Desmond Hannah comenzó a trabajar a la mañana siguiente poco después de las siete, cuando el frescor del amanecer se extendía todavía por la isla. Su lugar de partida fue el palacio de la gobernación.
Mantuvo una larga entrevista con Jefferson, el mayordomo, el cual le habló de la inmutable costumbre del gobernador de retirarse todos los días, a eso de las cinco de la tarde, a su jardín vallado, donde se tomaba un güisqui con soda antes de la puesta del sol. El detective londinense quiso saber el número de personas que estarían informadas de ese ritual. Jefferson frunció el entrecejo y se quedó reflexionando la pregunta del otro.
—Mucha gente, señor. Lady Moberley, el teniente Haverstock, yo mismo y también su secretaria, Miss Myrtle, pero la joven se encontraba fuera de la isla, en casa de sus padres, en Tortola. Y además todos los visitantes que acudían a la casa y que lo habían visto en el jardín. Un gran número de personas, señor.
Jefferson le describió con toda exactitud cómo encontró el cadáver, pero insistió en que no había oído el disparo. Poco después, el empleo de la palabra «disparo» convencería a Hannah de que el mayordomo le había contado la verdad. Sin embargo, de momento ignoraba cuántos disparos eran los efectuados.
El equipo de la Brigada Criminal de Nassau estaba trabajando con Penrose en el jardín, donde se dedicaban a inspeccionar el césped, en busca de los cartuchos usados que hubieran podido salir del arma del asesino. En su búsqueda removían la tierra a cierta profundidad, ya que cabía la posibilidad de que, por falta de cuidado, las personas que habían estado pisoteando el lugar hubiesen enterrado en el suelo un pequeño casquillo de bronce o incluso varios. Las pisadas del teniente Haverstock, del Inspector Jefe Jones y de su tío, el doctor Caractacus Jones, los cuales habían estado moviéndose por toda la hierba la noche del asesinato, habían eliminado cualquier posibilidad de obtener huellas de pies.
Hannah inspeccionó la puerta de hierro, en el muro del jardín, mientras el especialista en huellas dactilares enviado desde las Bahamas esparcía unos polvillos sobre el hierro, en la esperanza de encontrar posibles huellas. Pero no las había. Hannah estimaba que si el asesino había entrado por esa puerta, como parecía ser el caso, y había disparado de inmediato, el gobernador tenía que haberse encontrado, en posición erguida, entre la puerta y el muro de coral, al pie de las escaleras que conducían al salón de recepción. Si algún proyectil le había atravesado, la bala tenía que haber ido a estrellarse contra el muro. Hannah pidió a los policías que andaban a gatas por el césped que concentraran su atención en el sendero de conchas de moluscos trituradas que corría a todo lo largo de la base del muro. A continuación volvió a entrar a la casa para hablar con Lady Moberley.
La viuda del gobernador le esperaba en el salón de recepciones donde Sir Marston había recibido a la delegación de protesta de los Ciudadanos Consternados. Era una mujer delgada y pálida, con los cabellos grisáceos y la piel amarillenta a causa de los muchos años pasados en los trópicos.
Jefferson se presentó con una bandeja en la que llevaba una jarra de helada cerveza añeja. Hannah titubeó un momento, pero al fin decidió aceptarla. Después de todo, se trataba de una mañana en extremo calurosa. Lady Moberley estaba bebiendo un zumo de pomelo. La mujer contempló la cerveza con inusitada expresión de ansiedad. «¡Ay, querida!» se dijo Hannah para sus adentros.
En realidad, nada había en lo que ella pudiese servir de ayuda. Por cuanto sabía, su difunto marido no tenía enemigos. Los crímenes por razones políticas eran algo tan desconocido como insólito en esa isla. Sí, por supuesto que la campaña electoral había ocasionado algunas pequeñas controversias, pero todo quedaba en el ámbito de un proceso democrático normal. Al menos eso era lo que pensaba.
En cuanto a ella, mientras se producía el tiroteo, se encontraba a diez kilómetros de distancia, visitando un pequeño hospital, en la falda del monte Spyglars, regentado por un grupo de misioneros. El hospital había sido donado por Mr. Marcus Johnson, un caballero de modales distinguidos y gran filántropo, que realizaba obras de caridad desde que volvió, tras muchos años de ausencia, a sus natales islas Barclay, haría de eso unos seis meses. Lady Moberley había dado su consentimiento para que la nombrasen patrona de esa institución de beneficencia. Había ido hasta allí en el vehículo oficial del gobernador, la limusina «Jaguar», que el chófer de su difunto esposo, Mr. Stone, había conducido.
Hannah le dio las gracias y se retiró. Parker se encontraba fuera de la casa, dándole golpecitos a la ventana. Hannah salió a la terraza. Parker denotaba una gran excitación.
—¡Usted tenía razón, señor! ¡Aquí está!
Parker mantenía su mano derecha en alto. En la palma, completamente deformada, se encontraba, aplanada, lo que había sido una flamante bala de plomo. Hannah contempló el proyectil con expresión sombría.
—Muchas gracias por haberlo toqueteado —dijo—. Y para la próxima vez, ¿tendría quizá la amabilidad de utilizar unas pinzas y una bolsita de plástico?
Parker se puso pálido como la cera, luego se escabulló a toda prisa hacia el jardín, colocó de nuevo la bala donde la había encontrado, sobre la gravilla de conchas de moluscos, abrió su maletín de homicidios y sacó unas pinzas. Varios de los policías de las Bahamas sonrieron maliciosamente.
Con movimientos harto aparatosos, Parker cogió con las pinzas la bala retorcida y la introdujo con todo cuidado en una bolsita de plástico.
—Y ahora, envuelva esa bolsita en algodón y métala en una botella de vidrio con tapón de rosca —ordenó Hannah.
Parker hizo lo que el otro le pedía.
—¡Muchas gracias! Y ahora, meta eso en el maletín de homicidios hasta que podamos enviárselo a los de balística —dijo Hannah, que suspiró con aire de resignación. El asunto se estaba convirtiendo en una faena más pesada de lo que hubiera podido imaginar. Empezaba a creer que quizás hubiese sido mejor trabajar solo.
El doctor Caractacus Jones se presentó atendiendo a un llamamiento de Hannah. Éste se alegró de poder charlar con un hombre que era un profesional en su oficio. El doctor Jones le explicó que Jefferson, a instancias del teniente Haverstock, había ido a buscarlo sobre las seis de la tarde del día anterior, cuando se encontraba en la casa que le hacía las veces de hogar, consultorio y quirófano. Jefferson le dijo que debía presentarse en seguida en la casa del gobernador, ya que alguien le había disparado. El mayordomo no le mencionó el hecho de que el disparo era mortal, por lo que el doctor Jones había cogido el maletín con sus instrumentos y acudido allí en su coche para ver qué podía hacer. Al llegar obtuvo respuesta a su pregunta: como médico, nada podía hacer.
Hannah invitó al doctor Jones a pasar al despacho del difunto Sir Marston y le pidió que le extendiese un certificado para que el cadáver pudiera ser trasladado esa misma tarde a Nassau con el fin de que le practicaran la autopsia. El doctor Jones le facilitó lo que le pedía, en su condición de juez instructor y de primera instancia de la isla. Bannister, el delegado de la Alta Comisión de Nassau, redactó el certificado, utilizando una máquina de escribir que encontró en el despacho y un papel con el membrete oficial del palacio de la gobernación. Acababa de instalar el nuevo sistema de comunicaciones para Hannah.
En territorios de jurisdicción británica, la institución que encarna la autoridad suprema no es precisamente la Cámara de los Lores, sino el Tribunal de justicia integrado por los jueces de Primera Instancia. Esa institución está por encima de cualquier otro tipo de tribunal. Para poder trasladar el cadáver desde Sunshine a las Bahamas se necesitaba un mandato judicial del juez de Primera Instancia. El doctor Jones lo firmó sin demora alguna y el documento adquirió validez jurídica. Hannah pidió al doctor Jones que le mostrara el cadáver.
Abajo, en el puerto, junto a los muelles, se abrieron las puertas de la fábrica de hielo y dos de los alguaciles del inspector jefe Jones sacaron el cadáver del gobernador, que ahora se había convertido en algo parecido a un sólido leño. Lo extrajeron hecho un bloque de hielo, junto con uno de los pescados, y lo condujeron a un lugar sombreado, en una tienda que había al lado, donde lo depositaron sobre una mesa improvisada con una puerta y dos caballetes.
Para los delegados de la Prensa, a los que ahora se había sumado un equipo enviado desde Miami por la «CNN», y que había estado siguiendo a Hannah durante toda la mañana, aquello era material de primera. Lo fotografiaron todo. Incluso el pez aguja, que había sido el compañero de cama del gobernador durante las pasadas treinta y seis horas, obtuvo unos primeros planos en las noticias que ofreció el telediario de la noche de la «CNN».
Hannah ordenó que fuesen cerradas las puertas de la tienda, para mantener alejados a los periodistas, y procedió a un examen del rígido cuerpo cubierto por capas de hielo y escarcha, que llevó a cabo lo más concienzudamente que pudo. El doctor Jones se mantuvo a su lado. Después de mirar con toda atención el helado hueco que el cuerpo del gobernador tenía en el pecho, advirtió una desgarradura circular y de bordes impecables en la manga de la camisa del brazo izquierdo.
Lentamente amasó entre el índice y el pulgar la parte en que estaba la tela, hasta que el calor de su mano hizo que el material se tornara más flexible. El hielo se derritió. Había dos agujeros similares en esa manga, uno de entrada y otro de salida. Pero la piel no había sido tocada. Hannah se volvió hacia Parker.
—Dos balas como mínimo —dijo en tono sereno—. Nos falta la segunda bala.
—Es probable que siga dentro del cuerpo —apuntó el doctor Jones.
—No cabe duda —confirmó Hannah—. De todos modos, Peter, quiero que se registre de nuevo toda el área donde el gobernador se encontraba. Una y otra vez. Por si la bala estuviese aún allí.
A continuación dio la orden de que el cadáver fuese llevado de nuevo a la fábrica de hielo. Las cámaras de televisión zumbaron a su alrededor. Le acribillaron a preguntas. Hannah asintió con la cabeza, sonrió y dijo:
—Todo a su debido tiempo, damas y caballeros. Todavía es muy pronto para aventurar conclusiones.
—¡Pero ya hemos recobrado la bala! —anunció Parker con orgullo manifiesto.
Los objetivos de todas las cámaras se volvieron hacia él. Hannah empezó a creer que el asesino se había equivocado de víctima. Aquello empezó a convertirse en una rueda de prensa. Hannah no deseaba en modo alguno que tal cosa ocurriera.
—Esta noche les ofreceremos una explicación exhaustiva —dijo—. Pero de momento debemos regresar al trabajo. ¡Muchas gracias!
Empujó a Parker hasta el «Land Rower» de la Policía y se dirigieron de vuelta al palacio de la gobernación. Hannah pidió a Bamister que telefoneara a Nassau y pidiera que enviasen esa misma tarde un avión con una camilla, un carrito, un saco para cadáveres y dos ayudantes. Luego acompañó al doctor Jones a donde éste había dejado su automóvil. Los dos hombres se encontraron a solas.
—Dígame una cosa, doctor, ¿hay alguien en esta isla que conozca realmente a cada uno de sus habitantes y que sepa todo cuanto ocurre aquí?
El doctor Cractacus Jones sonrió con picardía.
—Esa persona soy yo —respondió—; pero no, nunca me atrevería a hacer conjeturas sobre quién pudo haber hecho esto. A fin de cuentas, hace sólo diez años que volví de Barbados. Si desea enterarse de la verdadera historia de estas islas, tendría que visitar a Miss Coltrane. Ella es algo así como… la abuela de las islas Barclay. Si quiere averiguar quién podría ser considerado sospechoso en este caso, ella es la única que podría decírselo.
El doctor se despidió y se alejó en su abollado «Austin Mayflower». Hannah se encaminó hacia donde se encontraba el sobrino del médico, el Inspector Jefe Jones, el cual seguía de pie, junto a su «Land Rover».
—Quisiera pedirle un favor, señor inspector jefe —le dijo Hannah, con exquisita cortesía—. ¿Tendría la amabilidad de ir a la pista de aterrizaje y hacer algunas comprobaciones con el oficial encargado del control de pasaportes? ¿Quiénes han salido de la isla desde que se produjo el asesinato, si es que ha salido alguien? Exceptuando, por supuesto, a los pilotos de los aviones que hayan aterrizado, dado media vuelta y despegado de nuevo sin haberse salido de la pista de aterrizaje.
El Inspector Jefe se llevó la mano a la gorra para saludarlo y se dirigió hacia el aeropuerto. El «Jaguar» estaba aparcado delante del palacio de la gobernación. Oscar, el chófer, se dedicaba a limpiarlo. Parker y el resto del equipo se encontraban en la parte posterior de la casa, buscando la bala perdida.
—¿Oscar?
—Sí, diga —respondió el aludido, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Conoce a Miss Coltrane?
—¡Por supuesto, señor! Una dama muy distinguida.
—¿Sabe dónde vive?
—Sí, señor. En Villa Flamingo, en lo alto del monte del Spyglass.
Hannah echó una mirada a su reloj de pulsera. Eran las once y media de la mañana y hacía un calor de mil demonios.
—¿Estará allí a estas horas?
Oscar le miró con gesto sorprendido.
—Desde luego, señor.
—¿Quiere llevarme a verla?
El «Jaguar» serpenteó por las callejuelas de la ciudad hasta salir a las afueras; poco después comenzaba a subir por los angostos y empinados vericuetos del monte Spyglass, a unos diez kilómetros de Port Plaisahce. Era un modelo antiguo, del tipo Mark IX, un clásico en su género, construido según las técnicas y los gustos de antaño y en el que se podía oler el fuerte perfume del cuero y el inconfundible aroma del nogal barnizado. Hannah iba en el asiento de atrás y contemplaba el paisaje que se deslizaba lentamente al otro lado de la ventanilla.
La apretada maleza de las tierras bajas cedió el lugar a una vegetación mucho más verde y exuberante en las altas laderas. Pasaron junto a pequeñas plantaciones de maíz, de mangos y de papayas; a ambos lados del camino se alzaban cabañas de madera, frente a cuyas puertas había corrales polvorientos en los que las gallinas picoteaban el suelo. Chiquillos de tez morena oyeron la llegada del automóvil y salieron a todo correr al borde del camino para saludar con gestos y ademanes frenéticos. Hannah les devolvió el saludo.
Pasaron por delante del blanco y limpio edificio de la clínica infantil que Marcus Johnson había donado. Hannah miró hacia atrás y divisó, a lo lejos, la ciudad de Port Plaisance, que dormitaba amodorrada por el calor. Pudo distinguir los rojos tejados de la tienda frente a los muelles y de la contigua fábrica de hielo donde el congelado gobernador dormía; también el arenoso descampado de la plaza del Parlamento, la torrecilla de la iglesia anglicana y el techo de tejas de madera del hotel «Quarter Deck». Y más allá, al otro extremo de la ciudad, refulgiendo en la reverberante colina, se encontraba el recinto amurallado del palacio de la gobernación. «¿Pero a cuento de qué puede haber estado interesado alguien en pegarle un tiro al gobernador?», se dijo.
Pasaron por delante de una pulcra casita de campo que, en otros tiempos, había pertenecido al difunto Mr. Barney Klinger, tomaron después dos curvas y salieron a la cima de la montaña. Allí se alzaba una hermosa mansión de color rosa, Villa Flamingo.
Hannah tiró de una cadena de hierro forjado que pendía a su lado de la puerta, y, a continuación, dentro de la casa se escuchó un melodioso campanilleo. Una chica de unos quince años acudió a abrirles la puerta; llevaba una sencilla bata de algodón, de la que sobresalían sus desnudas piernas negras.
—Quisiera ver a Miss Coltrane —dijo Hannah.
La chica asintió con la cabeza y le hizo pasar, acompañándole hasta un amplio salón, muy fresco y bien ventilado. Grandes puertas de doble hoja, abiertas de par en par, daban a un balcón desde el que se disfrutaba de una espectacular vista de la isla y del reluciente mar azul que se extendía hasta la Andros, en las Bahamas, ocultas al otro lado de la línea del horizonte.
Pese a no haber aire acondicionado, la temperatura en el aposento era realmente fresca. Hannah advirtió que la casa carecía de electricidad. Sobre tres mesitas había sendas lámparas de aceite de cobre pulcramente bruñido. La refrescante brisa entraba por el abierto balcón gracias a la corriente de aire que se establecía con las ventanas abiertas en la pared opuesta de la sala. El mobiliario indicaba a las claras que se trataba del cuarto de estar de una persona ya mayor. Hannah empezó a pasearse por la habitación mientras esperaba.
Había multitud de cuadros en las paredes, hileras de ellos, y todos de aves del Caribe, primorosamente pintadas a la acuarela en delicados colores. El único que no era el de un pájaro representaba a un hombre que exhibía de cuerpo entero el blanco uniforme de un gobernador colonial británico. La figura se encontraba gallardamente firme, abarcando con su mirada el aposento, con una cabeza en la que destacaban sus blancos cabellos y su bigote, igualmente blanco, en un rostro de tez bronceada, de líneas enérgicas y expresión infantil. Una fila de medallas diminutas cubría la pechera izquierda de su guerrera. Hannah se aproximó para leer el letrero colocado en la parte inferior de esa pintura al óleo. Rezaba: Sir Robert Coltrane, titular de la Orden de Caballero del Imperio Británico, gobernador de las islas Barclay, 1945-1953. La figura mantenía su blanco yelmo, adornado con un penacho de blancas plumas de gallo, en la curvatura de su brazo derecho, mientras que su mano izquierda descansaba en la empuñadura de la espada.
Hannah sonrió con tristeza. «¿Así que la Miss Coltrane ha de ser en realidad Lady Coltrane, la viuda del que fuera gobernador de estas islas?» Siguió inspeccionando el aposento hasta toparse con un armario de acristaladas puertas, que hacía las veces de escaparate de muestras. Detrás de las vidrieras, colgando de la pared del fondo, se encontraban los trofeos militares del difunto gobernador, recolectados y exhibidos por su viuda. Allí estaba el cordón de color púrpura intenso del que pendía la Cruz de la Victoria, la más alta condecoración británica que se concede por el arrojo y el valor en los campos de batalla, y también se indicaba la fecha en que obtuvo tal galardón: 1917. A ambos lados de esa medalla se veían la Cruz de Servicios Distinguidos y la Cruz al Mérito Militar. Alrededor de esas condecoraciones estaban dispuestos algunos otros objetos que el guerrero habría llevado consigo en sus campañas.
—Fue un hombre muy valiente —dijo claramente una voz a espaldas de Hannah, el cual se dio media vuelta, visiblemente embarazado.
La dama había entrado en silencio; las ruedas de goma de su silla no habían producido ruido alguno sobre las baldosas. Era una mujer menuda y de aspecto delicado, de rizados cabellos blancos y brillantes ojos azules.
Detrás de ella se alzaba el sirviente que había conducido a la inválida en su silla de ruedas desde el jardín, un auténtico gigante cuyas dimensiones infundían pavor. La dama se volvió hacia el criado.
—Muchas gracias, Firestone, ya puedo arreglármelas sola.
El gigante saludó con una inclinación de cabeza y se retiró. La dama hizo rodar su silla de inválida hasta el centro de la sala e invitó a Hannah con un gesto de su mano a que tomara asiento, luego sonrió.
—¿Le extraña su nombre? Lo abandonaron casi recién nacido y lo encontraron en un estercolero, dentro de un neumático de la casa «Firestone». Bien, usted debe de ser el supérintendente jefe de detectives Hannah, de Scotland Yard. Es un rango francamente muy alto para estas pobres islas. ¿En qué puedo servirle?
—Tengo que pedirle disculpas por haberla llamado Miss Coltrane cuando me dirigí a su doncella —dijo Hannah—. Nadie me explicó que usted es Lady Coltrane.
—Ya no lo soy —replicó la dama—. Aquí soy precisamente «la señorita». Es así como todos me llaman. Y la verdad es que prefiero ese tratamiento. Los viejos hábitos se resisten a morir. Como habrá podido advertir, no soy inglesa de nacimiento, sino oriunda de Carolina del Sur.
—Su difunto esposo… —dijo Hannah, mientras indicaba el retrato con la mirada— fue gobernador de estas islas en otros tiempos.
—Sí. Nos conocimos durante la guerra. Robert había combatido ya en la Primera Guerra Mundial. No pensaba que tendría que volver para recibir una segunda dosis. Pero así ocurrió. Lo hicieron de nuevo. Por entonces, yo era enfermera. Nos enamoramos y nos casamos en 1943. Pasamos diez maravillosos años hasta que él murió. Entre nosotros había una diferencia de edad de veinticinco años, pero eso era algo que nos importaba un comino. Una vez acabada la guerra, el Gobierno de Su Majestad le nombró gobernador de estas islas. Y cuando murió, decidí quedarme. Sólo contaba cincuenta y seis años cuando falleció a causa de una enfermedad contraída por las heridas, en la guerra.
Hannah hizo sus cálculos. Sir Robert tendría que haber nacido en 1897, así que debió de obtener la Cruz de la Victoria a los veinte años. Ella tendría unos sesenta y ocho años, demasiado joven para andar en una silla de ruedas. La dama pareció leer sus pensamientos, mientras lo miraba con sus brillantes ojos azules.
—Me resbalé y me caí —dijo—. Hará unos diez años. Me rompí la espina dorsal. Pero usted no habrá hecho un viaje de seis mil kilómetros para perder su tiempo charlando con una anciana que está en una silla de ruedas. ¿Qué puedo hacer por usted?
Hannah se lo explicó.
—El hecho es que soy incapaz de intuir el motivo. Quien quiera que haya disparado su arma contra Sir Marston ha tenido que odiarlo lo suficiente como para hacer tal cosa. Pero entre estos isleños no puedo descubrir motivo alguno. Usted conoce a esta gente. ¿Quién habría querido matarle? ¿Y por qué?
Lady Coltrane se deslizó en su silla de ruedas hasta acercarse a una de las ventanas abiertas y se quedó contemplando el paisaje durante un rato.
—Mr. Hannah, usted tiene razón. Conozco muy bien a esta gente. Hace cuarenta y cinco años que vivo aquí. Adoro estas islas, y adoro a sus habitantes. Espero tener motivos para creer que también ellos me adoran.
La dama hizo girar la silla en redondo y se le quedó mirando.
—En el esquema mundial de las cosas estas islas no pintan nada. Pero su gente parece haber descubierto algo que el mundo exterior ha eludido: la forma de ser felices. Exactamente eso es lo que han descubierto. No cómo enriquecerse, ni ser poderosos, pero sí felices.
»Y ahora Londres quiere darnos la independencia. Y, de repente, dos candidatos han aparecido para competir por el poder: Mr. Johnson, un hombre muy acaudalado y que ha donado grandes sumas de dinero a las islas, cualesquiera que puedan ser sus motivos; y Mr. Livingstone, el socialista, que pretende nacionalizar todo lo que se le ponga por delante para repartirlo entres los pobres. Ambición muy noble, por supuesto. Ahí tenemos, pues, a Mr. Johnson, con sus planes de desarrollo y prosperidad, y a Mr. Livinsgtone, con sus proyectos de igualdad.
»Conozco a los dos. Los conocí cuando eran unos niños. Los conocí cuando eran unos adolescentes. Después se marcharon de las islas para ir a hacer fortuna en otra parte. Y ahora han regresado.
—¿Sospecha de alguno de los dos? —inquirió Hannah.
—Mr. Hannah, se trata de los hombres que ellos han traído consigo. Fíjese en las personas que los rodean. Son tipos violentos. Mr. Hannah. Los isleños lo saben. Han sido amenazados y maltratados por ellos. Quizá debería echar un vistazo en el entorno de esos dos hombres, Mr. Hannah…
Durante el viaje de regreso, cuando bajaban por la falda de la montaña, Desmond Hannah estuvo reflexionando sobre las palabras de la anciana. ¿Un matón a sueldo? El asesinato de Sir Marston apuntaba claramente en esa dirección. Después del almuerzo pensó que debería de mantener una charla con ambos candidatos y echar un vistazo a la gente que los rodeaba.
A la entrada del palacio de la gobernación, una persona le salió al encuentro. Un inglés regordete, con una enorme papada que le sobresalía por encima de su cuello de clérigo, que le estaba esperando sentado en una silla en el vestíbulo, se levantó de un salto cuando le vio aparecer. Parker le hacía compañía.
—¡Hola, jefe! —le saludó su ayudante—. Le presento al reverendo Simon Prince, el pastor anglicano de la localidad. Desea darnos cierta información que puede interesarnos.
Hannah se preguntó de dónde demonios habría sacado Parker esa expresión de «jefe». La odiaba. «Señor» hubiese sido lo decoroso. «Desmond» mucho después, muchísimo tiempo después. Tal vez.
—¿Ha habido suerte con la segunda bala?
—Eh, no, todavía no.
—Pues mejor sería que fuese a ocuparse de ello —le espetó Hannah.
Parker salió a todo correr por la puerta vidriera. Hannah se apresuró a cerrarla.
—Y bien, Mr. Prince, ¿qué es eso que desea contarme?
—Puede llamarme Quince —dijo el vicario—. Quince. ¿Sabe?, todo esto resulta muy desagradable.
—Lo es, en efecto. Sobre todo para el gobernador.
—¡Oh, ah… si! Lo que yo quería decir en realidad es…, bueno, pues bien…, el motivo de mi visita es para comunicarle algo acerca de un compañero de hábitos. No sé si debiera hacerlo, pero tengo la sensación de que pueda resultar pertinente.
—¿Por qué no relega en mí la facultad de juzgar sobre ese asunto? —le sugirió Hannah en un tono meloso de voz.
El pastor se calmó y volvió a tomar asiento.
—Ocurrió el pasado viernes —dijo.
Entonces le habló de la delegación del Comité de Ciudadanos Consternados, y del rechazo que había obtenido por parte del gobernador. Cuando el otro terminó su relato, Hannah frunció el ceño.
—¿Cuáles fueron exactamente sus palabras? —preguntó.
—Dijo —repitió Quince— que «tendremos que desembarazarnos de ese gobernador y conseguir uno nuevo por nuestra cuenta».
Hannah se puso de pie.
—Muchísimas gracias por todo, Mr. Quince. ¿Podría sugerirle que no dijese nada más sobre esto, y que el asunto quedase entre nosotros?
El agradecido vicario aprovechó el momento para largarse a toda prisa. Hannah se quedó reflexionando sobre lo que le habían comunicado. No sentía ninguna simpatía en particular por los delatores, pero ahora no le quedaría más remedio que ir a comprobar lo que el exaltado baptista Walter Drake había querido decir. En ese momento Jefferson se presentó con una bandeja en la que traía una fuente de colas de langosta con salsa mahonesa. Hannah dio un suspiro de alivio. A fin de cuentas, también tenía que haber ciertas compensaciones en el hecho de ser enviado a seis mil kilómetros de distancia del hogar. Y si el ministerio de Asuntos Exteriores era el que pagaba… Se bebió de un trago un vaso de fresco vino de Chablis y se dedicó a rendir los honores a la langosta.
Aún no había terminado de comer cuando el Inspector Jefe Jones, que volvía del aeropuerto, entró.
—Nadie ha salido de la isla —le comunicó—, nadie en las últimas cuarenta horas.
—No legalmente, en todo caso —le corrigió Hannah—. Y ahora quisiera encargarle otra tarea rutinaria, Mr. Jones. ¿Lleva usted un registro de las armas de fuego?
—Por supuesto.
—Estupendo. ¿Podría revisarla por mí y visitar a todos aquellos que posean un arma de fuego registrada en las islas? Estamos detrás de una pistola de gran calibre. En particular algún tipo de arma de fuego que alguien mantenga oculta, o que haya sido limpiada recientemente, o la que hayan dejado reluciente con grasa fresca.
—¿Grasa fresca?
—Tras haber sido usada —aclaró Hannah.
—¡Ah, sí!, por supuesto.
—Y una última cosa, Inspector Jefe, ¿ha registrado el reverendo Drake algún arma de fuego?
—No. De eso estoy seguro.
Cuando el inspector jefe se retiró, Hannah mandó llamar al teniente Haverstock.
—¿Tiene usted por casualidad un revólver de reglamento o una pistola automática? —le preguntó.
—¡Oh!, quiero decir…, bueno, fíjese, ¿no pensará usted realmente que yo…? —protestó el joven subalterno.
—Se me ocurrió que podían habérsela robado, o utilizada indebidamente, y luego colocada de vuelta en su sitio.
—¡Ah, claro!, ya veo cuál es su punto de vista. Pues no, en la actualidad, no. Ninguna arma de fuego. Nunca me traje una a la isla. Pensé que sería suficiente con mi espada para las ceremonias militares.
—En el caso de que Sir Marston hubiese muerto acuchillado, podría jugar con la idea de arrestarle —dijo Hannah en tono afable—. ¿Y no hay arma de fuego alguna en el palacio de la gobernación?
—No, que yo sepa. De todos modos, el asesino entró por la puerta de atrás, y no salía de la casa. ¿O acaso no es eso seguro? ¿Saltó quizá por el muro del jardín?
Con las primeras luces del alba, Hannah había examinado la forzada cerradura de la puerta de hierro en el muro del jardín. Teniendo en cuenta los ángulos que las dos armellas rotas formaban y la falleba arrancada del enorme candado, no cabía lugar a dudas de que alguien había tenido que utilizar un pie de cabra muy largo y resistente para forzar los viejos hierros y partirlos de aquella manera. Pero luego se le ocurrió que el hecho de haber forzado la puerta podría haber sido una simple estratagema. Aquello lo podían haber hecho muy bien con algunas horas de antelación o incluso algunos días antes. A nadie se le hubiera ocurrido inspeccionar aquella puerta por fuera, ya que todos creían que era extraordinariamente sólida, sobre todo por su herrumbre.
El asesino podía haber roto el candado y dejado la puerta como si estuviese cerrada, para penetrar más tarde en la casa, matar al gobernador y emprender la huida por el mismo sitio por el que había entrado. Lo que necesitaba ahora era la segunda bala, de la que abrigaba la esperanza de que se conservara intacta, y también el arma con la que había sido disparada. Se quedó contemplando a lo lejos el refulgente mar azul. Si el proyectil se hallaba en aquellas profundidades, jamás lo encontraría.
Hannah se puso de pie, se enjugó los labios con una servilleta y salió a ver si encontraba a Oscar y el «Jaguar». Ya era hora de que mantuviese una pequeña charla con el reverendo Walter Drake.
Sam McCready también estaba almorzando. Cuando entró a la terraza al aire libre donde se hallaba el comedor del hotel «Quarter Deck», se encontró con que todas las mesas estaban ocupadas. Afuera, en la plaza del Parlamento, un grupo de hombres vestidos con chillonas camisas playeras, y que ocultaban sus ojos tras oscuras gafas de sol, estaban situando una camioneta con la parte trasera en forma de plataforma plana, y que había sido decorada con carteles pintarrajeados de muchos colores en los que se exhortaba a votar a Mr. Marcus Johnson. Se esperaba que el gran hombre pronunciara un discurso a las tres de la tarde.
Sam pasó la mirada por la terraza y descubrió una única silla libre. Se encontraba junto a una mesa ocupada por un único comensal.
—Parece ser que hoy andamos algo apretados. ¿Le importaría si me siento con usted? —preguntó.
Eddie Favaro le señaló gentilmente la silla.
—No hay problema —contestó.
—¿Ha venido a la isla a pescar? —preguntó McCready mientras estudiaba con atención la pequeña minuta.
—Pues sí.
—¡Qué extraño! —comentó McCready después de haber encargado cebiche, un plato de pescado crudo y en un escabeche compuesto por zumo fresco de limón—. De no habérmelo dicho usted, hubiese jurado que es un agente de policía.
Sam McCready se abstuvo de mencionar las atrevidas conjeturas que se había hecho la noche anterior tras haber estudiado a Favaro en el bar; así como tampoco habló de la llamada telefónica que a un amigo había hecho en las oficinas que el FBI tenía en Miami, ni la respuesta recibida por él esa misma mañana. Favaro colocó su jarra de cerveza sobre la mesa y se le quedó mirando fijamente.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó—. ¿Un policía británico?
McCready hizo un gesto despectivo.
—¡Oh, no, nada tan glamoroso! Sólo soy un funcionario público que pretende pasar unas pacíficas vacaciones lejos de su despacho.
—¿Entonces a qué viene eso de que soy un agente de policía?
—Por instinto. Usted se comporta como un policía.
¿Tendría la amabilidad de explicarme qué está haciendo realmente en esta isla?
—¿Y a cuento de qué debería hacerlo?
—Porque —insinuó McCready en tono afable— ha llegado precisamente antes de que el gobernador fuera asesinado. Y por esto también. —Y mostró a Favaro un pliego de papel. Era una hoja de papel encabezada por el membrete oficial del ministerio de Asuntos Exteriores británico. En ella se anunciaba que el Mr. Frank Dillon era un alto empleado de ese ministerio y se rogaba «a quien concerniera» que le prestase la mayor ayuda posible. Favaro le devolvió el documento y reflexionó sobre el asunto. A fin de cuentas, el teniente Brodérick le había dejado claro que tendría que arreglárselas solo cuando pisara territorio británico, así que también podía decidir por su cuenta.
—Oficialmente me encuentro de vacaciones. No, no sé pescar. Extraoficialmente estoy tratando de averiguar por qué fue asesinado mi compañero la semana pasada y quién lo hizo.
—Hábleme de eso —le rogó McCready—. A lo mejor puedo ayudarle.
Favaro le contó cómo había muerto Julio Gómez. El caballero inglés masticaba su pescado crudo y escuchaba.
—Estoy convencido de que ha tenido que ver a un hombre en esta isla, y que él también fue visto. Un hombre al que solíamos conocer en Metro-Dade como Francisco Méndez, alias el Escorpión.
Hacía unos ocho años que, en el sur de Florida, había estallado lo que se dio en llamar la «guerra de los corrales», sobre todo en el área metropolitana de Metro-Dade. Antes de aquello, los colombianos habían estado introduciendo cocaína en la región, pero la distribución había corrido a cargo de bandas de cubanos. Después, los colombianos llegaron a la conclusión de que les convenía prescindir de los intermediarios cubanos y vender ellos directamente a los consumidores. Entonces comenzaron a introducirse en el territorio de los cubanos, en su «corral». Los cubanos respondieron a esa intromisión, y la guerra de los corrales estalló. Desde aquello no habían cesado de producirse los asesinatos.
En el verano de 1984, un motorista vestido con ropas de cuero rojo y blanco, que conducía una «Kawasaki», se detuvo delante de una tienda de licores situada en pleno centro de Dadeland Mall, sacó una pistola ametralladora «Uzi» de una bolsa y la descargó a sangre fría, lanzando ráfaga tras ráfaga, dentro de la tienda llena de gente. Tres personas murieron y otras catorce resultaron heridas.
En condiciones normales, el motorista hubiera desaparecido sin más, pero a unos doscientos metros de distancia se encontraba un joven policía de tráfico motorizado, que estaba poniendo una multa por mal estacionamiento. Cuando el asesino tiró su descargada «Uzi» y se dio a la fuga, el policía se lanzó en su persecución y comunicó por radio la descripción del sospechoso y la dirección que había tomado. A mitad de camino de North Kendall, el conductor de la «Kawasaki» aminoró la marcha, se sacó del bolsillo interior de su cazadora una pistola «Sig Sauer» automática de nueve milímetros, apuntó y disparó contra el policía que le perseguía, alcanzándole de lleno en el pecho. Cuando el joven cayó al suelo, el asesino se alejó a toda velocidad, según explicó luego una viuda, que ofreció también una descripción muy exacta de la moto y de las ropas de cuero de su conductor. El casco, sin embargo, le ocultaba el rostro.
Aunque el hospital baptista se encontraba sólo a cuatro manzanas de distancia, y pese a que el policía fue conducido allí de inmediato y sometido a cuidados intensivos, el joven agente murió antes de la mañana siguiente. Tenía veintitrés años y dejaba viuda y una hijita de unos meses.
La llamada que había hecho por radio había alertado a dos coches de la Policía que se encontraban en las inmediaciones. Ya en la carretera, a unos dos kilómetros de distancia, uno de los coches patrulla divisó al motorista en fuga, lo adelantó y se le cruzó por delante hasta obligarlo a caer. Antes de que el hombre pudiera levantarse, tenía puestas las esposas.
Por su aspecto, parecía hispanoamericano. Gómez y Favaro fueron los encargados del caso. Durante cuatro días con sus noches estuvieron frente al asesino, tratando de sacarle aunque sólo fuese una palabra. Pero el hombre no dijo nada, nada en absoluto, ni en español, ni en inglés. No había rastro de pólvora en sus manos, ya que había llevado guantes. Pero los guantes habían desaparecido, y, pese a la intensa búsqueda emprendida en la zona por la Policía, jamás fueron encontrados. Los agentes supusieron que el asesino los había tirado dentro de la parte trasera de un descapotable que encontró a su paso. Los llamamientos a la población dieron como fruto la recuperación de la pistola «Sig Sauer», encontrada en el jardín de una de las casas de los alrededores. Era el arma que había sido utilizada para matar al policía, pero no había huellas dactilares en ella.
Gómez estaba convencido de que el asesino tenía que ser colombiano, ya que la tienda de licores pertenecía a unos cubanos que la utilizaban como centro de distribución de cocaína. Después de cuatro días de interrogatorios, él y Favaro pusieron al sospechoso el alias del Escorpión.
Al quinto día, un distinguido abogado, conocido por los elevadísimos honorarios que cobraba, se presentó en la Comisaría. Mostró un pasaporte mexicano, expedido a nombre de Francisco Méndez. Era nuevo y válido, pero no tenía el sello de entrada en Estados Unidos. El abogado reconoció que su cliente podía ser un inmigrante ilegal y solicitó su libertad bajo fianza. La Policía se opuso.
Cuando se presentó ante el juez, un notorio liberal, el abogado protestó contra la actuación de la Policía, alegando que sólo habían detenido a un hombre que vestía ropas de cuero rojo y blanco y que conducía una «Kawasaki», pero no al hombre que había conducido una «Kawasaki» y dado muerte al policía de tráfico y a las otras tres personas.
—Ese cretino de juez le otorgó la libertad bajo fianza —explicó Favaro—. Medio millón de dólares. En menos de veinticuatro horas, el Escorpión había desaparecido. El fiador había entregado el medio millón con una sonrisa. Para él, aquello era una bagatela.
—¿Y usted piensa…? —inquirió McCready.
—Aquel tipo no era sólo un vulgar asesino; sino uno de sus mejores pistoleros profesionales; de lo contrario, no se hubieran tomado tal cantidad de molestias ni hubiesen perdido tanto dinero para lograr su libertad. Tengo el convencimiento de que Julio lo vio en esta isla, y hasta es posible que descubriera dónde vive. Mi compañero estaría tratando de volver a Miami para solicitar de nuestro Gobierno que presentase un recurso de extradición.
—Que nosotros hubiéramos otorgado —dijo McCready—. Me parece que deberíamos de informar al hombre de Scotland Yard. Después de todo, el gobernador fue asesinado cuatro días después. Incluso en el supuesto de que ambos casos resulten no estar relacionados entre sí, hay suficientes sospechas como para registrar toda la isla en busca de ese sujeto. No es un lugar muy grande, que digamos.
—¿Y si lo encuentran? ¿Qué delito habrá cometido en territorio británico?
—Bien —contestó McCready—, para empezar, usted lo identificaría positivamente. Eso constituiría un cargo condenatorio de por sí. El superintendente jefe de detectives puede que pertenezca a una Organización distinta a las nuestras, pero no precisamente a una que sienta simpatía por los asesinos de policías. Y en el caso de que nos muestre un pasaporte válido, en mi calidad de alto funcionario del ministerio de Asuntos Exteriores podría denunciarlo como una falsificación. Y así tendríamos un segundo cargo condenatorio.
Favaro sonrió con picardía y le tendió la mano.
—Mr. Frank Dillon, esto me encanta. Vamos a ver a su hombre de Scotland Yard.
Hannah se apeó del «Jaguar» y se encaminó hasta las abiertas puertas de un edificio construido con tablones de madera, donde se encontraba la iglesia baptista. De dentro salía el sonido de los cánticos. Atravesó el umbral y se detuvo unos instantes, mientras su vista se acostumbraba a la penumbra que reinaba en el interior del templo. Dirigiendo el cántico de los feligreses se oía la profunda voz de bajo del reverendo Drake.
Rocas milenarias, abríos a mi paso…
La música no tenía acompañamiento instrumental, se componía de canto llano. El pastor baptista se había bajado del púlpito y caminaba de un lado a otro por la nave de la iglesia, agitando los brazos, que parecían grandes y negras aspas de molino, con el fin de infundir ánimo a sus fieles para que entonasen sus cánticos de alabanza al Señor.
Permíteme que me refugie en tu seno…
Concédenos el agua y la sangre…
El reverendo Drake advirtió la presencia de Hannah en el umbral de la puerta, dejó de cantar e hizo gestos con los brazos para imponer silencio. Las trémulas voces fueron apagándose poco a poco.
—Hermanos y hermanas —vociferó el ministro del Señor—, hoy nos ha sido deparado un privilegio, Mr. Hannah, el enviado de Scotland Yard ha venido a reunirse con nosotros.
La congregación de fieles se había vuelto en sus bancos y contemplaba fijamente al hombre que estaba junto a la puerta. La mayoría de ellos eran hombres y mujeres ancianos, pero también había un puñado de jóvenes matronas acompañadas de una manada de chiquillos pequeños de ojos grandes como platos.
—¡Reúnete con nosotros, hermano! ¡Canta con nosotros! ¡Hacedle sitio para que pueda sentarse!
Cerca del policía, una voluminosa matrona con un vestido de flores estampado dirigió una amplia sonrisa a Hannah, se movió en el banco para hacerle sitio y le ofreció su misal. Hannah lo necesitaba. Ya había olvidado los textos. Había pasado demasiado tiempo desde que rezara por última vez. Todos juntos cantaron la vehemente antífona. Cuando el servicio religioso hubo terminado, los fieles fueron saliendo del templo, mientras eran despedidos uno a uno por el sudoroso reverendo Drake, que se había apostado junto a la puerta.
Cuando el último de los feligreses salió, el reverendo Drake rogó a Hannah que lo acompañase hasta su sacristía, una pequeña habitación situada a uno de los lados del altar.
—No puedo ofrecerle cerveza, Mr. Hannah. Pero me regocijaría compartir mi limonada fría con usted.
Drake destapó un termo y llenó dos vasos. La limonada, perfumada con lima agria, estaba deliciosa.
—¿Y que puedo hacer yo por el enviado de Scotland Yard? —inquirió el pastor.
—Dígame dónde se encontraba el martes a las cinco de la tarde.
—Aquí. Entonando alegres cánticos al Señor frente a cincuenta buenos feligreses —contestó el reverendo Drake—. ¿Por qué?
Hannah le echó en cara las palabras que había pronunciado la mañana del viernes de la semana anterior cuando bajaba por las escaleras del palacio de la gobernación. Drake sonrió a Hannah desde arriba. El detective londinense no era un hombre de baja estatura precisamente, pero el predicador le sobrepasaba en más de cinco centímetros.
—¡Ya veo! ¿Así que ha estado hablando con Mr. Quince? —El reverendo Drake pronunció ese nombre como si estuviese chupando una rodaja de limón.
—No he dicho eso —replicó Hannah.
—No me hacía falta que lo hiciera. Pues sí, pronuncié esas palabras. ¿Cree usted que asesiné al gobernador Moberley? No, señor, soy una persona pacífica. No suelo utilizar armas. No quito la vida a nadie.
—¿Entonces, qué quiso usted decir, Mr. Drake?
—Quise decir que no creía que el gobernador transmitiera nuestra demanda a Londres. Quise decir que tendríamos que echar mano de nuestros escasos fondos y enviar a Londres una persona que exigiese el nombramiento de un nuevo gobernador, de alguien que pudiera entendernos y que propusiera lo que nosotros exigíamos.
—¿Que consiste en…?
—En un referéndum, Mr. Hannah. Aquí están ocurriendo cosas muy malas. Ciertos forasteros han venido a mezclarse entre nosotros, gente ambiciosa, que pretende dirigir nuestros asuntos. Éramos felices. No teníamos riquezas, pero estábamos contentos. Si pudiésemos votar en un referéndum, la inmensa mayoría de nosotros se pronunciaría por seguir siendo británicos. ¿Acaso es esto que le digo algo tan errado?
—No, en mi opinión —admitió Hannah—, pero yo no me dedico a la política.
—Tampoco lo hacía el gobernador. Pero ese hombre se hubiera preocupado por impedirlo, en aras de su carrera aunque supiera que se trataba de un error grave.
—Él no tenía elección —replicó Hannah—. Cumplía órdenes.
Drake asintió con la cabeza como si se estuviese dirigiendo a su limonada.
—Eso mismo fue lo que dijeron los hombres que clavaron a Cristo en su cruz, Mr. Hannah.
Hannah no deseaba verse metido en una discusión sobre política o teología. Tenía que resolver un caso de asesinato.
—Usted no apreciaba a Sir Marston, ¿no es así?
—No, en verdad, y que Dios me perdone.
—¿Alguna razón en particular, aparte de esas obligaciones que tenía que cumplir aquí?
—Era un hipócrita redomado, y un gran fornicador. Pero no le maté. El Señor nos da la vida y el Señor nos la quita, Mr.
Hannah. Él lo ve todo. El martes por la tarde, el Señor llamó a Sir Marston Moberley.
—Rara vez el Señor usa una pistola de gran calibre en sus llamadas —replicó Hannah, el cual unos instantes creyó percibir un destello de aprecio en la mirada del reverendo Drake—. Ha dicho fornicador. ¿Qué ha querido decir con eso?
El reverendo Drake se le quedó mirando con expresión inquisidora.
—¿No lo sabe acaso?
—No.
—Miss Myrtle, la secretaria que está… de vacaciones. ¿No la ha visto?
—No.
—Es una chica grandullona, robusta, lozana y muy alegre.
—No lo dudo. Ahora está con sus padres en Tortola —dijo Hannah.
—Pues no —le corrigió Drake en tono afable—, ahora se encuentra en el Hospital General de Antigua, dando a luz a un nene.
«¡Oh, Dios mío!», pensó Hanna. Hasta ese momento sólo había oído hablar de la chica con la exclusiva referencia a su nombre. Después de todo, en Tortola también vivían padres que eran de raza blanca, ¿o no?
—¿Es la joven…, cómo decirlo…?
—¿Negra? —vociferó Drake—. ¡Pues sí, por supuesto, es negra! Grandullona y rolliza. Tal como le gustaban a Sir Marston.
«Y Lady Moberley también lo sabría —pensó Hannah—. La pobre y desmoralizada Lady Moberley, empujada a la bebida por todos esos años pasados en los trópicos y por todas esas chicas nativas. Resignada, sin duda alguna. O tal vez no, quizá viendo que las cosas iban demasiado lejos, al menos en esta ocasión…»
—Tiene usted cierto acento estadounidense —apuntó Hannah cuando se despedía—. ¿Me puede decir por qué?
—En Estados Unidos hay muchos colegas teólogos de la religión baptista —replicó el reverendo Drake—. Allí cursé mis estudios como ministro del Señor.
Hannah regresó en el «Jaguar» al palacio de la gobernación. Durante el trayecto se entretuvo en elaborar una lista de posibles sospechosos.
El teniente Jeremy Haverstock sabía, indudablemente, cómo utilizar un arma de fuego, en el caso de que se hubiese hecho con una; pero en apariencia, no tenía motivos. A menos que fuese el padre del nene de Myrtle y el gobernador le hubiese amenazado con arruinar su carrera.
Lady Moberley, para quien las cosas habían ido demasiado lejos. Llena de motivos, pero que hubiera necesitado un cómplice para forzar el candado de la puerta de hierro. A no ser que lo hubiera roto utilizando una cadena sujeta al «Land Rover».
El reverendo Drake, pese a sus protestas de ser una persona pacífica. Incluso las personas pacíficas pueden verse acorraladas y advertir que las cosas van demasiado lejos.
Recordó entonces el aviso que Lady Coltrane le dio al recomendarle que echase un vistazo al entorno de los dos candidatos electorales. Sí, eso es lo que haría, echar un buen vistazo a esos ayudantes en la campaña electoral. ¿Pero dónde estaba el motivo en ese ámbito? Sir Marston les estaba abriendo el camino, les hacía el juego al llevar la isla a la independencia, con uno de los dos candidatos como Primer Ministro. A menos que uno de los grupos hubiera pensado que el gobernador estaba favoreciendo al otro…
Cuando regresó al palacio de la gobernación, se encontró con un torrente de noticias esperándole.
El Inspector Jefe Jones había comprobado su registro de armas de fuego. En toda la isla no había más que seis armas de ese tipo que pudieran ser utilizadas. Tres, propiedad de unos expatriados, caballeros ya jubilados, dos británicos y un canadiense. Eran escopetas de caza, que ellos utilizaban para el tiro al plato. También había un rifle, cuyo propietario, llamado Jimmy Dobbs, era el patrón de un pesquero que lo tenía con el fin de emplearlo contra los tiburones, si daba la casualidad que algún día uno de esos monstruos atacaba su barca. Y una pistola de colección, que jamás había sido usada, propiedad de otro expatriado, un estadounidense que había fijado su residencia en Sushine. El arma se encontraba en su caja con tapa de cristal, todavía precintada tal como había salido de fábrica. Y existía también su propia arma, guardada bajo llave en la Comisaría.
—¡Maldita sea! —refunfuñó Hannah—. Cualquiera que sea el arma utilizada por el asesino, no estaba registrada legalmente.
El detective inspector Parker le tenía preparado un informe sobre las pesquisas en el jardín. El lugar había sido registrado palmo a palmo, de un extremo a otro, y hasta la tierra había sido removida. No encontraron una segunda bala. O bien se desvió en su trayectoria al rozar algún hueso del gobernador, saliendo así del cuerpo con un ángulo distinto al calculado y saltando por encima del muro del jardín, para perderse irremisiblemente; o, lo que era más probable, aún se encontraba dentro del cuerpo del gobernador.
Bannister le tenía noticias de Nassau. Un avión aterrizaría en la isla a las cuatro de la tarde, al cabo de una hora, para trasladar el cadáver a las Bahamas, donde se le practicaría la autopsia. Se esperaba que el doctor West llegase en unos minutos y se trasladase inmediatamente al depósito de cadáveres de Nassau, donde esperaría que le llevasen el cadáver.
Además había dos hombres que querían verle, y que le estaban esperando en el salón de recepciones. Hannah ordenó que tuvieran preparada una camioneta para llevar el cuerpo a las cuatro de la tarde a la pista de aterrizaje. Bannister, que volvería a Nassau para reintegrarse a la Alta Comisión y que por tanto, acompañaría al cadáver, se fue con el Inspector Jefe para supervisar los preparativos. Hannah se dirigió adonde sus nuevos huéspedes le estaban esperando.
El hombre llamado Frank Dillon se presentó a sí mismo. Le explicó por qué coincidencias se encontraba de vacaciones en la isla y cómo, también por mera coincidencia, se había encontrado con aquel caballero estadounidense a la hora del almuerzo. Mostró su carta de presentación, que Hannah examinó con escaso placer. Una cosa era ese Bannister, de la Alta Comisión oficial de Nassau, y otra muy distinta un funcionario de Londres, que daba la casualidad de que hacía un pequeño cambio en su itinerario de vacaciones y se encontraba metido de sopetón en medio de la cacería que se organizaba contra un asesino, lo que era, sobre poco más o menos, como encontrarse con un tigre vegetariano. Luego le presentó al caballero estadounidense, el cual admitió ser otro detective.
De todos modos, la actitud de Hannah cambió, cuando Dillon le habló de la historia que Favaro le había contado.
—¿Tiene alguna foto de ese tal Méndez? —preguntó Hannah.
—No, no la llevo encima.
—¿Podría obtenerla de los archivos de la Policía de Miami?
—Sí, señor. Podría pedir que la enviasen por fax a su gente de Nassau.
—Hágalo —dijo Hannah, mientras echaba un vistazo a su reloj de pulsera—. Ordenaré que comprueben las listas de registros de todos los pasaportes de la gente que ha pasado por aquí desde hace tres meses. Buscaremos por Méndez, o por cualquier otro apellido de origen español de las personas que hayan entrado a la isla. Y ahora, tienen que perdonarme. Debo supervisar el traslado del cadáver hasta el avión que lo llevará a Nassau.
—¿Ha pensado por casualidad en charlar con los dos candidatos? —preguntó McCready cuando se despedían.
—Sí —contestó Hannah—, es lo primero que pienso hacer mañana cuando me levante de la cama. Mientras tanto esperaré a que me llegue el informe con los resultados de la autopsia.
—¿Tendría algún inconveniente en que yo le acompañara? —inquirió McCready—. Le prometo que no abriré la boca. De todos modos, hay que reconocer que ambos son… políticos. ¿No lo cree así?
—Está bien —contestó Hannah, aunque lo hizo a regañadientes.
El detective se preguntó para sus adentros para quién estaría trabajando realmente ese Frank Dillon.
De camino al aeropuerto, Hannah advirtió que ya habían pegado los carteles encargados por él, aprovechando los escasos espacios libres que habían podido encontrar en los muros entre los que llamaban a votar por uno u otro candidato. En Port Plaisance había tal cantidad de carteles por doquier que el lugar estaba amenazado con quedar literalmente empapelado.
En los carteles oficiales, que habían sido realizados por el impresor de la localidad, bajo los auspicios del Inspector Jefe Jones y abonado con el dinero del palacio de la gobernación, se ofrecía una recompensa de mil dólares estadounidenses a la persona que hubiera visto a alguien merodeando por el camino que había detrás del muro del jardín del palacio de la gobernación, a eso de las cinco de la tarde del martes, y pudiera dar una descripción del sospechoso.
Mil dólares estadounidenses representaban una suma descomunal para el común de los habitantes de Port Plaisance. La recompensa prometida haría que alguien se presentase; alguien que hubiese visto algo, o a alguna persona. Y en Sunshine, cada cual conocía a cada cual…
En la pista de aterrizaje, Hannah estuvo observando cómo cargaban en el avión el cuerpo congelado del gobernador, al que Bannister y los cuatro agentes del equipo forense de las Bahamas acompañarían. Bannister se encargaría de facturar para Londres, en el vuelo nocturno, todo el material de raspaduras y muestras, que un coche patrulla de Scotland Yard recogería al amanecer, y las llevaría al laboratorio forense que el ministerio del Interior tenía en Lambeth. No esperaba demasiado de todo aquello; la segunda bala era lo que deseaba tener cuanto antes, y el doctor West la extraería esa misma noche en Nassau cuando hiciese la autopsia al cadáver. Precisamente por encontrarse en el aeropuerto, se perdió el mitin que Johnson dio en la plaza del Parlamento. Lo mismo les ocurrió a los periodistas, los cuales habiendo presenciado ya el comienzo del mitin electoral, cuando vieron pasar el convoy de la Policía, abandonaron la plaza y lo siguieron hasta la pista de aterrizaje.
McCready no se los perdió. En aquellos momentos se encontraba en la terraza del hotel «Quarter Deck».
Una inconexa multitud, compuesta de unas doscientas personas, se había reunido allí para oír lo que su filantrópico benefactor tenía que decirles. McCready se fijó en una media docena de hombres, con camisas playeras de brillantes colorines y oscuras gafas de sol, que se habían diseminado entre la multitud, repartiendo trocitos de papel y banderas con sus respectivas astas. Las banderas eran blancas y azules, los colores del candidato. Los trocitos de papel eran dólares en billetes de curso legal.
A las tres y diez, un «Ford Fairlane» blanco, evidentemente el automóvil más grande que había en la isla, penetró en la plaza y se acercó a la plataforma reservada para el orador. Mr. Marcus Johnson se apeó del coche y subió por la escalerilla que le tenían preparada. Alzó los brazos en alto, agitando las manos como un boxeador que celebrara su victoria. Iniciada por los que iban vestidos con camisas de colorines, se produjo una salva de aplausos. Ondearon algunas banderas. A los pocos minutos, Mr. Marcos Johnson estaba pronunciando su discurso.
—Y yo os prometo, amigos míos, y todos sois mis amigos… —proclamó Mr. Marcus Johnson, en cuyo rostro de bronce brillaba ese tipo de sonrisa al que los anuncios de dentífricos nos tienen acostumbrados—, que cuando al fin seamos libres, una ola de prosperidad inundará todas estas islas. Tendréis trabajo en abundancia porque habrá hoteles, una nueva flota, bares, cafeterías, y nuevas industrias en las que se manufacturarán las riquezas del mar, que serán vendidas en los países del continente americano. De todo ello brotará la prosperidad. Y esa prosperidad irá a parar a vuestros bolsillos, amigos míos, no a las manos de personas que se encuentran muy lejos de nosotros, allá en Londres…
Estaba utilizando un megáfono para hacerse oír por todos los que estaban en la plaza. La interrupción llegó de un hombre que no necesitó megáfono alguno. La profunda voz de bajo resonó al lado opuesto de la plaza, pero acalló los gritos del político.
—¡Johnson, no te queremos aquí! —vociferó el reverendo Walter Drake—. ¿Por qué no te vuelves al lugar del que has venido y te llevas contigo a todos tus matones?
De repente, el silencio se hizo en la plaza. La multitud, asombrada, se quedó esperando que la tierra se abriera bajo los pies del pastor. Nadie había osado hasta entonces interrumpir a Marcus Johnson. Pero la tierra no se abrió. Sin decir una palabra, Johnson dejó el megáfono y se metió rápidamente en su automóvil. A una palabra suya, el coche se alejó a toda velocidad, seguido por un segundo automóvil en el que iba el grupo de sus ayudantes.
—¿Quién es ése? —preguntó McCready al camarero que atendía en la terraza.
—El reverendo Drake, señor.
El hombre parecía más despavorido que asustado. McCready se quedó pensativo. Él había escuchado una voz similar a ésa antes, en alguna parte, y estaba tratando de recordar dónde había sido. Al fin pudo localizarla en su memoria: durante su servicio militar, hacía unos treinta años, en Catterick Camp, en York Shire. En la celebración de una parada militar. Se retiró a su habitación y realizó una llamada de seguridad a Miami.
El reverendo Walter Drake aceptó en silencio la paliza que le propinaron. Eran cuatro de los hombres que habían estado en la plaza; fueron a buscarlo esa misma noche, cuando salió de la iglesia para dirigirse a su casa. Los hombres usaron bates de béisbol y los pies. Le golpearon con rudeza, descargando sus palos contra el hombre tendido en el suelo. Cuando se cansaron de golpearle, se alejaron. A lo mejor estaba muerto. Era algo que no les preocupaba. Pero el reverendo Drake seguía vivo.
Media hora después recobró el conocimiento y se arrastró hasta la casa más próxima. La asustada familia llamó al doctor Caractacus Jones; éste tuvo que conducir al predicador a su clínica valiéndose de una carretilla de mano; luego se pasó el resto de la noche curando y vendando sus heridas.
Desmond Hannah recibió una llamada telefónica durante la cena. Tuvo que dejar el hotel e ir al palacio de la gobernación para atender la llamada. Era del doctor West, que le hablaba desde Nassau.
—Escúcheme —dijo el especialista en patología forense—, ya sé que lo único que pretendían era conservar el cadáver, pero lo que tengo aquí parece un bloque de cemento. Está helado y sólido como una roca.
—Las autoridades locales hicieron lo mejor que pudieron —dijo Hannah.
—Y eso es también lo que yo quiero hacer —replicó el médico—, pero pasarán unas veinticuatro horas hasta que se me descongele ese tipo.
—Practique la autopsia lo antes que pueda, por favor —pidió Hannah—. Necesito esa maldita bala.