2. Ava

Yo no era espectacularmente guapa. Ojalá lo hubiera sido, pero no: era solo yo. Nunca había trabajado como modelo, nunca había tenido a los chicos babeando a mi alrededor, nunca me había parecido ni de lejos a las pijas de mi antiguo colegio, a las que la genética había bendecido desde su nacimiento.

De ahí que no me explicara por qué no paraba de mirarme Dylan.

Estuvo mirándome toda la clase de Historia, toda la clase de Química y toda la hora de la comida. Comí sola, en el extremo desocupado de una mesa, con la nariz metida en un libro. No quería molestarme en hacer amigos. No iba a pasar allí mucho tiempo, así que ¿para qué? En cuanto aquello acabara tenía intención de regresar a Nueva York, a recoger los pocos pedazos de mi antigua vida que aún pudiera encontrar.

Además, estaba acostumbrada a comer sola. En casa tampoco había tenido nunca muchos amigos. Mi madre se había puesto enferma nada más empezar mi primer año en el instituto, y desde entonces me había pasado las tardes acampada junto a su cama en el hospital mientras ella pasaba por una tanda tras otra de radio y quimioterapia. No me había quedado mucho tiempo para ir a dormir a casa de amigas, para salir con chicos o verme con gente que no podía entender por lo que estábamos pasando mi madre y yo.

—¿Está ocupado este sitio?

Levanté la vista, sobresaltada, casi esperando ver a Dylan allí parado. Pero el que me miraba fijamente era James. Llevaba unos enormes auriculares que le tapaban las orejas de elefante y una sonrisa airosa en la cara. No supe si sentir alivio o pánico.

Negué con la cabeza sin decir nada, pero no importó: ya se estaba sentando. Volví a fijar la mirada en mi libro y procuré no mirarlo con la esperanza de que se marchara. Pero las letras se emborronaban delante de mis ojos y leí la misma frase cuatro veces, incapaz de concentrarme.

—Técnicamente estás en mi sitio —comentó tranquilamente.

Metió la mano en su mochila, sacó un bote grande de ketchup y a mí casi se me salieron los ojos de las órbitas. Dejé de fingir que estaba leyendo. ¿A quién se le ocurría llevar un bote de ketchup encima?

Debió de notar mi mirada porque mientras echaba un buen chorro de ketchup sobre el gran montón de patatas fritas arrimó su bandeja a la mía.

—¿Quieres?

Dije que no con la cabeza. Llevaba un sándwich y una manzana, pero la llegada de James me había revuelto un poco el estómago. Y no porque pensara que era mal chico. Simplemente quería que me dejaran en paz. Para no tener que hablar con él, di un mordisco a mi manzana y mastiqué despacio. James empezó a comerse sus patatas y durante unos segundos tuve la esperanza de que la conversación se hubiera acabado.

—Dylan te está mirando —dijo, y antes de que me diera tiempo a tragar y a dejarle claro que no quería tener nada que ver con Dylan, señaló hacia atrás con la cabeza—. Ahí llega.

Arrugué el entrecejo y me giré, pero Dylan seguía sentado al otro lado de la cafetería. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de a qué se refería: Ava iba derecha hacia nosotros.

—Genial —mascullé, y dejé mi manzana sobre una servilleta.

¿Acaso era pedir demasiado que me dejaran terminar el instituto ilesa? Y si de verdad era imposible, ¿no podían dejarme al menos un día para que me instalara antes de que empezara todo el jaleo?

—¿Kate? —la voz aguda de Ava era inconfundible.

Suspiré para mis adentros y me obligué a girarme con una sonrisa inocente en la cara.

—Ah, hola. Ava, ¿verdad?

La comisura de sus labios se tensó. Seguro que era la primera vez que alguien le preguntaba su nombre dos veces.

—¡Exacto! —contestó con voz rebosante de entusiasmo fingido—. Cuánto me alegro de que te acuerdes. Oye, quería preguntarte una cosa. ¿Tienes planes para mañana por la noche?

¿Aparte de fregar cuñas, cambiar las sábanas de mi madre y preparar su medicación para la semana siguiente?

—Tengo un par de cosas que hacer, ¿por qué?

Soltó un bufido altanero, pero luego pareció acordarse de que estaba intentando hacerse la simpática.

—Vamos a hacer una hoguera en el bosque. Una especie de acampada solo que… Bueno, no la patrocina el instituto —soltó una risilla y se puso un mechón de pelo detrás de la oreja—. El caso es que me preguntaba si querías venir. He pensado que sería un buen modo de que conozcas a todo el mundo —miró hacia atrás, hacia una mesa larga llena de jugadores de fútbol, y sonrió—. Sé de buena tinta que algunos están deseando conocerte.

¿De qué iba aquello? ¿Quería buscarme novio para que Dylan me dejara en paz?

—No salgo con chicos.

Se quedó boquiabierta.

—¿En serio?

—En serio.

—¿Por qué no?

Me encogí de hombros y miré a James, que parecía decidido a no mirar a Ava mientras construía un complicado tipi hecho de patatas fritas. No iba a echarme un cable.

—Mira —dijo Ava, dejándose de fingimientos—, no es más que una fiesta. En cuanto te conozcan todos, dejarán de mirarte embobados. No es para tanto. Una hora o así, y luego no tendrás que volver a hacerlo. Hasta te ayudaré con el pelo y el maquillaje y esas cosas. Y puedo prestarte un vestido si no te están demasiado pequeños.

¿Se daba cuenta siquiera de que acababa de insultarme? Intenté rehusar, pero siguió hablando.

—Por favor —dijo, y su voz se quebró, llena de sinceridad—, no hagas que te lo suplique. Sé que seguramente no es a lo que estabas acostumbrada en Nueva York, pero será divertido, te lo prometo.

Me lanzó una mirada indefensa y suplicante, y la miré fijamente. Estaba claro que no iba a aceptar un no por respuesta.

—Está bien —dije—. Me quedaré una hora, pero no necesito que me maquilles ni que me prestes un vestido, y después me dejaréis en paz, ¿de acuerdo?

Volvió a sonreír, y esa vez su sonrisa no era fingida.

—Trato hecho. Pasaré a buscarte a las siete.

Después de que le anotara mi dirección en una servilleta, volvió alegremente a su mesa, contoneando las caderas con descaro. Prácticamente todos los chicos se volvieron para mirarla. Yo miré con enfado a James, que seguía concentrado construyendo su ridícula choza de patatas fritas.

—Pues sí que eres de ayuda.

—Parecías estar arreglándotelas bastante bien tú sola.

—Sí, bueno, gracias por arrojarme a los lobos —alargué el brazo y tomé la patata que sostenía toda la torre. Se desmoronó, pero a James no pareció importarle. Se metió otra patata en la boca y masticó pensativamente.

—En fin —dijo después de tragar—, parece que tienes una cita formal con el diablo.

Yo solté un gruñido.

Cuando iba camino del coche, después de que sonara el último timbre, James volvió a alcanzarme. Llevaba los auriculares colgando del cuello y de ellos salía una música atronadora, pero al menos no dijo nada. Yo seguía enfadada porque no me hubiera echado una mano con Ava, así que esperé a llegar a mi coche para darme por enterada de que estaba allí.

—¿Se me ha caído algo? —pregunté. No se me ocurrió un modo mejor de dejarle claro que no quería hablar con él.

—¿Qué? No, claro que no. Si se te cayera, te lo devolvería.

Su confusión me pilló por sorpresa. ¿De verdad no me entendía? Me quedé con la llave metida en la cerradura, preguntándome cuánto iba a durar aquello. ¿Sería solo ese día o tendría que esperar hasta que dejara de ser una novedad? La gente no había parado de mirarme en todo el día, pero solo Dylan, James y Ava se habían acercado a hablarme. Pero no me sorprendió. Se conocían todos desde que estaban en pañales y era más que probable que los grupos de amigos estuvieran formados desde la guardería. Allí no había sitio para mí. Yo lo sabía, ellos lo sabían y a mí me parecía de perlas.

—No salgo con chicos —dije sin pensarlo, pero ya que lo había dicho tenía que continuar—. En casa tampoco. Es solo que… No salgo con chicos y ya está. No es nada personal, no es que esté buscando una excusa. Lo digo en serio. No salgo con chicos.

En lugar de parecer decepcionado o deprimido, James me miró con los ojos azules abiertos de par en par y una expresión de pasmo. Con el paso de los segundos empecé a ponerme colorada. Al parecer, ni se le había pasado por la cabeza pedirme salir.

—Me pareces muy guapa.

Parpadeé. O quizá sí.

—Pero eres un ocho, por lo menos, y yo me quedo en un cuatro. No nos está permitido tener citas. Así lo dicta la sociedad.

Lo miré intentando averiguar si estaba hablando en serio. No parecía bromear, y me miraba otra vez fijamente, como si esperara alguna respuesta que no fuera un bufido burlón.

—¿Un ocho? —balbucí. Fue lo único que se me ocurrió.

—Puede que un nueve si te maquillas un poco. Pero me gustan los ochos. A los ochos no se les sube a la cabeza. A los nueve sí. Y los diez no saben hacer otra cosa que ser eso, dieces. Como Ava.

Hablaba en serio. Giré la llave en la cerradura y lamenté no tener un teléfono móvil para fingir que me llamaba alguien.

—Bueno… gracias, creo.

—De nada —se quedó callado un momento—. Oye, Kate, ¿puedo preguntarte una cosa?

Me mordí el labio para no decirle que ya lo había hecho.

—Claro, adelante.

—¿Qué le pasa a tu madre?

Me quedé paralizada y me dio un vuelco el estómago. Pasaron unos segundos sin que dijera nada, pero James siguió esperando una respuesta.

Mi madre… De lo último que quería hablar en ese momento era de su enfermedad. Me parecía mal difundirlo por ahí. Era como si la estuviera exhibiendo a ella. Y egoístamente quería guardarla para mí sola esos últimos días, semanas o meses. El tiempo que me quedara con ella, quería que estuviéramos solas las dos. Mi madre no era una atracción de feria que mirar, ni un cotilleo que pudieran llevar y traer. No lo permitiría. No permitiría que mancharan así su recuerdo.

James se apoyó contra mi coche y vi un destello de compasión en su mirada. Pero yo odiaba que se compadecieran de mí.

—¿Cuánto tiempo le queda?

Tragué saliva. Para tener cero habilidades sociales, me estaba leyendo como si fuera un libro abierto. O quizás fuera así de evidente.

—Los médicos le dieron seis meses de vida cuando yo estaba en primero —agarré las llaves de mi coche tan fuerte que se me clavaron en la piel. El dolor me distrajo, pero no bastó para hacer desaparecer el nudo que tenía en la garganta—. Lleva mucho tiempo aguantando.

—Y ahora está lista.

Asentí, aturdida. Me temblaban las manos.

—¿Y tú? ¿Lo estás?

A nuestro alrededor el aire parecía de pronto extrañamente denso para estar en septiembre. Cuando volví a mirar a James, mientras me devanaba los sesos buscando algo que decir para que se marchara antes de que me echara a llorar, me di cuenta de que el aparcamiento estaba ya casi vacío.

James alargó el brazo y abrió la puerta.

—¿Estás bien para llegar a casa?

¿Lo estaba?

—Sí.

Esperó a que subiera al coche. Luego cerró la puerta con suavidad. Bajé la ventanilla en cuanto encendí el motor.

—¿Quieres que te lleve?

Ladeó la cabeza y sonrió como si hubiera dicho algo increíble.

—Hasta ahora siempre he venido andando a clase, con lluvia, con nieve, con ventisca, con granizo, da igual. Eres la primera persona que se ofrece a llevarme.

Me sonrojé.

—No tiene importancia. La oferta sigue en pie, si quieres.

Se quedó mirándome un momento como si intentara tomar una decisión respecto a mí.

—No, no pasa nada, iré andando. Pero gracias.

No supe si alegrarme o si sentirme culpable por querer alegrarme.

—Hasta mañana, entonces.

Asintió con un gesto y puse el coche marcha atrás, pero justo antes de que levantara el pie del freno se inclinó otra vez hacia la ventanilla.

—Oye, Kate, puede que tu madre aguante un poco más.

No dije nada, no sabía si podría mantener la compostura. Estuvo mirándome mientras daba marcha atrás y al salir a la carretera le vi un instante atravesando a pie el aparcamiento. Había vuelto a ponerse los grandes cascos en la cabeza.

A medio camino de casa tuve que pararme a llorar largo y tendido.

Mi madre se pasó casi toda la noche encorvada sobre una palangana, vomitando, y yo sujetándole el pelo. Cuando se hizo de día y apareció Sofía, la enfermera, mi madre tuvo las fuerzas justas para llamar al instituto y avisar de que no iba a ir a clase, y nos pasamos las dos el día durmiendo.

Después de una tanda de pesadillas espeluznantes, me desperté poco después de las cuatro con el corazón acelerado y la sangre helada en las venas. Todavía sentía cómo me llenaba el agua los pulmones mientras intentaba respirar, sentía los oscuros remolinos de sangre que me envolvían mientras la corriente tiraba de mí hacia abajo, y cuanto más me debatía, más me hundía. Tardé unos minutos en tranquilizarme, y cuando por fin pude respirar con normalidad me puse un poco de corrector bajo los ojos para disimular las ojeras. No quería preocupar a mi madre.

Cuando fui a ver cómo estaba, me encontré a Sofía sentada en una silla, frente a su puerta, canturreando en voz baja mientras tejía lo que parecía ser un jersey de color rojizo. Parecía tan contenta que nadie habría adivinado que al otro lado de la puerta mi madre se estaba muriendo.

—¿Está despierta? —pregunté, y negó con la cabeza—. ¿Has puesto la medicación en el gotero?

—Claro, querida —contestó con amabilidad, y dejé caer los hombros—. ¿Vas a ir a la fiesta de esta noche?

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo ha dicho tu madre. ¿Vas a ir con eso?

Miré mi pijama.

—No voy a ir.

Era una hora con mi madre que no podría recuperar, y no nos quedaban muchas para estar juntas. Cloqueó, contrariada, y la miré con enfado.

—¿Tú no harías lo mismo si fuera tu madre? Prefiero pasar la noche con ella.

—¿Eso es lo que ella querría que hicieras? —preguntó, dejando su punto—. ¿Dejar tu vida en suspenso mientras esperas a que se muera? ¿Crees que eso va a hacerla feliz?

Aparté la mirada.

—Está enferma.

—Estaba enferma ayer y seguirá estándolo mañana —repuso con suavidad.

Sentí su mano cálida en la mía y la aparté. Crucé los brazos sobre el pecho, tensa.

—Ella querría que tuvieras una noche para ti sola.

—Tú qué sabes —le espeté, y me tembló en la voz una emoción que se negaba a permanecer enterrada—. Tú no la conoces, así que deja de hacer como que sí.

Se levantó y colocó con cuidado su labor sobre la silla.

—Lo que sé es que solo habla de ti —me dedicó una sonrisa triste que no pude soportar, y fijé la mirada en la moqueta—. Lo que más desea en el mundo es saber que vas a ser feliz y que estarás bien sin ella. ¿No crees que vale la pena invertir una o dos horas de tu tiempo para darle un poco de paz y de consuelo?

Rechiné los dientes.

—Claro que sí, pero…

—Pero nada —cuadró los hombros y, aunque era de mi altura, de pronto pareció mucho más alta—. Tu madre quiere que estés contenta y tú puedes darle ese consuelo saliendo esta noche y haciendo amigos. Yo me quedaré aquí y me aseguraré de que tenga todo lo que necesite, y no pienso aceptar un no por respuesta.

No dije nada, me quedé mirándola fijamente mientras me ardía la cara de rabia y frustración. Me sostuvo la mirada sin ceder ni un ápice y por fin tuve que apartar los ojos. Ella no sabía lo precioso que era cada minuto para mí y no había forma de hacérselo entender, pero tenía razón sobre mi madre. Si eso la hacía feliz, lo haría.

—Está bien —me limpié los ojos con la manga—. Pero si le pasa algo mientras estoy fuera…

—No le pasará nada —contestó con voz de nuevo cálida—. Te lo prometo. Puede que ni siquiera se dé cuenta de que te has ido y cuando vuelvas tendrás algo que contarle, ¿no crees?

Si Ava se salía con la suya, no me cabía ninguna duda de que sí.