CAPÍTULO IV

El Superintendente jefe de detectives Hannah decidió entrevistarse primero con Mr. Horatio Livingstone. Poco después de la caída del sol le telefoneó a su casa de Shantytown. El político atendió a su llamada al cabo de unos minutos. Le dijo que estaría encantado de recibir al delegado de Scotland Yard dentro de una hora.

Oscar condujo el «Jaguar», llevando al inspector jefe Parker sentado a su lado. Hannah iba en el asiento de atrás, junto a Mr. Dillon, del Ministerio de Asuntos Exteriores. En su ruta no necesitaban pasar por las calles céntricas de Port Plaisance, ya que Shantytown se encontraba a unos cinco kilómetros de distancia, junto a la carretera de la costa, a la misma altura en que el palacio de la gobernación estaba emplazado.

—¿Ha hecho algunos progresos en sus pesquisas, Mr. Hannah, o quizás ésta es una pregunta indiscreta y poco profesional? —inquirió Dillon en tono cortés.

Si había algo que no le gustaba a Hannah era comentar la marcha de sus investigaciones con personas que no pertenecieran a su propio grupo. Y jamás lo hacía. De todos modos, ese tal Dillon parecía ser tan sólo del Ministerio de Asuntos Exteriores.

—El gobernador fue asesinado por un disparo realizado con una arma de fuego de gran calibre cuya bala le atravesó el corazón —explicó—. Al parecer, fueron efectuados dos disparos. Uno erró en el blanco y fue a estrellarse contra la pared que había al fondo, detrás del gobernador. He recuperado el proyectil y lo he enviado a Londres.

—¿Muy destrozado? —preguntó Dillon.

—Me temo que sí. La otra bala se encuentra todavía alojada dentro del cuerpo, según creemos. Sabré algo más al respecto cuando reciba el resultado de la autopsia que se está practicando en Nassau, pero no será hasta esta noche.

—¿Y en cuanto al asesino?

—Según parece entró por la puerta del muro del jardín, que había sido forzada. Le dispararon a unos tres metros de distancia, y, a continuación, el asesino se fugó por allí. Aparentemente.

—¿Aparentemente?

Hannah le expuso su idea de que el hecho de forzar la puerta podía ser una simple estratagema para distraer la atención de que en realidad el asesino procediera de la misma casa. Mr. Dillon dio muestras de encontrarse hondamente sorprendido.

—Nunca se me hubiese ocurrido pensar en algo así —dijo.

El automóvil entraba en esos momentos en Shantytown. Como su nombre indicaba, era un lugarejo de unos cinco mil habitantes, compuesto por una multitud de casas arracimadas, construidas con tablones de madera como paredes, con planchas de hierro galvanizado como tejados.

Una gran profusión de pequeñas tiendas, en las que se vendían toda clase de frutas y verduras, amén de camisetas, forcejeaban por hacerse sitio entre las viviendas y las tabernas. Era, muy a las claras, el territorio particular de Livingstone; allí no se veía ni un solo cartel de propaganda de Mr. Marcus Johnson, pero los de Livingstone aparecían por todas partes.

En el centro de Shantytown, al que se accedía por la calle más ancha de la villa (también la única), se alzaba una gran mansión protegida por una valla. Los muros de ésta eran bloques de coral, y permitían la entrada por una única puerta lo bastante amplia como para que cupiese un coche por ella. Al otro lado de la valla se divisaba el tejado de la casa, el único edificio de dos plantas en toda Shantytown. Se rumoreaba que Mr. Livingstone era el propietario de un gran número de tabernas y que cobraba tributo a los bares que no le pertenecían.

El «Jaguar» se detuvo delante de la entrada, y Stone tocó el claxon. A lo largo de toda la calle se aglomeraban los isleños que habían acudido a contemplar la flamante limusina con su banderita ondeando en un pequeño mástil colocado en la parte delantera del coche, en la aleta derecha. El automóvil del gobernador jamás había entrado antes en Shantytown.

Una pequeña ventanilla se abrió en el portalón de entrada, un ojo inspeccionó el vehículo y se abrió la puerta. El «Jaguar» penetró en un polvoriento patio y se detuvo frente a la terraza de la mansión. Había dos hombres en el patio, uno junto a la puerta y el otro en la terraza. Ambos vestían idénticos trajes, tipo safari, gris claro. Un tercer hombre, con idéntica indumentaria, se asomó por una ventana de la planta alta. Se metió cuando el automóvil se detuvo.

El hombre de la terraza les acompañó, a Hannah, Parker y Dillon, hasta un amplio salón, que parecía ser el aposento principal de la casa; el mobiliario era barato, pero funcional. Pocos instantes después, Mr. Horatio Livingstone hacía su aparición. Era un hombre alto y gordo, cuyo rechoncho rostro se retorcía en muecas al desvivirse por repartir sonrisas. Irradiaba afabilidad.

—¡Caballeros, caballeros, qué gran honor! ¡Tomen asiento, por favor!

Hizo un gesto para que les sirvieran café. Él mismo se acomodó en una amplia butaca, mientras sus redondos ojillos iban posando su mirada por los tres rostros blancos que tenía ante él. Otros dos hombres entraron en el aposento y se sentaron detrás del candidato. Livingstone los señaló con un ademán de su mano.

—Son dos de mis colaboradores: Mr. Smith y Mr. Brown.

Los dos saludaron con una inclinación de cabeza, pero no dijeron nada.

—Y bien, Mr. Hannah, ¿en qué puedo servirle?

—Ya sabrá, Mr. Livingstone, que estoy aquí para investigar el asesinato del gobernador, sir Marston Moberley, perpetrado hace cuatro días.

La sonrisa desapareció del rostro de Livingstone, que sacudió la cabeza apesadumbrado.

—Algo terrible —asintió en tono grave—, todos nos sentimos hondamente angustiados. Era una persona encantadora, realmente encantadora.

—Me temo que he de preguntarle dónde se encontraba usted el martes a las cinco de la tarde, y qué estaba haciendo.

—Aquí, Mr. Hannah, me encontraba aquí, con mis amigos; ellos le corroborarán lo que digo. Estaba preparando el discurso que pensaba pronunciar al día siguiente ante la Asociación de Pequeños Arrendatarios.

—¿Y también se encontraban aquí sus colaboradores? ¿Todos?

—Y cada uno de ellos. Estaba a punto de anochecer. Nos habíamos retirado ya, habiendo cumplido las labores del día. Aquí nos hallábamos, entre estos muros.

—Y respecto a sus colaboradores, ¿son nativos de las islas Barclay? —preguntó Dillon.

Hannah le dirigió una mirada de irritación; aquel hombre le había prometido que no abriría la boca. Livingstone sonrió, con una radiante expresión de alegría.

—¡Oh, no, me temo que no! Tanto yo como mis compatriotas de las Barclay carecemos de toda experiencia sobre cómo organizar una campaña electoral. Me di cuenta de que necesitaba ayuda administrativa… —prosiguió, gesticulando y sonriendo de nuevo con expresión de radiante alegría— para preparar mítines, carteles, folletos, discursos… Mis colaboradores son de las Bahamas, ¿desea ver sus pasaportes? Toda su documentación fue examinada cuando llegaron a la isla.

Hannah le indicó con un gesto que ése no era su deseo. Detrás de Mr. Livingstone, Mr. Brown se había encendido un largo cigarro puro.

—Dígame una cosa, Mr. Livingstone, ¿tiene usted alguna idea de quién querría asesinar al gobernador? —preguntó Hannah.

Del regordete rostro desapareció la sonrisa. Mr. Livingstone adoptó una expresión de circunstancias y habló con gravedad.

—Mr. Hannah, el gobernador nos estaba ayudando a todos en nuestro camino hacia la independencia, hacia la libertad definitiva y a la separación del Imperio británico. De conformidad con la política practicada por Londres. Ni yo ni mis colaboradores teníamos el más mínimo motivo para desear que le ocurriese algo al gobernador.

Detrás del candidato, Mr. Brown mantuvo el cigarro a un lado y con la uña extremadamente larga de su dedo meñique separó unos dos centímetros de ceniza de la punta del cigarro, de tal modo que ésta cayó al suelo, pero sin que el extremo incandescente le quemara la yema del dedo. McCready pensó que había visto realizar esa operación en alguna parte.

—¿Piensa celebrar hoy algún mitin público? —inquirió Mr, Dillon en tono afable.

—Los negros ojillos de Mr. Livingstone se clavaron en él.

—Sí, a las doce me dirigiré a mis hermanos y hermanas de la comunidad de pescadores, en los muelles —contestó Livingstone.

—Ayer se produjo un incidente mientras Mr. Johnson se dirigía al pueblo en la plaza del Parlamento —apuntó amablemente Dillon.

Livingstone no dio muestras de que le hubiera agradado la forma en que habían echado a perder el mitin de su rival.

—Un único provocador —refunfuñó.

—La provocación también forma parte del proceso democrático —apuntó Dillon.

Livingstone volvió a fijar su mirada en él, pero esta vez, inexpresiva. Tras la jovial máscara de su regordete rostro se notaba a su enfado. McCready pensó que había visto esa expresión en otra parte; entonces cayó en ello, en la cara del general Idi Amin, de Uganda, cada vez que alguien le contradecía. Hannah lo fulminó con la mirada y se levantó.

—No quiero robarle más tiempo, Mr. Livingstone —dijo.

El político, irradiando de nuevo jovialidad, los acompañó hasta la puerta. Otros dos hombres vestidos con trajes de safari los observaban desde lejos. Eran distintos a los anteriores. Eso hacía siete en total, incluyendo al que se encontraba apostado en la ventana de la planta superior. Todos ellos negros de pura cepa, exceptuando a Mr. Brown, cuya piel se veía mucho más clara, un auténtico mulato; el único hombre que se atrevía a fumar sin solicitar permiso para hacerlo, el hombre que estaba al mando de los otros seis.

—Le quedaría muy agradecido si me dejara plantear las preguntas a mí —dijo Hannah en el automóvil.

—Lo siento —dijo Dillon—. Y por cierto, ¡qué hombre tan extraño! ¿No le parece? ¿Me pregunto adónde habrá pasado todos esos años que van desde el momento en que dejó esta isla, siendo aún un adolescente, hasta su regreso, hace tan sólo seis meses?

—No tengo ni idea —replicó Hannah.

No fue sino hasta mucho después, ya en Londres, mientras reflexionaba sobre aquellos asuntos, cuando Hannah se preguntó, extrañado, cómo había hecho aquella observación el hombre del ministerio acerca de que Livingstone se había ido de Sunshine cuando era aún un adolescente, si Miss Coltrane se lo había contado personalmente a él, a Desmond Hannah. A las ocho y media se detuvieron ante la entrada de la mansión de Marcus Johnson, en la ladera septentrional del monte Sawbones.

El estilo de vida de Johnson era distinto por completo. A Johnson se le veía persona acaudalada. Un asistente, que vestía una camisa playera de colores psicodélicos y que ocultaba sus ojos con unas gruesas gafas de sol, abrió las dos hojas de hierro forjado del portalón y dejó entrar el «Jaguar» al patio pavimentado de grava que había frente a la fachada principal. Dos jardineros se encontraban atareados en el jardín, en el que se veían superficies cubiertas de césped, bancales rebosantes de flores y grandes macetas en las que crecían espléndidos geranios.

La casa era espaciosa, una edificación de dos plantas con un tejado pintado de un verde brillante; todos los materiales con los que había sido construida, desde los ladrillos hasta las vigas, eran de importación. Los tres caballeros ingleses se apearon del coche frente a un pórtico de columnas de estilo colonial y alguien acudió a hacerlos pasar. Siguieron a su guía, un nuevo «asistente» vestido también con una camisa playera de brillantes colores, y cruzaron un salón de recibo, con el suelo de baldosas de mármol y amueblado con un gran número de antigüedades europeas e hispanoamericanas. Preciosas alfombras de Bujasra y Kazán cubrían parte del mármol color crema.

Marcus Johnson los recibió en una terraza de mármol amueblada con blancos sillones de mimbre de Bengala. Por debajo de la terraza se extendía el jardín, donde el bien cortado césped llegaba hasta una valla de dos metros y medio de altura. Al otro lado de la valla pasaba la carretera de la costa; y ésa era una de las cosas que Mr. Johnson no había podido comprar con dinero; darse a sí mismo un acceso directo al mar. En las aguas de la bahía de Teach, al otro lado del muro, se encontraba el pequeño puerto de piedra que había mandado construir, junto al muelle, protegida por el rompeolas, se mecía una lancha rápida «Riva 40». Con sus tanques de gran capacidad, la «Riva» alcanzaría las costas de las Bahamas en poco tiempo.

Mientras que Horatio Livingstone era gordo, fofo y desgarbado, Mr. Marcus Johnson era esbelto y elegante. Llevaba un impecable traje de seda color crema. Su aspecto y los rasgos de su rostro indicaban que era medio blanco por lo menos, y McCready se preguntó si habría llegado a conocer a su padre. Era probable que no. Había nacido entre la pobreza, en las islas Barclay, y su madre lo había abandonado en un estercolero. Sus oscuros cabellos castaños habían sido alisados de una forma artificial, por lo que en lugar de crespos los tenía ondulados. Cuatro pesados anillos de oro macizo adornaban los dedos de sus manos y la dentadura que su radiante sonrisa exhibía era perfecta. Dio a sus huéspedes a elegir entre un «Dom Pérignon» o un café marca «Blue Mountain». Los tres ingleses optaron por el café y tomaron asiento.

Desmond Hannah le hizo la misma pregunta de dónde se encontraba el martes a las cinco de la tarde. La respuesta fue idéntica.

—Dirigiéndome a una multitud entusiasmada, compuesta por más de un centenar de personas, frente a la iglesia anglicana en la plaza del Parlamento, Mr. Hannah. Desde allí me vine directamente a mi casa.

—¿Y los de su… entorno? —preguntó Hannah, haciendo uso de la expresión utilizada por Miss Coltrane para describir a los del equipo de la campaña electoral, con sus brillantes camisas playeras.

—Todos estaban conmigo, sin que faltara ni uno solo —contestó Johnson.

El candidato hizo un gesto con la mano y uno de los hombres de camisa brillante les sirvió el café. McCready se preguntó extrañado, por qué no tendría sirvientes nativos en la casa, mientras que utilizaba a gente de las Barclay como jardineros. Pese a que en la terraza estaban a la sombra, los de las camisas brillantes no se quitaban ni por un momento sus gruesas y oscuras gafas de sol.

Desde el punto de vista de Hannah, la conversación resultaba placentera, pero nada fructífera. El inspector jefe Jones le había contado ya que el candidato del Partido de la Prosperidad se encontraba en la plaza del Parlamento cuando fueron efectuados los disparos en el palacio de la gobernación. El inspector en persona se encontraba en aquellos momentos en las escaleras de la Comisaría, en la misma plaza, vigilando la escena. Hannah se levantó para despedirse.

—¿Tiene alguna otra obligación pública para hoy? —inquirió Dillon.

—Sí, en efecto. A las dos, en la plaza del Parlamento.

—Ayer estuvieron ustedes en ese mismo lugar a las tres de la tarde y, según tengo entendido se produjo una perturbación —apuntó Dillon.

Marcus Johnson era una persona mucho más educada que Livingstone. No dio muestra alguna de exaltarse. Se limitó a encogerse de hombros.

—El reverendo Drake vociferó y pronunció algunas palabras. No tuvo importancia. Ya había terminado mi discurso. Pobre Drake, bienintencionado, sin duda alguna, pero algo tonto. De todas formas, el progreso tiene que venir a estas islas Mr. Dillon, y la prosperidad con él. Tengo en mente grandes proyectos de desarrollo para sus queridas Barclay.

McCready asintió con una inclinación de cabeza. «Turismo, juego, industria, contaminación, un poco de prostitución…, ¿y qué más…?», pensó.

—Y ahora, si tienen la amabilidad de disculparme, debo preparar mi discurso…

Les acompañaron hasta la salida y volvieron en el «Jaguar» al palacio de la gobernación.

—Muchas gracias por su hospitalidad —dijo Dillon al bajarse del automóvil—. Reunirse con los dos candidatos ha resultado muy instructivo. Me pregunto de dónde habrá sacado Johnson todo ese dinero durante los años en que estuvo fuera de las islas.

—No tengo ni idea —dijo Hannah—. Está considerado como un hombre de negocios. ¿Desea que Oscar le lleve de vuelta al «Quarter Deck?»

—No, se lo agradezco. Iré dando un paseo.

En el bar del hotel, los miembros de la Prensa continuaban afanados en su empeño por acabar con las provisiones de cerveza. Eran las once de la mañana. Se aburrían. Ya habían transcurrido dos días completos desde que les avisaron para que se dirigieran al aeropuerto de Heathrow con la misión de partir para el Caribe, donde tendrían que cubrir la información de las pesquisas sobre un asesinato. Durante todo el día anterior, un jueves, habían filmado todo lo que habían podido y entrevistado también a todo el que se le puso por delante. Los frutos eran francamente escasos; unas simpáticas tomas del instante en que sacaban al gobernador de la fábrica de hielo en su lecho junto a un pescado; algunas escenas, tomadas con teleobjetivo, de Parker agachado y caminando a gatas por el jardín del gobernador; el cadáver del gobernador partiendo para Nassau en una bolsa de plástico y la diminuto piedra preciosa que Parker les ofreció cuando se puso a hablar de que habían encontrado una bala. Pero nada que pudiera parecerse ni remotamente a una buena noticia capaz de causar impacto.

McCready se unió a los periodistas por primera vez. Nadie le preguntó quién era.

—Horatio Livingstone hablará a las doce en el puerto —comentó—. Puede ser interesante.

De repente, todos se pusieron en estado de alerta.

—¿Por qué? —preguntó alguien.

McCready se encogió de hombros.

—Aquí, en esta misma plaza, se produjo una provocación bastante fuerte ayer —dijo—. Ustedes estaban en la pista de aterrizaje.

Los rostros de cuantos le rodeaban se iluminaron. Un bonito disturbio animaría las cosas; lo que faltaba ahora era una provocación en toda regla. Por las mentes de los periodistas empezaron a desfilar algunos titulares imaginarios. LA VIOLENCIA ELECTORAL HUNDE SUNSHINE EN EL CAOS; con sólo un par de puñetazos, esta clase de titulares estaría justificada. O bien en el caso de que Livingstone fuese recibido con hostilidad: EL PARAÍSO INTERPONE SU VETO AL SOCIALISMO. El problema consistía en que la población no parecía mostrar el más mínimo interés ante la perspectiva de independizarse del Imperio británico. Los equipos de noticias que habían tratado de ensamblar un documental sobre la reacción popular ante la independencia no habían sido capaces de hacer ni una sola entrevista que fuese presentable. Los isleños pasaban de largo cuando veían las cámaras, los micrófonos y a los periodistas con sus cuadernos de notas. Así que recogieron sus equipos y se lanzaron hacia los muelles.

McCready se tomó algo de tiempo para hacer una llamada al Consulado británico en Miami, utilizando el teléfono portátil que guardaba en el maletín diplomático que tenía escondido debajo de su cama. Pidió un avión de alquiler de siete asientos, que debería de aterrizar en Sunshine a las cuatro de la tarde. No se trataba más que de una corazonada, pero confiaba en no equivocarse.

El séquito de Livingstone llegó de Shantytown a las doce menos cuarto. Un ayudante vociferaba por el megáfono:

—¡Vengan a oír a Horatio Livingstone, el candidato del pueblo!

Otros ayudantes colocaron una sólida plancha de madera sobre dos caballetes para que el «candidato del pueblo» pudiera elevarse por encima de ese pueblo. Al mediodía, Mr. Horatio Livingstone, contoneándose con toda la magnificencia de su cuerpo, subía los escalones de esa plataforma improvisada. Habló a través de un megáfono atado a un pértiga que uno de los vestidos con traje de safari mantenía delante de él. Los de la televisión habían logrado poner cuatro cámaras en posiciones elevadas alrededor del lugar dónde se celebraría el mitin, con el fin de enfocar bien al candidato o, algo que deseaban más aún, filmar a los provocadores y las peleas a puñetazos que éstos suscitaran.

El cámara de la «British Satellite Broadcasting» se había instalado sobre el techo de la cabina de la Gulf Lady. Como refuerzo para su trabajo se había colgado en bandolera un aparato de fotografía provisto de un teleobjetivo de largo alcance. La reportera, Sabrina Tennant, se encontraba a su lado. McCready subió al techo de la cabina para reunirse con la pareja.

—¡Hola! —les saludó.

—¡Hola! —contestó distraída Sabrina Tennant, que no le hizo caso alguno.

—Díganme una cosa —insistió McCready en tono afable—, ¿no les gustaría enterarse de una buena historia y hacer que todos sus colegas se muriesen de rabia?

Ahora la joven sí prestó atención. El cámara le miró inquisitivo.

—¿Podría utilizar esa «Nikon» para fotografiar a cada una de las personas que componen esa multitud, haciéndoles un buen retrato del rostro, que ocupe todo el negativo?

—Por supuesto —contestó el cámara—. Incluso las amígdalas, si abren bien la boca.

—¿Por qué no hace unos buenos primeros planos de los rostros de todos esos hombres vestidos con traje de safari que asisten al candidato? —sugirió McCready.

El cámara miró a Sabrina. La joven asintió con un gesto. «Y por qué no», se dijo su compañero, empuñando la «Nikon» y enfocando.

—Empiece por ese negro de rostro descolorido que está solo junto a la camioneta —dijo McCready—, por ese al que llaman Mr. Brown.

—¿Qué tiene usted en mente? —preguntó Sabrina.

—Baje de la cabina y se lo contaré.

La joven hizo lo que McCready le pedía y éste le habló durante unos minutos.

—Usted bromea —dijo la chica cuando él acabó.

—No, en absoluto; y creo que puedo probarlo. Pero no aquí. Las respuestas están en Miami.

McCready siguió hablando durante un rato. Cuando hubo terminado, Sabrina Tennant subió de nuevo al techo de la cabina.

—¿Va todo bien? —preguntó.

El londinense asintió con la cabeza.

—Una docena de retratos de cada uno, desde todos los ángulos. Son siete tipos.

—Estupendo, y ahora a filmar el mitin entero. Haz algunas tomas para el fondo y los montajes.

Sabrina sabía que disponía ya de ocho cartuchos de cinta rodada, en los que se incluían primeros planos de ambos candidatos, vistas de la capital de la isla, las playas, las palmeras y la pista de aterrizaje; ese material era más que suficiente, si se montaba con habilidad, para lograr un gran documental de quince minutos de duración. Lo que necesitaba ahora era un hilo conductor que diese coherencia a la historia, y si ese hombre desgarbado y amable llevaba razón, ya lo tenía.

Su único problema era el tiempo. Quería colocar su reportaje en el programa de noticias principal, en el espacio llamado Cuenta Atrás, el buque insignia de los informativos de la «BSB», que sería retransmitido el mediodía del domingo en Londres. Necesitaba enviar su material vía satélite el sábado a las cuatro de la tarde a más tardar, o sea, al día siguiente, desde Miami. Así que tenía que estar en Miami esa misma noche. Era casi la una, por lo que apenas disponía de tiempo para regresar al hotel y pedir a Miami un vuelo chárter que aterrizase en Sunshine antes de la puesta del sol.

—Por cierto, señorita —dijo McCready—, da la casualidad que pienso irme de esta isla a las cuatro de la tarde. Así qué tengo encargado mi avión de Miami. Me agradaría mucho poder ofrecerle un asiento.

—¿Pero quién demonios es usted? —preguntó la periodista.

—Sólo un turista de vacaciones. Pero conozco las islas. Y a los isleños. Confíe en mí.

«No me queda más remedio —pensó Sabrina—. Si lo que dice es verdad, resulta demasiado bueno para desperdiciarlo». Se volvió entonces al cámara para indicarle lo que necesitaba. El gran lente de la cámara de televisión se dirigió hacia la multitud, deteniéndose allí, allí y allí. Mr. Brown, que estaba recostado contra la camioneta, advirtió que la cámara le enfocaba y se metió en el vehículo. También eso lo captó la cámara.

El inspector jefe Jones dio su informe a Desmond Hannah a la hora de la comida. Había revisado las listas del aeropuerto y comprobado los pasaportes de las personas que habían llegado de visita a la isla durante los últimos tres meses. No aparecía ninguno extendido a nombre de Francisco Mendes, ni que correspondiese tampoco a la descripción de un hispanoamericano. Hannah suspiró.

Si el difunto estadounidense Julio Gómez no se había equivocado, y cabía la posibilidad de que eso hubiese ocurrido, el furtivo Mendes podría haber abandonado la isla por muy diversos caminos. El carguero que llegaba cada semana transportaba a veces pasajeros de «las otras islas», y el control oficial en el puerto era bastante esporádico. Por la isla pasaban muchos yates que atracaban en bahías y ensenadas, tanto a todo lo largo de la costa de Sunshine como de las otras islas; pasajeros y tripulantes se divertían nadando en las cristalinas aguas entre los arrecifes de coral hasta que largaban velas para dirigirse a otros lugares. Cualquiera podía introducirse con facilidad en la isla, o salir de ella, sin que las autoridades lo advirtieran. Hannah sospechaba que ese tal Mendes, al ser visto y haberse dado cuenta de ello, se habría dado a la fuga. Si es que había estado alguna vez en esa isla.

Llamó por teléfono a Nassau, pero el doctor West le comunicó que no podría empezar con la autopsia hasta las cuatro de la tarde, cuando el cuerpo del gobernador hubiera recobrado su consistencia normal.

—¡Llámeme tan pronto haya extraído la bala! —insistió Hannah.

A las dos de la tarde, los representantes de los medios de comunicación, que cada vez estaban más disgustados, se reunieron en la plaza del Parlamento. Desde el punto de vista de lo que se suponía que debería ser una buena noticia sensacionalista, el mitin de la mañana había resultado un auténtico fracaso.

El discurso había consistido en las habituales necedades sobre la necesidad de nacionalizarlo todo, ese tipo de paparruchas que los británicos habían descartado hacía décadas. Los futuros votantes se habían mostrados apáticos. Como noticia de interés mundial, todo el material rodado no servía más que para tirarlo a la papelera. Si Hannah no detenía a nadie lo antes posible, ya podrían ir haciendo las maletas y regresar a casa; todos pensaban lo mismo.

A las dos y diez, Marcus Jonhson se presentó en su alargado descapotable blanco. Llevaba un traje tropical azul claro y una camisa playera de cuello abierto y cuando subió a la plataforma de la camioneta que le serviría de púlpito, mucho más refinado que Mr. Livingstone, disponía de un micrófono con dos altavoces que colgaban de sendas palmeras.

Cuando comenzó a hablar, McCready se aproximó ä Sean Whittaker, el corresponsal que cubría por cuenta propia toda la zona del Caribe desde su base en Kingston, Jamaica, y que colaboraba con el Sunday Express de Londres.

—¿Aburrido? —le preguntó McCready en voz baja.

Whittaker le dirigió una sonrisa.

—Hastiado —asintió—. Creo que me iré de aquí mañana mismo.

Whittaker era un corresponsal que redactaba sus propias historias y tomaba también sus propias fotos. Del cuello le colgaba una «Yashica» con teleobjetivo.

—¿Le gustaría informarse de algo que hará morir de rabia a todos sus rivales? —preguntó McCready.

Whittaker se volvió y enarcó una ceja.

—¿Qué sabe usted que todos ignoren?

—Ya que el discurso es tan aburrido, ¿por qué no me acompaña y se entera?

Los dos hombres cruzaron la plaza, entraron en el hotel y subieron a la habitación de McCready en el primer piso. Desde el balcón se abarcaba toda la plaza a sus pies.

—Fíjese en los guardianes, esos tipos con camisas playeras de colorines y gafas de sol oscuras —dijo McCready—. ¿Podría usted fotografiarles desde aquí?

—Por supuesto —contestó Whittaker—. ¿Pero por qué?

—Hágalo y se lo contaré.

Whittaker se encogió de hombros. Era perro viejo; siempre había conseguido sus noticias de las fuentes más inverosímiles. Algunas servían de algo, otras, no. Enfocó su teleobjetivo y gastó dos carretes de película en color y dos en blanco y negro. McCready le rogó que bajase con él al bar, le pidió una cerveza y estuvo hablándole durante una media hora. Whittaker emitió un silbido de asombro.

—¿Es cierto lo que me cuenta? —preguntó.

—Sí.

—¿Puede probarlo?

Para colocar esa clase de historia necesitaría algunas pruebas fehacientes o, de lo contrario, Robin Esser, su jefe de redacción en Londres, no se la aceptaría.

—Aquí, no —contestó McCready—, las pruebas están en Kingston. Puede regresar esta misma noche, terminar su historia mañana por la mañana y haberla enviado ya antes de las cuatro de la tarde. Las nueve en Londres. Justo a tiempo.

Whittaker sacudió la cabeza con aire de resignación.

—Demasiado tarde. El último vuelo de Miami a Kingston es a las siete y media. Tendría que estar en Miami a las seis. Pasando por Nassau. Jamás lo lograré.

—Por cierto, quisiera decirle una cosa; tengo un avión alquilado que saldrá para Miami a las cuatro, dentro de setenta minutos. Me siento feliz de poder ofrecerle un asiento.

Whittaker se puso de pie para subir a su habitación a hacer las maletas.

—¿Quién demonios es usted, Mr. Dillon? —preguntó al despedirse.

—¡Oh!, sólo una persona que conoce estas islas, y esta parte del mundo. Casi tan bien como usted.

—¡Mucho mejor! —rezongó Whittaker, mientras se alejaba.

A las cuatro de la tarde, Sabrina Tennant llegaba a la pista de aterrizaje, en compañía del cámara. McCready y Whittaker se encontraban ya allí. El avión de alquiler procedente de Miami aterrizó con un retraso de diez minutos. Cuando el aparato estaba a punto de despegar, McCready explicó:

—Lo siento mucho, pero no puedo ir con ustedes. En él último minuto he recibido una llamada telefónica en el hotel. Es una lástima, pero el hecho es que el avión está pagado ya. No me rembolsarán el importe. Demasiado tarde. Así que acepten mi invitación. ¡Adiós y buena suerte!

Durante todo el trayecto, Whittaker y Sabrina Tennant se miraron con suspicacia. Ninguno de los dos mencionó al otro lo que se traía entre manos o a dónde se dirigía. En Miami, el pequeño equipo de la televisión se dirigió al centro de la ciudad; Whittaker hizo transbordo, y tomó el último avión del día para Kingston.

McCready, que ya había regresado a su habitación en el «Hotel Quarter Deck», sacó el teléfono portátil del maletín, lo programó para que operase a nivel de alta seguridad y realizó una serie de llamadas. Una fue a la Alta Comisión Británica en Kingston, donde habló con un compañero de profesión, el cual le prometió hacer uso de sus contactos para asegurarse de que tuvieran lugar las entrevistas apropiadas para el caso. Otra, al cuartel general de la American Drug Enforcement Administration, la DEA, en Miami, donde pudo ponerse en contacto con un viejo amigo, ya que el tráfico internacional de narcóticos estaba ahora ligado al terrorismo internacional. Su tercera llamada fue para el jefe de la delegación de la CIA en Miami. Una vez que hubo finalizado McCready tuvo buenas razones para confiar en que sus nuevos amigos de los medios de comunicación se encontrarían con todo tipo de facilidades para llevar a cabo sus investigaciones.

Justo cuando estaban a punto de dar las seis de la tarde, el círculo anaranjado del sol se escondió por Occidente, detrás de las Dry Tortugas, y las tinieblas, como ocurre siempre en los trópicos, se extendieron con increíble rapidez. El verdadero ocaso no dura más de quince minutos. A las seis en punto, el doctor West llamaba por teléfono desde Nassau. Desmond Hannah atendió la llamada en el despacho privado del gobernador, donde Bannister había instalado la línea de seguridad con la Alta Comisión, al otro lado de las aguas.

—¿Ya ha conseguido la bala? —preguntó Hannah, malhumorado.

Sin respaldo forense, sus pesquisas habían llegado a un punto muerto. Tenía a varios posibles sospechosos, pero ningún testigo ocular, nadie que fuese claramente culpable, ninguna confesión.

—No hay bala —dijo la distante voz que le llegaba desde Nassau.

—¿Cómo?

—Le atravesó de parte a parte, limpiamente —aclaró el especialista en patología forense.

Hacía media hora que había terminado su trabajo en el depósito judicial de cadáveres y se había ido directamente a las dependencias de la Alta Comisión para hacer la llamada.

—¿Quiere que se lo explique con la jerga médica o le basta con el lenguaje común y corriente? —le preguntó el médico.

—El lenguaje común será más que suficiente —respondió Hannah—. ¿Qué ha ocurrido?

—Fue herido por una única bala. El proyectil le penetró en el cuerpo entre la segunda y tercera costilla del lado derecho, se abrió camino por músculos y tejidos, perforó el ventrículo superior izquierdo del corazón, lo que le causó la muerte instantánea, y salió por la espalda, entre las costillas. La buena noticia es que no rozó hueso, alguno en su paso a través del cuerpo. Una verdadera casualidad, pero así sucedió. Si puede encontrarla, la bala debe de conservarse intacta, sin ningún tipo de deformación.

—¿No hubo desviación al chocar con algún hueso?

—Ninguna.

—¡Pero eso es imposible! —protestó Hannah—. El hombre se encontraba de espaldas al muro. Hemos revisado ese muro centímetro a centímetro. No hay ninguna marca de bala, con excepción de la hendidura, visiblemente clara, que produjo el impacto de la otra bala, la que le atravesó la manga. Hemos registrado el sendero de grava que corre paralelo al muro. Lo hemos excavado, removido a fondo. No hay más que una bala, esa otra bala, completamente destrozada por el impacto.

—Bien, pero la bala salió intacta del cuerpo —insistió el médico—. La bala que le mató, quiero decir. Alguien tiene que haberla robado.

—¿Cabe la posibilidad de que experimentara una considerable disminución de su velocidad en el momento de caer al jardín, en el espacio comprendido entre el gobernador y el muro? —preguntó Hannah.

—¿A qué distancia se hallaba el hombre del muro?

—A no más de cinco metros —contestó Hannah.

—Pues bien, aunque éste no es mi campo —dijo el patólogo forense—, ya que mi especialidad no es la balística, estoy convencido de que el arma utilizada fue una pistola de gran calibre, disparada a una distancia de más de un metro y medio del pecho, no hay restos de pólvora en la camisa, y probablemente a una distancia no mayor de seis metros. La herida es pulcra y limpia, el proyectil ha tenido que atravesar el cuerpo a gran velocidad. En su paso a través de músculos y tejido ha tenido que reducir su velocidad; pero, de todos modos, recorrería unos cinco metros antes de caer al suelo. Ha tenido que estrellarse contra el muro.

—¡Pues no lo hizo! —protestó Hannah—. A menos que alguien la haya robado, claro está. En cuyo caso, ese alguien ha tenido que salir de la casa misma. ¿Hay algo más?

—No gran cosa. El hombre se encontraba de pie cuando le dispararon y estaba de frente a su asesino. No se volvió ni le dio la espalda.

«O bien era una persona muy valiente —reflexionó Hannah—, o, lo que es mucho más probable, no podía dar crédito a lo que estaba viendo en ese momento».

—Un último detalle —dijo el médico—. La bala siguió una trayectoria ascendente. El asesino tuvo que agacharse o ponerse de rodillas. Si las distancias son correctas, el arma fue disparada a unos setenta centímetros del suelo.

«¡Maldita sea! —se dijo Hannah—. Tuvo que pasar limpiamente por encima del muro. O quizá fue a chocar contra la casa, pero a una altura mucho mayor, cerca del canalón del tejado. Por la mañana, Parker tendrá que comenzar de nuevo todo el trabajo. Pero esta vez subiéndose a una escalera». Hannah dio las gracias al médico y colgó el teléfono. El informe completo por escrito no le llegaría hasta el día siguiente, en el avión de vuelo regular.

Parker había perdido su equipo forense, integrado por los cuatro funcionarios de las Bahamas, así que tuvo que ponerse a trabajar solo. Jefferson, el mayordomo, secundado por el jardinero, sujetaba la escalera, mientras que el desventurado Parker miraba por la pared de la casa situada encima del jardín, en busca de la segunda bala. Llegó hasta la altura de los canalones, pero no encontró nada.

Hannah estaba tomando el desayuno que Jefferson le había servido en la sala de estar. Lady Moberley no hacía más que dar vueltas de un lado a otro, arreglaba las flores, sonreía vagamente y comenzaba de nuevo a dar vueltas sin ton ni son. Daba la impresión de encontrarse alegremente despreocupada, sin que pareciera importarle mucho lo que le ocurriera al cadáver de su difunto esposo, o lo que hubiese quedado de él, sin interesarse por saber si lo traerían de vuelta a Sunshime para enterrarlo en la isla o se lo llevarían a Inglaterra. Hannah tenía la impresión de que no había nadie a quien pareciese importar gran cosa la suerte de Sir Marston Moberley, empezando por su propia esposa. De repente se dio cuenta de por qué la mujer parecía tan alegremente despreocupada. De la bandeja de plata en la que se servían las bebidas faltaba la botella de vodka. Lady Moberley era feliz por primera vez desde hacía muchos años.

Pero Desmond Hannah, no. Estaba intrigado. Cuanto más inútil resultaba la búsqueda de la bala perdida, tanto más le parecía que su instinto no le había engañado. Se trataba de un asunto casero; el candado forzado en la puerta de hierro no era más que una estratagema. Alguien tuvo que bajar por las escaleras, saliendo del cuarto de estar en el que ahora se encontraba, y acercarse al gobernador, el cual, al advertir el arma, se puso de pie. Después de haber disparado, el asesino encontró una de las balas en la grava y la recogió. Entonces, renunciando a buscar la otra bala en la oscuridad, corrió hacia la casa para esconder la pistola antes de que alguien fuese a molestar.

Hannah terminó su desayuno, salió a la terraza y contempló a Peter Parker encaramado en lo alto de la escalera, a poca distancia del tejado.

—¿Ha habido suerte? —preguntó.

—Ni la más remota —le gritó Parker desde arriba.

Hannah se dirigió al muro del jardín y se detuvo de espaldas a la puerta de hierro. La tarde anterior, subido a un caballete, había estado contemplando por encima de la puerta el camino que pasaba por detrás. Entre las cinco y las seis, el sendero había sido constantemente transitado. Lo usaban las personas que querían tomar un atajo para ir de Port Plaisance a Shantytown; los pequeños campesinos que volvían de la ciudad a sus cabañas repartidas por la arboleda también lo utilizaban. En menos de una hora habrían pasado por allí, en una u otra dirección, unas treinta personas. En ningún momento el sendero se quedó completamente solitario; incluso, en una ocasión, vio a siete personas que pasaban por él, de ida o de vuelta. Era imposible que el asesino hubiera utilizado ese camino sin ser visto. ¿Y a cuento de qué la tarde del martes debía de haber sido diferente a las demás tardes? Alguien tenía que haber advertido algo.

Pero lo cierto era que nadie se había presentado en respuesta al llamamiento hecho a través de los carteles. ¿Qué isleño renunciaría a mil dólares estadounidenses? Se trataba de una fortuna. Así que… el asesino tenía que haber salido de la casa, tal como él había sospechado desde un principio.

La puerta de entrada al palacio de la gobernación, una verja de hierro labrado, se encontraba cerrada aquella tarde, cuando se perpetraba el crimen. La puerta se cerraba sola desde dentro. Jefferson hubiera acudido de inmediato si alguien hubiese tocado el timbre. Pero nadie pudo haber pasado tranquilamente por aquella puerta, cruzar luego el patio de grava, a continuación el vestíbulo, pasar por el salón de estar y bajar por las escaleras hasta llegar al jardín. No podía haber sido ningún intruso casual, la puerta de entrada le hubiera cortado el paso. Las ventanas de la planta baja estaban protegidas por enrejados de estilo español. No había otro camino para llegar al jardín. A menos que un atleta hubiera saltado por encima de la valla del jardín y hubiese caído al césped… ¡Todo era posible!

No obstante, ¿cómo demonios salió después? ¿Cruzando toda la casa? Una excelente oportunidad de ser visto. ¿Saltando el muro de nuevo? Lo habían inspeccionado palmo a palmo buscando huellas de alguien que hubiera escalado la valla, sin resultado alguno. Y además, estaban los vidrios empotrados en el borde superior, a todo lo largo del muro. ¿O a través de la puerta de hierro, previamente abierta? Otra excelente oportunidad de ser visto. No, todo parecía indicar que se trataba de un asunto casero. Oscar, el chófer, había atestiguado a favor de Lady Moberley, al asegurar que ésta se encontraba en la clínica infantil. Eso dejaba al viejo Jefferson, a ese desgarbado inocentón, como sospechoso. ¿O al joven Haverstock, del Regimiento de Dragones de la Reina?

¿Se avecinaba un nuevo escándalo como el del caso Kenyan de antes de la guerra, o como le del asesinato de Sir Harry Oakes? ¿Era un caso en el que había un único asesino, o estarían todos implicados en el crimen? ¿Cuál sería el motivo? ¿Odio, codicia, lujuria, sed de venganza, terrorismo político o el miedo ante la amenaza de que otro arruinase su carrera? ¿Y qué pintaba en todo eso el difunto Gómez? ¿Habría visto realmente a ese asesino a sueldo sudamericano en Sunshine? Y de ser así, ¿por qué demonios se había tomado Mendes el trabajo de liquidarlo?

Hannah, que seguía de espaldas a la puerta de hierro, dio dos pasos hacia delante y se puso de rodillas. Demasiado alto aún. Se echó de bruces al suelo, sobre el estómago, y apoyó codos para levantar el torso, manteniendo los ojos a unos setenta centímetros de la hierba. Se quedó mirando hacia el punto imaginario en el que debería de haber estado Sir Marston, de pie, tras haberse levantado de la hamaca y dado un paso hacia delante. De repente, Hannah se levantó de un salto y salió corriendo hacia la casa.

—¡Parker baje de la escalera y venga aquí! —vociferó acaloradamente.

El pobre Parker casi se cae desde lo alto de la escalera, sobresaltado por los gritos del otro. Nunca había visto tan excitado al flemático Hannah. Descendió a la terraza y se precipitó por las escaleras hacía el jardín.

—¡Quédese ahí! —le ordenó Hannah, señalando un punto imaginario sobre el césped—. ¿Cuánto mide usted?

—Un metro sesenta y ocho, señor.

—No es suficiente. Vaya a la biblioteca y tráigase un par de libros. El gobernador medía uno ochenta y nueve. Jefferson, consígame una escoba.

Jefferson se encogió de hombros. Si ese policía blanco deseaba ponerse a barrer el patio, era asunto suyo. El mayordomo se fue por una escoba.

Hannah hizo que Parker se subiese sobre cuatro libros apilados en el lugar donde el gobernador había estado de pie. Arrastrándose por la hierba, y con la escoba empuñada como si fuese un rifle, apuntó al pecho de Parker. La escoba se elevaba formando un ángulo de veinte grados con respecto a la superficie del suelo.

—Dé un paso a un lado.

Parker hizo lo que el otro le pedía y se cayó desde su montículo de libros. Hannah se incorporó y se encaminó hacia las escaleras que conducían a la terraza, y cuyos peldaños iban subiendo por el muro de izquierda a derecha. Aún seguía colgada allí, en su repisa de hierro forjado, en el mismo lugar donde había estado tres días antes, y mucho más tiempo también. Era la caja de malla de alambre, llena de tierra negra, que contenía unos hermosos geranios. Las plantas estaban tan juntas y floridas, que sólo a duras penas se advertía la caja de alambre, en la que crecían. Cuando los del equipo forense estuvieron trabajando en aquel muro, pasaron por alto aquel conjunto de flores.

—Traiga aquí esa caja de geranios —ordenó Hannah al jardinero—. Y usted Parker, venga con el maletín de homicidios; y usted Jefferson, vaya a buscar una sábana.

El jardinero gimió de dolor cuando vio el fruto de su trabajo esparcido sobre la sábana. Una tras otra, Hannah fue arrancando las flores y limpiando de tierra las raíces de las plantas antes de ponerlas a un lado. Cuando ya no le quedaba nada más que la tierra en la sábana, la fue separando en terrones, que luego desmenuzaba con una espátula hasta deshacerlo por completo. Y, en efecto, allí estaba.

La bala no sólo había atravesado el cuerpo del gobernador, manteniéndose intacta, sino que se había hundido en la tierra sin siquiera rozar los alambres del enrejado. Se había introducido entre los hilos de alambre deteniéndose al fin entre la fértil tierra. Se encontraba en perfectas condiciones. Hannah la cogió con unas pinzas y la metió en una bolsita de plástico, que luego cerró e introdujo dentro de un frasco con tapa de rosca. Se meció entonces sobre sus tobillos y se levantó.

—Esa misma noche, querido amigo —dijo a Parker—, regresará a Londres. Con esto. Alan Mitchell tendrá que trabajar el domingo para mí. Ya tengo la bala. Pronto tendré el arma. Y luego cazaré al asesino.

Ya no había nada más que pudiera hacer de momento en el palacio de la gobernación. Mandó llamar a Oscar para que llevase en el «Jaguar» al hotel. Mientras esperaba la llegada del chófer, permaneció de pie frente a las ventanas del cuarto de estar, contemplando el paisaje que se extendía por encima de la valla del jardín, con las casuchas de Port Plaisance, las inclinadas palmeras y el reluciente mar al fondo. La isla dormitaba bajo el calor del mediodía. ¿Dormitaba o rumiaba?

—Esto no es ningún paraíso —murmuró—, en un maldito polvorín a punto de estallar.