—No creo equivocarme si aseguro aquí que todos nosotros estamos profundamente agradecidos a Denis —dijo Timothy Edwards— por su excelente exposición de los hechos. Ya que se ha hecho muy tarde, propondría que el asunto fuese analizado por mí y mis compañeros, con el fin de ver si se puede introducir alguna variante en el aspecto administrativo del caso que nos ocupa, y que os comuniquemos nuestro punto de vista mañana por la mañana.
Denis Gaunt tuvo que levantarse para ir a devolver el expediente al secretario del Departamento de Archivos. Cuando regresaba a su silla, Sam McCready se había ido ya. El Manipulador se había marchado sigilosamente cuando Edwards terminaba su intervención. Gaunt se lo encontró diez minutos después en su despacho.
McCready estaba en mangas de camisa, había colocado su chaqueta de algodón en el respaldo de una silla y daba vueltas por la habitación sin ton ni son. En el suelo había dos cajas de cartón de las que se utilizan para embalar botellas de vino.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Gaunt.
—Recogiendo mis cuatro cosas.
No tenía más que dos fotografías enmarcadas, que guardaba en uno de sus cajones, sin que se le hubiese ocurrido nunca colocarlas encima del escritorio. Una de ellas era de May y la otra de su hijo, tomada el día de su graduación. Con una tímida sonrisa y envuelto en su negra toga académica. McCready las metió en una de las cajas.
—¡Estás loco! —dijo Gaunt—. Tengo la impresión de que les hemos doblegado. No a Edwards, claro está, pero sí a los dos superintendentes. Estoy convencido de que han cambiado de idea. Los dos sabemos perfectamente que te tienen cariño, que quieren que sigas en la Firma.
McCready cogió su reproductor de discos compactos y lo metió en la otra caja. De vez en cuando le gustaba poner alguna obra de música clásica, a un volumen muy bajo, y escucharla cuando estaba sumido en sus pensamientos. En realidad, apenas había suficientes cachivaches como para llenar las dos cajas. Y, por supuesto, no había ninguna fotografía de esas que se cuelgan en las paredes estrechando la mano de algún personaje famoso; el par de cuadros que adornaban el despacho, con reproducciones de pintores impresionistas, pertenecían al Servicio Secreto. McCready se incorporó y contempló las dos cajas.
—No es gran cosa, en realidad, para treinta años de servicios —murmuró.
—¡Sam, por el amor de Dios! Todavía no se ha acabado todo. Aún pueden cambiar de idea.
McCready giró sobre sus talones y cogió a Gaunt por ambos brazos.
—Denis, eres un gran tipo. Has realizado un buen trabajo aquí. Todo lo has hecho lo mejor que has podido. Y voy a pedir al Jefe que te deje a cargo de este Departamento. Pero todavía tienes que aprender a discernir cuál es la parte de cielo en la que brilla el sol. Esto se ha terminado. El veredicto y la sentencia habían sido dictados ya hace algunas semanas, en otras dependencias públicas, por otras personas.
Denis Gaunt se dejó caer en el sillón de su jefe, sintiéndose miserablemente mal.
—Pues entonces, ¿a qué demonios representar toda esa pantomima? ¿Para qué esa junta?
—¡Bah!, tan sólo para que esos hijos de puta se entretuviesen un poco. Lo siento, Denis, tendría que habértelo dicho. ¿Querrás cuando puedas enviarme estas cajas a mi apartamento?
—Podrías aceptar uno de los empleos que te han ofrecido. Aunque sólo sea para fastidiarlos —insistió Gaunt.
—Mira, Denis, como dijo el poeta: «Un instante placentero y desbordante de vida gloriosa vale más que toda una existencia en las sombras». Y para mí, calentando un asiento allá abajo, en la biblioteca del archivo, o rellenando cuentas de gastos, sería como llevar una existencia en las sombras. Ya he tenido mis momentos de gloria, he dado cuanto he podido, ahora se ha acabado. Estoy fuera. Y allá afuera hay todo un mundo lleno de sol, Denis. Me iré a ese mundo, y te aseguro que pienso divertirme y disfrutarlo.
Denis Gaunt tenía todo el aspecto de estar asistiendo a un funeral.
—Te veré otra vez dando vueltas por aquí —dijo en tono porfiado.
—No, no me verás.
—El Jefe te dará una fiesta de despedida.
—No habrá fiesta que valga. No puedo soportar el barato vino espumoso. Tan sólo serviría para que se divirtieran a mi costa. Eso es lo que Edwards hace cuando se muestra afable conmigo. ¿Me acompañas abajo hasta la entrada principal?
La Century House es como una ciudad, como un condado en pequeño. Cuando atravesaban el pasillo en dirección al ascensor para bajar a la primera planta y, cuando cruzaron el enlosado vestíbulo, por doquier aparecían compañeros y secretarias que le decían a su paso:
—¡He…, Sam!
—¡Hola, Sam!
Ninguno decía «¡Adiós, adiós, Sam!», aunque era eso lo que pensaban. Algunas secretarias se detuvieron a su lado como si quisieran arreglarle la corbata por última vez. McCready inclinaba la cabeza en señal de saludo, sonreía y pasaba de largo.
La puerta principal se encontraba al fondo del vestíbulo. Al otro lado, la calle. McCready se preguntó si debería de utilizar la indemnización que le correspondía para comprarse una casita en el campo, donde se dedicaría a cultivar rosas y plantar calabacines, a ir a la iglesia los domingos por la mañana y a convertirse en uno de los pilares de una pequeña comunidad. Sin embargo, ¿cómo llenaría sus días?
Lamentó no haberse dedicado nunca a uno de esos pasatiempos absorbentes como los que muchos compañeros practicaban, la cría de peces tropicales o a coleccionar sellos de correos o a corretear por las montañas del País de Gales. ¿Y qué podría contar a sus vecinos? «¡Muy buenos días! Me llamo Sam. Y soy un ex funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, ahora estoy jubilado, y no puedo revelarles maldita cosa de lo que hice en esas dependencias». A los viejos soldados les está permitido que escriban sus memorias o que se dediquen a aburrir a los turistas en algún confortable bar. Pero no a aquellos que se han pasado sus vidas en lugares envueltos por las sombras. Ésos deben permanecer callados para siempre.
Miss Foy, del Departamento de Pasaportes, cruzaba en esos momentos el vestíbulo, chocando rítmicamente sus altos tacones contra las losas. Era una viuda de proporciones esculturales, que aún no habría cumplido los treinta años. Un gran número de residentes de la Century House había probado fortuna con Suzanne Foy, pero no en balde era conocida como La fortaleza inexpugnable.
Los dos se cruzaron en el vestíbulo. La mujer se detuvo y dio media vuelta. De algún modo inexplicable, el nudo de la corbata de McCready había descendido hasta la mitad del pecho. La mujer le levantó el nudo, se lo arregló y se lo colocó a la altura del botón del cuello. Gaunt contemplaba la escena. Denis era demasiado joven como para acordarse de Jane Rusell, por lo que no pudo establecer la comparación que saltaba a la vista.
—Sam, deberías tener a alguien que fuese a tu casa para que te diese algún alimento espiritual —dijo ella.
Denis Gaunt siguió a la viuda con la mirada cuando ésta terminó de cruzar el vestíbulo en dirección al ascensor, contoneando sus caderas Se preguntó, extrañado, qué sería lo que Miss Foy podría darle a uno en calidad de alimento espiritual, o viceversa.
Sam McCready abrió la puerta de cristal que daba a la calle. Sintió en pleno rostro el azote de una ola de calor veraniego. Se volvió, se llevó una mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó un sobre.
—Dales esto, Denis. Mañana por la mañana. A fin de cuentas, es justo lo que están deseando.
Denis cogió el sobre y se lo quedó mirando.
—¿Conque lo llevabas encima durante todo este tiempo? —dijo—. Lo escribiste hace ya días. Eres un maldito granuja, astuto y taimado.
Pero Denis estaba hablando a la bamboleante puerta.
McCready, con la chaqueta echada al hombro, giró a la derecha y se dirigió hacia el puente de Wetsminster, a unos ochocientos metros. Se aflojó el nudo de la corbata y se lo bajó hasta la altura del ombligo. Era una calurosa tarde de julio, una de esas tardes que tanto abundaron en la gran ola de calor que distinguió al verano de 1990. El tráfico de las primeras horas de la tarde pasaba por su lado en dirección a la Old Kent Road.
«Sería agradable encontrarse en esos momentos frente al mar —pensó—, con las aguas brillantes meciéndose en el Canal de la Mancha y las hermosas tonalidades azules reluciendo bajo el sol». Quizá debería de comprarse una casita de campo en Devon, con su propia barca esperándole siempre en el puerto. Sería lo mejor, después de todo. Y podría invitar a Miss Foy para que fuese a visitarle allí, con el fin de que le llevara algún alimento espiritual.
La estructura del puente de Westminster se alzó frente a él. Al otro lado del gran edificio del Parlamento, cuyas libertades y estupideces ocasionales había tratado de proteger durante treinta años de su vida, alzaba sus torres hacia el cielo azul. La alta torre del Big Ben, recientemente restaurada, lanzaba destellos de oro bajo la luz del sol junto a las indolentes aguas del Támesis.
Al cruzar el puente se encontró a mitad de camino a un vendedor de periódicos, que estaba de pie junto a una pila de ejemplares del Evening Standard. Cuando miró hacia abajo, vio unos grandes titulares. Destacaba el mensaje:
BUSH-GORBY: TERMINA OFICIALMENTE LA GUERRA FRÍA
McCready se detuvo para comprar el periódico.
—¡Muchas gracias, jefe! —le dijo el vendedor de periódicos, quien señaló con un gesto los titulares y añadió—: Ya se ha terminado todo, ¿no?
—¿Terminado? —inquirió McCready.
—¡Pues claro! Toda la crisis internacional. Ya es cosa del pasado.
—¡Qué pensamiento tan dulce! —asintió McCready antes de proseguir su camino.
Cuatro semanas después Sadam Hussein invadía Kuwait. Sam McCready escuchó por la radio aquella noticia cuando se encontraba pescando mar adentro, a dos millas de distancia de las costas de Devon. Reflexionó sobre lo que acababa de oír y decidió que había llegado el momento de cambiar de cebo.