgastadas que apenas se distinguían las inscripciones. James se mantuvo algo apartado de mí, con las manos en los bolsillos, como si temiera tocarme, y yo lo seguí, concentrada en esquivar el barro y la nieve que empezaba a derretirse.

Se paró delante de una tumba reciente, tan nueva que aún no tenía lápida, sino solo una placa temporal con un nombre escrito en rotulador negro. Se apartó para que yo pudiera verla, aunque en realidad no hacía falta: ya sabía dónde estábamos.

—Diana Winters —dije en voz baja, pasando los dedos temblorosos por las letras que formaban su nombre—. Pero pensaba que estaba…

—¿Viva? —preguntó James, y asentí—. Como deidad, sí, pero adoptó una forma mortal para criarte, y esa forma mortal murió hace diez días.

Me quedé callada, preguntándome qué esperaba que dijera.

—Sigue siendo tu madre —añadió—, pero debes entender que a partir de ahora las cosas no volverán a ser como antes entre vosotras, ni entre Henry y tú, ni entre tú y el resto del consejo.

Me enfadé al oírle.

—¿Igual que no lo son entre tú y yo? —pregunté, pero en lugar de enojarse, se encogió de hombros.

—Eso es un poco distinto, dado que estás más unida a ellos, pero sí. Algo así.

Pasé de nuevo los dedos por la placa mientras miraba el montículo de tierra que contenía el cuerpo mortal de mi madre. No sabía qué sentir: tristeza, inevitablemente, pero también una mezcla de emociones que no entendía del todo. Alivio, quizá, porque su batalla hubiera terminado. Miedo a la nueva realidad que afrontaba y lo que había descubierto mientras ella se consumía en una cama de hospital.

Pero sobre todo un vacío doloroso. Tardé unos segundos en darme cuenta de que echaba de menos la vida que habíamos llevado antes de llegar a Eden. No los años de enfermedad y sufrimiento, sino las visitas a Central Park. Los árboles de Navidad. Los tiempos en que sabía que mi mejor amiga estaba solo a un corto paseo pasillo abajo. Todo aquello había acabado, y una existencia nueva se desplegaba ante mí, vacía salvo por los rostros de Henry, de mi madre y del resto del consejo.

—Sé que es el fin —dije, poniendo una mano sobre la tierra amontonada—. Hace mucho tiempo que lo sé.

—No, no lo es —contestó James a mi lado—. Es el principio.

Nos quedamos allí hasta que el frío caló en mi ropa y la niebla se pegó a mi pelo, dejándome fría y mojada. Acepté su mano para que me ayudara a levantarme y toqué la placa una última vez. Era la prueba de mi humanidad y de mi breve existencia en un mundo en el que todo moría. Por fin me alejé de allí con el corazón apesadumbrado.

—Bueno, ¿qué vas a hacer en verano? —preguntó James mientras íbamos hacia el coche.

Era evidente que intentaba animarme un poco, pero yo tenía la mente tan nublada que tardé unos segundos en contestar. Me sentía anclada a la tumba de mi madre, pero con cada paso que daba aquel peso parecía hacerse más leve, más fácil de soportar. Nunca podría alejarme por completo, eso lo sabía, pero al menos estaba segura de que algún día sería capaz de aceptarlo.

—No sé —dije, y me quedé mirando el suelo embarrado mientras barajaba las posibilidades que se desplegaban ante mí.

Podía volver a Nueva York, pero allí no me quedaba nada. Podía quedarme en Eden, con los árboles, pero supuse que pasado el primer mes sería un aburrimiento.

—Puede que pruebe la auténtica comida griega. Nunca he estado en Grecia, ¿sabes?

—Grecia —dijo James, y noté en su voz un vacío que me inquietó—. Es agradable en verano.

Estiré el brazo indecisa y tomé el suyo. No se apartó.

—¿Quieres venir?

Abrió los ojos de par en par.

—¿En serio?

—Claro —sonreí con esfuerzo, pero sinceramente—. No quiero ir a Grecia sola, y no se me ocurre un guía mejor que uno de mis mejores amigos.

Una sonrisa se extendió poco a poco por su cara, pero en sus ojos siguió habiendo un ápice de lejanía que no pude ignorar por completo.

—Me encantaría.

La grava crujió bajo nuestros pies cuando llegamos al coche y James abrió la puerta. El silencio entre nosotros se había vuelto cómodo, en vez de tenso y desagradable. Me senté y me relajé en el asiento mientras él se deslizaba tras el volante. Al fondo de mi mente quedaba un resquicio de duda cuando le sonreí y vi de nuevo aquella expresión en sus ojos, pero decidí no hacer caso. Las cosas distaban mucho de ser perfectas pero, pasara lo que pasase, al menos había recuperado a mi amigo.

Mientras nos alejábamos me giré para ver la tumba de mi madre, oscura en contraste con los montones de nieve blanca que aún quedaban en el cementerio. James tenía razón: aquello no era un final. Era el principio que mi madre había querido para mí y el que yo había deseado desde siempre. Quizá no tuviera previsto vivir eternamente, pero ahora que era inmortal pensaba disfrutar a tope de cada momento.