Sin dejar de sollozar, apreté el vientre de Ava con las manos. No podía estar muerta. Dos minutos antes me estaba diciendo que me alejara de… ¿de qué? ¿Qué importaba eso? Me sequé los ojos con el dorso de la mano y respiré hondo, trémula. No, no era posible. Aquello no estaba pasando.
—¡Socorro! —grité de nuevo, mirando frenética a mi alrededor con la esperanza de ver algún signo de vida.
Pero solo vi árboles a ambos lados, y el único ruido que oí fue el de la corriente del río. Si en aquella finca vivía alguien, podía estar a kilómetros de allí.
Volví a mirar a Ava y vi su cara borrosa entre mis lágrimas. ¿Qué podía hacer?
Me temblaron los hombros, mi cuerpo quedó inerme. Caí hacia atrás y me quedé sentada, con los ojos fijos en ella. Tenía los ojos abiertos de par en par, no parpadeaba y parecía muerta, y de su frente seguía manando un hilillo de sangre. Todo era inútil.
Acerqué las rodillas al pecho, incapaz de dejar de llorar. ¿Qué pasaría ahora? ¿Quién nos encontraría? No podía dejarla allí. Tenía que quedarme allí hasta que nos encontraran. Dios mío, mi pobre madre… ¿Qué diría todo el mundo? ¿Pensarían que había matado a Ava? ¿La había matado, en cierto sentido? Si no hubiera accedido a ir con ella, no se habría lanzado de cabeza al río.
—¿Puedo ayudarte?
Me dio un vuelco el corazón. A mi lado, de pie, había un hombre. ¿O un chico? No pude verlo bien, la oscuridad tapaba en parte su cara. Pero lo que vi hizo que me quedara sin aliento. Tenía el pelo oscuro y la chaqueta que llevaba, negra y larga, ondeaba a la fría brisa nocturna.
Así pues, no era fruto de mi imaginación.
Se arrodilló junto a Ava y la examinó. Tuvo que ver las mismas cosas que yo: la cabeza ensangrentada, el cuerpo inmóvil, el ángulo del cuello. Pero en vez de asustarse me miró y un escalofrío sacudió mi espalda. Sus ojos eran del color del claro de luna.
Oí un ruido a unos metros de allí. Me giré, asustada, y vi que se acercaba a nosotros, meneando la cola, un gran danés negro. El perro se sentó junto a él y el desconocido le acarició detrás de las orejas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con calma.
Me puse el pelo mojado detrás de las orejas con las manos temblorosas.
—K-Kate.
—Hola, Kate —su voz sonaba tranquilizadora, casi melodiosa—. Yo soy Henry y este es Cerbero.
Ahora que estaba más cerca pude ver su cara claramente, y me pareció muy extraña. No podía ser más que un par de años mayor que yo, como mucho. Y era demasiado guapo para estar en medio del bosque. Debería haber estado en las portadas de las revistas, y no allí, escondido en la Península Superior de Michigan. Pero fueron sus ojos lo que más me llamó la atención: incluso a oscuras brillaban con fuerza, y me costó apartar la mirada de ellos.
—M-mi amiga —dije con voz entrecortada—, está…
—Está muerta.
Lo dijo con tanta naturalidad que de nuevo me dio un vuelco el estómago. Vomité lo poco que había cenado y el horror de lo sucedido me golpeó con tal fuerza que sentí que me faltaba el aire.
Por fin, cuando acabé de vomitar, volví a sentarme y me limpié la boca. Henry había colocado a Ava de tal manera que parecía estar dormida y me miraba fijamente, como si yo fuera un animal desconocido al que no quería ahuyentar. Desvié la mirada.
—Entonces, ¿es amiga tuya?
Tosí débilmente, intentando que el sollozo que borboteaba dentro de mí no estallara de una vez. ¿Era amiga mía? Claro que no.
—S-sí —logré decir—. ¿Por qué?
Oí un susurro de tela y cuando abrí los ojos estaba poniendo su chaqueta sobre Ava, como cuando se cubría un cadáver.
—No sabía que las amigas se trataran como te ha tratado ella.
—Era… era una broma.
—A ti no te ha hecho mucha gracia.
No, era cierto. Pero ya no importaba.
—Te da miedo el agua y sin embargo has saltado al río para rescatarla, aunque tenía pensado dejarte aquí sola.
Me quedé mirándolo. ¿Cómo sabía eso?
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó.
Me encogí de hombros patéticamente. ¿Qué esperaba que dijera?
—Porque… —dije—, porque no se merecía… no se merecía morir.
Henry se quedó callado un rato, mirando el cuerpo de Ava.
—¿Qué harías para que volviera?
Me esforcé por entender lo que estaba diciendo.
—¿Para que volviera?
—Para que vuelva a estar como antes de saltar al río. Para que vuelva a vivir.
Estaba tan angustiada que ya sabía la respuesta. ¿Qué haría para que Ava volviera a vivir? ¿Qué haría para impedir que la muerte siguiera estrangulando con sus garras los jirones de vida que aún no me había arrancado? Había sentenciado a mi madre y estaba agazapada, esperando para arrebatármela, acercándose un poco más cada día. Tal vez mi madre estuviera dispuesta a rendirse, pero yo no, yo no dejaría de luchar por ella. Y no pensaba permitir que la muerte se cobrara otra presa ante mis propios ojos, sobre todo siendo culpa mía que Ava estuviera allí.
—Cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa?
—Sí. ¿Puedes ayudarla? —dentro de mí se agitó una esperanza irracional. Tal vez Henry fuera médico. Tal vez pudiera salvarla.
—Kate, ¿alguna vez has oído la historia de Perséfone?
Mi madre era una apasionada de la mitología griega, y solía leerme sus historias de niña, pero ¿a qué venía aquello?
—¿Qué? Yo… sí, hace mucho tiempo —contesté, desconcertada—. ¿Puedes salvarla? ¿Está…? ¿Puedes? Por favor.
Se levantó.
—Sí, si me prometes una cosa.
—Lo que quieras —yo también me levanté, esperanzada.
—Vuelve a leer el mito de Perséfone y lo entenderás —dio un paso hacia mí y rozó mi mejilla con las yemas de los dedos.
Me aparté, pero sentí que me ardía la piel allí donde me había tocado. Se metió las manos en los bolsillos, indiferente a mi rechazo.
—El equinoccio de otoño es dentro de dos semanas. Léelo y lo entenderás.
Retrocedió y me quedé allí, aturdida. Volviéndome hacia Ava dije:
—Pero ¿qué va a…?
Cuando levanté la vista, había desaparecido. Me precipité hacia delante con los pies entumecidos y miré a mi alrededor, frenética.
—¿Henry? ¿Qué va a…?
—¿Kate?
El corazón se me subió de un salto a la garganta. Ava… Caí de rodillas a su lado. Tenía tanto miedo que no pude tocarla, pero tenía los ojos abiertos y ya no sangraba. ¡Estaba viva!
—Ava… —gemí.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mientras luchaba por levantarse y se limpiaba la sangre de los ojos.
—Te… te has dado un golpe en la cabeza y… —me interrumpí. ¿Y qué?
Se levantó y comenzó a tambalearse, pero estiré los brazos para sujetarla.
—¿Estás bien? —pregunté, aturdida, y asintió con la cabeza.
Rodeé con el brazo su cintura desnuda para sostenerla en pie. La chaqueta de Henry también había desaparecido.
—Vamos a casa.
Esa noche, cuando me metí en la cama después de quitarme la sangre de debajo de las uñas, casi me había convencido de que Henry no era real. De que no lo había visto esa noche, ni un par de días antes, desde el coche. De que eran todo imaginaciones mías. Era la única explicación lógica. Me había golpeado la cabeza al saltar al río, y en el coche, cuando había creído verlo, estaba agotada. A Ava no le había pasado nada desde el principio y Henry…
Henry era solo un sueño.
Ese fin de semana sonó el teléfono casi cada hora, a las horas en punto, hasta que por fin lo desenchufé. Mi madre necesitaba descansar y después de lo que había pasado yo solo tenía ganas de apartarme del mundo y hacerle compañía. No sabía quién era, ni me importaba.
El agua helada del río no me había hecho ningún bien, y me pasé casi todo el fin de semana dormitando en la mecedora, junto a la cama de mi madre. Fue un sueño inquieto, salpicado por las mismas pesadillas que había tenido casi todas las noches desde mi llegada a Eden, a las que se sumó una nueva. En ella sucedía exactamente lo mismo que había sucedido esa noche: Ava se lanzaba al río y se golpeaba la cabeza, y yo saltaba al agua para salvarla. Pero cuando sacaba su cuerpo del río no era su cara pálida y muerta la que veía. Era la mía.
Tuve que ponerme una mascarilla cada vez que me acercaba a mi madre. Me sentía febril y me dolía todo el cuerpo, y no podía sacudirme una tos ronca que tenía agarrada al pecho, pero alguien tenía que cuidar de ella. Tragué una buena cantidad de jarabe para ver si me encontraba mejor, y cuando llegó el lunes me sentía lo bastante bien como para aventurarme a volver al instituto.
En cuanto entré en la cafetería a la hora de la comida, James se adosó a mí con su bandeja llena de patatas fritas. Estuvo hablando por los codos sobre un disco nuevo que había comprado ese fin de semana y me invitó a escucharlo, pero rehusé con un gesto. No me apetecía escuchar música.
—Kate —dijo. Nos habíamos sentado y él ya había embadurnado sus patatas con ketchup—, hoy estás muy callada. ¿Tu madre está bien?
Levanté la vista de mi sándwich todavía intacto.
—Sigue aguantando.
—¿Qué pasa, entonces? —su mirada dejaba claro que no pensaba dejar correr el asunto.
—Nada. Es que he estado enferma todo el fin de semana, nada más.
—Ah, sí —se metió una patata en la boca—. El viernes no viniste. Te anoté los deberes.
—Gracias —por lo menos no parecía dispuesto a insistir.
—¿Fuiste a esa fiesta con Ava?
Me quedé paralizada. ¿Tan obvio era? ¿Lo había notado por mi expresión? No, solo lo preguntaba por hablar de algo.
—¿Kate?
Estupendo. Ahora ya sabía que pasaba algo raro.
—Perdona —mascullé, y me encorvé en mi asiento.
—¿Pasó algo en la fiesta?
—No hubo ninguna fiesta —no tenía sentido mentirle. Si se molestaba en hablar con alguien, podía preguntar por ahí y enterarse—. Fue solo una broma pesada de Ava.
—¿Qué clase de broma pesada?
Debería haberme alarmado al ver cómo se endurecían sus ojos y bajaba la voz, pero estaba demasiado ocupada intentando dar con una respuesta creíble. ¿Cómo iba a describir aquella cosa absurda que había pasado junto al río? James no me creería, era imposible. Ni siquiera yo lo creía. Y en cuanto a Ava…
Me di mentalmente un guantazo. Había sido todo una broma. ¿Verdad? No solo el hecho de dejarme allí sola, sino el golpe que supuestamente se había dado en la cabeza, la aparición de Henry y… y lo que había hecho, fuera lo que fuese. Seguramente era el hermano mayor de alguien. Puede que hasta de Ava.
Pero ¿y su cráneo? ¿Y el hecho de que hubiera dejado de sangrar repentinamente? ¿Y su cuello torcido? ¿Eso podía fingirse?
—Hablando del rey de Roma —masculló James, levantando las cejas mientras miraba hacia atrás.
No tuve que volverme para saber quién era.
—¡Kate! —chilló Ava, y se sentó a mi lado sin esperar invitación.
Me puse tensa y agarré tan fuerte mi manzana que sentí cómo se magullaba bajo la presión de mis dedos.
—Eh, hola —¿qué se suponía que tenía que decirle?—. ¿Qué… qué tal el fin de semana?
Columpió las piernas bajo la mesa y dejó su bandeja de comida, cargada con un sándwich de pollo y un montón de patatas fritas. Era imposible que comiera eso todos los días y consiguiera mantenerse tan flaca.
—No ha estado mal. Ya sabes, he descansado, he nadado y esas cosas —dio un mordisco a su sándwich y no se molestó en tragar antes de añadir—: Te he llamado, pero no contestabas al teléfono. Puede que mi padre se equivocara al darme el número.
Estuve a punto de atragantarme. ¿Había sido Ava?
—N-no, era mi casa —miré a James suplicándole en silencio que dijera algo, pero estaba superconcentrado en no mirarnos—. He estado mala, por eso no contestaba.
—Pero ya estás mejor, ¿no?
Dudé.
—Sí, estoy mejor.
—¡Perfecto, entonces! Se me había ocurrido que vinieras a mi casa algún día de esta semana. Tenemos una piscina y he pesando que podía enseñarte a nadar.
Me quedé mirándola, patidifusa. Después de lo que había pasado, ¿quería que fuera a nadar con ella?
—Yo no… no nado.
Y después de lo que había pasado el viernes, no quería volver a acercarme a ninguna masa de agua. Me parecía absurdamente cruel alargar así una broma pesada, y deseé que lo dejara de una vez.
Frunció los labios. Algo en mi tono de voz o mi expresión debía de haberla puesto sobre aviso.
—No me guardas rencor por lo que pasó, ¿verdad?
Quizá fueran imaginaciones mías, pero parecía casi nerviosa.
—Porque… verás, de eso quería hablarte…
—Ava —la interrumpí—, ¿por qué te has sentado aquí?
Puso mala cara y dejó su sándwich.
—He roto con Dylan.
—¿Qué? ¿Por qué? —miré otra vez a James, que estaba absorto construyendo un fuerte de patatas fritas—. Creía que habías dicho que lo querías.
—¡Y es verdad! O lo era.
—Entonces ¿por qué has roto con él?
—Porque… —miró hacia la mesa de los futbolistas.
Había al menos seis pares de ojos observándonos. Ava bajó la voz y preguntó con un susurro:
—Me salvaste, ¿verdad? Me lancé al río y me di un golpe en la cabeza, y lo siguiente que recuerdo es que estaba tendida en el suelo con una jaqueca espantosa.
Me encogí de hombros forzadamente.
—Sí, te diste un golpe en la cabeza y te saqué del agua antes de que te ahogaras. No es para tanto.
—Sí que lo es —bajó la voz—. Había sangre por todas partes. Mi madre me vio cuando llegué a casa y le dio un ataque. Tuve que decirle que la sangre era tuya.
—Pero no era mía.
Nos miramos a los ojos. Ella los tenía rojos y brillantes, llenos de lágrimas.
—Lo sé —susurró—. ¿Qué me pasó, Kate?
Al otro lado de la mesa James se quedó muy quieto, y noté que ya no llevaba los cascos puestos. Además de decirle a Ava lo que había pasado, ahora tendría que explicárselo a él también cuando ella se marchara. No me creería, claro: nadie en su sano juicio me habría creído. Ni siquiera estaba segura de creerlo yo, y seguía sin estar convencida de que no fuera todo una jugarreta muy complicada.
Ava me observó atentamente, esperando a que dijera algo, y comprendí que no podría salir del paso contándole una mentira. Aunque creyeran que estaba loca, la necesidad de contárselo a alguien, de comprender lo que había pasado, era arrolladora. Respiré hondo, me despedí de mi cordura y se lo conté todo.
Cuando acabé, Ava seguía mirándome fijamente con ojos brillantes.
—Dios mío, Kate… ¿de verdad te lanzaste al río para salvarme?
Me encogí de hombros y antes de que me diera tiempo a reaccionar me rodeó con sus brazos y escondió su cara en mi cuello. El abrazo duró casi medio minuto, y yo fui sintiéndome más y más avergonzada con cada segundo que pasaba. Por fin me soltó, pero siguió apoyando las manos sobre mis hombros.
—Es lo más bonito que nadie ha hecho por mí. Cuando intenté decírselo a Dylan… —se mordió el labio—. Se rio de mí y me dijo que dejara de inventarme cosas.
Dylan estaba sentado con sus amigos en la mesa de los futbolistas, riéndose a carcajadas. A mi lado, Ava parecía hecha polvo.
—Entonces, ¿es verdad que has roto con él? —pregunté.
—No importa —contestó, y tomó otra vez su sándwich—. Dentro de una semana estará rogándome que volvamos. Pero ¿y Henry? ¿De verdad le prometiste cualquier cosa? ¿Qué quería?
Vi por el rabillo del ojo que James levantaba la mirada.
—No estoy segura, la verdad —dije—. Me preguntó si conocía el mito de Perséfone y me dijo que el equinoccio de otoño era dentro de dos semanas. Que cuando leyera sobre Perséfone sabría lo que quería que hiciera. Conozco esa historia, pero no entiendo qué tiene que ver con…
Al otro lado de la mesa, James se puso a hurgar en su mochila y empezó a sacar libracos y carpetas. Aterrizaban sobre la mesa con un golpe seco, y la mitad de la cafetería empezó a mirarnos. Agaché la cabeza, asombrada de que le cupieran tantas cosas en la mochila, pero por fin sacó un libro muy grueso: nuestro manual de lengua. Lo abrió aparentemente al azar, pero cuando estiré el cuello para ver la página, me di cuenta de que no había sido casualidad.
—Esta es la historia de Perséfone —dijo, señalando a una chica que salía de una cueva. Sobre la hierba había una mujer de pie, con los brazos abiertos de par en par como para recibir a la chica—, reina del Inframundo.
—¿El Inframundo? —Ava se inclinó para ver mejor el libro—. ¿Cuál?
James le lanzó una mirada capaz de marchitar una planta.
—Al que van los muertos. El Tártaro, los Campos Elíseos.
—Mitología griega —dije pasando la página—. ¿Ves a este tío? —señalé a un hombre moreno, medio envuelto en sombras—. Es Hades, el dios del Inframundo. El señor de los muertos.
—Como Satanás —agregó James.
—No, como Satanás, no —dijo Ava con un deje de enfado, pero James no pareció notarlo, o no le importó—. Satanás es cristiano y el Inframundo no es el infierno. Hades no es un demonio. Solo es… un tipo al que encargaron ocuparse de las almas de los muertos. Clasificarlas y esas cosas.
La miré extrañada.
—Pensaba que no sabías nada de este tema.
Se encogió de hombros y miró el libro.
—Habré oído algo alguna vez.
—La raptó —dijo James en voz tan baja que sentí un escalofrío—. Estaba jugando en un campo y se la llevó con él al Inframundo para que fuera su esposa. Ella se negó a comer y mientras su madre, Deméter, imploraba a Zeus, el rey de los dioses, el mundo se cubrió de frío. Por fin Zeus obligó a Hades a devolver a Perséfone, pero entre tanto ella había comido unas cuantas semillas, y Hades se empeñó en que eso significaba que tenía que pasar parte del año con él. Así que cuando está con él en calidad de esposa, llega el invierno. Es el mito con que los griegos explicaban las estaciones.
De pronto, la temperatura pareció descender veinte grados. Se me ocurrió una idea espantosa y miré a James intentando descubrir si lo que sospechaba respecto a mi trato con Henry tenía algún viso de ser cierto.
Ava soltó un bufido.
—Se sentía solo, pero no por eso era mal tipo. No sabemos si ella quería irse con él. Puede que sí, ¿sabes?
No le hice caso y miré a James.
—¿Crees que Henry va a intentar lo mismo conmigo?
—Qué tontería —dijo Ava, poniendo los ojos en blanco—. Si quisiera secuestrarte ya lo habría hecho, ¿no? Pudo hacerlo cuando estábamos en el bosque.
—No sé —dijo James—, es posible. Puede que esté esperando al equinoccio de otoño. Solo quedan un par de semanas, es a fines de septiembre —me miró fijamente, con los ojos azules tan abiertos que me pareció que iban a salírsele de las órbitas—. ¿Y si quiere que te quedes con él todo el invierno?
—No puede esperar que lo deje todo y me mude a su casa una temporada —dije, insegura—. O para siempre.
—Quizá no te lo pregunte —añadió James—. ¿Qué pasará entonces?
Se hizo el silencio entre nosotros. Solo se oían los ruidos de la cafetería a nuestro alrededor. Por fin erguí los hombros y dije con toda la convicción de que fui capaz:
—Pues le daré una patada en el culo y la policía lo detendrá. Fin de la historia.
Pero no era el fin de nada, porque ninguno había hablado de lo que había sucedido en la orilla del río. Henry se las había arreglado de algún modo para resucitar a Ava, y yo no alcanzaba a explicármelo.
Me sobresalté cuando James cerró el libro de golpe.
—Puede que sí —dijo—, pero eso no cambia nada. La verdad es que has aceptado casarte con un perfecto desconocido.