Me pasé el resto de la mañana en la cama, llorando. Me dolía la cabeza y tenía el cuerpo tan agarrotado que me parecía imposible levantarme pero, a pesar de todo, solo podía pensar en cómo me había mirado Henry antes de marcharse. Como si no fuera a volverme a ver.
No era justo, y yo no alcanzaba a entender por qué se comportaba así. ¿Era porque había dicho que lo quería? Había sido todo muy rápido y no había pensado mucho en ello, pero después de decírselo me había dado cuenta de que era la verdad.
Estaba dispuesta a hacer todo lo que fuera preciso para darle otra oportunidad, aunque para ello tuviera que renunciar a la posibilidad de decidir mi destino, y si eso no era amor, no sabía qué era. De todos modos, no esperaba que él me correspondiera.
Cuanto más lo pensaba, más iban encajando las piezas. La confesión que había escapado de mi boca como un torrente irrefrenable (la súbita necesidad de estar con él), la advertencia de que no comiera… Me habían envenenado. Solo que esta vez también habían envenenado a Henry y a Calíope, y los tres habíamos sobrevivido.
El veneno no estaba pensado para matarme. Era un afrodisíaco.
En cuanto lo entendí, todo me pareció más claro.
La cuestión era quién. ¿Intentaba alguien darnos un empujoncito por el buen camino, o el fin era otro? Y si así era, ¿quién me odiaba lo suficiente para intentarlo siquiera?
La única persona que se me ocurrió fue Ella. Odiaba a Ava, y tal vez si pensaba que yo estaba de su parte… O quizás había llegado a la conclusión de que librándose de mí se libraría también de Ava. Teniendo en cuenta cómo se había comportado Ava últimamente, casi no podía reprochárselo. Pero ¿en qué beneficiaba eso a Ella?
¿Habría sido James? Descarté la idea en cuanto apareció en mi cabeza. Lo último que quería James era unirnos más aún a Henry y a mí. Cabía la posibilidad de que su intención fuera que Henry se apartara de mí definitivamente y me ignorara el resto de mi estancia en Eden Manor, pero ese era un riesgo que yo estaba segura de que no querría correr. Sería peligroso dar a Henry una excusa para enamorarse de mí y luchar por su reino. Además, el único modo seguro de impedirlo era hacerme fallar una prueba y…
Se me congeló la sangre en las venas. Claro. Las pruebas.
La gula, los siete pecados capitales… La lujuria.
Una oleada de desesperación se apoderó de mí. Había fracasado, ¿verdad? Poco importaba que no fuera culpa mía, que me hubieran dado un afrodisíaco. Por eso estaba Henry tan furioso. Todo lo demás no tenía sentido, a no ser que en realidad hubiera estado fingiendo que me quería.
No quería pensar en eso. Y tampoco quería pensar en que posiblemente había fracasado, así que salí de la cama como pude, contenta de que Nicholas estuviera apostado fuera de la habitación y no dentro. No tenía calmantes, así que tuve que aguantarme con los dolores y las molestias que al parecer eran efectos secundarios de la droga que me habían dado. De pronto, sin embargo, hasta esos dolores me parecían amortiguados.
Me vestí y, aunque mi cuerpo protestó, recogí mi ropa de la noche anterior e hice la cama. El consejo tenía que saber lo que había pasado, tenía que saber que nos habían tendido una trampa. Si eran justos y ecuánimes, no me suspenderían por eso. Me aferré a esa esperanza, a esa última oportunidad, y me obligué a no pensar en lo contrario. Todo saldría bien. Tenía que salir bien.
Calíope fue a verme poco antes de que se pusiera el sol. Parecía encontrarse tan mal como yo. Estaba pálida y temblorosa, y en lugar de decirle que se marchara, como había hecho con los demás sirvientes que habían ido a interesarse por mí, Nicholas le ofreció el brazo y la acompañó dentro.
—Calíope —dije desde mi sitio junto a la ventana, acurrucada en un mullido sillón—, ¿estás bien?
—Sí, estoy bien —dijo con una sonrisa cansina mientras Nicholas la ayudaba a sentarse en una silla—. Pero lo que importa es cómo estás tú.
Esperé a que Nicholas se marchara para contestar, aunque estaba segura de que podía oírlo todo a través de la puerta.
—Cansada —reconocí—. Tengo muchos dolores.
Mis palabras surtieron un efecto inesperado: el semblante de Calíope se contrajo y en menos tiempo del que tardé en levantarme del sillón estaba llorando.
—¡Ay, Kate, cuánto lo siento! No me di cuenta hasta después de traer el chocolate. Intenté mandar a alguien a avisaros, pero ya era demasiado tarde y no sabía qué hacer…
Me arrodillé junto a su silla y tomé su mano.
—No te disculpes. Tú no podías saberlo. Siento que te haya tocado a ti también.
Le tembló la barbilla, pero pareció hacer un esfuerzo decidido por dominarse.
—Debería haber esperado unos minutos. Fue una tontería por mi parte, y por mi culpa podrían haberte matado.
—Pero no ha sido así —contesté—. Estamos bien las dos. Los tres.
Me miró fijamente, con los ojos muy dilatados.
—Pero ¿Henry y tú…?
Me tragué el nudo que tenía en la garganta.
—No pasa nada, Calíope, de verdad. Si esto sale bien, de todos modos seguramente habría pasado en algún momento. Y si no, no me acordaré, así que en cualquier caso da igual.
Comprendí por su expresión que no me creía. Yo tampoco me creía lo que acababa de decir. La reacción de Henry al descubrir que nos habían drogado me había distraído hasta el punto de impedirme pensar en lo que había sucedido esa noche. Tenía la sensación de no haberlo asimilado del todo. Se suponía que tenía que ser de suma importancia. Que debía estar angustiada, o sentirme sucia, o al menos confusa respecto a cómo encajarlo. Pero en ese momento estaba mucho más preocupada por Henry que por mí misma.
—¿Por qué crees que era inevitable que se acostara contigo? —preguntó Calíope en un tono cauteloso que no conseguí entender—. Se rumorea que nunca ha… Que Perséfone y él ni siquiera… —se interrumpió, visiblemente incómoda.
Abrí la boca con intención de contestar algo inteligente, pero solo pude balbucir:
—¿Henry era virgen?
—Nadie lo sabe con certeza —se apresuró a decir—. Era muy posesivo con Perséfone, pero la quería. Ella, en cambio, no lo quería a él, eso es todo. Tenían habitaciones separadas y todo eso.
Arrugué el ceño.
—Conmigo no tiene que preocuparse por esa parte.
—¿Por qué parte?
—Por que no vaya a corresponderle. Si nos hubiéramos conocido en la calle o algo así, seguramente ni me habría molestado. Quiero decir que está buenísimo —recordé lo que había dicho James hacía muchos meses y esbocé una sonrisa—. Henry es un diez. Un doce, incluso, y yo ni me acerco a eso. Yo sola ni siquiera me habría atrevido a hablarle. Pero ahora que lo conozco… —era patético y me costaba mucho reconocerlo, pero era la verdad. Y tal vez si Calíope lo entendía, no se sentiría tan culpable por haber permitido que ocurriera—. Lo quiero. No entiendo cómo es posible que alguien conozca a Henry y no lo quiera.
Se quedó mirando la alfombra, con las mejillas coloradas.
—Yo tampoco.
Me quedé callada, sin saber qué contestar. ¿Había querido siquiera que yo oyera lo que había dicho? Pero como no dijo nada más, no la presioné. Pasado un rato me levanté y volví a mi sillón. Me dolían las piernas y mi cabeza protestaba. No era el fin del mundo, pero me alegré de no tener que bajar a cenar al comedor.
—Tengo una idea —dijo Calíope alegremente. Su buen humor, tan distinto al de unos segundos antes, me sorprendió.
—¿Sí? —pregunté con más desconfianza de la que pretendía.
—Un picnic, mañana, cuando nos hayamos recuperado. Podemos bajar al río, llevar una manta y todo eso. Se supone que va a hacer calor.
Después de ver cómo sonreía, no pude decirle que no. Se sentía culpable por habernos metido en un lío a Henry y a mí, y pasar una tarde lejos de la mansión sonaba de maravilla. Pensar en el río seguía produciéndome escalofríos, pero procuré ignorarlos.
—Me parece genial —dije, y Calíope sonrió.
Al menos sería una distracción agradable. Así tal vez dejaría de pensar en que quizás ya había suspendido.
Esa noche Henry no se presentó y dormí sola por primera vez desde Navidad. Intenté no pensar demasiado en ello, pero a oscuras, con Pogo enroscado a mi lado, era imposible evitarlo. ¿Estaba enfadado porque le había hecho acostarse conmigo y, por tanto, había suspendido? Pero yo no le había obligado, ¿no? Él no había intentado detenerme.
¿Estaba enfadado porque le había dicho que lo quería y al disiparse el efecto de la droga se había dado cuenta de lo estúpido que sonaba? ¿O acaso se sentía culpable? No me importaba que todavía quisiera a Perséfone. Aunque no me caía bien ella, Henry era fiel y constante, y el hecho de que todavía pudiera amar a alguien que se había portado tan mal con él… No tenía por qué sentirse culpable.
A no ser que se sintiera culpable porque amaba demasiado a su mujer. ¿Sentía quizá que la había traicionado?
Había sido un accidente, no un error, a no ser que él lo considerara como tal. Tal vez las cosas no habían sucedido exactamente como yo me las había imaginado, pero tampoco habían sido tan terribles como para llegar a la conclusión de que debía mantenerse apartado de mí. ¿Verdad?
O quizá se sentía mal por haber cedido a la tentación y haber contribuido así a mi fracaso. Pero aunque fuera así, eso no explicaba su ausencia. No había sido culpa suya, y si de veras yo había suspendido, no tenía sentido que siguiera en Eden Manor. Sin embargo, allí seguía, y eso tenía que significar algo.
Dormí mal. Ni siquiera soñar con mi madre consiguió tranquilizarme. Estuve callada y encerrada en mí misma, y aunque ella me preguntó una y otra vez qué me pasaba, no me atrevía a decírselo. Me odiaba a mí misma por lo ocurrido, no quería estropear mis últimas semanas con ella, pero aunque hubiera podido hablar con ella al respecto, no habría sabido qué decirle. Mi madre había puesto todas sus esperanzas en mi futuro con Henry, y no podía decirle que lo había echado todo a perder. Le rompería el corazón, y al menos una de las dos merecía ser feliz.
Me dolía pensar en Henry, y la llegada del nuevo día no hizo que me sintiera mejor. Intenté salir de mi cuarto, pero las órdenes de Henry seguían en pie: debía quedarme en mi habitación hasta que alguien de su confianza (o sea, él mismo, Nicholas o Calíope) fueran a buscarme. No había dónde ir, pero aun así odiaba sentirme encerrada.
Pero ¿acaso no llevaba seis meses de encierro?, preguntó con sorprendente amargura una vocecilla dentro de mi cabeza. ¿No había estado todo aquel tiempo enjaulada como un animal, como si le perteneciera?
No. Me había metido en aquello voluntariamente, y él me había dejado claro que no me estaba reteniendo contra mi voluntad. Era terrible por mi parte pensarlo siquiera. Yo no era Perséfone.
Calíope fue a buscarme a mediodía, con la cesta de la comida en la mano. Estaba tan contenta que parecía que nuestra conversación del día anterior no había tenido lugar, y no me atreví a hablarle de ella. Salimos tomadas del brazo y mientras recorríamos los pasillos estuve atenta por si veía a Henry. Siempre había estado allí cuando quería verlo. Ahora, en cambio, no había ni rastro de él.
Cuando salimos de la casa, Nicholas nos siguió a corta distancia. Me tranquilizaba que estuviera allí, aunque todavía me molestaba que me siguiera a todas partes. Cojo o no, nadie habría cometido la locura de meterse con él. Además, Pogo parecía muy encariñado con él y lo seguía por el jardín, pegado a él en vez de a mí.
—¿Kate?
Levanté los ojos al oír mi nombre, pero no pude hacer nada más. Nicholas se interpuso de inmediato entre Ava y yo. Ava estaba al otro lado de la fuente. Desde Navidad no habíamos estado tan cerca.
No quería ignorarla, pero después de lo que había pasado con Henry, no me sentía con fuerzas para hablar con ella. Hacía que me sintiera culpable, y ya me sentía suficientemente mal sin añadirle también eso.
—Kate… —intentó sortear a Nicholas, pero era inmenso—. Por favor. No me dejan entrar en tu habitación y necesito…
—¿Es que no lo entiendes? —preguntó Calíope con tanta furia que la miré con sorpresa—. No quiere hablar contigo.
Vi la expresión de Ava por debajo del codo izquierdo de Nicholas. Parecía perpleja.
—Kate —dijo con los ojos rebosantes de lágrimas—, por favor, solo un minuto.
Me quedé allí, con los pies clavados al suelo. Nunca la había visto tan asustada y, aunque sabía que era una imprudencia, dije:
—¿Qué ocurre?
Miró a Nicholas y a Calíope con nerviosismo.
—¿Podemos hablar a solas?
Nicholas puso mala cara.
—Nadie puede hablar a solas con ella.
—Por favor, Nicholas —dijo Ava con tanta familiaridad que me pregunté si también se habría liado con él—. Solo necesito un momento…
—Nos vamos —dijo Calíope, interrumpiéndola. Tiró de mi brazo y me llevó hacia el bosque.
No me resistí, aunque apenas dos días antes me habría empeñado en hablar con Ava. Pero alguien nos había hecho aquello a Henry y a mí y, por más que me horrorizara la idea, Ava tenía sus motivos para hacerlo. Solo habría tenido que colarse en la cocina y ponernos algo en el chocolate.
Tal vez solo había intentado ayudar, darnos un empujoncito, sin darse cuenta de cuáles serían las consecuencias. O quizá había intentado hundirme por completo, para que me sintiera tan sola como ella. Ninguna de las dos posibilidades resultaba agradable.
Al llegar al lindero del bosque miré hacia atrás y vi a Nicholas agarrando a Ava del brazo para impedir que nos siguiera. Ella se resistió, se giró bruscamente para mirarlo y le echó una bronca que me alegré de no oír. Pero al menos no nos seguía.
—Qué vergüenza —comentó Calíope mientras pasaba con cuidado por encima de una gruesa raíz que salía del suelo—. Debe de ser horrible estar en su posición, pero eso no es excusa para comportarse así.
Me atreví a echar otra ojeada. Nicholas nos seguía y Ava estaba sentada en el borde de la fuente, con los hombros caídos. Me miraba fijamente.
Giré la cabeza hacia el frente y no volví a mirar atrás. Me quedé callada e intenté ordenar mis ideas, pero seguía un poco abotargada por lo que me habían puesto en el chocolate. ¿Había hecho mal? ¿Era posible que Ava se hubiera enterado también de lo del veneno? ¿Estaba preocupada?
Pero cuanto más lo pensaba más me daba cuenta de que era la sospechosa más probable. Después de lo que había pasado en Navidad, no podía reprocharle que estuviera enfadada conmigo, y yo tenía muchas cosas de las que ella carecía: estaba viva, tenía una oportunidad… y, al menos durante un día, había tenido a Henry.
¿Cuál era el paso siguiente? ¿Estaba tan celosa que intentaría matarme? ¿O se habría enterado de la reacción de Henry y se daría por satisfecha con eso?
—El río está por aquí —dijo Calíope, sacándome de mis pensamientos mientras avanzábamos por el bosque pisando con cuidado. Yo caminaba con los ojos fijos en el suelo. No quería tropezar.
Me costó encontrar algo que decir sin mencionar a Ava.
—¿Atraviesa toda la finca? —no recordaba haber visto ningún río al otro lado del seto.
—Se vuelve subterráneo —contestó Calíope como si fuera de lo más normal—. He oído decir que Ava estuvo a punto de ahogarse en él una vez. ¿Es cierto?
—No estuvo a punto de ahogarse —contesté haciendo una mueca al recordarlo—. Se ahogó. Tuve que lanzarme al agua para sacarla. Así fue como murió. Se golpeó la cabeza con una piedra —como no quería pensar en aquella noche, me concentré en el suelo del bosque.
—¿Qué crees que estarías haciendo ahora si no estuvieras aquí, si Ava no hubiera muerto?
Era la pregunta que había procurado no hacerme a mí misma en los últimos seis meses.
—No lo sé. Supongo que habría vuelto a Nueva York.
—¿Con tu madre?
Suspiré.
—No, mi madre ya habría muerto —me costó mucho menos decirlo de lo que esperaba—. Ella quería que me quedara en Eden y acabara el curso, pero no creo que hubiera podido hacerlo.
Me lanzó una mirada apenada, pero yo no quería que me compadeciera.
—El claro está justo ahí —dijo, y al mirar entre los árboles lo vi: un prado del tamaño aproximado de mi habitación.
Oí allí cerca el borboteo del río.
—¿Y tu padre?
—¿Qué pasa con él? —pregunté—. Nunca ha formado parte de nuestras vidas. No sé dónde está, ni me importa. Siempre nos ha ido muy bien sin él.
—Pero ahora ya no os va tan bien —comentó Calíope en voz baja.
No le hice caso. Mi madre rara vez hablaba de mi padre, y yo había aprendido desde muy niña a no mencionarlo. Y no porque mi madre estuviera furiosa con él, o amargada. Sencillamente, no había mucho que decir. No se habían casado, yo no había preguntado qué había ocurrido, y eso era todo.
Las fantasías que había tenido de niña, en las que mi padre se presentaba de pronto en nuestra puerta y me abrazaba y me compraba helados y regalos, se habían desvanecido hacía mucho tiempo. Mi madre y yo formábamos un equipo. No necesitábamos a nadie más.
Calíope y yo nos preparamos para nuestro picnic en silencio. Mientras ella extendía la manta, eché un vistazo a la comida. Me costó acordarme de lo que le había prometido a Henry cuando vi la cesta llena a rebosar de sándwiches, macarrones, pollo frito y postres deliciosos como los que me servían cada noche, pero lo conseguí. A duras penas.
—Lo siento. Esto tiene una pinta estupenda, pero no puedo comer —dije—. La verdad es que no tengo mucha hambre.
—Claro que sí —dijo, estirando una esquina de la manta. Después se sentó en el centro.
Nicholas se había quedado al borde del prado y parecía enfurruñado.
—No has desayunado. Además, yo también voy a comer, ¿recuerdas?
—No es… —me mordí el labio. No quería ofenderla, pero tampoco podía decirle que se trataba de una prueba—. Después de lo que ha pasado… Se lo prometí a Henry, eso es todo. Lo siento. Debería habértelo dicho antes de hacerte cargar con todo esto.
Esperé a que dijera algo, pero puso una cara que no alcancé a entender. Por fin sonrió, aunque no con la mirada.
—No hay ningún problema. ¿Te importa si yo…?
—En absoluto —dije—. Sírvete, en serio. Y no te preocupes si me suenan las tripas.
Comenzó a sacar el contenido de la cesta y yo me senté frente a ella con las rodillas pegadas al pecho. No estábamos muy lejos del lugar donde había conocido a Henry. Me dolía pensar en ello, así que me volví y me puse a mirar a Pogo, que estaba dando brincos por la hierba.
—Calíope… ¿puedo hacerte una pregunta personal?
Siguió sacando cosas de la cesta sin levantar la vista.
—Claro.
Miré a Nicholas, que podía oírnos desde donde estaba.
—Tiene que ver con lo de… eh… con lo que había en el chocolate.
—Ah —se puso colorada—. Quizá sea mejor que Nicholas…
—Sí —carraspeé—. Nicholas, ¿te importa dejarnos solas unos minutos?
Nos miró a las dos con desconfianza.
—Te prometo que nadie va a salir del bosque para atacarme —dije con una sonrisa amarga—. Y si sale alguien, tengo a Calíope y a Pogo para protegerme. Solo un par de minutos, te doy mi palabra.
—Yo cuidaré de ella —afirmó Calíope, y Nicholas desapareció entre los árboles.
—¿Cómo te las apañaste con esa cosa que hizo que Henry y que yo…? —ahora fui yo quien se sonrojó. Calíope, en cambio, no se puso colorada. Un destello incomprensible brilló en su mirada.
—No tengo pareja y la dosis que tomé no era suficiente como para que me subiera por las paredes, como debió de pasaros a vosotros, así que me eché a descansar —hablaba en tono seco y áspero.
Arrugué el ceño. ¿Qué había dicho?
—¿Por qué no tienes pareja? —dije, pensando que era una pregunta inofensiva—. Quiero decir que eres guapísima, y lista, y divertida, y debes de conocer a todo el mundo aquí…
—Eres muy amable —dijo, crispada—, pero me temo que nunca seré lo bastante buena para la persona a la que deseo.
Arrugué el ceño más aún.
—Claro que sí. Ese hombre está loco si no te quiere, ¿sabes?
—No, Kate —respondió en tono gélido—. No soy lo bastante buena para él ni nunca lo seré. Ha dejado perfectamente claro que la única que está a la altura de sus expectativas eres tú.
Me quedé pasmada.
—Calíope, yo… —balbucí atropelladamente—. Lo siento, no era mi intención… Sea quien sea, puedo hablar con él y descubrir si…
—¿Tan tonta eres?
Me quedé callada. Por lo visto, sí.
—Es tu Henry —me espetó—. Llevo décadas viéndolo escoger a chicas como tú. Yo no le importo. Para él no soy más que la que se ocupa de sus invitadas —sus ojos brillaron, llenos de lágrimas—. Se lo dije una vez, ¿sabes? La primera vez que invitó a venir a una chica. Le dije que sería perfecta para él, que lo querría y que lo trataría mil veces mejor que Perséfone. ¿Y sabes qué hizo? Se marchó y no volvió a dirigirme la palabra como no fuera para algo relacionado con sus niñas mimadas.
No supe qué pensar, ni qué decir. ¿Qué debía hacer? ¿Por eso estaba enfadada conmigo? ¿Porque me había acostado con él estando bajo los efectos de un afrodisíaco?
—Lo siento —dije, intentando controlar mi voz—. Esto no fue decisión mía. Puede que si Henry no se ha fijado en ti… Quizá no sea ese tu destino.
—¡Claro que lo es! —estalló—. ¿Cómo no va a serlo? Lo quiero. Lo quiero desde mucho antes de que tú nacieras.
Su semblante perdió toda su expresión y por un momento sus ojos parecieron completamente muertos.
—Y lo querré mucho después de que tú te hayas ido.
Sacó de la cesta algo metálico y afilado. No tuve tiempo de escapar. Se movió tan deprisa que solo vi un borrón y aunque intenté apartarme, darle una patada y huir, me agarró del pelo y me echó la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que temí que me rompiera el cuello.
—¡Nicholas! —grité, pero era demasiado tarde.
Primero sentí una presión, un extraño empujón en el costado. El dolor no apareció hasta que extrajo el cuchillo. Fue entonces cuando grité. Llevada por el instinto, la golpeé con el codo y sentí que algo se rompía, pero solo conseguí dejar expuesta otra parte de mi cuerpo. Gemí cuando me hundió el cuchillo en el vientre y al instante sentí un dolor intensísimo. Ya notaba el sabor de la sangre.
—Qué desilusión —dijo mientras se limpiaba la sangre que caía de su nariz rota—. ¿Eso es todo lo que sabes hacer?
Con un último estallido de adrenalina, me lancé hacia ella y la agarré por el cuello. Pero estaba perdiendo sangre rápidamente y no tuve fuerzas para hacerle daño. Cerré los ojos, indefensa, cuando me asestó el golpe final apuñalándome en el centro del pecho. Esa vez no se molestó en sacar el cuchillo.
Apartó mis manos de su cuello y me levantó con facilidad. Oí ladrar a Pogo a lo lejos y quise llamarlo, pero de mi garganta solo salió un gorgoteo espeluznante. El dolor me quemaba como fuego. Empecé a marearme como si estuviera cayendo a través de un túnel y no tuviera nada a lo que agarrarme.
Un chapoteo de agua helada me espabiló lo suficiente para que abriera los ojos. Vi borrosamente que Calíope se cernía sobre mí. Su cuerpo se alejó de mí, y sin embargo ella permaneció quieta. Estaba tan mareada que tardé unos segundos en darme cuenta de que estaba flotando en el río.
Todo había acabado. Aquello era lo que se sentía al morir. Frío, humedad, aturdimiento y fuego, como si algo me quemara. Intenté respirar, pero no conseguí llenar mis pulmones. En lugar de asustarme sentí alivio. Después de todo, no tendría que despedirme de mi madre. Si Henry tenía una pizca de compasión, la dejaría marchar en cuanto supiera que yo había muerto.
Henry…
Después de haberle hecho bajar la guardia, después de haber alimentado sus esperanzas, había dejado que me mataran. Y si yo moría, él también moriría. Él no me había dejado en la estacada, así que ¿por qué iba a hacerlo yo con él?
Luché débilmente con la corriente, pero era inútil. Apenas podía moverme, y menos aún intentar llegar a la orilla. El río se llevaría mi cuerpo. Con un poco de suerte, encontrarían mi cadáver en la ribera, no muy lejos de allí.
El sol se colaba entre las ramas desnudas de los árboles por encima de mí. Me dejé zozobrar en la oscuridad. Ya no sentía frío. Sentía calor, como si Henry estuviera abrazándome, y me lo imaginé llevándome a la orilla. El aire fresco rozaría mi piel mojada, y temblaría. Él me curaría y al final todo se arreglaría.
Pero era demasiado tarde para finales felices. Ya estaba muerta.