CAPÍTULO V

En la ciudad de Kingston, Mr. Sean Whittaker había tenido un recibimiento harto notable esa mañana. Había llegado tarde a su ciudad yéndose directamente a su apartamento. Y a la mañana siguiente, poco después de las siete, había recibido la primera llamada. Por el acento, era la voz de un norteamericano.

—¡Muy buenos días, Mr. Whittaker! Espero no haberle despertado.

—No, no del todo. ¿Quién es usted?

—Me llamo Milton. Milton a secas. Tengo entendido que posee algunas fotografías que le interesaría mostrarme.

—Eso depende de a quién he de mostrárselas —replicó Whittaker.

Del otro extremo de la línea le llegaron unas risitas apagadas.

—¿Por qué no nos encontramos en alguna parte? —inquirió Whittaker.

Milton le dio cita en una plaza pública, y los dos se reunieron una hora después. El estadounidense no tenía el aspecto de ser, como era, director de la delegación extranjera en Kingston de la DEA. Por su aire informal, más bien parecía un joven académico salido de alguna Universidad.

—Discúlpeme por lo que voy a preguntarle —dijo Whittaker—, pero ¿podría darme usted fe de la legitimidad de todo esto?

—Tenga la amabilidad de acompañarme en mi coche —replicó el norteamericano.

Se dirigieron entonces a la Embajada de Estados Unidos. Milton no tenía las oficinas de su cuartel general en la Embajada, pero también allí era persona grata. El hombre mostró su documento de identidad a un marine que estaba tras un escritorio dentro del edificio, y que condujo a Whittaker a un despacho auxiliar que había en la Embajada.

—Está bien —dijo Whittaker—, usted es diplomático estadounidense.

Milton no se molestó en corregirle. Le dirigió una sonrisa y le pidió que le mostrase las fotografías. Aunque las examinó todas, sólo una de ellas llamó poderosamente su atención.

—Bien, bien —dijo—, ¿conque esto es lo que se está fraguando?

Milton abrió su valija diplomática y sacó un grupo de carpetas de entre las que cogió una. La fotografía que estaba pegada en la primera página del expediente había sido tomada hacía algunos años, con teleobjetivo y, según parecía, a través de la rendija de una cortina. Pero no había duda de que el hombre era el mismo que se veía en la fotografía reciente que estaba sobre el escritorio.

—¿Quiere saber quién es? —preguntó a Whittaker.

Era una pregunta innecesaria por demás. El reportero británico comparó las dos fotografías e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Pues bien, comencemos por el principio —dijo Milton, que comenzó a leerle a continuación el contenido del expediente; no el texto completo, por supuesto, pero sí lo suficiente como para hacer que Whittaker empezara a tomar notas con furiosa febrilidad.

El hombre de la DEA se mostró concienzudo. Le ofreció amplios detalles acerca de la carrera comercial del hombre fotografiado, reuniones mantenidas, cuentas bancarias abiertas, operaciones realizadas, seudónimos utilizados, mercancías que habían pasado por sus manos y las ganancias que había blanqueado. Cuando Milton terminó su informe, Whittaker se retrepó contra el respaldo de la silla.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Podría referirme a usted como mi fuente de información?

—En su lugar, yo no daría como fuente a un tal Mr. Milton —contestó el estadounidense—. Refiérase a a los cargos dentro de la DEA…, lo que sería más que suficiente.

Milton acompañó a Whittaker hasta la entrada principal. Al despedirse de él en la escalera le hizo una última sugerencia:

—¿Por qué no se acerca con el resto de las fotografías a la Comisaría de Kingston? A lo mejor resulta que lo están esperando.

Cuando llegó al edificio de la Policía, Sean Whittaker, que no salía de su asombro, fue conducido de inmediato al despacho del comisario Foster, el cual se encontraba solo en su inmensa oficina con aire acondicionado, desde la que disfrutaba de una impresionante vista panorámica de toda la ciudad. Después de saludar a Whittaker, el comisario apretó un botón de su interfono y rogó al capitán Gray que acudiera a su despacho. El director de la Brigada de Investigación Criminal se reunió con ellos pocos minutos después. Llevaba consigo un montón de carpetas.

Los dos jamaicanos examinaron detenidamente las fotografías que Whittaker les enseñó de los ocho guardaespaldas vestidos con camisas playeras de brillantes colorines. Pese a las gruesas y oscuras gafas de sol que utilizaban para cubrirse los ojos, el capitán Gray no titubeó un momento. Abrió una serie de carpetas y se puso a identificar a los hombres uno tras otro. Whittaker tomaba nota de todo.

—¿Puedo referirme a ustedes como mi fuente de información, caballeros? —preguntó.

—Por supuesto que sí —respondió el comisario—. Todas estas personas tienen una larga carrera de crímenes a sus espaldas. Sobre tres de ellos pesa aquí orden de búsqueda y captura. Puede dar mi nombre si lo desea. No tenemos nada que ocultar. Ésta es una reunión de carácter oficial.

Para el mediodía, Whittaker tenía ya listo el reportaje. Utilizó los canales habituales para enviar a Londres sus fotografías y el texto de su historia, y después mantuvo una larga conferencia telefónica con el redactor jefe del servicio de noticias en Londres, el cual le aseguró que su material gozaría de una buena difusión al día siguiente. No le pusieron objeción alguna por el monto de sus honorarios, al menos por esa vez.

En Miami, Sabrina Tennant se había alojado en el «Hotel Sonesta Beach», donde había reservado habitaciones la noche anterior. La mañana del sábado, poco antes de las ocho, la llamaron por teléfono y le dieron una cita en un bloque de oficinas situado en el centro de Miami. Allí no se encontraba precisamente el cuartel de la CIA, pero se trataba de un edificio franco.

La condujeron a un despacho, donde se encontró con un hombre que la acompañó hasta una sala de proyecciones en la que había algunos aparatos de televisión. Allí pasaron por pantalla tres de sus cintas de vídeo, que también contemplaron otros dos hombres, sentados en la semipenumbra, que habían omitido el presentarse y que no dijeron ni una palabra.

Después de la proyección de las cintas, Miss Tennant fue conducida de nuevo al primer despacho, donde le sirvieron café y la dejaron sola durante un buen rato. Cuando el agente al que había conocido primero volvió, éste le dijo que podía llamarle Bill, y le pidió que le mostrase las instantáneas que habían tomado en los muelles del mitin político celebrado el día anterior.

En los vídeos, el cámara no había concentrado su atención en los guardaespaldas de Horado Livingstone, por lo que éstos aparecían como figuras periféricas. Pero en las instantáneas, los rostros de los hombres ocupaban todo el recuadro del negativo. Bill abrió una serie de carpetas y le mostró otras fotografías de los mismos hombres.

—Ése de ahí —dijo—, el que está junto a la camioneta, ¿sabe usted cómo se llama?

—Brown —respondió la periodista.

Bill se echó a reír.

—¿Y sabe usted qué palabra española significa brown? —preguntó.

—No.

—«Moreno». En este caso: Hernán Moreno.

—La Televisión es un medio de comunicación eminentemente visual —dijo Sabrina—, así que las imágenes pueden narrar una historia mejor que las palabras. ¿Podría darme esas fotografías suyas para compararlas con las mías?

—Ya he mandado que le hagan las copias —dijo Bill—, y también las haremos de las de usted.

Su cámara, que había tenido que quedarse esperando en la calle, dentro del taxi, discretamente hizo algunas fotos del bloque de oficinas. Nadie se lo impidió. Él creyó haber fotografiado el Cuartel General de la CIA en Miami. Pero no fue así.

Cuando regresaron al «Hotel Sonesta Beach», Sabrina Tennant cogió el taco de fotografías, tanto las propias como las que los de la CIA le habían dado —haciendo una extraordinaria excepción y habiéndolas sacado de sus archivos secretos—, y las esparció encima de una mesa en un salón para banquetes que había alquilado al hotel, mientras que el cámara filmaba una película de todas ellas. Miss Tennant preparó una auténtica escenificación, utilizando como telón de fondo una de las paredes del salón para banquetes, en la que había colgado un gran retrato del presidente Bush, que le había sido prestado cortésmente por el director del hotel. Aquello sería más que suficiente para dar la impresión de que estaban filmando dentro de un sanctasanctórum de la CIA.

Poco después, en el curso de esa misma mañana, la pareja encontró una cala desierta al bajar por un caminillo cercano a la autopista N.° 1 de Estados Unidos, y allí la periodista montó otra puesta en escena para que su cámara lo rodase, esta vez adornada con blancas y relucientes arenas, palmeras meciéndose y un espléndido mar azul, lo que pretendía ser una réplica exacta de una playa en Sunshine.

Al mediodía, utilizando la vía satélite con Londres, envió todo su material a la «British Satellite Broadcasting» en Londres. También ella mantuvo una larga conferencia telefónica con el redactor jefe de los servicios informativos mientras los de la sección de montaje habían comenzado ya a preparar el documental. Cuando los técnicos hubieron terminado, se disponía de un reportaje de quince minutos de duración que daba la impresión de haber sido rodado teniendo una sola idea en la cabeza: la intención de ofrecer de forma deliberada un auténtico ejemplo de lo que es el periodismo cuando se trata de poner al descubierto los entretelones de un gran escándalo.

El jefe de redacción ordenó que cambiasen el orden en la transmisión de noticias del informativo Cuenta Atrás, que era televisado los domingos a la hora del almuerzo, y después volvió a llamar por teléfono a Florida.

—Es un auténtico bombazo —dijo—. ¡Muy bien hecho, cariño!

McCready también había estado muy atareado. Se pasó buena parte de la mañana pegado a su teléfono portátil, haciendo llamadas a Londres, y también a Washington.

En Londres se puso en comunicación con el director del Regimiento del Servicio Especial de las Fuerzas Áereas, a quien encontró en el cuartel del Duque de York, en King’s Road, en Chelsea. El joven y estirado general escuchó lo que McCready le pedía.

—Bien, puedo decirte que lo haré —dijo el general—. En estos momentos tengo a dos de esos hombres dando unas conferencias en Fort Bragg. Pero necesitaré una autorización.

—No hay tiempo para eso —replicó McCready—. Dime una cosa, ¿no les deben algunas vacaciones?

—Supongo que sí —contestó el director.

—¡Estupendo! En ese caso les ofrezco a ambos tres días de descanso y recreación, tomando el sol en esta isla. En calidad de invitados míos, en plan privado. ¿Qué puede haber más honesto que lo que te propongo?

—Sam —dijo el general—, no eres más que un viejo bribón taimado. Ya veré qué puedo hacer. Pero estarán de vacaciones, ¿entendido? Para tomar el sol y nada más.

«¡No lo permita Dios!», se dijo McCready para sus adentros.

Cuando aún faltaban siete días para las Navidades, los ciudadanos de Port Plaisance se preparaban esa tarde para la inminente celebración de las fiestas.

Pese al calor que hacía, un gran número de escaparates estaba siendo decorado con figuras que representaban petirrojos y ramas de acebo, arbolillos de Navidad y copos de nieve artificial. Muy pocos de los isleños habían visto en el transcurso de sus vidas un petirrojo o un arbusto de acebo, por no hablar ya de los copos de nieve, pero la tradición victoriana británica había logrado inculcar en todas las mentes la idea de que el Niño Jesús había venido al mundo rodeado de aquellos aditamentos, por lo que los mismos tenían que formar parte, como Dios manda, de las decoraciones navideñas.

Junto a la fachada de la iglesia anglicana, Mr. Quince, asistido por un enjambre de impacientes y ansiosas niñas, estaba decorando un tablado sobre el que pendía un techo de paja. Un muñequito de plástico yacía en el pesebre, mientras que la chiquillería se dedicaba a colocar figuritas de bueyes, ovejas, burros y pastorcillos.

En las afueras de la ciudad, el reverendo Walter Drake dirigía un coro, en unos ensayos que culminarían en la ejecución del servicio divino cantado. Su profunda voz de bajo no era todo lo buena que cabía esperar. Por debajo de su negra camisa llevaba el torso completamente fajado con los vendajes que el doctor Jones le había puesto para aliviarle el dolor de las costillas rotas, y su voz se escuchaba jadeante y resollante, como si le faltara la respiración. Sus feligreses se miraban unos a otros de un modo harto significativo. Todos sabían lo que le había sucedido el jueves por la noche. Nada permanecía en secreto por mucho tiempo en Port Plaisance.

A las tres de la tarde, una furgoneta abollada llegó a la plaza del Parlamento y estacionó junto a la acera. Por la portezuela del asiento del conductor salió la descomunal figura de Firestone, El gigante se dirigió a la parte trasera del vehículo, abrió las puertas y sacó en vilo a Miss Coltrane sentada en la silla de ruedas. A paso lento, fue guiando su silla de inválida por la calle principal de la ciudad para que hiciera sus compras. No había ningún periodista por los alrededores. La mayoría de ellos, aburridos, se habían ido a nadar a la playa de Conch Point.

El avance de la anciana por la calle era lento, siendo interrumpida continuamente por aquellos que se acercaban a saludarla. La mujer devolvía todos los saludos, dirigiéndose a los dueños de las tiendas y a los paseantes por su nombre, sin que jamás se olvidase de uno.

—¡Buenos días, Miss Coltrane!

—¡Muy buenos días, Jasper!

—¡Buenos días, Simon!

—¡Buenos días, Emmanuel!

Y así seguía la retahíla, mientras la mujer iba preguntando a cada uno por su mujer y por sus hijos o felicitaba a un futuro padre por su buena fortuna o manifestaba su condolencia al enterarse de que alguien se había roto un brazo. Ella hacía sus compras habituales, y los tenderos acudían con sus mercancías a la puerta para que las examinara.

Cuando pagaba, sacaba el dinero de un pequeño monedero que llevaba sobre el regazo, mientras que de un gran bolso de mano iba repartiendo cantidades de caramelos que parecían inagotables a una gran multitud de chiquillos, que se ofrecían para llevarle las bolsas de la compra, en la esperanza de recibir una segunda ración de dulces.

Compró frutas y verduras frescas, queroseno para sus lámparas, cerillas, hierbas aromáticas, especias, carne y aceite. Su deambular por las calles la llevó a través de la zona de tiendas hasta los muelles, donde saludó a los pescadores y compró dos relucientes cuberas y una palpitante langosta, que en realidad había sido encargada por el «Hotel Quarter Dech». Pero si Miss Coltrane deseaba algo, lo conseguía. No había discusión posible. El cocinero del «Quarter Deck» tendría que conformarse con las gambas y los mejillones.

Cuando volvió a la plaza del Parlamento se encontró con el superintendente jefe de detectives Hannah, que descendía por las escaleras del hotel. Le acompañaba el inspector jefe Parker y un estadounidense llamado Favaro. Los tres hombres se disponían a partir hacia la pista de aterrizaje para esperar la llegada del avión de Nassau, que debería de aterrizar a las cuatro de la tarde.

Ella los saludó cariñosamente, aunque jamás había visto a dos de ellos. A continuación, Firestone alzó la silla con Miss Coltrane sentada en ella y la colocó entre las bolsas de las compras, en la parte de atrás de la furgoneta. Instantes después, el vehículo se alejaba.

—¿Quién es? —preguntó Favaro.

—Una anciana dama que vive en lo alto de una montaña —le informó Hannah.

—¡Ah, sí!, ya he oído hablar de ella —dijo Parker—. Se supone que lo sabe todo acerca de esta isla.

Hannah frunció el entrecejo con expresión de disgusto. Desde que sus investigaciones habían tomado un nuevo giro, el detective comenzaba a sospechar, cada vez con más fuerza, que Miss Coltrane tenía que saber mucho más de lo que había dado a entender acerca de quién había podido efectuar aquellos disparos el martes por la tarde. De todas maneras, su sugerencia de que echara un vistazo a los entornos de los dos candidatos había sido francamente perspicaz. Después de haberlos visitado, su instinto de policía le decía que, en modo alguno, eran gente de fiar. Pero si al menos hubiesen tenido un motivo…

El avión correo isleño procedente de Nassau aterrizó algunos minutos después de las cuatro. El piloto traía un paquete del Departamento de Policía de Metro-Dade para Mr. Favaro. El detective de Miami le enseñó sus credenciales y recogió el paquete. Parker subió a bordo del avión, llevándose en un bolsillo de la chaqueta la botellita de muestras en la que guardaba aquella bala de tan vital importancia.

—Mañana por la mañana, un coche le estará esperando en el aeropuerto de Heathrow —dijo Hannah—. Vaya directamente a Lambeth. Quiero que la bala se encuentre en poder de Alan Mitchell lo antes posible.

Cuando el aparato despegó, Favaro mostró a Hannah las fotos de Francisco Mendes, alias Escorpión. El detective británico las examinó con detenimiento. Eran diez en total, en ellas se veía a un hombre enjuto y taciturno, de cabellos negros y lisos peinados hacia atrás y inexpresiva boca. Los ojos, que estaban mirando hacia la cámara, parecían vacíos.

—¡Cerdo hijo de puta! —exclamó Hannah—. Vayamos a ver al inspector jefe Jones.

El jefe de la Policía de las Barclay se encontraba en su despacho de la plaza del Parlamento. De las puertas abiertas de la iglesia anglicana les llegaba un sonido de cánticos; y de las puertas abiertas del bar del «Hotel Quarter Deck», un estruendo de risas. Los periodistas habían regresado. Jones denegó con la cabeza.

—Pues no, jamás había visto antes a ese hombre. No en estas islas.

—No creo que Julio se confundiera de hombre —dijo Favaro—. Estuvimos sentados frente a ese hombre durante cuatro días seguidos.

Hannah se sintió propenso a darle la razón. Y a lo mejor estaba buscando en el sitio que no era, en la misma casa del gobernador. Quizás el asesinato había sido perpetrado por encargo. Pero ¿por qué…?

—¿Podría hacer circular estas fotografías, Mr. Jones? ¿Mostrarlas por ahí? Se sospecha que fue visto en el bar del «Quarter Deck», el martes de la semana pasada. Es posible que alguien lo haya visto. El camarero que atendía la barra, alguno de los clientes de aquella noche. Alguien tuvo que ver a dónde se dirigía cuando salió del bar, o alguien lo vería en otro bar…, ya sabe cómo son esas cosas.

El inspector hizo un gesto de asentimiento. Sabía muy bien lo que tenía que hacer. Iría por ahí mostrando las fotografías.

Cuando se puso el sol, Hannah echó una ojeada a su reloj. Parker debía de haber llegado a Nassau hacía una hora. En esos momentos estaría embarcando en el vuelo nocturno para Londres. Ocho horas de viaje y cinco más por la diferencia horaria, aterrizaría poco después de las siete de la mañana, hora londinense.

Alan Mitchell, el brillante científico civil que dirigía el laboratorio de balística del Ministerio del Interior en Lambeth, había consentido en sacrificar el domingo para trabajar en la bala. Sometería el proyectil a todo tipo de pruebas y telefonearía a Hannah el domingo por la tarde para comunicarle sus hallazgos. Y Hannah sabría entonces con exactitud qué clase de arma tendría que buscar. De ese modo el cerco se estrecharía, y las posibilidades disminuirían. Alguien tenía que haber visto el arma que había sido utilizada. A fin de cuentas, aquél era un lugar tan pequeño…

Interrumpieron a Hannah durante la cena. Tenía una llamada de Nassau.

—Siento decirle que el avión ha sufrido una hora de retraso —le comunicó Parker—. Despegaremos dentro de diez minutos. Pensé que usted podría alertar a Londres.

Hannah comprobó la hora en su reloj. Eran las siete y media. Lanzó una maldición, colgó el teléfono y volvió a donde le estaba esperando su mero a la plancha. Ya estaba frío.

Se encontraba tomando la última copa de la noche antes de irse a la cama cuando el teléfono del bar sonó. Eran las diez.

—Siento mucho tener que decirle esto —balbuceó Parker.

—¿Dónde demonios está? —vociferó Hannah.

—En Nassau, jefe. Despegamos a las siete y cuarenta, tal como le dije, estuvimos volando unos cuarenta y cinco minutos sobre el mar, advirtieron un fallo en uno de los motores y regresamos. Los mecánicos están trabajando en estos momentos. No parece que vayan a tardar mucho.

—Llámeme cuando estén a punto de despegar —le ordenó Hannah—. Comunicaré a Londres la nueva hora de llegada.

Le despertaron a las tres de la mañana.

—Los mecánicos han reparado ya la avería —dijo Parker—. Se trataba de un cortocircuito en el solenoide de una señal luminosa de alarma en el motor exterior del ala de babor.

—Parker —replicó Hannah, hablando despacio y alargando cada palabra—, me importa un carajo si era debida a que el jefe de contabilidad de la compañía aérea se había meado en los depósitos de combustible. ¿Está arreglada?

—Sí, señor.

—¿Así que van a despegar de una vez?

—Bien, no exactamente. Tenga en cuenta que con las horas que aún necesitaríamos para llegar a Londres, la tripulación habría excedido el número de horas de trabajo permitidas sin tomarse un descanso. Así que no pueden volar.

—De acuerdo, ¿y qué ocurre con la tripulación de refresco? Los que trajeron el avión ayer por la tarde han tenido doce horas para descansar.

—Sí, claro, bueno, el caso es que ya han dado con ellos, jefe. Pero lo que ocurre es que ellos opinan que tienen derecho a un descanso temporal de treinta y seis horas. El primer oficial se fue a una fiesta para hombres solos, y no está en condiciones de volar.

Hannah hizo una observación acerca de esa línea aérea, una de las preferidas en el mundo entero, a la que su presidente, Lord King, tendría mucho que objetar si llegase a enterarse de lo ocurrido.

—¿Y bien, qué va a pasar ahora? —preguntó.

—Tenemos que esperar hasta que la tripulación haya descansado. Y luego volaremos —contestó la voz desde Nassau.

Hannah se levantó de la cama y salió del hotel. No había ningún taxi, tampoco ningún Oscar. Así que caminó hasta el palacio de la gobernación, despertó a Jefferson y éste le abrió la puerta. Con la humedad y el calor de la noche estaba empapado en sudor. Hizo una llamada de larga distancia a Scotland Yard y obtuvo el número de teléfono particular de Mitchell. Entonces marcó para avisar al científico, pero éste hacía cinco minutos que había salido de su casa en dirección a Lambeth. Eran las cuatro de la madrugada en Sunshine; las nueve de la mañana en Londres. Esperó una hora hasta que pudo dar con Mitchell en el laboratorio y le comunicó qué Parker no llegaría allí hasta primeras horas de la noche. Alan Mitchell no quedó particularmente encantado con la noticia. Tendría que conducir de vuelta a West Mailing, en Kent, en medio de un horroroso día de diciembre.

Parker llamó de nuevo el domingo al mediodía. Hannah se encontraba matando el tiempo en el bar del «Quarter Deck».

—¿Sí? —inquirió con acritud.

—Todo está OK, jefe, la tripulación ha descansado ya. Están preparados para volar.

—¡Grandioso! —replicó el detective, que comprobó la hora en su reloj. Ocho horas de vuelo y cinco de diferencia horaria… Si Alan Mitchell estuviese dispuesto a trabajar durante toda la noche, podría recibir su respuesta en Sunshine el lunes a la hora del desayuno.

—¿Así que ya están listos para despegar? —preguntó.

—Bien, no exactamente, jefe —contestó Parker—. Fíjese, si lo hiciésemos así, aterrizaríamos en Heathrow poco después de la una de la madrugada. Y eso es algo que no está permitido. Por la campaña contra el ruido, me temo.

—Bien, ¿y qué demonios piensan hacer?

—Bueno, la hora usual de partida es a las seis en punto de la tarde desde aquí, con llegada a Heathrow a las siete en punto de la mañana. Así que optarán por atenerse a ese otro horario.

—Pero eso significa que habrá dos «Jumbos» que despegarán al mismo tiempo —dijo Hannah.

—Sí, eso es lo que ocurrirá, jefe. Pero no se preocupe. Ambos aviones irán completamente llenos, por lo que la compañía aérea no tendrá pérdidas.

—¡Gracias a Dios por esa buena noticia! —masculló Hannah, y colgó el auricular. «Veinticuatro horas, veinticuatro malditas horas. Hay tres cosas en este mundo ante las que el ser humano se encuentra totalmente impotente: la muerte, los impuestos y las líneas aéreas». Desde la ventana de su habitación vio a Dillon que subía por las escaleras del hotel en compañía de dos atléticos jóvenes. «Probablemente sean así como le gustan —se dijo Hannah mordaz—. ¡Maldito Ministerio de Asuntos Exteriores!» El detective no se encontraba de muy buen humor.

Cruzando la plaza se veía una muchedumbre integrada por los feligreses de Mr. Quince, que salían de la iglesia tras haber asistido al servicio religioso matutino. Los hombres, ataviados con pulcros trajes oscuros; las mujeres, suntuosamente emperifolladas como aves de plumajes brillantes, todos con manos enguantadas de blanco, en las que empuñaban el devocionario y agitaban su cirio de cera, mientras saludaban inclinando la cabeza, cubierta con sombrero de paja. Era lo habitual en un domingo (casi) normal en Sunshine.

Las cosas no se desarrollaban de un modo tan pacífico en Inglaterra, sobre todo en los Condados cercanos a Londres. En Chequers, la residencia rural del Primer Ministro de Gran Bretaña, emplazada en una finca de mil doscientos acres en el Condado de Buckinghamshire, Mrs. Thatcher se había levantado temprano, tal como tenía por costumbre, y había estado trabajando laboriosamente, enfrascada en la lectura de cuatro cajas rojas, repletas de documentos de Estado, antes de reunirse con Denis Thatcher para tomar el desayuno frente a una chimenea en la que unos leños chisporroteaban alegremente.

Aún no había terminado de desayunar cuando se oyeron unos golpecitos a la puerta, por la que apareció a continuación su secretario de Prensa, Mr. Bernard Ingham. Llevaba un ejemplar del Sunday Express en la mano.

—Aquí hay algo que en mi opinión podría interesarle, Primera Ministra.

—Bien, ¿quién me ha atacado esta vez? —preguntó Mrs. Thatcher con vivacidad.

—Nadie —contestó el ceñudo secretario, que era oriundo de Yorkshire—, esta vez se trata del Caribe.

Ella leyó el largo artículo que aparecía en la primera página, enarcó las cejas y frunció el ceño. Las fotografías que acompañaban el artículo eran las siguientes: de Marcus Johnson, subido en su tribuna en Port Plaisance, y otra más de él, tomada unos años antes, visto a través de una rendija entre un par de cortinas. Había también fotos de sus ocho guardaespaldas, todas tomadas el viernes en la plaza del Parlamento, y otras fotografías de esos mismos hombres, que se ponían a modo de comparación, indicando también su procedencia: los archivos de la Jefatura Superior de Policía de Kingston. En el texto del artículo se citaban largos párrafos de las declaraciones de «un alto funcionario de la American Drug Enforcement Administrado en el Caribe» y del comisario Foster, de la Policía de Kingston.

—Pero esto es terrible —exclamó la Primera Ministra—. Tengo que hablar con Douglas. Y se encaminó a su despacho privado para telefonear a Douglas.

El primer secretario de Estado de Su Majestad para Asuntos Extranjeros, Mr. Douglas Hurd, se encontraba descansando con su familia en su residencia rural oficial, otra lujosa mansión, llamada Chevening y situada en el Condado de Kent. Había leído detenidamente el Sunday Times, el Observer y el Sunday Telegraph, pero aún no había llegado al Sunday Express.

—No, Margaret, aún no lo he visto —dijo—, pero lo tengo al alcance de mi mano.

—Pues cógelo entonces —dijo la Primera Ministra.

El secretario de Estado para Asuntos Extranjeros, un antiguo novelista de cierta fama, sabía apreciar una buena historia cuando se topaba con ella. Y ésa daba la impresión de estar extraordinariamente bien documentada.

—Sí, coincido contigo, es ignominioso, si lo que afirman es cierto. Sí, sí, Margaret, me ocuparé del asunto esta misma mañana y haré que los del Departamento del Caribe lo verifiquen.

Pero los funcionarios públicos también son seres humanos, un hecho éste que, por regla general, no parece ser reconocido por la opinión pública, y también ellos tienen mujer, hijos y hogar. A tan sólo cinco días de las Navidades, el Parlamento había suspendido sus sesiones, e incluso los Ministerios se mantenían con poco personal. De todas formas, alguien tendría que estar de servicio esa mañana y a esa persona sería posible endosarle todo lo relativo al nombramiento de un nuevo gobernador para el año nuevo.

Mrs. Thatcher y su familia fueron a Ellesborough para asistir al servicio divino de la mañana y regresaron a eso de las doce. A la una se sentaban a la mesa para almorzar en compañía de algunos amigos. Entre estos últimos se encontraba Mr. Bernard Ingham.

Fue su asesor político, Mr. Charles Powell, el que vio a la una el programa Cuenta Atrás de la «British Satellite Broadcasting». Le gustaba Cuenta Atrás. De vez en cuando daba algunas noticias excelentes del extranjero, y, en su calidad de antiguo diplomático, aquélla era su especialidad. Cuando vio los titulares, en los que se anunciaba un reportaje sobre un escándalo en la zona del Caribe, apretó el botón de grabación del vídeo que tenía debajo del televisor.

A las dos de la tarde, Mrs. Thatcher se levantó de la mesa —jamás consideraba necesario perder mucho tiempo en las tertulias de sobremesa, en las que se desperdiciaba buena parte de un día laborioso—, y cuando salía por la puerta del comedor, Charles Power, que parecía algo ansioso, acudía a su encuentro. Ya en su despacho, colocó en su aparato de vídeo la cinta que Powell le había dado y la pasó por la pantalla del televisor. La vio en silencio. Luego telefoneó de nuevo a Chevening.

Mr. Hurd, un devoto padre de familia, que había llevado a su hijo y su hija pequeños a dar un paseo vigorizante a través de los campos, acababa de regresar en esos momentos, hambriento y con ganas de hincar el diente a su roast beef, cuando recibió la segunda llamada de la Primera Ministra.

—No, también me lo he perdido, Margaret —dijo.

—Tengo una cinta grabada del programa —le informó la Primera Ministra—. Es algo asombroso. Te la enviaré sin pérdida de tiempo. Mírala en cuanto la recibas y llámame luego, por favor.

Un mensajero motorizado se lanzó a los caminos entre la penumbra de aquella lúgubre tarde de diciembre, bordeó la ciudad de Londres por la carretera nacional M-25 y llegó a Chevening a eso de las cuatro y media. El secretario de Estado para Asuntos Exteriores telefoneó a Chequers a las cinco y cuarto y le pusieron directamente con la Primera Ministra.

—Tienes razón, Margaret, algo pasmoso —dijo Douglas Hurd.

—Sugiero que enviemos allí a un nuevo gobernador —dijo la Primera Ministra—, no para el año nuevo, sino ahora mismo. Tenemos que demostrar que somos activos, Douglas. ¿Sabes quién más puede haber estado viendo esas noticias?

El secretario de Estado para Asuntos Exteriores era muy consciente de que Su Majestad, aunque se encontraba en esos momentos en Sandringham en compañía de su familia, no estaba apartada de los acontecimientos mundiales. La soberana era una ávida lectora de periódicos y tenía por costumbre ver los informativos dados en televisión.

—Me pondré a trabajar en eso de inmediato —dijo el secretario de Estado.

Y lo hizo, en efecto. El subsecretario permanente de Estado tuvo que abandonar su cómodo sillón en su mansión de Sussex para ponerse a hacer llamadas telefónicas a diestro y siniestro. A las ocho de la noche, la elección había recaído en Sir Crispían Rattray, un viejo diplomático retirado que había sido alto comisario en Barbados, y que se mostró dispuesto a ir a aquella isla del Caribe.

Estuvo de acuerdo en presentarse a la mañana siguiente en el Ministerio de Asuntos Exteriores para recibir el nombramiento formal en ese cargo y para que le dieran un exhaustivo informe de la situación en las islas Barclay. Saldría del aeropuerto de Heathrow en el último vuelo de la mañana, y llegaría a Nassau el lunes por la tarde.

—Este asunto no me llevará mucho tiempo, querida —dijo a Lady Rattray mientras se preparaba la maleta—. Lástima que me hayan arruinado la cacería de faisanes, pero para eso estamos. Al parecer tengo que retirar las candidaturas de esos dos tunantes y preocuparme de que las elecciones se hagan con dos nuevos candidatos. Entonces conquistarán su gran independencia, arriaré el pabellón británico, Londres enviará un Alto Comisario, los isleños se encargarán de sus propios asuntos y yo regresaré a casa. Un mes o dos, sin duda alguna. Es una lástima lo de los faisanes.

A las nueve de la mañana de ese mismo día, en Sunshine, Sam McCready encontró a Hannah cuando éste desayunaba en la terraza del hotel.

—¿Le importaría que usase el nuevo teléfono del palacio de la gobernación para hacer una llamada a Londres? —preguntó—. Me gustaría hablar con mi gente acerca de mi regreso a Inglaterra.

—¡No faltaba más! —contestó Hannah.

El detective londinense se veía cansado y sin afeitar, como alguien que se ha pasado en vela casi toda la noche.

A las nueve y media, McCready lograba comunicarse con Denis Gaunt. Lo que su asistente pudo contarle sobre las noticias aparecidas en el Sunday Express, y ofrecidas en el programa Cuenta Atrás, le confirmó en su idea de que aquello que deseaba que ocurriera había ocurrido realmente.

Desde las primeras horas de la mañana, un gran número de jefes de redacción de los servicios informativos londinenses habían estado llamando sin parar, tratando de ponerse en comunicación con sus corresponsales en Port Plaisance para hablarles de las revelaciones que el Sunday Press había publicado en su primera página y para urgirles a que enviasen la continuación de aquella historia. Después del almuerzo, hora de Londres, las llamadas se multiplicaron; acababan de ver el programa Cuenta Atrás. Pero ninguno de ellos pudo localizar a sus corresponsales.

McCready había estado hablando con el operador de la centralita telefónica y le había dicho que todos los caballeros de los medios de comunicación se encontraban extraordinariamente cansados, por lo que no se les debía de molestar bajo ningún concepto. Entre todos le había elegido para que atendiera las llamadas que recibieran, y él se encargaría de pasárselas. Un billete de cien dólares había sellado el trato. El operador de la centralita respondía a todos los que llamaban desde Londres diciéndoles que la persona que buscaban había salido, pero que el mensaje le sería transmitido de inmediato. Todos los mensajes pasaban entonces a McCready, el cual los ignoraba olímpicamente. Aún no había llegado el momento para que los medios de comunicación pudiesen dar noticias nuevas.

A las once de la mañana se fue al aeropuerto a esperar a los dos jóvenes sargentos de la SAS procedentes de Miami. Cuando les avisaron de que tenían que tomarse tres días de permiso y presentarse ante su anfitrión en la isla Sunshine se encontraban en Fort Bragg, en Carolina del Norte, donde se dedicaban a instruir a sus colegas estadounidenses, los llamados Boinas Verdes. Se habían desplazado en avión hasta Miami, donde habían cogido un avión de alquiler para Port Plaisance.

Su equipaje era harto exiguo, pero incluía un gran macuto en el que llevaban los instrumentos de trabajo, envueltos en toallas playeras. La CIA había sido lo suficientemente amable como para garantizarles el paso franco por la Aduana en Miami, y McCready, mostrando su carta del Ministerio de Asuntos Exteriores, reclamó la inmunidad diplomática del equipaje en Port Plaisance.

El Manipulador los llevó al hotel y los instaló en una habitación contigua a la suya. Los hombres metieron sus macutos con los «confites» debajo de sus camas, cerraron la puerta con llave, y se fueron a dar un buen baño. McCready les había informado ya de para cuándo los necesitaría: a las diez de la mañana del día siguiente en el palacio de la gobernación.

Después de haber almorzado en la terraza del hotel, McCready fue a visitar al reverendo Walter Drake. Encontró al religioso baptista en su casa, ocupado en otorgar descanso a su cuerpo todavía dolorido. McCready se presentó y preguntó al pastor qué tal se sentía.

—¿Ha venido usted con Mr. Hannah? —preguntó Drake.

—Bueno, no es que haya venido exactamente con él —replicó McCready—, más bien…, digamos que me encargo de vigilar cómo andan las cosas mientras él se dedica a sus pesquisas en torno al asesinato. Mi interés se centra más en el aspecto político de las cosas.

—¿Es usted del Ministerio de Asuntos Exteriores? —porfió Drake.

—En cierto modo —contestó McCready—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Pues porque no me gusta nada su Ministerio de Asuntos Exteriores —replicó el reverendo Drake—. Ustedes han traicionado a mi pueblo.

—¡Ah!, pero podría ser que eso cambiase ahora —dijo McCready.

El Manipulador reveló entonces al pastor lo que quería de él. El reverendo Drake hizo un gesto enérgico de protesta.

—Soy hombre al servicio de Dios —replicó—. Usted necesita personas muy distintas para esa clase de asuntos.

—Mr. Drake, ayer hice una llamada a Washington. Alguien de allí me contó que no ha habido más que siete jóvenes nacidos en las islas Barclay que hayan hecho el servicio militar en el Ejército de los Estados Unidos. Y en los archivos tan sólo uno de ellos respondía al nombre de Walter Drake.

—Pues será otra persona —gruñó el reverendo Drake.

—El funcionario que me facilitó esa información —prosiguió McCready en tono calmado— me dijo que ese tal Walter Drake aparecía en sus listas como sargento del cuerpo de Marina de Estados Unidos. Y que sirvió dos veces en Vietnam. Regresó con tres medallas, una Estrella de Bronce y dos Purple Heart. Me pregunto qué habrá sido de él.

—Pues se trata de otra persona —replicó el pastor en tono huraño— de otra época distinta, de otros lugares. Ahora sólo me dedico al servicio de Dios.

—¿Y no le parece que usted podría estar muy bien cualificado para lo que le he dicho?

El fuerte hombrachón se quedó reflexionando unos instantes y luego asintió con la cabeza.

—Es posible —confesó.

—Yo también lo creo —dijo McCready—. Confío en verle allí. Necesito toda la ayuda que me sea posible recabar. A las diez en punto, mañana por la mañana, en el palacio de gobernación.

McCready se despidió y se encaminó por las callejas de la ciudad en dirección a los muelles. Encontró a Jimmy Dobbs atareado con la Gulf Lady. McCready se pasó media hora con él, y los dos acordaron hacer un viaje, al día siguiente en la Gulf Lady, con gastos pagados.

Hacía un calor sofocante cuando llegó al palacio de gobernación a eso de las cinco de la tarde. Jefferson le sirvió un té helado mientras esperaba que el teniente Jeremy Haverstock regresara. El joven oficial había estado jugando al tenis con algunos otros expatriados en una villa, en las montañas. La pregunta que McCready le hizo cuando volvió fue muy sencilla.

—¿Estará usted aquí mañana, a las diez? —Haverstock lo pensó un momento.

—Sí, claro, supongo que sí —contestó.

—Perfecto —dijo McCready—. ¿Tiene usted consigo el uniforme completo de gala que se usa en los trópicos?

—Por supuesto —contestó el oficial de Caballería—, tan sólo lo he usado una vez. En una fiesta oficial a la que asistí en Nassau, hace seis meses.

—¡Excelente! —exclamó McCready—. Diga a Jefferson que se lo planche y que saque brillo al cuero y a los bronces.

Un asombrado teniente Haverstock lo escoltó hasta el vestíbulo.

—Supongo que se habrá enterado de las buenas noticias —dijo el teniente—. Lo que logró el sabueso de Scotland Yard. Ayer encontró la bala en el jardín. Intacta. Parker se la ha llevado a Londres.

—¡Un buen golpe! Es una noticia alentadora.

A las ocho cenó en el hotel en compañía de Eddie Favaro. Cuando estaban tomando el café le preguntó:

—¿Qué piensa hacer mañana?

—Regresaré a casa —contestó Favaro—. Sólo pedí una semana de permiso. He de estar de vuelta en el trabajo el martes por la mañana.

—¡Vaya, vaya! ¿Y a qué hora sale su avión?

—He contratado un aerotaxi para el mediodía.

—¿Y no podría retrasar su partida hasta las cuatro de la tarde?, ¿qué le parece?

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—Porque yo podría necesitar su ayuda. Digamos, ¿en el palacio de gobernación a las diez de la mañana? Se lo agradezco. Nos veremos mañana. No se retrase. El lunes será un día de mucho ajetreo.

El lunes, McCready se levantó a las seis de la mañana. El amanecer lo envolvía todo en sus tintes rosados, y anunciaba la llegada de otro día de sofocante modorra mientras arrancaba vivos destellos a las palmeras de la plaza del Parlamento. El frescor de la mañana era delicioso. Se dio una ducha, se afeitó y bajó a la plaza, donde el taxi que había encargado el día anterior le estaba esperando. Su primera obligación consistía en ir a despedirse de una vieja amistad.

Pasó una hora allí, desde las siete hasta las ocho, tomó café con bollitos recién salidos del horno y luego se despidió cariñosamente.

—Pues bien, no lo olvides —dijo cuando se levantaba de su asiento, dispuesto a marcharse.

—No te preocupes —repuso Miss Coltrane—, que no lo olvidaré, Sam. Siempre fuiste un muchachito de lo más encantador.

McCready se inclinó para darle un beso en la frente.

—Pasé las mejores vacaciones de mi vida aquí, en Sunshine, contigo y con tío Robert.

A las ocho y media estaba de vuelta en la plaza del Parlamento y se fue a ver al inspector jefe. Mostró al jefe de Policía la carta de recomendación extendida por el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Haga el favor de estar a las diez de la mañana en el palacio de gobernación —le dijo—. Hágase acompañar de dos sargentos, cuatro policías, su «Land Rover» personal y dos camionetas comunes y corrientes. ¿Tiene usted pistola de reglamento?

—Sí, señor.

—Pues tenga la amabilidad de llevarla consigo también.

En esos momentos era la una y media en la ciudad de Londres, pero en el Departamento de Balística del laboratorio forense del Ministerio del Interior en Lambeth, Mr. Alan Mitchel no pensaba en que era la hora del almuerzo. Se encontraba inclinado sobre su microscopio.

Debajo del objetivo, fijada a la platina por dos sujetadores de rosca, tenía una bala de plomo. Mitchel contemplaba detenidamente las marcas estriadas que se extendían a todo lo largo del proyectil, formando curvas alrededor del metal. Eran las incisiones causadas por las estrías en espiral qué tenía por dentro el cañón del arma que había disparado la bala. Por quinta vez en ese mismo día dio vueltas al proyectil debajo del objetivo del microscopio, mientras analizaba todos los rasguños, esas incisiones que son propias y exclusivas del cañón de un arma de fuego, como las huellas dactilares humanas. Por último alzó la cabeza, satisfecho. Emitió un silbido de sorpresa y se levantó para ir a consultar sus manuales. Tenía toda una biblioteca sobre el tema, y es que Alan Mitchel estaba considerado, sin duda alguna, el mejor especialista de Europa sobre balística merced a sus conocimientos de las armas de fuego.

Aún necesitaba realizar otras pruebas. Sabía que en alguna parte, a seis mil kilómetros de distancia, al otro lado del océano, un detective esperaba con impaciencia los resultados de sus investigaciones, pero no por eso pensaba trabajar con prisas. Tenía que estar seguro, completamente seguro.

Demasiados procesos se habían perdido ante el Tribunal de Justicia porque otros especialistas, contratados por la Defensa, habían echado por tierra las pruebas que los científicos forenses habían reunido para presentar en el juicio.

Todavía tenía que realizar una serie de ensayos con los minúsculos fragmentos de pólvora quemada que seguían adheridos a la roma punta de la bala. Las pruebas que había llevado a cabo sobre la manufactura y la composición del retorcido proyectil que le habían entregado dos días antes tendría que repetirlas ahora con la flamante bala que acababan de enviarle. El espectroscopio hundiría sus radiaciones dentro del mismo metal, con lo que sabría la estructura molecular del proyectil, su edad aproximada y, a veces, también dónde había sido fabricada. Alan Mitchel rebuscó en sus estanterías, cogió un manual, se sentó y comenzó a leer.

McCready despidió al taxista a la entrada del palacio de gobernación y pulsó el timbre de la puerta. Jefferson lo reconoció por la mirilla y le hizo pasar. McCready le explicó que necesitaba efectuar otra llamada telefónica, utilizando la línea internacional que Bannister había instalado, y que tenía el permiso de Mr. Hannah. Jefferson lo acompañó hasta el despacho privado del difunto gobernador y lo dejó a solas.

McCready pasó por alto el teléfono y se dirigió al escritorio. En los primeros momentos de la investigación, Mr. Hannah había registrado los cajones para lo cual empleó las llaves del fallecido gobernador, y, después de asegurarse que dentro no había pista alguna que pudiese ayudarle a esclarecer el asesinato, los había cerrado de nuevo. McCready no tenía las llaves, pero tampoco las necesitaba. El día anterior, forzando las cerraduras, había encontrado lo que deseaba. Estaba al fondo del cajón de la izquierda. Hasta por partida doble, pero sólo necesitaba uno.

El objeto en cuestión era un imponente pliego de papel, quebradizo al tacto y de una coloración crema, como la del pergamino. Centrado en la parte superior, grabado en relieve y estampado en oro, se veía el escudo de armas de la realeza británica, con el león y el unicornio sujetando entre sus patas delanteras el escudo acuartelado en cuatro cantones en los que aparecían los emblemas heráldicos de Inglaterra, Escocia, el País de Gales e Irlanda.

Por debajo, destacado en letras en negrita, se encontraba el siguiente texto:

YO, ISABEL SEGUNDA, SOBERANA DEL REINO UNIDO DE LA GRAN BRETAÑA Y DE IRLANDA DEL NORTE, ASÍ COMO DE TODOS SUS TERRITORIOS Y DEPENDENCIAS DE ULTRAMAR, REINA POR LA GRACIA DE DIOS, NOMBRO AQUÍ A… (seguía un espacio en blanco)… PARA QUE SEA NUESTRO… (otro espacio en blanco)… EN EL TERRITORIO DE… (un tercer espacio en blanco)…

Debajo del texto se veía una firma en facsímil que rezaba: Elizabeth R.

Era un nombramiento real. En blanco. McCready cogió una pluma de la escribanía que había pertenecido a Sir Marson Moberley y rellenó el documento, haciendo gala de sus mejores habilidades caligráficas. Cuando terminó de escribir, sopló a conciencia la tinta fresca para que se secase e hizo uso del sello gubernamental para refrendar el documento.

Afuera, en el salón de recepciones, ya se habían congregado sus huéspedes. Echó otro vistazo al documento y se encogió de hombros. Acababa de nombrarse a sí mismo gobernador de las islas Barclay. Por un día.