3. El río

Mi última esperanza era que a Ava se le olvidara ir a buscarme, pero cuando a las siete y cinco salí al porche de mala gana vi un enorme Range Rover aparcado frente a la casa. A su lado, mi coche parecía de juguete. Había ido a ver cómo estaba mi madre antes de salir, pero seguía durmiendo y en lugar de dejar que la despertara para despedirme, Sofía me había ahuyentado de allí. Cuando salí por fin, estaba de un humor de perros.

—¡Kate! —chilló cuando abrí la puerta del copiloto, sin reparar en mi mal humor—. Cuánto me alegro de que vengas. Lo tuyo no es contagioso, ¿verdad?

Subí con esfuerzo y me abroché el cinturón de seguridad.

—Yo no estoy enferma.

—Vaya —dijo Ava—, tienes mucha suerte de que tu madre te deje escaparte.

Cerré los puños y no dije nada. «Suerte» no era la palabra que mejor lo describía.

—Lo de esta noche te va a encantar —añadió sin molestarse en mirar por el retrovisor cuando salió marcha atrás—. Viene todo el mundo, así que vas a conocer a un montón de gente.

—¿James también viene? —me armé de valor cuando pisó a fondo el acelerador y el Range Rover salió disparado hacia delante, llevándose consigo mi estómago.

Durante una fracción de segundo puso tal cara de asco al pensar que James pudiera presentarse en la fiesta que estuve a punto de retirar la pregunta, pero aquella expresión se esfumó tan rápidamente como había llegado.

—James no está invitado.

—Ah —preferí dejar el tema. De todos modos no esperaba que fuera a la fiesta; a fin de cuentas, Ava y él no se movían en los mismos círculos—. ¿Dylan sí va?

—Claro —su tono alegre sonó tan falso como sus uñas, y cuando la miré entre la penumbra del coche vi un destello extraño en sus ojos. Ira, quizás, o celos.

—No me interesa Dylan —dije por si aún no había captado el mensaje—. Lo de que no salgo con chicos iba en serio.

—Lo sé —pero su manera de esquivar mi mirada hablaba por sí sola.

Suspiré. No debía importarme, pero en Nueva York había visto a muchos chicos aprovecharse de sus novias mientras miraban a otra por el rabillo del ojo. Y eso nunca acababa bien. Por más que me odiara Ava, no se merecía eso.

—¿Por qué estás con él, de todos modos?

Pareció sorprendida un instante.

—Porque es Dylan —contestó como si fuera evidente—. Es guapo, listo y es el capitán del equipo de fútbol. ¿Por qué no iba a querer estar con él?

—Bueno, no sé —dije—. Porque es un cerdo que seguramente solo sale contigo porque eres guapísima y casi seguro que eres del equipo de animadoras.

Resopló.

—Soy la capitana del equipo, además de la capitana del equipo de natación.

—Exacto.

Giró el volante y las ruedas chirriaron cuando el coche viró bruscamente. Pensé en una vaca en medio de la carretera, cerré los ojos y recé en silencio.

—Hace siglos que estamos juntos —dijo Ava—. Y no pienso dejarlo porque una chica que se cree mejor que nosotros venga a decirme que soy una imbécil.

—No me creo mejor que tú —contesté, molesta—. Pero no he venido aquí a hacer amigos.

Se quedó callada mientras avanzábamos a través de la oscuridad. Al principio pensé que no iba a decir nada, pero cuando volvió a hablar, un minuto después, su voz sonó tan débil que tuve que esforzarme para oírla.

—Mi padre me ha dicho que tu madre está muy enferma.

—Pues sí, tu padre tiene razón.

—Lo siento —dijo—. No sé qué haría yo sin mi madre.

—Sí —mascullé—. Lo mismo digo.

Esa vez, cuando dobló la curva, no tuve la sensación de que volábamos por el aire.

—Kate…

—¿Mmm?

—Quiero de verdad a Dylan, aunque solo esté conmigo porque soy animadora.

—Puede que no sea así —dije apoyando la cabeza contra la ventanilla—. Puede que él sea distinto.

Suspiró.

—Puede.

Aparcó su monstruo devorador de gasolina a un lado de la carretera, a oscuras. Los árboles se alzaban por encima de nosotras y la luna proyectaba sombras sobre el suelo, pero yo no habría podido adivinar dónde estábamos ni aunque mi vida hubiera dependido de ello. No había coches ni ninguna casa a la vista.

—¿Dónde estamos? —pregunté cuando me condujo hacia el bosque.

—La hoguera es en el bosque —contestó mientras esquivaba hábilmente las ramas bajas de los árboles.

Yo no tenía tanta suerte.

—No es muy lejos.

La seguí mascullando una sarta de improperios. Aquello daba al traste con mi plan de marcharme temprano: tendría que quedarme allí hasta que se marchara Ava, a no ser que me llevara alguno de mis muchos pretendientes.

Hice una mueca al pensarlo. Prefería volver andando.

—Está justo al otro lado del seto —dijo, y me paré.

¿El seto?

—¿El seto que rodea esa finca enorme, dices?

Se volvió para mirarme.

—¿La conoces?

—Mi madre me ha hablado de ella.

—Ah. Bueno, pues es donde hacemos las fiestas. Mi padre conoce al dueño, y no le importa nada que vayamos allí.

Por cómo lo dijo, se me hizo un nudo en el estómago al acordarme de la figura que me parecía haber visto por el retrovisor, pero no había gran cosa que pudiera hacer al respecto. Tal vez decía la verdad. A fin de cuentas, no tenía motivos para mentirme, ¿verdad? Además, hasta donde yo sabía, el único modo de traspasar ese seto era la verja principal, y hacía rato que habíamos dejado atrás la carretera.

—¿Cómo vamos a entrar?

Siguió caminando y no tuve más remedio que seguirla.

—Hay un riachuelo un poco más arriba. En el seto hay un hueco por el que podemos pasar, y la fiesta es justo al otro lado.

Me asaltó de pronto el recuerdo de las pesadillas en las que me ahogaba y palidecí.

—No tendré que nadar, ¿verdad?

—No, ¿por qué? —pareció notar algo en mi tono de voz, porque se detuvo otra vez para mirarme.

—No sé nadar, nunca he aprendido —era la verdad, pero además no quería hablarle de las pesadillas. Ya era bastante duro revivirlas por las noches. Estaba segura de que, si le hablaba de ellas, se serviría de ellas como munición para atacarme.

Soltó una risa ligera y yo habría jurado que su tono se volvía más jovial:

—Bah, no te preocupes, no hace falta nadar. Hay piedras y cosas en las que se puede pisar, así es más fácil entrar.

Yo había empezado a ver el seto. Tenía las manos sudorosas y respiraba agitadamente, y no creía que fuera por la enérgica caminata por el bosque.

—Es justo ahí —señaló un lugar a unos cinco metros en línea recta.

El aire arrastraba hacia nosotras el fragor del agua, y tuve que reunir toda mi fuerza de voluntad para seguirla.

Cuando llegamos al riachuelo, me quedé boquiabierta. No era un riachuelo: era un río en toda regla. La corriente no parecía muy fuerte, pero sí lo suficiente para arrastrarme si me caía, y había tan poca luz que apenas se veían las piedras de las que me había hablado Ava. En cambio, había dicho la verdad respecto a la abertura en el seto: era pequeña, como si el río se encogiera lo justo para que el seto se irguiera sobre él. Tendríamos que caminar por las piedras y pasar por el hueco agachando la cabeza, pero podía hacerse sin nadar.

—Sígueme —dijo Ava en voz baja.

Estiró los brazos para mantener el equilibrio, se metió en el río y buscó una piedra ancha.

—Aquí está el camino. ¿Estás bien?

—Sí —mascullé entre dientes.

Tuve cuidado de apoyar el pie exactamente donde pisaba ella y yo también extendí los brazos, pero a cada paso me sentía como si estuviera a punto de caer al agua oscura de abajo.

Ava pasó bajo el seto y dejé de verla. Se me encogió el estómago de miedo, apoyé una mano temblorosa en el seto, me incliné y avancé pasito a paso.

Llegué seca al otro lado casi por milagro. Las piedras acababan bruscamente y tuve que dar un salto para llegar a tierra firme, pero lo conseguí: estaba a salvo. Dejé escapar un suspiro de alivio. Si Ava creía que iba a volver a salir por aquel agujero, lo llevaba claro.

Al levantar la vista lo primero que vi fue a Ava bajándose la cremallera de la falda. La camiseta ya se la había quitado. Debajo llevaba un bikini cuyos colores difuminaba la oscuridad.

—¿Qué haces?

No me hizo caso. En lugar de insistir, me tomé un momento para mirar a mi alrededor. Estábamos en una zona boscosa. De no haber sabido que no era así, habría pensado que seguíamos al otro lado del seto. El paisaje era exactamente el mismo.

—Perdona, Kate —dijo Ava. Se sacó una bolsa de basura del bolsillo y metió dentro su ropa doblada.

—¿Perdona? ¿Por qué?

—Por marcharme —se echó la bolsa al hombro y me dedicó una sonrisa ancha y radiante—. No te lo tomes como algo personal. Si no le gustaras tanto a Dylan, puede que hasta fuéramos amigas. Pero estoy segura de que entiendes por qué tiene que ser así.

—¿Por qué tiene que ser así qué?

—Esto —se metió en el agua y se estremeció. Por lo visto estaba tan fría como parecía—. Considéralo una advertencia, Kate. No toques a mi novio. La próxima vez será mucho, mucho peor —y acto seguido se lanzó de cabeza al río.

Entonces ocurrieron dos cosas al mismo tiempo: primero me di cuenta de lo que estaba pasando. Ava iba a dejarme allí, sabiendo perfectamente que me daba miedo el agua. No había ninguna hoguera: lo había hecho premeditadamente. Lo segundo ocurrió cuando Ava se lanzó al río. En lugar de verla alejarse a nado, oí un crujido espeluznante. Se había golpeado la cabeza con una roca y la corriente se la llevó enseguida, flotando inerme.

Hice una mueca. El agua la arrastró casi cinco metros mientras estaba allí mirando, pero ella no se movió. El golpe debía de haberla dejado sin sentido.

«Mejor».

No, mejor no, me dijo la parte más ecuánime de mi cerebro. En absoluto. Si de verdad estaba inconsciente y no solo aturdida, se ahogaría si la corriente no la empujaba hasta la orilla.

Gruñí para mis adentros. «Que sufra». De todos modos, el río no era muy ancho. Volvería en sí y acabaría por llegar a la orilla. Pero la vocecilla compasiva de mi cabeza respondió que, si le ocurría algo, sería culpa mía. Y que, aunque hubiera intentado hacerme una jugarreta, no podía soportar que le ocurriera una desgracia a otra persona cercana a mí. Estaba harta de tragedias.

Mi cuerpo se puso en movimiento antes de que mi mente tomara una decisión. Quizá no se me diera muy bien nadar, pero podía correr. Me quité los tacones y cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, ya había recorrido la mitad de la distancia que nos separaba. La corriente era fuerte, pero no tan rápida como me había parecido al principio. Alcancé enseguida a Ava y me paré en la orilla llena de barro, pero enseguida me enfrenté a un nuevo problema: el agua.

El recuerdo de mis pesadillas desfiló por mi cabeza, pero lo alejé de mí. Ava estaba en medio del río y boca abajo, lo que significaba que no podía esperar a que se acercara. Solo tenía dos opciones: dejar que se ahogara o meterme en el río a buscarla. O sea, que no tenía elección.

Encogiéndome de temor, me metí en el agua helada y chapoteé hacia ella, saltando torpemente para mantenerme en pie. Tropecé con una piedra y me caí. Un instante después, la corriente me había arrastrado a mí también.

El pánico se apoderó de mí en cuanto me vi con la cabeza sumergida, pero estaba consciente y, aunque no sabía nadar, el río no era profundo. No sucedió como en mis pesadillas: conseguí hacer pie e impulsarme hacia la superficie. Luché por llegar hasta Ava y, cuando por fin lo logré, la agarré del brazo y tiré de ella hacia mí. El corazón me latía tan deprisa que me dolía, pero seguí respirando con la mayor calma que pude. Mataría a Ava en cuanto volviera en sí, y si había justicia en este mundo, tendrían que darle puntos y su preciosa cara quedaría marcada para siempre.

Tiré de ella hacia la orilla y la saqué del agua gélida. Sentí un inmenso alivio al encontrarme otra vez en tierra. Aunque solo había pasado medio minuto en el agua, su piel ya había empezado a volverse azul. La puse de lado, confiando en que sirviera de algo si había tragado agua.

—¿Ava? —dije al arrodillarme a su lado. Me castañeteaban los dientes—. Ava, despierta.

Siguió inmóvil. Me incliné hacia ella y esperé a que respirara, pero no respiró. Noté un nudo de angustia en la garganta y tragué saliva. Un masaje cardíaco. Eso podía hacerlo.

La puse boca arriba, apoyé las manos sobre su diafragma, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…

La miré, esperando. Nada.

—Si esto es una broma… —lo intenté otra vez. No pensaba hacerle el boca a boca a no ser que fuera absolutamente necesario.

Fue entonces cuando reparé en la brecha que tenía en la cabeza. No sé cómo no la vi antes: tenía el pelo todo manchado de rojo. Dejé un momento el masaje cardíaco para ver si era grave. No era solo un corte. Se me revolvió violentamente el estómago cuando le aparté el pelo para ver la herida. Su cráneo no era redondeado por la parte de la coronilla: era plano.

Chillé y me tapé la boca, a punto de vomitar. Hasta a oscuras saltaba a la vista que lo que tenía delante de mis ojos no era solo pelo y sangre. Tenía el cuero cabelludo expuesto y desgarrado en parte, y a través de la brecha se veía el cráneo aplastado y trozos de… Dios mío, no quise ni pensarlo.

Palpé rápidamente su cuello intentando encontrarle el pulso, pero fue en vano. Había empezado a respirar agitadamente y la cabeza me daba vueltas cuando empecé otra vez a hacerle el masaje cardíaco, maquinalmente. No podía ser, no podía estar muerta. Era solamente una broma, una travesura cruel, y yo solo tenía que buscar patéticamente la verja de entrada y regresar a casa a pie. Ava no tenía que…

—¡Socorro! —grité tan fuerte como pude mientras me corrían lágrimas calientes por la cara—. ¡Que alguien me ayude!