La petición de mano

En la Hirschengasse hay una discreta tienda de lencería que, al igual que el vecindario, se ha mantenido imperturbable ante las transformaciones de los nuevos tiempos y que cuenta con una nada menospreciable clientela. Allí, al despedirse de cada parroquiano, y aunque éste haya ido regularmente durante los últimos veinte años, aún lo hacen con un: «Háganos usted el honor de visitamos de nuevo», y de tarde en tarde todavía se dejan caer por allí dos o tres viejas clientas que hacen sus pedidos de cinta o galón en varas y a quienes se les sirve usando esa medida. Se encargan de despachar una hija de la casa, que se ha quedado soltera, y una dependienta empleada. El mismo propietario, que está en la tienda todo el santo día, se halla permanentemente ocupado, aunque no dice nunca ni palabra. Ahora debe de tener unos setenta años; es de baja estatura, tiene unas mejillas sonrosadas bien definidas y una pequeña barba gris; en la cabeza, probablemente calva desde hace mucho, lleva a todas horas una rígida gorra redonda de estameña con flores y cenefas bordadas. Se llama Andreas Ohngelt y pertenece a la burguesía auténtica y venerable de la ciudad.

Nadie ve nada de particular en es comerciante taciturno; hace años que tiene el mismo aspecto y tanto cuesta percibir en él el paso del tiempo como creer que fuera joven alguna vez. Sin embargo, también Andreas Ohngelt fue chiquillo y mozo un día, y cuando uno interroga a la gente mayor, descubre que en el pasado se le había llamado «el pequeño Ohngelt» y que disfrutaba de cierta fama no buscada. En una ocasión, hace unos treinta y cinco años, incluso vivió una «historia» que llegó a ser conocida por todos los habitantes de Gebersau, aunque ahora nadie tenga el menor interés en contarla ni escucharla. Fue la historia de su compromiso.

Ya en la escuela, el joven Andreas aborrecía el trato y la vida social: tenía la sensación de estorbar dondequiera que fuese y creía ser observado por todo el mundo. Era lo suficientemente temeroso y humilde para ceder y retirarse a tiempo. Sentía por los profesores un inmenso respeto y por los compañeros un temor mezclado con admiración. No se le veía nunca en la calle o en los lugares de recreo, sólo raramente tomando un baño en el río; y en invierno se sobresaltaba y se agachaba tan pronto advertía que un chico le iba a lanzar una bola de nieve. Por eso se quedaba en casa tan contento jugando tiernamente muñecas que habían sido de su hermana mayor. También se entretenía con una pequeña tienda, en cuyas balanzas pesaba harina, sal y arena y lo empaquetaba todo en saquitos para después de nuevo, entremezclarlos, vaciarlos, volverlos a empaquetar y pesarlos otra vez. Asimismo, ayudaba gustosamente a su madre en las pequeñas tareas domésticas, le hacía la compra o, en el jardín, retiraba las babosas de las lechugas.

Aunque sus compañeros de escuela lo mortificaban y lo ridiculizaban con harta frecuencia, al no tomarse él nada a pecho ni encolerizarse gozaba en general de una vida relativamente apacible y feliz. Lo que de amistad y afecto para con sus semejantes no recibía ni podía ofrecer, lo consagraba a sus muñecas. A su padre lo había perdido pronto; él había sido un fruto tardío, y aunque la madre habría preferido que hubiera sido totalmente distinto, le dejaba plena libertad y respondía a su dócil apego con un amor algo compasivo.

Sin embargo, esa tolerable situación se mantuvo únicamente mientras el pequeño Andreas fue a la escuela y realizó su aprendizaje despachando en una tienda de los Dierlamm, en el mercado. Por aquel entonces, cuando tenía unos diecisiete años, su naturaleza ávida de cariño empezó a tomar otros derroteros. Aquel mozuelo, que todavía conservaba su timidez, comenzó a poner los ojos en las muchachas y erigió en su corazón un altar dedicado al amor por las mujeres, con tan mala fortuna que cuanto más ardía la llama de su pasión, tanto más desventurada era la suerte que corrían sus enamoramientos.

Se le presentaban no pocas ocasiones para conocer y contemplar mujeres de todas las edades, ya que al término de su período de formación, el joven Ohngelt había entrado en la lencería, propiedad de su tía, que más adelante debería tomar a su cargo. Allí, un día y otro, niñas, escolares, señoritas, solteronas, doncellas y señoras revolvían cintas y telas, escogían ribetes y patrones, alababan y criticaban, regateaban, pedían consejo sin intención de escucharlo, compraban y cambiaban de nuevo lo adquirido. En medio de todo ello, el chico, cortés e intimidado, abría cajones, subía y bajaba del taburete, enseñaba las telas y las volvía a empaquetar, anotaba los encargos, informaba sobre precios y cada ocho días se enamoraba de una nueva clienta. Arrebolado, recomendaba galones y lanas; temblando, facturaba las cuentas; y si una hermosa y altiva joven abandonaba la lencería, le abría él la puerta, palpitándole el corazón, y soltaba la consabida fórmula del «háganos usted el honor».

Para resultar verdaderamente complaciente y agradable a sus hermosas clientas, Andreas cultivó delicadas y cuidadas maneras. Se peinaba a diario con especial esmero el rubio cabello, mantenía muy limpia su indumentaria y su ropa interior y seguía con impaciencia la evolución de su cada vez más visible bigotillo. Aprendió a recibir a sus clientas con elegantes reverencias; se entrenó a enseñar las telas apoyando el dorso de la mano izquierda en el mostrador y a mantenerse en pie con una sola pierna; llegó a dominar con gran maestría el arte de la sonrisa, que le permitía tanto revelar una moderada satisfacción como irradiar el más sincero de los contentos. Asimismo, estaba de continuo al acecho de nuevas frases hermosas, las más de las veces adverbios, con los cuales siempre iba descubriendo nuevas y deliciosas combinaciones. Como ya desde pequeño se había sentido torpe y temeroso a la hora de hablar, y como antes rara vez había llegado a pronunciar una frase entera con sujeto y predicado, halló en aquel peculiar repertorio una ayuda considerable, se acostumbró a él, en perjuicio del sentido y la comprensión, y simuló para consigo mismo y los demás una suerte de capacidad oratoria.

Alguien decía: «¡Qué día más radiante hace hoy!», y respondía el pequeño Ohngelt: «es verdad; sí, ciertamente»; «pues con permiso sea dicho»; «por supuesto». Inquiría una compradora si determinado artículo de lencería era todavía resistente, a lo que él decía: «Por Dios», «sí, sin duda alguna»; «como si dijéramos»; «bien cierto». Al interesarse uno por su opinión, correspondía él: «Gracias, para servirle»; «bien, de verdad»; «de lo mejor». En las situaciones particularmente importantes y honrosas no renunciaba tampoco a expresiones tales como. «No obstante»; «pero a fin de cuentas», «de ninguna manera», «al contrario». Además, cada uno de sus miembros, desde la cabeza ladeada hasta las basculantes puntas de los pies, era todo deferencia, cortesía y expresividad. Pero lo más expresivo en él era su cuello, relativamente largo, magro y nervudo, dotado de una nuez sorprendentemente voluminosa y móvil. Cuando el pequeño y enamoradizo dependiente daba en staccato una de sus respuestas, tenía uno la impresión de que una tercera parte de él se constituía en laringe.

La naturaleza no reparte sus dones porque sí, y aunque el significativo cuello de Ohngelt no guardaba proporción alguna con su capacidad oratoria, sí se legitimaba con creces como propiedad y emblema de un apasionado cantante. Andreas era un gran aficionado al canto. Ni siquiera los más logrados cumplimientos, ni la gesticulación comercial más exquisita, ni sus más conmovedores «a fin de cuentas» y «aun cuando» le procuraban, en lo más profundo del alma, un bienestar tan dulce como el canto. Aquel talento, oculto durante la época escolar, se había desplegado cada vez más brillantemente tras el cambio de voz, aunque siempre con la máxima discreción. Porque a Ohngelt, por su temeroso y tímido encogimiento, no le habría cabido en la cabeza la posibilidad de desarrollar su arte y placer secretos en otra situación que no fuera la más estricta intimidad.

Por la noche, después de la cena y antes de acostarse, permanecía un rato en su habitación; ejecutaba sus cantos en la oscuridad y se entregaba a sus líricos arrobos. Tenía una voz de tenor bastante aguda, y lo que le faltaba en formación lo suplía con el carácter. Húmedos destellos inundaban sus ojos; la cabeza, con la raya bien marcada, se inclinaba hacia atrás hasta la nuca, y la nuez se le movía arriba y abajo al acorde de las notas. Su canto favorito era Cuando las golondrinas se van. En la estrofa «Despedirse, ay despedirse cómo duele» prolongaba temblorosamente el tono y, a veces, hasta se le saltaban las lágrimas.

Su carrera comercial avanzaba a buen paso. Habían previsto enviarlo algún tiempo a una ciudad más importante. Pero llegó a resultar tan imprescindible en el negocio de la tía que ésta ya no quería dejarlo escapar, y como él debía responsabilizarse de la tienda al heredarla, su prosperidad quedaba asegurada para el futuro. En cambio, no tenía la misma fortuna en los asuntos del corazón. Para todas las muchachas de su edad, especialmente para las más guapas, y a pesar de sus miradas y zalemas, él no era más que una figura cómica. Estaba enamorado de todas, una por una, y habría aceptado a cualquiera que hubiera dado un paso hacia él. Pero el paso no lo daba ninguna, a pesar de que él no se cansaba de enriquecer su retórica con las más elaboradas frases, y su aseo personal con los más agradables aderezos.

Se daba una honrosa excepción, aunque él apenas si se daba cuenta. La señorita Paula Kircher, a quien apodaban Kircherspäule, siempre se mostraba simpática con él y parecía tomarlo en serio. Preciso es decir que no era joven ni guapa; le llevaba bastantes años y era más bien poquita cosa. Pero aparte de eso, era una buena chica, bien considerada, perteneciente a una acomodada familia de artesanos. Cuando Andreas la saludaba en la calle, ella correspondía seria y amablemente, y cuando iba a la tienda, era afable, sencilla y discreta, le facilitaba el trabajo y tenía en cuenta sus deferencias de vendedor. Ello explicaba que él la viera no sin cierto placer y que le tuviera confianza, pero por lo demás le era completamente indiferente y pertenecía al reducido grupo de muchachas solteras a las que, fuera de la tienda, no dedicaba ni un pensamiento de más.

Tan pronto depositaba sus esperanzas en unos finos zapatos nuevos como en un bonito pañuelo de cuello, por no hablar, desde luego, del bigote, que crecía paulatinamente y al que cuidaba como si fuera la niña de sus ojos. En una ocasión llegó incluso a comprarle a un viajante de comercio un anillo de oro con un gran ópalo incrustado. A la sazón, tenía veintiséis años.

Pero cuando alcanzó los treinta y dado que sus periplos alrededor del matrimonio quedaban estancados en una nostálgica lejanía, madre y tía consideraron que había llegado el momento de pasar definitivamente a la acción. La tía, ya bien entrada en años, le hizo una oferta: sólo le traspasaría el negocio, estando ella con vida, el día que se casara con una muchacha irreprochable de Gebersau. Para la madre ésa fue la señal de ataque. Después de darle muchas vueltas, llegó a la conclusión de que su hijo debía acceder a algún círculo para coincidir con más gente y aprender a tratar a las mujeres. Y como conocía de sobra la pasión de su hijo por el canto, utilizando esa afición como anzuelo, le instó a afiliarse a la sociedad coral.

A pesar de su temor a la vida social, Andreas, en principio, estuvo de acuerdo. Pero en lugar de la sociedad coral se decidió por la sociedad de música sacra, porque dijo preferir la música más solemne. El verdadero motivo era, sin embargo, que Margret Dierlamm formaba parte de la sociedad de música sacra. Ésta, hija del anterior maestro de Ohngelt, era una muchacha de poco más de veinte años, muy guapa y alegre, de quien Andreas se había enamorado recientemente, puesto que desde hacia algún tiempo ya no quedaban solteras de su edad y, menos aún, que fueran guapas.

La madre no tenía ninguna razón de peso que oponer a la sociedad de música sacra. Era cierto que ésta no organizaba ni la mitad de veladas y fiestas que la sociedad coral, pero justamente por ello afiliarse resultaba más económico. Y además, tampoco estaba mal surtida de muchachas de buena familia con las que Andreas tendría que coincidir en ensayos y audiciones. Así que, sin demorarse, fue a hablar con el director, el señor Sohn, un anciano profesor de escuela, que les recibió amablemente.

—Así que, señor Ohngelt —dijo—, desea usted cantar con nosotros.

—Sí, ciertamente, por favor.

—¿Ha cantado ya con anterioridad?

—¡Oh sí!, es decir, en cierto modo.

—Bien, hagamos una prueba. Cante usted algo que se sepa de memoria.

Ohngelt se ruborizo como un chiquillo y no quería empezar por nada del mundo. Pero el profesor insistió y hasta estuvo a punto de enfadarse, de manera que Ohngelt, en última instancia, tuvo que vencer su pavor y, echando una mirada resignada a su madre, que permanecía tranquilamente sentada, entonó su canto favorito. Se dejó llevar por su entusiasmo y cantó el primer verso de carrerilla.

El director indicó que ya era suficiente. Se mostró de nuevo muy cortés y dijo que lo había cantado graciosamente y que uno se daba cuenta de que lo hacía con amore, pero que quizá sería más apto para la música profana, y que por qué no probaba con la sociedad coral. Apenas empezó el señor Ohngelt a balbucear una tímida respuesta cuando su madre ya estaba poniendo el máximo empeño en defenderlo. Cantaba realmente bien, decía ella, ahora sólo se había mostrado un tanto apocado, pero le resultaría tan grato que fuera aceptado, puesto que la sociedad coral no tenía nada que ver y no era tan distinguida, y ella también cumplía cada año con sus aportaciones a la iglesia, y, en pocas palabras, si el señor profesor quisiera ser tan amable le pondría al menos un tiempo a prueba, y después, en su momento, ya se vería. El anciano, conciliador, intentó por dos veces meter baza alegando que pertenecer a la sociedad de música sacra no era ningún divertimiento y que, de todas formas, casi no se cabía en la tribuna del órgano; pero finalmente triunfó la elocuencia de la madre. El avejentado director nunca había visto nada parecido: que un hombre de más de treinta años se apuntara a cantar y lo hiciera acompañado de su madre para que ésta lo sacara de apuros. Por más inusual y sin duda incómoda que resultara aquella incorporación a su coro, en el fondo el asunto le causaba al director un cierto regocijo, aunque no precisamente porque redundara en el bien de la música. Cito a Andreas para el siguiente ensayo y dejó que madre e hijo se marcharan sonriendo.

El miércoles por la noche el pequeño Ohngelt se presentó puntualmente en la sala de la escuela donde se ensayaba una coral para las fiestas de Semana Santa. Los cantores y cantoras que iban llegando saludaron muy amablemente al nuevo miembro y demostraron tener todos un natural tan festivo y risueño que Ohngelt no pudo por menos que sentirse en el séptimo cielo. También Margret Dierlamm estaba allí, e incluso hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo y le dirigió una amable sonrisa. Oyó claramente alguna que otra risa sofocada a sus espaldas, pero ya estaba acostumbrado a ser tomado un poco a broma y no dejó que eso lo atribulara. En cambio, lo que sí le chocó fue el comportamiento serio y reservado de la Kircherspäule, que también estaba allí y que, como pronto pudo comprobar, inclusive formaba parte de las cantoras más valoradas. Si hasta entonces siempre le había brindado una buena amistad, en aquel momento, en cambio, se mostraba particularmente fría e incluso parecía escandalizarse de que él se hubiera infiltrado en aquel círculo. Pero ¿qué importancia tenía la Kircherspäule?

En los ensayos, Ohngelt mantenía su prudencia por encima de todo. Por más que le hubiera quedado de su época escolar una ligera noción de las notas musicales y que en muchos compases, con la voz achicada, hiciera ver que cantaba como los demás, con en general se sentía poco seguro de su arte y albergaba angustiosas dudas sobre la posibilidad de que algún día eso cambiara. El director, a quien aquel encogimiento le resultaba divertido y conmovedor a la vez, era indulgente con él hasta el punto incluso de despedirse con las palabras: «Con el tiempo ya verá como mejora, si persevera usted». Aquella noche Andreas gozó de la proximidad de Margret y de la posibilidad de contemplarla a menudo. Pensó que en las audiciones públicas, antes y después del servicio religioso, los tenores estaban emplazados justo detrás de las muchachas, en la tribuna del órgano, y se imaginó la delicia de estar cerca de la señorita Dierlamm en las fiestas de Semana Santa y ocasiones venideras y poder observarla sin temor. Entonces cayó dolorosamente en la cuenta de lo pequeño y bajo que era y concluyó que, en medio de los otros cantores no podría ver nada. Con grandes esfuerzos y mucho tartamudeo, le explicó a uno de sus colegas la crítica situación que le esperaba en la tribuna del órgano, aunque naturalmente guardó de especificar el verdadero motivo de tal desazón. Entonces, el compañero lo tranquilizó sonriendo y aseguró que le proporcionaría un acomodo preferente.

Al final del ensayo, todo el mundo se fue sin apenas despedirse. Algunos caballeros acompañaron a las damas a casa; otros se fueron a tomar una jarra de cerveza. Ohngelt se quedó solo y triste delante del oscuro edificio escolar, con la mirada angustiosamente puesta en los demás, y especialmente en Margret, y con la decepción pintada en el rostro. Entonces se le acercó la Kircherspäule y, al ver que se ponía el sombrero le dijo:

—¿Va hacia a su casa? Si es así, seguimos la misma dirección y podemos ir juntos.

Se avino a ello agradecido y le siguió el paso a través de los húmedos callejones, impregnados del típico frío de marzo, sin que mediaran entre ellos más palabras que un simple «buenas noches».

Al día siguiente, Margret Dierlamm fue a la tienda y él tuvo ocasión de atenderla. Sostuvo cada tela como si fuera seda y manejó el metro como lo habría hecho con el arco de un violín; ponía sentimiento y donaire en cada pequeño servicio y en su fuero interno se atrevió a desear que ella mencionase el ensayo del día anterior. Y eso fue exactamente lo que hizo. Cuando ya se iba, le preguntó:

—No sabía que usted también cantara, señor Ohngelt. ¿Hace tiempo que se dedica a ello?

Por su parte él, con el corazón desbocado, balbució:

—Sí… mejor dicho, sólo algo… con su permiso.

Ella, asintiendo con la cabeza, se esfumó en la calle. «Bueno, bueno», pensó él para sus adentros, y fue tal el empeño con que alentó sueños futuros que, al poner las telas en orden, confundió por vez primera los galones de pura lana con los de semilana.

Mientras tanto, se acercaba Semana Santa y, como el coro debía cantar tanto el Viernes Santo como el Domingo de Pascua, aquellos días se celebraron más ensayos. Ohngelt era siempre puntual y hacía todo lo posible para no echar nada a perder y, por su parte, los demás lo trataban con benevolencia. La única que parecía no estar contenta con su presencia era la Kircherspäule, y eso a él no le gustaba, máxime teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, ella era la única dama en quien tenía una confianza absoluta. También se resignó a recorrer habitualmente el camino de vuelta con ella ya que, aunque su más íntimo deseo y determinación seguía siendo el de ofrecer su compañía a Margret, no encontraba nunca el valor de hacerlo. Así pues iba con la Päule. Las primeras veces que volvieron juntos no intercambiaron palabra. Un día, sin embargo, la Kircher le sometió a un interrogatorio y le preguntó por qué se mostraba tan lacónico y si le tenía miedo.

—No —balbució él, asustado—. Eso no, antes bien, ciertamente no, al contrario.

Ella se echó a reír dulcemente e inquirió:

—¿Y cómo le va entonces con el canto? ¿Le gusta?

—Por supuesto que sí; mucho; bien, esto es.

Ella meneó la cabeza y le dijo en voz baja:

—¿Es que no puede uno hablar francamente con usted, señor Ohngelt? En cada respuesta escurre usted el bulto.

—Él la miró desvalido y acertó a balbucear algo.

—Lo hago por su bien —continuó ella— ¿no me cree?

Él asintió violentamente con la cabeza.

—¡Pues, entonces! ¿No puede usted hablar de otra forma que no sea con aunques y a fin de cuentas y con permiso sea dicho y expresiones parecidas?

—Sí, claro, claro que puedo, aunque… por supuesto.

—Sí, aunque y por supuesto. Dígame usted, de noche, con su señora madre y su tía, ¿sabe expresarse con claridad, o no? Si es así, hágalo también conmigo y con todo el mundo. De esta forma podríamos entablar una conversación razonable. ¿Quiere usted?

—Sí, claro que quiero, ciertamente.

—Bien; eso es sensato de su parte. Ahora puedo hablar con usted. De hecho, tengo algo que decirle.

Y se puso a hablar de una forma desacostumbrada para él. Le preguntó qué era lo que buscaba en la sociedad de música sacra, cuando estaba claro que no sabía cantar y donde casi todos eran más jóvenes que él, y que si no se daba cuenta de que allí a veces le tomaban el pelo; y continuó hablando de aquella manera. Sin embargo, cuanto más humillado se sentía él, tanto más profundamente comprendía la buena intención y la benevolencia que se escondían detrás de aquellas palabras. Medio compungido, oscilaba entre un sentimiento de frío rechazo y otro de enternecido reconocimiento. Cuando llegaron a la casa de los Kircher, Paula le dio la mano y le dijo seriamente:

—Buenas noches, señor Ohngelt, y no se lo tome a mal. La próxima vez, continuamos la conversación, ¿de acuerdo?

Confuso, se fue hacia casa y tan penoso le resultaba pensar en aquellas revelaciones como nuevo y reconfortante que alguien le hubiera hablado de forma tan seria, juiciosa y amigable.

De vuelta a casa tras el siguiente ensayo, consiguió expresarse sin demasiados ambages, y con ese logro se acrecentó su coraje y confianza. Era tal su progreso que la noche después se dispuso a revelar sus íntimos deseos; estaba incluso medio decidido a mencionar a la Dierlamm por su nombre, porque esperaba lo imposible de la complicidad y el apoyo de la Päule. Pero ella no le dejó llegar hasta el final. Interrumpió a tiempo su confesión y le dijo:

—Quiere casarse, ¿no es eso? Eso es justamente lo más sensato que puede hacer. Ya tiene edad para ello, qué duda cabe.

—La edad, sí, eso sí —dijo él tristemente.

Pero ella se limitó a sonreír y dejó que se fuera desconsolado hacia casa. Más adelante, Ohngelt sacó de nuevo el tema a colación. La Päule le replicó simplemente que él bien debía de saber a quién quería; lo que sí podía decirle ella a ciencia cierta era que el papel que él representaba en la sociedad de música sacra no le hacía ningún favor, puesto que las chicas jóvenes lo aceptan todo de un prometido excepto que haga el ridículo.

Los tormentos en que le sumieron aquellas palabras se mitigaron un tanto con el trajín y los preparativos para el Viernes Santo, día en el que por vez primera Ohngelt debía aparecer, junto con el coro, en la tribuna del órgano. Aquella mañana puso especial cuidado en vestirse y, con su más distinguido sombrero de copa, se presentó temprano en la iglesia. Después de que se le indicara su lugar, se dirigió de nuevo al colega que había prometido ayudarlo en su acomodo. Efectivamente, éste parecía no haber olvidado el asunto y avisó al pedalier, el cual, con una satisfecha sonrisa, acercó una pequeña caja. El cacharro en cuestión debía situarse en el puesto de Ohngelt, quien, tras subirse encima, podría ver, ser visto y gozar de las ventajas de los más espigados tenores. Pero aguantar de pie en aquella posición resultó ser complicado y peligroso: debido a que el suelo, formado por estrechas tarimas de gran pendiente, descendía hacia la nave de la iglesia, era preciso mantenerse en perfecto equilibrio; y Ohngelt sudó la gota gorda ante la idea de que podía caer, romperse las piernas y precipitarse por debajo de la balaustrada, donde se acomodaban las chicas. Pero, a cambio, aquello le procuraba el placer de poder ver la nuca de la hermosa Margret Dierlamm desde tal proximidad que casi sentía el corazón en un puño. Cuando los cantos y el servicio religioso llegaron a su fin, estaba exhausto y respiró aliviado al ver que se abrían las puertas y empezaban a repicar las campanas.

Al día siguiente la Kircherspäule le echó en cara lo arrogante y ridícula que le había parecido su posición artificiosamente elevada. Él prometió no avergonzarse nunca más de su baja estatura, pero se mostró decidido a utilizar de nuevo aquel apaño en las fiestas de Semana Santa para no agraviar al compañero que se lo había ofrecido. Ella no se atrevió a preguntarle si no se daba cuenta de que éste se lo había ofrecido para burlarse de él y, meneando la cabeza, no insistió más, conmovida tanto por su estupidez como por su ingenuidad.

El domingo de Pascua, en el coro de la iglesia, el ambiente era más solemne que de costumbre. Mientras se ejecutaba una música difícil, Ohngelt, en su andamiaje, procuraba con denuedo mantener el equilibrio. Hacia el final de la coral, consternado, se percató de que la plataforma flaqueaba bajo sus pies y se volvía inestable. No podía hacer otra cosa que quedarse quieto y evitar en la medida de lo posible caer tarima abajo. Lo logró, efectivamente, y en lugar de un escándalo y una desgracia, lo único que sucedió fue que, tras un leve estampido, el tenor Ohngelt pareció encoger poco a poco y, con el semblante demudado, se hundió hasta desaparecer por completo. Perdió todas las cosas de vista, una tras otra: el director, la nave de la iglesia, los coros altos y la hermosa nuca de la rubia Margret, pero llegó sano y salvo al suelo, y en la iglesia, fuera de los sarcásticos miembros del coro, sólo una parte de la juventud masculina de las escuelas, sentada cerca de él, presenció la escena. Aquel día, por encima del puesto en el que había tenido lugar su humillación, la primorosa coral se deshizo en alborozadas manifestaciones de júbilo.

Tras la música de fin de fiesta del organista, y al abandonar la multitud la iglesia, los miembros círculo se quedaron todavía en la tribuna para ultimar cuatro detalles, ya que a la mañana siguiente, Lunes de Pascua, debía organizarse como cada año una excursión festiva para los miembros de la sociedad. Andreas Ohngelt había depositado desde el principio grandes esperanzas en aquella salida. Incluso tuvo el coraje de preguntar a la señorita Dierlamm si tenía la intención de participar en la caminata, y las palabras afluyeron a sus labios sin grandes tropiezos.

—Sí, claro que iré —dijo la hermosa muchacha en tono calmado, y agregó—: Por cierto, ¿no se habrá hecho daño, verdad?

Y al decirlo, se le escapó la risa de tal modo que salió corriendo sin aguardar repuesta alguna. En aquel mismo momento, la Päule observaba la escena con una mirada compasiva y seria que acentuó el desconcierto de Ohngelt. Su efímero coraje, inflamado momentáneamente, se disipó con la misma rapidez con que había hecho presa en su corazón, y si no hubiera sido porque ya había hablado con su mamá de la excursión, habría dado marcha atrás: habría renunciado a la caminata, a aquella sociedad y a todas sus esperanzas.

El Lunes de Pascua amaneció despejado y soleado y a las dos casi todos los miembros del círculo cantor, junto con varios invitados y parientes, acudieron a la Lärchensallee, situada más allá de la ciudad. Ohngelt fue con su madre. La víspera le había anunciado que estaba enamorado de Margret y, aunque había reconocido alimentar pocas esperanzas, todavía confiaba algo en el apoyo de su madre y en la excursión prevista para la tarde siguiente. Si bien la madre quería lo mejor para su pequeño, le parecía, sin embargo, que Margret era demasiado bonita y joven para él. De todos modos, se podía intentar: lo principal era que Andreas consiguiera una mujer, aunque sólo fuera por el bien del negocio.

Emprendieron el camino sin cantar ya que el sendero del bosque, que ascendía cuesta arriba, era bastante empinado y resultaba fatigoso. La señora Ohngelt, sin embargo, tuvo fuerza y aliento suficientes para darle seriamente las últimas indicaciones a su hijo relativas al comportamiento a seguir durante las siguientes horas e iniciar después una jovial conversación con la señora Dierlamm. En plena subida, la madre de Margret, que se esforzaba en conservar el aire suficiente para responder a lo imprescindible, tuvo la ocasión de oír una serie de agradables e interesantes comentarios. La señora Ohngelt empezó hablando del tiempo, que era espléndido, para pasar luego a valorar la música sacra, alabar el aspecto saludable de la señora Dierlamm y mostrar acto seguido un gran entusiasmo por el vestido primaveral de Margret; fue más prolija a la hora de comentar cuestiones de tocador y finalmente relató el sorprendente crecimiento que había experimentado la tienda de lencería de su cuñada en los últimos años. Llegados a ese punto, la señora Dierlamm no pudo por menos que hablar en términos elogiosos del joven Ohngelt, cuyo buen gusto y habilidades comerciales ya había detectado y apreciado su marido muchos años antes, años antes, en su época de aprendiz. A este agasajo respondió la madre, encandilada, con medio suspiro. Sin duda, Andreas era muy capaz y llegaría lejos, teniendo en cuenta, además, que aquella espléndida tienda era ya prácticamente suya; lástima sólo que fuera tan tímido con las mujeres. Por su parte no le faltaban ni las ganas ni las virtudes deseables para casarse, pero carecía de confianza y capacidad de iniciativa.

La señora Dierlamm empezó entonces a reconfortar a la atribulada madre y, aun cuando ni remotamente pensara en su hija, le aseguró sin embargo que cualquier muchacha soltera de la ciudad aceptaría encantada un enlace con Andreas. La Ohngelt sorbió estas palabras como si de miel se tratara.

Mientras tanto, Margret, junto con otros miembros de la sociedad, iba bastante por delante, y en medio de aquel pequeño grupo, que reunía a los más jóvenes y chistosos, se hallaba también Ohngelt, aunque éste, con sus cortas piernas, pasaba verdaderos apuros para seguir el paso.

De nuevo se mostraban todos excepcionalmente amables con él, ya que a aquellos bromistas, el apocado hombrecillo de mirada enamorada les venía de maravilla. Incluso la guapa Margret simulaba tomarse cada vez más en serio la conversación con su admirador, de forma que éste, de puro emocionado y tragándose las palabras, se iba acalorando cada vez más.

Sin embargo, su gozo fue breve. El pobre infeliz se dio cuenta poco a poco de que se reían a sus espaldas y, aunque estaba habituado a resignarse a ello, se sintió alicaído y abandonó de nuevo toda esperanza. Externamente, sin embargo, procuró que no se notara su aflicción. El desmadre de los jóvenes aumentaba por momentos. Y cuanto más veía Andreas que los chistes y alusiones se hacían a costa de él, tanto más se esforzaba por sumarse a las risas con sonoras carcajadas. Finalmente, el más osado de los jóvenes, un ayudante de farmacia, alto como un varal, puso fin a aquella jarana con una broma de verdadero mal gusto.

Se estaban acercando a una vieja e imponente encina, y el farmacéutico se propuso alcanzar con las manos la rama más baja de aquel gran árbol. Colocándose en posición, dio varios saltos hacia arriba, pero al no lograr su propósito, el grupo de espectadores que se había formado a su alrededor empezó a reírse de él. Entonces se le ocurrió recuperar su pundonor por medio de otra broma, haciendo que fuera otro el blanco de las burlas. De repente, cogió al pequeño Ohngelt por el vientre, lo subió por los aires y lo conminó a asirse de la rama y a mantenerse agarrado. El otro, sorprendido, estaba furioso y no se habría prestado a ello si no hubiera sido porque desde su posición tambaleante tenía miedo de caer. De forma que se sujetó, y tan pronto el farmacéutico se dio cuenta de que se aguantaba por su cuenta, dejó de sostenerlo. Ohngelt, desvalido, quedó suspendido en la rama, pataleando y profiriendo coléricos gritos, en medio del regocijo general.

—Bájeme —chillaba violentamente—. ¡Haga el favor de bajarme inmediatamente, eh, usted!

Se le quebró la voz y, completamente anonadado, se sintió a merced de una vergüenza infinita. El farmacéutico, sin embargo, opinaba que para redimirse debía pagar prenda, ocurrencia unánimemente aplaudida con manifestaciones de alborozo.

—¡Debe usted redimirse! —le gritaba también Margret Dierlamm.

No había forma de oponerse.

—¡Sí, sí! —exclamaba él—, ¡pero rápido!

Su ajusticiador improvisó entonces un pequeño discurso en el que expuso que el señor Ohngelt hacía ya tres semanas que era miembro de la sociedad de música sacra y que aún no había llegado el día en que alguien le hubiera oído cantar. Así que no se libraría de su elevada y peligrosa posición hasta que no hubiese cantado una canción ante aquel auditorio.

Apenas terminó aquella alocución, Andreas, sintiendo que le abandonaban las fuerzas, se puso a cantar. Entre sollozo y sollozo, entonó: ¿Te acuerdas todavía de aquel instante?, y sin que le diera tiempo de acabar la primera estrofa, tuvo que soltarse y se precipitó lanzando un grito. Todos se sobresaltaron y, si se hubiera roto una pierna, habría cundido sin duda un sentimiento de arrepentida conmiseración. Pero a pesar de su palidez, Andreas estaba ileso; se puso de nuevo en pie, cogió el sombrero, que yacía en el musgo, se lo encasquetó cuidadosamente y retomó el camino de vuelta sin decir palabra. En el siguiente recodo se sentó a la vera del camino e intentó reponerse del susto.

Allí fue donde lo encontró el farmacéutico que, impelido por su mala conciencia, lo había seguido en secreto. Le pidió perdón, sin obtener respuesta alguna.

—Lo siento mucho, de verdad —repitió suplicante—. En el fondo, no tenía mala intención. Por favor, perdóneme y vuelva con nosotros.

—No pasa nada —dijo Ohngelt, mientras hacía un gesto de negación.

Y el otro se fue insatisfecho.

Al cabo de un rato se aproximaron lentamente los que habían quedado rezagados, entre los que cabía contar a la gente mayor y a las madres. Ohngelt se acercó a la suya y le dijo:

—Quiero volver a casa.

—¿A casa? ¿Y a qué viene esto ahora? ¿Ha pasado algo?

—No. Pero ya no vale la pena quedarse, lo tengo claro.

—¿Y eso? ¿Te han dado calabazas?

—No, pero sé de cierto que…

Ella lo interrumpió y lo arrastró con los demás.

—¡Déjate de tonterías! Tú te vienes y todo irá bien. En el café, te pondré al lado de Margret, estate atento.

Él, reticente, sacudió la cabeza, pero obedeció y se añadió al grupo. La Kircherspäule procuró entablar conversación con él, pero tuvo que dejarlo correr, porque Ohngelt, con la vista fija hacia adelante, tenía el semblante más tenso y amargado que nadie había visto nunca.

Una medía hora más tarde, el grupo llegó al término de la excursión: una pequeña aldea forestal, cuya posada era famosa por su buen café y en las proximidades de la cual se hallaban las ruinas de un castillo, antiguo refugio de conquistadores. En el jardín de la fonda, los jóvenes, que ya hacía rato que habían llegado, estaban enfrascados en bulliciosos juegos. En aquel momento sacaban las mesas de la casa, las arrimaban unas a otras, y acercaban sillas y bancos; después se desplegaron mantelerías limpias y se hizo provisión de tazas, jarras, platos y pastelería. La señora Ohngelt se salió con la suya y logró sentar a su hijo al lado de Margret Dierlamm. Pero éste, desconsolado, hizo caso omiso de su ventaja y, en cambio, fue tomando conciencia de su infortunio; removía maquinalmente la cuchara en el café enfriado y, a pesar de las miradas que le lanzaba su madre, callaba obstinadamente.

Tras la segunda taza de café, algunos de los organizadores decidieron dar un paseo hasta el castillo en ruinas para reanudar los juegos. Los muchachos se alzaron con gran alboroto, y a la propuesta pronto se sumaron las chicas. Margret Dierlamm también se puso en pie y, al levantarse, le entregó a Ohngelt, que continuaba sumido en su desaliento, un bonito bolso adornado con perlas, mientras le decía:

—¿Puede hacerme el favor de guardarlo, señor, Ohngelt?, nosotros vamos a jugar.

Él asintió y lo tomó consigo. Ya no le sorprendió que ella diera cruelmente por hecho que él debía quedarse con los mayores en lugar de participar en los juegos. Sólo le sorprendía no haber reparado en todo ello desde el principio: en aquella peculiar amabilidad que le habían mostrado durante los ensayos, en la historia de la pequeña caja, y en todo lo demás.

Cuando ya los jóvenes se habían ido y mientras el resto bebía más café o se entretenía en la charla, abandonó Ohngelt discretamente su asiento y campo a través salió del jardín y se internó en el bosque. El bonito bolso que llevaba en la mano centelleaba alegremente a la luz del sol. Se detuvo delante de un tronco de árbol recién cortado. Sacó su pañuelo, lo extendió en la todavía luminosa y húmeda madera y se sentó encima. Luego, sostuvo la cabeza con las manos y se sumergió en tristes pensamientos. Cuando, echándole otra mirada al llamativo bolso, una corriente de aire le aproximó el eco de los chillidos y alegres gritos del grupo, hundió todavía más su pesada cabeza y se puso a llorar silenciosamente, como un niño.

Permaneció allí sentado cuando menos una hora. Se le secaron los ojos y se disipó su agitación, pero era más lúcido que antes y comprendía lo triste de su circunstancia y lo inútil de sus afanes. En aquel momento, oyó pasos que se acercaban y el crujir de un vestido, y antes de que hubiera podido saltar de su asiento, tenía ya a Paula Kircher de pie a su lado.

—¿Completamente solo? —le preguntó bromeando.

Y al no decir nada él y observarlo ella más atentamente, se puso seria de repente y le preguntó con femenina amabilidad:

—¿Algo va mal? ¿Le ha ocurrido alguna desgracia?

—No —respondió Ohngelt en voz baja y sin recurrir a palabras rimbombantes—. No. Sólo acabo de comprender que no estoy hecho para estar en sociedad. Que yo he sido un bufón para ellos.

—Bueno, no será tanto.

—Sí, exactamente. He sido para ellos un bufón, y especialmente para las chicas. Porque soy bonachón y actúo de buena fe. Tenía usted razón; no debía haber entrado en este círculo.

—Puede usted retirarse y todo se arreglará.

—Claro que puedo retirarme, y mejor hoy que mañana. Pero con hacerlo no se arreglará todo.

—¿Por qué no?

—Porque me he convertido en el blanco de las burlas. Y porque ahora, para colmo de desgracias, ninguna otra…

Tenía un nudo en la garganta y estuvo en un tris de ponerse a llorar. Entonces ella inquirió.

—¿Y por qué ahora ninguna otra…?

Con voz temblorosa, él continuó:

—Porque ahora, por todo lo que ha pasado, ninguna otra chica querrá hacerme caso y tomarme en serio.

—Señor Ohngelt —replicó la Päule lentamente—. ¿No está siendo usted injusto? ¿O piensa usted que yo no le hago caso ni le tomo en serio?

—Sí, eso, sí. Ya lo creo que todavía me hace caso. Pero no es eso.

—Ya, pues entonces, ¿qué es?

—Ay, Dios mío, no debería hablar de esto. Pero me vuelvo loco cuando pienso que al primero que pasa le va mejor que a mí, cuando, al fin y al cabo, también yo soy una persona, ¿no? Pero conmigo… conmigo no quiere casarse ninguna.

—Se produjo una larga pausa. Entonces la Päule habló de nuevo:

—Comprendo. ¿Ha preguntado usted a una u otra si le quiere?

—¡Preguntado! No, eso no. Además, ¿para qué? Ya sé de antemano que ninguna querrá.

—Entonces pretende que las chicas se acerquen a usted y le digan: ¡Ay, señor Ohngelt, perdóneme, pero me gustaría tanto que se casara conmigo! Sí es así, ya puede usted esperar sentado.

—Lo sé —suspiró Andreas—. Ya sabe a lo que me refiero, señorita Päule. Si yo supiera que alguna chica quiere mi bien y que me podría aguantar tan siquiera un poco, entonces…

—¡Entonces, quizá sería usted tan benévolo para guiñarle un ojo o hacerle una señal con el dedo índice para que se acercara! Por el amor de Dios, es usted… es usted…

Diciendo eso, se fue corriendo, pero no con una carcajada, sino con lágrimas en los ojos. Ohngelt no lo podía ver, pero en su voz y en su forma de huir había notado algo raro que lo empujó a seguirla. Y cuando e estuvo a su lado, y sin que ninguno de los dos supiera qué decir, se abrazaron repentinamente y se dieron un beso. Así fue como se comprometió en matrimonio el pequeño Ohngelt.

Cuando volvió al jardín de la posada con su prometida, con quien, a pesar de la vergüenza, iba orgullosamente del brazo, todo estaba ya a punto para la partida y sólo les esperaban a ellos dos. En medio del tumulto general, la sorpresa, los movimientos de cabeza de un lado a otro y las felicitaciones, se presentó la hermosa Margret ante Ohngelt y le preguntó:

—Y bien, ¿dónde ha dejado usted mi bolso?

Consternado, el novio le informó del paradero y acompañado de la Päule, volvió corriendo a toda prisa hacia el bosque. En el lugar en el que él durante tanto rato había estado sentado y llorando, entre las hojas amarronadas, yacía resplandeciente el bolso. Y su prometida le dijo entonces:

—Es una suerte que hayamos vuelto. También tu pañuelo se había quedado aquí.