Los viejos vagones que recorren Gotthard no se caracterizan precisamente por su comodidad, pero están provistos de un agradable y gentil detalle en el mobiliario que a mí siempre me ha gustado y que me parece digno de ser imitado. Me refiero a los compartimentos para fumadores y no fumadores: están separados por puertas que no son de madera, sino de cristal, y cuando un pasajero se despide momentáneamente de su mujer para irse a fumar, ambos pueden observarse y saludarse de vez en cuando a través de la puerta transparente.
Un día, iba yo hacia el sur en uno de esos vagones con mi amigo Othmar, y ambos compartíamos aquel estado de ánimo expectante fruto de la euforia vacacional y de la impaciencia, entre inquieta y feliz, propia de los años jóvenes, cuando uno va hacia Italia por el famoso túnel y atraviesa la gran montaña. La nieve derretida fluía con afán por las escarpadas paredes rocosas; entre las barandas de hierro de los puentes, a una impresionante profundidad, refulgía el agua espumosa; el humo de nuestro tren invadía el túnel y los desfiladeros, y cuando uno se asomaba a la ventana y alzaba la vista, veía a lo alto, muy arriba, más allá de los grises peñascos, apacibles paisajes nevados y una pequeña rendija de frío cielo azul.
Mi amigo estaba sentado con la espalda apoyada en la pared medianera del vagón, mientras que yo, enfrente, podía atisbar a los no fumadores a través de la puerta de cristal. Consumíamos largos y buenos cigarros de Brissago y bebíamos, por turnos, una botella de buen vino de Yvorne. Todavía hoy es posible adquirir ese vino en el mostrador de la estación de Göschen, y cuando paso por Tesino en dirección sur nunca me olvido de comprarlo. Hacia un tiempo espléndido, teníamos vacaciones y dinero suficiente y no nos movía otro empeño que el de dejarnos llevar felizmente, juntos o cada uno por su lado, por el antojo y las circunstancias.
El Tesino nos deslumbraba con sus rojizos y luminosos peñascos, con sus altos pueblos blancos y sus sombras azuladas. Justo en aquel instante estábamos atravesando el túnel, y por el retumbar del tren uno se percataba de que éste corría cuesta abajo. Nos mostrábamos uno al otro las hermosas cascadas, las empequeñecidas cimas montañosas —que, observadas desde abajo, parecían haber encogido considerablemente—, los campanarios de las iglesias y las casas de campo. Todo en éstas preludiaba el sur: las glorietas aireadas, los alegres y luminosos colores; y en las fondas, los rótulos en italiano.
Mientras tanto yo ponía todo mi interés en mirar hacia el compartimento de los no fumadores a través del cristal y de los travesaños de latón. Justo enfrente había un pequeño grupo de personas que tenían todas las trazas de ser alemanes del norte: eran una pareja bastante joven y un hombre campechano, algo mayor, que los acompañaba. Debía de ser un amigo, un tío o un simple conocido de viaje. El joven, de quien yo no podía deducir si estaba casado con la muchacha o era sólo un pariente, mostraba un dominio de sí mismo a toda prueba y una seriedad imperturbable tanto hacia la, para mí, inaudible conversación como hacia el paisaje de su alrededor. Inmediatamente, basándome sólo en su semblante algo reservado, lo encasillé como uno de esos funcionarios expeditivos a quienes tanto debe la prosperidad actual del Imperio alemán. En cambio, el amigo o tío parecía ser un buen hombre inofensivo y poseer con creces el humor del que carecía su vecino. Resultaba interesante ver y comparar a los dos personajes, uno junto al otro: el hombre campechano, todo buena voluntad y plácido talante, sintetizaba una época y una forma de ser ya extinguidas, y con su sonrisa parecía despedir aquellos viejos tiempos; el otro representaba la nueva generación floreciente: frío, conocedor de su fuerza, cultivado y con el tipo de insensibilidad que tan útil resulta para lograr las metas perseguidas. Sí, aquel contraste era interesante, y empecé a reflexionar más y más sobre ello. De todos modos, mis miradas se iban posando una y otra vez con curiosidad en el rostro de la mujer joven o muchacha que, a mi modo de ver, poseía una belleza casi perfecta. Su bonita boca, de color rojo amapola y algo aniñada, resplandecía en un puro semblante de cuidada tersura, bastante joven aún. Bajo las negras y largas pestañas, se veían los grandes ojos azul oscuro. Y, en medio de la inmaculada blancura de su piel, las cejas y cabellos oscuros emergían con un encanto particularmente intenso. Era, sin duda alguna, muy hermosa; iba bien vestida y desde Göschen llevaba un fino pañuelo blanco de viaje para proteger sus cabellos del polvo.
Con gozo renovado, me placía contemplar en todo momento y sin ser visto aquel fascinante rostro femenino hasta el punto de familiarizarme con él. En ocasiones, ella parecía notar mi admiración y hasta permitirla; o al menos, no se molestaba en eludir mi mirada, lo que fácilmente habría podido hacer si se hubiera recostado más atrás o hubiera intercambiado el asiento con el de su acompañante. Éste, que quizás era su marido, iba destacando cada vez más a mis ojos, y cuando me paraba a pensar por un instante en él, lo hacía de una forma desapegada y crítica. Podía ser todo lo sesudo y ambicioso que quisiera, sí, pero al fin y al cabo, no era más que un fatuo sin alma y en absoluto digno de una mujer como aquélla. Poco antes de que llegáramos a Bellinzona, a mi amigo Othmar le empezaron a causar cierta extrañeza mis distraídas respuestas y mis desganadas miradas hacia aquel paisaje formidable, que él se empeñaba solícito en señalarme con el dedo. Aún no le había dado tiempo a concebir sospecha alguna cuando, ya de pie, miraba inquisitivamente a través de la puerta de cristal. Una vez hubo descubierto a la hermosa no fumadora, se sentó en el respaldo de su banco y empezó también a dirigir ávidas miradas hacía allí. No dijimos una palabra, pero el semblante de Othmar estaba sombrío, como si yo le hubiera infligido una traición. Sólo se dignó a hacerme una pregunta cuando llegábamos a las proximidades de Lugano:
—¿Desde cuándo está este grupo en nuestro vagón?
—Creo que desde Flüelen —le contesté, lo que no era del todo verdad, puesto que recordaba perfectamente que aquellos señores habían subido justo en dicha parada.
Callamos de nuevo, mientras Othmar me daba la espalda. Por más incómoda que le resultara aquella posición, con el cuello torcido, él no apartaba los ojos de la bella muchacha.
—¿Quieres ir hasta Milán? —preguntó de nuevo tras una larga pausa.
—No sé, me da igual.
Cuanto más callábamos y cuanto más nos rendíamos embelesados a la hermosa escena de enfrente, tanto más nos percatábamos, cada uno por su cuenta, de que resultaba un verdadero engorro tener que depender de alguien durante el viaje. Bien es verdad que teníamos por delante toda la libertad del mundo y habíamos acordado que, sin necesidad de dar explicaciones, cada uno seguiría únicamente el dictado de su corazón; sólo que en aquel momento parecían existir ciertas trabas y dificultades de por medio. Cada uno, de haber estado solo, habría tirado su largo cigarro de Brissago por la ventana y, tras atusarse el bigote, se habría ido a por un poco de aire fresco al salón de los no fumadores. Sin embargo, eso no lo haría ni el uno ni el otro, ni tampoco nos permitiríamos ningún tipo de confesión mutuamente; cada uno se sentía interiormente molesto y le reprochaba al otro el estar allí sentado y estorbar. La situación llegó a ser insoportable, y como yo anhelaba restablecer la paz, encendí de nuevo mi cigarro apagado al tiempo que bostezaba afectadamente, le dije:
—Mira, yo me bajo en Como. Este viaje interminable en tren es para volver loco a cualquiera. Sonrió amablemente:
—¿Ah sí? Yo me encuentro la mar de bien, sólo el vino de Yvorne me hace estar un poco espeso. Con esos vinos del oeste de Suiza es siempre la misma historia: uno los bebe como agua y después se suben a la cabeza. Pero por mí no te tomes ninguna molestia. Seguro que nos encontraremos de nuevo en Milán.
—Sí, claro. Es agradable volver al palacio de Brera e ir a la Scala por la noche. Tengo ganas de disfrutar de la buena música de Verdi.
De pronto, nos hallábamos conversando de nuevo, y Othmar parecía de tan buen humor, que yo ya casi me arrepentía de mi decisión. Así que en mi fuero interno resolví que bajaría en Como, pero para continuar el trayecto en otro vagón. Total, eso no le incumbía a nadie y, en resumidas cuentas…
Habíamos dejado atrás Lugano y la frontera y entrábamos en Como; el viejo villorrio descansaba perezoso bajo el sol del atardecer; en lo alto de la montaña de Brunate sonreían irónicamente los enormes reclamos publicitarios. Le di la mano a Othmar y cogí mi mochila.
Desde que habíamos cruzado la aduana estábamos sentados en vagones italianos; las puertas de cristal habían desaparecido y, con ellas, la bella alemana del norte, pero sabíamos que continuaba en el tren. Me bajé y, mientras aún dubitativo tropezaba con las vías, vi llegar de repente al hombre mayor, a la bella muchacha y al licenciado en derecho. Iban cargados con su equipaje y, chapurreando italiano, se disponían a llamar a un mozo. Acto seguido les ofrecí mi ayuda, y una vez les fueron proporcionados los servicios de un mozo y un taxi, los tres se dirigieron hacia el pueblecito. Yo confiaba en verlos de nuevo, puesto que había oído el nombre de su hotel.
Justamente entonces el tren silbó y abandonó la estación; hice un gesto de salutación hacia arriba, pero ya no vi a mi amigo en la ventanilla. En cualquier caso, aquello le estaba bien empleado. Me fui andando tan contento hasta Como, me alojé en un hotel, me arreglé, y me senté en la Piazza a tomar un vermut. No esperaba grandes aventuras, pero me apetecía reencontrarme con el pequeño grupo en cuestión aquella misma noche. Tal como había podido observar en la estación, la pareja era efectivamente un joven matrimonio, por lo que desde aquel momento mi interés por la esposa del futuro funcionario había pasado a ser de orden puramente estético. A fin de cuentas, ella era guapa, extraordinariamente guapa…
Tras la cena, me fui a pasear sin prisas, mudado y bien afeitado, hacia el hotel de los alemanes; llevaba un hermoso clavel amarillo en el ojal y el primer cigarrillo italiano en los labios.
En el comedor no había nadie, todos los huéspedes estaban sentados o paseaban detrás del edificio, en el jardín, bajo las grandes marquesinas de rayas rojas y blancas que durante el día se instalaban para proteger del sol. En una pequeña terraza que daba al lago había adolescentes con cañas de pescar; en las mesas individuales, se bebía café. La bella dama, acompañada por su marido y por el tío, caminaba por el jardín; era obvio que estaba en el sur por vez primera: tocaba las hojas de una camelia, duras como el cuero, con la extrañeza de una colegiala.
Pero no fue poca mi sorpresa cuando me percaté de que, detrás de ella, mi amigo Othmar merodeaba con paso indolente. Me retiré y pregunté al portero; el señor se hospedaba allí, en aquel hotel. Así, pues, debía de haber descendido del tren secretamente a mis espaldas. Me sentí engañado.
Sin embargo, el asunto tenía más de ridículo que de lamentable. Mi arrobo se había apagado. No se albergan grandes esperanzas hacia una joven mujer que está en su viaje de luna de miel. Le dejé vía libre a Othmar y me hice el escurridizo antes de que pudiera darse cuenta de mi presencia. Desde fuera lo vi de nuevo a través del vallado justo en el momento que paseaba como si nada por delante de los forasteros y le lanzaba una inflamada mirada a la mujer. También observé el semblante de ella, pero mi encaprichamiento se había disipado, y aquellos bonitos rasgos parecían haber perdido su encanto y se habían vuelto un tanto vacíos e insignificantes.
Al día siguiente, al subir a primera hora de la mañana al viejo tren que iba a Milán, Othmar ya estaba allí. Recogió del portero su bolsa de mano y subió detrás de mí, como si nada hubiera pasado.
—Buenos días —dijo tranquilamente.
—Buenos días —le respondí—. ¿Has visto? Hoy por la noche, en la Scala, representarán Aida.
—Sí, sí, ya lo sé. ¡Es fantástico!
El tren empezó a rodar, dejando atrás el pueblecito.
—Por cierto —dije para reanudar la conversación—, la guapa mujer del licenciado en derecho tiene algo de muñeca. Finalmente me ha decepcionado. Bien mirado, no es tan hermosa como parece. Es atractiva y nada más.
Othmar asintió con la cabeza.
—Él no es licenciado en derecho —dijo él—, es un comerciante y también subteniente en la reserva. Sí, tienes razón. Esa mujer es sólo una niña bonita. Cuando me di cuenta de ello, me quedé súbitamente conmocionado. ¿No reparaste en que tenía los defectos que más afean una cara hermosa? ¿No? Tiene una boca demasiado pequeña, ¡la pobre! Es horrible ¡No sabes cómo me afectan esos detalles!
—También parece un poco coqueta —insistí de nuevo.
—¿Coqueta? ¡No lo sabes bien! Te puedo de que el tipo jovial es el único simpático de los tres ¿Sabes? Ayer me resultaba inconcebible que aquel pequeño petimetre pudiera merecérsela. Y ahora si me da lástima, verdadera lástima. Aún se llevará una buena sorpresa. Pero quizás el tipo será feliz con ella. A lo mejor nunca se dará cuenta.
—¿De qué?
—¡De que ella es sólo apariencia! No es más que una bella máscara, hermosa por fuera y sin nada por dentro, nada de nada.
—Oh, pues yo no la considero tonta ni mucho menos.
—¿No? Entonces, baja y ve hacia Como; todavía se quedan ocho días más. He tenido la desgracia de conversar con ella. Venga, no hablemos más de esto. Estoy contento de llegar a Italia. Aquí aprende uno de nuevo a ver la belleza como algo natural.
También yo estaba satisfecho y al cabo de dos horas caminábamos felices y ociosos por Milán y mirábamos con placer y sin ningún atisbo de mutua envidia a las hermosas mujeres que, como reinas, se nos cruzaban en aquella bendita ciudad.