Había reunidas seis personas. Jefferson entró a servir el café y se retiró. No preguntó qué hacían allí. No era asunto suyo.
Los dos sargentos, Newson y Sinclair, estaban apostados contra una pared. Llevaban ropa deportiva de un pardo claro y calzaban zapatillas de deporte con suelas de cuero. Los dos tenían sendas bolsitas colgadas alrededor de la cintura, la misma clase de esos bolsitos preferidos por los turistas para guardar las cajetillas de tabaco y las lociones bronceadoras cuando van a la playa. Pero en esas bolsas no había botellitas de crema bronceadora precisamente.
El teniente Haverstock no se había puesto su uniforme de gala. Estaba sentado en una de las butacas tapizadas de brocado, con las piernas elegantemente cruzadas una sobre otra. El reverendo Drake se había acomodado en el sofá, al lado de Eddie Favaro. El inspector jefe Jones, con su casaca azul marino, en la que relucían sus botones y sus insignias plateadas, se encontraba al lado de la puerta, con pantalones cortos, calcetines y zapatos.
McCready empuñó el nombramiento y se lo ofreció al teniente Haverstock.
—Esto ha llegado de Londres al amanecer, así que léalo, tome nota de lo que ahí se dice, apréndaselo de memoria y asimílelo bien.
Haverstock leyó el nombramiento.
—Muy bien, todo está en orden —dijo el teniente, pasando el documento.
El inspector jefe lo leyó y se puso firme.
—¡A sus órdenes, señor! —Después pasó el documento a los sargentos.
—Me parece perfecto —dijo Newson.
Luego lo leyó Sinclair, el cual se apresuró a decir:
—No hay problema.
Sinclair se lo pasó a Favaro.
—¡Rediós! —exclamó éste susurrante al acabar de leerlo.
Por lo que el reverendo Drake le dirigió una mirada conminatoria; a continuación cogió el documento, lo leyó con atención y rezongó más que exclamó:
—¡Alabado sea el Señor!
—Mi primer acto oficial —anunció McCready— consistirá en otorgarles a todos ustedes, con excepción del inspector jefe Jones, por supuesto, la autoridad de las Fuerzas Especiales policíacas. Considérense nombrados en este momento. Y, en segundo lugar, será mejor que les explique lo que vamos a hacer.
El Manipulador habló durante una media hora. Nadie le llevó la contraria. Después ordenó al teniente Haverstock que lo acompañara y ambos salieron del salón para ir a cambiarse de ropa. Lady Moberley se encontraba todavía en su cama, degustando un desayuno líquido. No era cuestión que les importunara, ya que ella y Sir Marston tenían dormitorios separados y la habitación en la que el difunto gobernador se vestía estaba vacía. Haverstock mostró a McCready dónde se hallaba el cuarto y se retiró. McCready encontró lo que buscaba al fondo del ropero: el uniforme de gala completo de un gobernador colonial británico.
Cuando McCready regresó al salón de recepciones, aquel turista desgarbado que se sentaba con su chaqueta arrugada en la terraza del bar del «Hotel Quarter Deck» había desaparecido como por encanto. Sus pies calzaban las altas botas de la Orden de san Jorge, con sus relucientes espuelas. Los ajustados pantalones eran blancos, igual que la casaca, que llevaba abotonada hasta la garganta. Los rayos del sol que entraban por las ventanas arrancaban brillantes destellos a sus botones dorados y a los entorchados de oro que adornaban el bolsillo izquierdo de la pechera. También relucían la cadenita inclinada y la punta de lanza en su casco de la época del cardenal Wolsey. El cinturón alrededor de su cintura era de un azul espléndido.
Haverstock también iba vestido de blanco, salvo su gorra de oficial, azul marino y con visera negra. Encima de la visera lucía el águila bicéfala, el distintivo del Regimiento de Dragones de la Reina. Sus entorchados también eran dorados, al igual que las charreteras que le cubrían los hombros. El pecho y la espalda aparecían cruzados por una brillante correa de cuero negro, de la que colgaba, a la espalda, la delgada bolsa para las municiones, también de cuero negro. En la pechera exhibía las dos medallas al mérito que había ganado durante su servicio.
—Pues bien, Mr. Jones, vámonos —dijo McCready—. Tenemos que defender los intereses de la Reina.
El inspector jefe Jones se hinchó de orgullo. Hasta entonces, nadie le había dicho en su vida que él debía defender los intereses de la Reina. Cuando la comitiva salió por el patio de entrada del palacio de gobernación, el cortejo iba precedido por el «Jaguar» oficial. Oscar lo conducía, con un policía sentado a su lado. McCready y Haverstock iban en el asiento trasero, con los cascos puestos. Detrás, el «Land Rover», conducido por otro policía y con Jones sentado al lado. Eddie Favaro y el reverendo Drake viajaban en la parte de atrás. Antes de salir del palacio, el sargento Sinclair había entregado calladamente a Favaro un «Colt Cobra» cargado, el cual se encontraba ahora metido en la cintura del detective norteamericano, bien sujeto por el cinturón y oculto bajo la camisa, que llevaba suelta por fuera. El sargento también había ofrecido un revólver al reverendo Drake, pero éste lo había rechazado con un gesto enérgico.
Las dos camionetas iban conducidas por los otros dos policías. Newson y Sinclair se habían colocado de cuclillas junto a las abiertas portezuelas laterales. Los sargentos de la Policía viajaban en la última camioneta.
A velocidad moderada, el «Jaguar» entró, solemne, en Shantytown. A lo largo de la calle principal se detenían los curiosos a contemplar el paso de la comitiva. En el primer vehículo las dos figuras que viajaban en el asiento de atrás iban sentadas muy tiesas, sin quitar la vista del frente.
Cuando llegaron ante la puerta de entrada de la mansión de Mr. Horatio Livingstone, McCready ordenó a Oscar que detuviese la limusina. A continuación se apeó. El teniente Haverstock hizo otro tanto. Una multitud compuesta por centenares de habitantes de las islas Barclay salió de las callejuelas adyacentes a contemplar la escena, todos boquiabiertos y sorprendidos. McCready no solicitó permiso para entrar; se limitó a quedarse de pie ante el portalón de doble hoja.
Los sargentos Newson y Sinclair salieron a la carrera de la camioneta y se dispusieron a salvar el obstáculo del muro. Newson entrelazó las manos, formando un cuenco en el que Sinclair se apoyó con el talón, y luego levantó a su compañero por los aires. El joven, que no pesaba mucho, pasó por encima de la valla sin siquiera rozar los cascos de botella incrustados en todo el filo superior. La puerta no estaba cerrada con llave por dentro. Sinclair se echó a un lado para dejar paso a McCready y al teniente Haverstock, que penetraron a la vez en el lugar. Los vehículos les siguieron lentamente.
Tres de los hombres vestidos con trajes de safari de color gris, corrieron desesperadamente hacia el portalón de entrada, pero sólo se encontraban a mitad de camino entre la casa y la valla cuando McCready hizo su aparición en el patio. Los hombres se detuvieron en seco y se quedaron contemplando las dos figuras uniformadas de blanco que se dirigían hacia la mansión con paso resuelto. Sinclair había desaparecido como por encanto. Newson entró al patio, corriendo como un gamo, e hizo lo mismo.
McCready subió la escalinata que conducía al pórtico y entró en la casa. Haverstock se quedó atrás, plantado en el pórtico, mirando con fijeza a los tres individuos vestidos con traje de safari color gris. Éstos mantuvieron una prudente distancia. Eddie Favaro y el reverendo Drake, el inspector jefe Jones, los dos sargentos de Policía y los tres agentes se apearon de sus respectivos vehículos y siguieron a McCready dentro de la casa. Un agente de policía se quedó custodiando los vehículos. Haverstock fue a reunirse entonces con los demás en el interior de la casa. Había ahora diez visitantes dentro y uno afuera.
En el amplio salón de recibimiento, los policías se apostaron junto a las puertas y las ventanas. En ese momento se abrió una puerta y por ella apareció Mr. Horatio Livingstone. Contempló a los invasores con expresión de rabia contenida.
—¡No pueden entrar aquí así como así! —vociferó—. ¿Qué significa todo esto?
McCready le alargó su nombramiento.
—¿Tendría la amabilidad de leer esto? —le espetó.
Livingstone lo leyó y lo tiró al suelo, sin contemplaciones. Jones lo recogió y se lo pasó a McCready, el cual volvió a guardárselo en el bolsillo.
—Me gustaría que llamase a todos sus acólitos de las Bahamas, a los siete, para que se presenten aquí con sus pasaportes, si tiene la amabilidad, Mr. Livingstone.
—¿En nombre de qué autoridad? —inquirió bruscamente Livingstone en tono irritado.
—Yo soy la autoridad suprema —replicó McCready.
—¡Imperialista! —gritó Livingstone—. Dentro de quince días, yo seré quien ejerza la autoridad suprema en estas islas, y le juro que entonces…
—Si se resiste —contestó McCready en tono sereno—, me veré obligado a pedir al inspector jefe Jones que lo detenga por tratar de impedir el cumplimiento de la justicia. Mr. Jones, ¿está usted dispuesto a cumplir con su deber?
—Sí, señor.
Livingstone los contempló a todos con el rostro congestionado por la cólera. Llamó a uno de sus ayudantes, que se encontraba en una habitación contigua, y le impartió la orden recibida de McCready. Uno tras otro, los hombres que vestían trajes de safari fueron apareciendo. Favaro se dirigió a cada uno de ellos y les cogió el pasaporte de las Bahamas. Luego se los entregó todos a McCready.
Éste los examinó uno a uno y se los fue pasando a Haverstock. El teniente iba haciendo gestos de desaprobación a medida que los veía.
—Todos esos pasaportes son falsos —dijo McCready—. Parecen buenos, pero todos han sido falsificados.
—¡Eso no es cierto! —vociferó Livingstone—. Son perfectamente válidos.
En realidad, el hombre tenía razón. No habían sido falsificados, sino obtenidos gracias a un soborno de una cuantía nada despreciable.
—No —sentenció McCready—. Estos hombres no son de las Bahamas. Así como tampoco usted es un socialista democrático, sino un comunista convencido, al servicio de Fidel Castro desde hace muchos años, y estos hombres que lo rodean son agentes cubanos. Ese tal Mr. Brown, que está ahí es, en realidad, el capitán Hernán Moreno, de la Dirección General de Información, o la DGI, el organismo cubano equivalente al KGB ruso. Los demás, que ustedes han elegido por ser de pura raza negra y porque hablan fluidamente el inglés, también son cubanos y miembros de la DGI. Los arrestaré a todos por haber entrado de manera ilegal en las islas Barclay, y a usted por complicidad e instigación.
Moreno fue el primero en echar mano a su pistola. Llevaba el arma a la espalda, sujeta con el cinturón y cubierta por su chaqueta de safari, con la que todos escondían sus armas. El hombre hizo gala de una extraordinaria rapidez, y logró llevarse la mano a la espalda para empuñar su «Makarov» antes de que nadie en el salón de recepciones pudiera hacer un movimiento para impedírselo. Pero el cubano se detuvo cuando escuchó la áspera voz de alguien que le gritaba desde lo alto de la escalera que conducía al piso de arriba.
—¡Fuera la mano o serás fiambre!
Hernán Moreno captó el mensaje en el último momento. Dejó de mover la mano y se quedó rígido. Lo mismo hicieron los otros seis, que ya estaban dispuestos a seguir su ejemplo.
Sinclair hablaba un español muy fluido y hacía uso de muchos giros coloquiales. En ese contexto prefirió la palabra «fiambre» a la de «cadáver» o a decirle que le iba a matar o a pegarle un tiro.
Los dos sargentos se encontraban en lo alto de la escalera, codo con codo, tras haber entrado en la casa por las ventanas del primer piso. Sus bolsitas de turista estaban vacías, pero no así sus manos. Cada uno de ellos empuñaba un pequeño pero eficaz fusil ametrallador del tipo «Heckler and Koch» MP-5.
—Esos hombres —apuntó McCready en tono condescendiente— no están acostumbrados a errar el blanco. Y ahora tenga la amabilidad de ordenar a los suyos que pongan las manos detrás de la cabeza.
Livingstone permaneció en silencio. Favaro se le acercó y le metió el cañón de su revólver por la gran ventanilla izquierda de su nariz.
—Tres segundos —le susurró al oído—, y tendré un desgraciado accidente.
—¡Haced lo que os manda! —ordenó Livingstone con voz ronca.
Se alzaron entonces catorce manos, que permanecieron en alto. Los tres agentes de Policía fueron dando la vuelta, mientras incautaban las siete pistolas.
—¡Cacheadlos! —ordenó McCready.
Los sargentos de la Policía registraron a los cubanos. Descubrieron también dos navajas con fundas de cuero.
—¡Registrad la casa! —dijo McCready.
Los siete cubanos fueron alineados de cara a la pared, con las manos detrás de la nuca. Livingstone se había sentado en un sillón de mimbre y era vigilado por Favaro. Los miembros de las Fuerzas Especiales policíacas siguieron apostados en lo alto de la escalera, en previsión de alguna tentativa de fuga en masa. No se produjo. Los cinco agentes de la Policía local registraron la casa.
Descubrieron una gran cantidad de armas de fuego, una gran suma de dinero en dólares estadounidenses, más otra gran suma en libras de las Barclay y una potente radio de onda corta con decodificador incorporado.
—Mr. Livingstone —dijo McCready—, puedo pedir al inspector jefe Jones que acuse a sus colaboradores de haber violado numerosas leyes británicas; tenemos pasaportes falsos, entrada ilegal en territorio británico, tenencia ilícita de armas…, en fin, una larga lista. Pero en vez de eso voy a expulsarlos en calidad de extranjeros indeseables. Ahora, en este mismo momento. Si lo desea, puede quedarse aquí, solo. Usted es, a fin de cuentas, ciudadano de las Barclay por nacimiento. Sin embargo, deberá responder a los cargos de complicidad e incitación; así que, para serle franco, se encontrará mucho más seguro si vuelve allí donde tendría que estar, a Cuba.
—¡Apruebo eso! —rezongó el reverendo Drake.
Livingstone hizo un gesto de asentimiento.
En fila india los cubanos fueron conducidos hasta la segunda de las camionetas que les estaba esperando en el patio. Tan sólo uno de ellos trató de oponer resistencia. En su intento de fugarse, tiró al suelo a uno de los policías locales, que había tratado de interceptarlo. El inspector jefe Jones reaccionó con asombrosa rapidez. Se sacó del cinto la corta cachiporra de madera de acebo, conocida por dos generaciones de policías británicos como «el acebo», y un fuerte golpe seco se oyó cuando la porra se estrelló contra la cabeza del cubano. El hombre cayó de rodillas, completamente atolondrado.
—¡No haga eso! —le amonestó el inspector jefe Jones.
Los cubanos y Horatio Livingstone se amontonaban ahora, sentados sobre el piso de la camioneta, mientras el sargento Newson, inclinado sobre el respaldo del asiento delantero, les apuntaba con su fusil ametrallador. La comitiva formó de nuevo el cortejo y avanzó lentamente por la calle principal de Shantytown en dirección al puerto de pescadores de Port Plaisance. McCready dio orden de que mantuviesen una marcha lenta para que centenares de isleños de las Barklay pudieran ver lo que ocurría.
En los muelles de los pescadores ya la Gulf Lady esperaba con los motores encendidos. En popa llevaba una amarra a la que iba sujeta una chalana, de las que se usan para recoger la basura, a la que habían puesto dos pares de remos.
—Mr. Dobbs —dijo McCready—, tenga la amabilidad de remolcar a estos caballeros hasta los límites de las aguas jurisdiccionales cubanas o hasta que vea alguna patrullera cubana navegando en lontananza. Déjelos entonces a la deriva. Podrán ser llevados a tierra por sus compatriotas o alguna de las brisas que soplan hacia las costas los impulsará hasta su isla.
Jimmy Dobbs miró de reojo a los cubanos. Eran siete en total y había que sumar también a Livingstone.
—El teniente Haverstock le acompañará —le tranquilizó McCready—. Irá armado, como es lógico.
El sargento Sinclair dio a Haverstock el «Colt Cobra» que el reverendo Drake se había negado a usar. Haverstock subió a bordo de la Gulf Lady y se sentó sobre el techo de la cabina, desde donde podía vigilar a los deportados.
—No se preocupe, viejo amigo —le dijo a Dobbs—, si alguno se atreve a moverse, le saltaré, con toda tranquilidad, la tapa de los sesos.
—Mr. Livingstone —dijo McCready, mirando desde arriba a los ocho hombres amontonados en la chalana—, una última recomendación. Cuando llegue a Cuba dígale a Castro que el plan de incluir en su esfera de influencia a las islas Barclay mediante un candidato a las elecciones, que era espía y agente suyo, con la perspectiva, quizá, de anexionar estas islas a Cuba o de convertirlas en un campo de entrenamiento para el movimiento revolucionario internacional, era una idea fantástica en verdad. Pero podría decirle también que ese plan jamás hubiese funcionado. Ni ahora, ni nunca. Tendrá que pensar en algún otro medio para salvar su carrera política. ¡Adiós, Mr. Livingstone! ¡Y no se le ocurra volver por aquí!
Más de un millar de isleños se apelotonaban en los muelles cuando la Gulf Lady dio la vuelta al espigón del rompeolas y puso rumbo hacia alta mar.
—Creo que aún nos queda por realizar una pequeña tarea más, caballeros —dijo McCready.
Entonces el Manipulador se encaminó por el rompeolas de regreso al «Jaguar», avanzando con su reluciente uniforme blanco entre una multitud de curiosos que se apartaban a un lado para dejarle paso.
El portalón de hierro labrado de la finca de Marcus Johnson estaba cerrado con llave. Newson y Sinclair saltaron por la portezuela lateral de la camioneta en que iban, se dirigieron directamente a la muralla y pasaron por encima sin rozar el borde superior del muro. Instantes después, dentro de la finca se oyó un ruido seco, producido por el duro canto de una mano cuando se estrella contra la estructura ósea de una cabeza humana. El motor eléctrico lanzó un zumbido y las dos hojas de la puerta se abrieron de par en par.
Al otro lado del muro, junto a la puerta, a la derecha, había una estrecha caseta con un cuadro de mandos y un teléfono en su interior. Tumbado en el suelo se encontraba un hombre que vestía una camisa playera de brillantes colorines; sus gruesas gafas de sol, hechas añicos, aparecían también en el suelo, junto a él. El hombre fue recogido y arrojado al fondo de la camioneta en la que iban los dos sargentos de policía. Newson y Sinclair se alejaron por el jardín y pronto desaparecieron entre los matorrales.
Marcus Johnson bajaba por la escalinata de baldosas de mármol que conducía a la terraza del pórtico cuando McCready salió a su encuentro. El hombre llevaba puesta una bata de seda.
—¿Podría preguntar qué diablos significa esto? —inquirió indignado.
—Por supuesto —replicó McCready—. Haga el favor de leer esto.
Johnson leyó el nombramiento y se lo devolvió.
—¿Y bien? ¿Acaso he cometido algún crimen? Allana mi domicilio… Londres se enterará de esto, Mr. Dillon. Lamentará su hazaña de esta mañana. Dispongo de abogados…
—¡Estupendo! —exclamó McCready—, pues va a necesitarlos. Y ahora, Mr. Johnson, quiero interrogar a su gente, a sus asesores electorales, a sus colaboradores. Uno de ellos ha tenido la amabilidad de acompañarnos hasta la puerta. ¡Traedlo, por favor!
Los dos sargentos de policía levantaron en vilo al portero, que habían estado sujetando entre los dos, y lo depositaron sobre un sofá.
—¡Los otros siete, si me hace el favor, Mr. Johnson, con sus respectivos pasaportes!
Johnson se encaminó hacia una mesita en la que había un teléfono de ónice y se llevó el auricular al oído. La línea estaba muerta. Colgó entonces el teléfono.
—Trataba de llamar a la Policía —dijo.
—Yo soy la Policía —dijo el inspector jefe Jones—. Tenga la amabilidad de hacer lo que el gobernador le pide.
Johnson se quedó reflexionando y luego llamó a alguien que debía de hallarse en el piso de arriba. Una cabeza apareció en lo alto de la escalera, por detrás de la barandilla. Johnson impartió una orden. Dos hombres que llevaban camisas de brillantes colores aparecieron por la terraza y se colocaron junto a su jefe. Cinco más bajaron desde las habitaciones de la primera planta. Se escucharon entonces varios gritos de mujeres alborotadas. Al parecer habían estado celebrando una francachela en la casa. El inspector jefe Jones fue acercándose a cada uno de los hombres para que le entregasen los pasaportes. El hombre que estaba en el sofá había sacado el suyo del bolsillo.
McCready examinó los pasaportes, uno por uno, sacudiendo la cabeza mientras los estudiaba.
—No son falsificados —dijo Johnson en tono sereno y seguro de sí mismo—, y como bien podrá apreciar, todos mis colaboradores han entrado legalmente en Sunshine. El hecho de que posean la nacionalidad jamaicana es irrelevante.
—No por completo —replicó McCready—, ya que todos se abstuvieron de declarar que tenían antecedentes criminales, lo que es contrario al apartado quinto de la sección cuarta, subsección B-1 de la Ley de Inmigración.
Johnson se le quedó mirando, perplejo, y lo cierto era que tenía razones para estarlo, McCready acababa de inventarse todo el asunto.
—De hecho —dijo McCready, suave—, todos esos hombres son miembros de una organización criminal conocida como los Yard birds.
Los Yard birds habían comenzado como bandas callejeras en los barrios bajos de Kingston, recibiendo su nombre de los patios traseros de las casas, donde se hacían los amos absolutos. Iniciaron su carrera exigiendo tributo a cambio de protección y se ganaron una bien merecida fama por su violencia malévola. Más tarde se convirtieron en proveedores de marihuana y del derivado de la cocaína conocido como crack, y, poco a poco, fueron adquiriendo relevancia internacional. De modo abreviado son conocidos también por los Yardies.
Uno de los jamaicanos se encontraba cerca de una pared contra la que alguien había dejado apoyado un bate de béisbol. Poco a poco fue deslizando una mano hacia el bate. El reverendo Drake advirtió el movimiento del brazo.
—¡Aleluya, hermano! —exclamó con voz serena, mientras le propinaba un golpe.
No le pegó más que una vez. Pero muy duro. Se enseñan muchas cosas en los seminarios baptistas, pero el golpe contundente como medio para convertir a los infieles no es precisamente una de ellas. Al jamaicano se le pusieron los ojos en blanco y cayó al suelo cuan largo era.
El incidente actuó como señal. Cuatro de los seis restantes yardies echaron mano a sus armas, que llevaban en fundas colgadas del cinto por debajo de las camisas playeras.
—¡Quietos! ¡Manos arriba!
Newson y Sinclair habían estado esperando hasta que se quedó vacía la primera planta, con excepción de las jóvenes, y a continuación entraron por las ventanas. Ahora se encontraban en el rellano superior de la escalera, con sus fusiles ametralladores apuntados hacia abajo. Las manos de los hombres de Johnson se inmovilizaron a mitad de camino hacia sus armas.
—No se atreverán a disparar —gruñó el candidato—. También les matarían a ustedes.
Eddie Favaro se echó al suelo, rodó por las baldosas de mármol y se levantó de un salto, justo detrás de Marcus Johnson. Deslizó su mano izquierda hasta la garganta del hombre, se la apretó y le clavó en los riñones el cañón de su «Colt Cobra».
—Pudiera ser —le dijo—, pero tú serías el primero en morir.
—¡Las manos detrás de la nuca, si hacen el favor! —tronó McCready.
Johnson tragó saliva e hizo un gesto de resignación. Los seis yardies levantaron los brazos. Entonces les ordenaron colocarse de cara contra la pared, con las manos en alto. Los dos sargentos de la Policía les quitaron las armas.
—Supongo —gruñó Johnson irritado— que me tachará de yard bird, pero soy un ciudadano honorable de estas islas, un respetable hombre de negocios…
—No —replicó McCready—, falso. Usted es un traficante de cocaína. Así amasó su fortuna. Mediante la venta de narcóticos para el cártel de Medellín. Desde que se fue de estas islas, siendo un adolescente sumido en la miseria, pasó la mayor parte del tiempo en Colombia, o en compañía de gente de muy dudosa reputación, en Europa y Estados Unidos, dedicado al blanqueo del dinero proveniente de la cocaína. Y ahora, si tiene la amabilidad, me gustaría conocer a su director ejecutivo, al colombiano Mendes.
—Jamás he oído hablar de él. No conozco a ese hombre —replicó Johnson.
McCready sacó una fotografía y se la plantó delante de la nariz.
Los ojos de Johnson parpadearon, temblorosos.
—Éste es Mr. Mendes —le espetó McCready—, o como quiera que se llame ahora.
Johnson permaneció en silenció. McCready miró hacia, arriba e hizo un gesto a Newson y a Sinclair. Los dos habían visto ya aquella foto. Los soldados desaparecieron del rellano de la escalera. Momentos después se oyeron en el piso de arriba dos detonaciones seguidas, producidas por un arma de fuego, y una serie de gritos de mujer.
Tres chicas, con aspecto de iberoamericanas, aparecieron en lo alto de la escalera y se precipitaron escalones abajo. McCready ordenó a dos de los agentes de Policía que se las llevasen al jardín y las custodiasen. Sinclair y Newson salieron a continuación al rellano, empujando por delante a un individuo de mala catadura. Era un hombre enjuto y de tez cetrina, con el cabello negro y lacio peinado hacia atrás. Los sargentos le dieron un empellón para que bajase por las escaleras, mientras ellos se quedaban arriba.
—Podría acusar a sus jamaicanos de una larga serie de delitos perpetrados en estas islas —dijo McCready, dirigiéndose a Johnson—, pero lo cierto es que ya he reservado nueve plazas en el vuelo de la tarde para Nassau. Me parece que la Policía de las Bahamas será más que feliz al tener el honor de proporcionarles escolta hasta el avión que parte para Kingston. En Kingston les estarán esperando. ¡Registrad la casa!
El resto de los policías locales procedió al registro de la mansión. Encontraron a dos prostitutas más escondidas debajo de una cama, amén de armas y una gran cantidad de dólares. Y en el dormitorio de Johnson, algunos gramos de un polvo blanco.
—Hay medio millón de dólares —susurró Johnson al oído de McCready cuando vio el maletín de diplomático que portaba uno de los policías—. Déjeme ir, y serán suyos.
McCready cogió el maletín y se lo entregó al reverendo Walter Drake.
—Reparta eso entre las instituciones de beneficencia de la isla —dijo McCready, entre los gestos de aprobación de Drake—. ¡Quemad la cocaína!
Uno de los policías cogió los paquetes y salió al jardín a preparar una hoguera.
—¡Vámonos! —ordenó McCready.
A las cuatro de la tarde, el avión de Nassau se encontraba en la pista de aterrizaje con los motores encendidos y las hélices girando. Los ocho yardies, todos debidamente esposados, fueron conducidos a bordo por dos sargentos de la Policía de las Bahamas que habían llegado a detenerlos. Marcus Johnson, con las manos esposadas a la espalda, estaba de pie en la pista, esperando el momento de subir a bordo del avión.
—Después de que Kingston le haya extraditado a Miami, usted podrá hacer llegar un mensaje a Mr. Ochoa, o a Mr. Escobar, o a quienquiera que sea la persona para la que usted trabaja —dijo McCready—. ¿No le parece?
»Dígale que el plan de apoderarse de las islas Barclay mediante un mandatario era una idea por demás brillante. La perspectiva de poseer aquí guardacostas propios, agentes de aduana y Policía de un Estado nuevo, de utilizar a capricho los pasaportes diplomáticos, de poder enviar a Estados Unidos lo que se les apeteciera en las valijas diplomáticas, de poder construir refinerías de droga y disponer de depósitos de almacenamiento en completa libertad, de fundar Bancos para el blanqueo de dinero con total impunidad…, dígale que todo eso era muy ingenioso. Al igual que los ingentes beneficios que darían para los peces gordos los casinos de juego, los burdeles, etcétera.
»De todos modos, si puede hacerle llegar un mensaje, dígale también de mi parte que la idea no le hubiese dado resultado. No en estas islas.
Cinco minutos después, la rechoncha caja del avión se levantaba por los aires, ladeaba un ala y ponía rumbo hacia las costas de Andros. McCready se encaminó hacia un «Cessna» de siete plazas que estaba estacionado detrás del hangar.
Los sargentos Newson y Sinclair ya estaban a bordo del aparato, acomodados en la última fila de asientos, con sus bolsas de golosinas escondidas detrás de sus piernas, dispuestos a regresar a Fort Bragg. Frente a ellos iba sentado Francisco Mendes, cuyo auténtico nombre colombiano se había convertido ahora en algo más concreto. Llevaba las muñecas esposadas al respaldo de su asiento. El hombre se inclinó hacia el hueco de la puerta y miró hacia abajo.
—No puede expulsarme —dijo en un inglés extraordinariamente correcto—. Puede detenerme y esperar a que Estados Unidos exija mi extradición. Eso es todo lo que puede hacer.
—Y lo que podría durar muchos meses —replicó McCready—. Fíjese, querido amigo, usted no ha sido detenido, simplemente se le expulsa de la isla. —McCready se volvió hacia Eddie Favaro y añadió—: Confío en que usted no tenga nada en contra de darle un puesto en el avión que le llevará a Miami. Podría ocurrir muy bien, claro está, que en el momento del aterrizaje reconociese súbitamente a ese individuo como a alguien buscado por la Policía de Metro-Dade. Si tal cosa ocurre, ya estará en las garras del tío Sam.
Se despidieron con un apretón de manos y el «Cessna» rodó hasta la pista de aterrizaje, dio la vuelta, se detuvo y se lanzó a toda marcha. Segundos después sobrevolaba el mar y ponía rumbo al Noroeste, en dirección a Florida.
McCready se dirigió a paso lento hacia el «Jaguar», donde le estaba esperando Oscar. Ya era hora de volver al palacio de gobernación, cambiarse de ropa y colgar en el ropero del difunto gobernador su uniforme blanco.
Cuando McCready llegó al palacio, el superintendente jefe de detectives Hannah se encontraba en el despacho de Sir Marston Moberley, donde había recibido una llamada desde Londres. McCready se deslizó escaleras arriba y bajó al cabo del rato vistiendo su arrugado traje tropical. Hannah salió a toda prisa del despacho, llamando a gritos a Oscar para que le tuviese preparado el «Jaguar».
Aquel lunes, Alan Mitchel había estado trabajando hasta las nueve de la noche antes de coger el teléfono y llamar a Sunshine, donde no eran más que las cuatro de la tarde. Hannah atendió la llamada con gran irritación. Se había pasado toda la tarde en el despacho, esperándole.
—Es francamente notable —dijo el especialista en balística—. Una de las balas más extraordinarias que he examinado en mi vida. Y en verdad que jamás había visto una bala parecida que haya sido utilizada para un asesinato.
—¿Y qué tiene de extraño esa bala? —inquirió Hannah.
—Pues bien, el plomo, para empezar por ahí. En fin, es extraordinariamente viejo. Con esa peculiar consistencia molecular, ese tipo de plomo dejó de producirse a comienzos de la década de los veinte. Lo mismo reza para la pólvora. Algunos pocos restos de la misma permanecían aún en el proyectil. Se trata de un compuesto químico que fue introducido en 1912 y que dejó de fabricarse a principios de 1920.
—¿Pero qué pasa con el arma? —insistió Hannah.
—Pues ése es el meollo de la cuestión —contestó el científico desde Londres—. El arma hace juego con la munición usada. El proyectil tiene una marca completamente inconfundible, como una firma autógrafa, como una huella dactilar. Es única. Tiene exactamente siete acanaladuras que giran en espiral en el sentido de las manecillas del reloj, producidas por el paso del proyectil al salir por el cañón del revólver. No hay ninguna otra arma de fuego que deje esas siete acanaladuras girando de esa forma. ¿No le parece asombroso?
—Maravilloso —replicó Hannah—. ¿Así que sólo un tipo de arma ha podido ser utilizada para efectuar esos disparos? Excelente. Y ahora, Alan, ¿qué tipo de arma es?
—¿Cómo dices? Pues la «Webley 4.55», claro está. No hay nada que se le parezca.
Hannah no era un experto en armas de fuego. A simple vista no hubiese distinguido una «Webley 4.55» de una «Colt 44 Magnum». Ni siquiera mirándolas de cerca, para decir la verdad.
—Todo eso está muy bien, Alan, pero ahora dime: ¿qué tiene la «Webley 4.55» que sea tan especial?
—Pues su antigüedad. Es más vieja que Matusalén. Fue fabricada por primera vez en 1912, y dejó de producirse en 1920. Se trata de un revólver con un cañón extraordinariamente largo, lo que es característica exclusiva de ese modelo. Nunca llegaron a ser muy populares, debido al estorbo que representaba ese cañón tan alargado. Aunque eran muy exactos y de fiar, por la misma razón. Fueron utilizados como armas de reglamento por los oficiales británicos que combatieron en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. ¿No has visto nunca uno de ésos?
Hannah le dio las gracias y colgó el auricular.
—¡Oh, sí! Desde luego que he visto uno —murmuró.
Cruzaba a grandes zancadas el vestíbulo cuando advirtió la presencia de aquel extraño hombrecillo del Ministerio de Asuntos Exteriores llamado Dillon.
—¡Use el teléfono si así lo desea! ¡Está libre! —le gritó.
Hannah se precipitó al patio y se montó en el «Jaguar».
Cuando le hicieron pasar, Miss Coltrane se encontraba sentada en su silla de ruedas, en el centro de la sala de estar. La anciana saludó al detective londinense, dándole la bienvenida con una amplia sonrisa.
—¿Qué hace usted por aquí, Mr. Hannah? ¡Qué alegría verle de nuevo! —dijo la anciana—. ¿No quiere sentarse y tomar una tacita de té?
—Se lo agradezco mucho, Lady Coltrane, pero creo que preferiría permanecer de pie. Me temo que tendré que hacerle algunas preguntas. ¿Ha visto alguna vez en su vida un revólver llamado «Webley 4.55»?
—¿Cómo me pregunta eso ahora? En fin, no creo haberlo visto —contestó la anciana con voz melosa.
—Me tomo la libertad de ponerlo en duda, señora. En realidad usted tiene un arma de ese tipo. El viejo revólver de reglamento de su difunto esposo. Lo tiene allí, en esa vitrina de los trofeos. Y me temo que habré de tomar posesión de esa prueba de importancia tan trascendental.
El detective giró sobre sus talones y se encaminó hacia el armario con puerta de cristal en el que se exhibían los recuerdos. Y allí estaban todos, en efecto: medallas, insignias, nombramientos, pertrechos guerreros. Pero dispuestos de forma distinta. Entre algunos de esos objetos podía apreciarse una mancha grasienta que indicaba el lugar donde había estado colgado otro de los trofeos. Hannah se volvió.
—¿Qué ha pasado aquí, Lady Coltrane? —inquirió el detective en un tono que denotaba tirantez.
—Mi querido Mr. Hannah, estoy segura de que ignoro de qué está usted hablando.
No había nada que Hannah odiase más en este mundo que perder un caso, y sentía que ése se le escapaba de entre las manos. El arma o un testigo ocular, él necesitaba una de las dos cosas. A través de las ventanas podía ver el mar azul oscureciéndose bajo la desvaneciente luz del atardecer. Allá lejos, en alguna parte, en las profundidades del inmenso océano, descansaría un «Webley 4.55». Era algo que sabía con certeza. Pero, con una mancha grasienta, no podría presentar el caso ante ninguna corte de justicia.
—Estaba aquí, Lady Coltrane. El jueves, cuando vine a visitarla. Estaba aquí, dentro de esa vitrina.
—Pues no, Mr. Hannah, tiene que haberse equivocado. Jamás he visto en mi vida ningún… ¿Wembley?
—Webley, Lady Coltrane. Wembley es el nombre de esa barriada londinense, famosa por su campo de fútbol.
Hannah tuvo el presentimiento de que había perdido esa partida por seis goles a cero.
—Dígame, Mr. Hannah, ¿qué es exactamente lo que sospecha de mí? —preguntó la anciana.
—No sospecho, señora, tengo la certeza. Sé todo lo ocurrido. El que pueda probarlo o no es harina de otro costal. El martes de la semana pasada, a esta hora aproximadamente, Firestone, con esos gigantescos brazos que tiene, la levantó a usted en vilo, sentada en su silla de ruedas, y la colocó en la parte trasera de la furgoneta, tal como hizo el sábado cuando usted fue de compras. Llegué a pensar que quizás usted no saldría nunca de esta casa; pero con la ayuda de Firestone, claro que puede hacerlo.
»Luego condujo la furgoneta hasta el sendero que pasa por detrás de la residencia del gobernador, la dejó a usted en el camino, y él, con sus propias manos, forzó el candado de la puerta de hierro. Pensé que para eso harían falta un jeep y una cadena, pero ese hombre es capaz de hacerlo, claro está. Debería de haberme dado cuenta la primera vez que lo vi. Pero lo pasé por alto. Mea culpa.
»Luego empujó la silla de ruedas por la puerta abierta y la dejó a usted en el jardín. Estoy convencido de que usted llevaba el «Webley» escondido en su regazo. Bien es verdad que era un arma muy antigua, pero había sido engrasada durante todos esos años y aún conservaba dentro las municiones. Con un cañón corto jamás hubiese acertado a Sir Moberley, ni siquiera empuñando el arma con las dos manos. Pero ese «Webley», tenía un cañón muy largo, de gran precisión en el tiro.
»Y usted no es precisamente una novata en el manejo de las armas. Me dijo que había conocido a su marido durante la guerra. Pero no me explicó que había sido en un hospital de los maquis, en la Francia ocupada por los nazis. Él era oficial de enlace de las Fuerzas Especiales británicas, y usted, según creo, pertenecía al Departamento de Servicios Estratégicos estadounidense.
»El primer disparo erró el blanco, y la bala fue a estrellarse contra el muro. El segundo realizó su trabajo, pero el proyectil quedó incrustado en una caja de alambre llena de mantillo. Allí fue donde lo encontré. En Londres han logrado identificarlo hoy mismo. La bala es inconfundible. Sólo ha podido ser disparada con una «Webley 4.55», como la que usted tenía en esa vitrina.
—¡Oh, mi querido y pobre Mr. Hannah! Se trata de una historia maravillosa; pero, dígame: ¿puede probarla?
—No, Lady Coltrane, no puedo. Necesito el arma, o el testimonio de un testigo. Podría jurar que al menos una docena de personas ha tenido que verlos, a usted y a Firestone, cuando iban por el camino, pero ninguna de ellas testificará jamás. No en contra de Miss Coltrane. No en Sunshine. Sin embargo, hay dos cosas que me tienen intrigado. ¿Por qué? ¿Por qué asesinar a aquel antipático gobernador? ¿Quería usted que viniese aquí la Policía?
La anciana sonrió y denegó con la cabeza.
—La Prensa, Mr. Hannah. Siempre husmeándolo todo, siempre haciendo preguntas, siempre investigando y descubriendo los entretelones. Siempre tan suspicaces de cualquiera que se dedique a la política…
—Sí, por supuesto, los hurones de los medios de comunicación.
—¿Y la otra cosa que le intriga, Mr. Hannah?
—¿Quién le dio el aviso, Lady Coltrane? El martes por la noche, usted volvió a poner el arma en la vitrina. Allí se encontraba el jueves. Y ahora ha desaparecido. ¿Quién le dio el aviso?
—Mr. Hannah, transmita mis cariñosos saludos a Londres cuando vuelva a esa ciudad, que no he visto desde los grandes bombardeos alemanes, entre 1940 y 1942, ¿sabe? Y que ya no volveré a ver más.
Desmond Hannah se hizo llevar por Oscar de vuelta a la plaza del Parlamento, y lo despidió frente a la Jefatura de Policía; el chófer tendría que limpiar bien el «Jaguar» para tenerlo a punto cuando el nuevo gobernador llegase al día siguiente. «¡Ya era hora de que reaccionase el Gobierno de Su Majestad!» —se dijo. Comenzó a cruzar la plaza en dirección al hotel.
—¡Buenas tardes, Mr. Hannah!
El detective se volvió. Una persona que le era completamente desconocida le sonreía y le saludaba.
—¡Eh…, buenas tardes!
Dos jóvenes bailaban en medio de una gran polvareda* delante del hotel. Uno de ellos llevaba un reproductor de cintas colgado del cuello. Tenía puesta una con una selección de calipsos. Hannah no reconoció la balada. Era La libertad viene, al igual que se va. Pero sí reconoció, sin embargo, El dominguito, cuyos sones salían del bar del hotel. Advirtió entonces que en los cinco días que llevaba en la isla no había visto tocar a ningún conjunto típico del Caribe ni había escuchado un calipso.
Las puertas de la iglesia anglicana estaban abiertas de par en par; el reverendo Drake ensayaba en su pequeño órgano. Interpretaba en esos momentos el Gaudeamus igitur. Cuando subía por la escalinata del hotel se dio cuenta de que por las calles imperaba una atmósfera de frivolidad. Pero no era ése precisamente el sentimiento que le embargaba en esos instantes. El detective tenía que redactar ciertos informes de gran seriedad. Después de una última llamada a Londres, a altas horas de la noche, decidió que emprendería el vuelo de regreso a Inglaterra por la mañana. Ya no había nada más que pudiera hacer allí. Odiaba perder un caso, pero sabía que ése se quedaría en los archivos. Viajaría a Nassau en el mismo avión en el que llegaría el nuevo gobernador y luego volaría a Londres.
Cruzó la terraza del bar para entrar al hotel y fue entonces cuando se topó de nuevo con ese hombre llamado Dillon, cómodamente sentado y saboreando una cerveza. «¡Qué tipo tan extraño! —se dijo mientras subía las escaleras—. Siempre haraganeando en todas partes, como si esperase a alguien. Pero nunca con la apariencia de no estar haciendo nada».
El martes por la mañana, un «Havilland Devon», proveniente de Nassau, se acercó con ruido atronador a Sunshine, aterrizó y depositó en tierra al nuevo gobernador, a Sir Crispian Rattray. Desde la sombra que el hangar le brindaba, McCready observó al anciano diplomático, impecablemente vestido con un traje de lino color crema y la cabeza cubierta por un panamá blanco del que le colgaban flotantes mechones de plateados cabellos, cuando éste descendía del avión para ir a reunirse con el comité de recepción que le daba la bienvenida.
El teniente Haverstock, ya de vuelta de su odisea marinera, le presentaba a algunas de las personalidades de las islas, entre los que se contaban el doctor Caractacus Jones y su sobrino, el inspector jefe Jones. Oscar también estaba allí con su «Jaguar» recién limpiado y, después de las presentaciones de rigor, la pequeña comitiva se dirigió a Port Plaisance.
Sir Rattray descubriría muy pronto que tenía bien poca cosa que hacer. Al parecer, los dos candidatos habían mandado al diablo sus candidaturas y se habían marchado de vacaciones. Haría un llamamiento para que se presentasen otros candidatos. Pero nadie se presentaría; el reverendo Drake se encargaría de que eso no ocurriera.
Con las elecciones de enero ya pospuestas, el Parlamento británico tendría que reconsiderar el caso, y, bajo la presión de la oposición, el Gobierno se vería obligado a reconocer que la celebración de un referéndum en el mes de marzo quizá sería lo apropiado. Pero todo eso pertenecía al futuro.
Desmond Hannah subió a bordo del vacío «Havilland Devon» que le llevaría a Nassau. Desde lo alto de la escalerilla echó una mirada a su alrededor. Y allí estaba aquel extraño individuo llamado Dillon, sentado a la sombra, con sus maletas y su maletín diplomático, esperando a alguien al parecer. Hannah no le saludó. Tenía la intención de mencionar a ese tal Mr. Dillon en cuanto llegase a Londres.
Diez minutos después de que despegara el «Havilland Devon» el aereotaxi de Miami que McCready había contratado aterrizaba. Tenía que devolver el teléfono portátil y dar las gracias a unos cuantos amigos en Florida antes de coger el avión para Londres. Estaría de vuelta justamente para las Navidades. Pasaría esas fiestas solo en su apartamento de Kensington. Quizá se diese una vuelta por el Club de las Fuerzas Especiales para tomarse una copa con algunos viejos camaradas.
El «Piper» emprendió vuelo y McCready pudo ver por última vez la amodorrada ciudad de Port Plaisance, que despertaba a sus quehaceres cotidianos bajo los rayos del sol naciente. Divisó también el monte Spyglass, cuando se alejaba con rapidez allá abajo, y vio en su cima una villa de color rosa.
El piloto dio un nuevo giro para poner rumbo hacia Miami. Un ala se inclinó, y McCready miró hacia el interior de la isla. En un camino polvoriento, un chiquillo moreno miró hacia arriba y agitó los brazos en señal de adiós. McCready saludó a su vez. «Con suerte —pensó—, ese niño crecería sin haber tenido que vivir bajo el yugo de la bandera roja y sin haberse dedicado a esnifar cocaína por la nariz».