Pese al par de detonaciones que se oyeron en el jardín, dentro de la casa no hubo reacción inmediata. Tan sólo dos personas se encontraban en la mansión del gobernador a esas horas de la tarde.
Jefferson, que se hallaba en la parte reservada a la servidumbre preparando un ponche de frutas —Lady Moberley era abstemia—, declararía después que el ruido que hacía la batidora llenaba la cocina y que debía de estar en marcha cuando se efectuaron los disparos.
El ayudante del gobernador, el teniente Jeremy Haverstock, un joven subalterno de mejillas aterciopeladas y que había pertenecido al Regimiento de Dragones de Su Majestad, se encontraba en su cuarto, situado al otro extremo del palacio de la gobernación, con las ventanas cerradas y el aire acondicionado puesto al máximo. Según sus declaraciones, también tenía encendida la radio y estaba escuchando un programa musical de Radio Nassau. Tampoco había oído nada.
Poco rato después, cuando Jefferson salió al jardín para consultar con Sir Marston algunas cuestiones concernientes a la preparación de unas chuletas de cordero, era evidente que el asesino había salido por la puerta de hierro, dándose a la fuga. Jefferson llegó al rellano de la escalinata que conducía al jardín y vio a su patrón tumbado de espaldas en el suelo y con los brazos extendidos, tal como se había quedado cuando la segunda bala dio con él en tierra; una mancha negruzca le cubría la pechera de su camisa de algodón azul marino.
En principio, Jefferson pensó que su patrón habría sufrido un desvanecimiento, por lo que corrió en su ayuda. Pero al ver con más claridad el agujero que tenía en el pecho, retrocedió espantado, sin podérselo creer, y luego salió a la carrera, presa del pánico, para ir en busca del teniente Haverstock. El joven oficial del Ejército llegó segundos más tarde, vistiendo todavía unos pantalones cortos de deporte.
El teniente Haverstock no fue presa del pánico. Examinó el cadáver sin tocarlo, dictaminó que Sir Marston estaba muerto y se sentó en la hamaca del difunto gobernador para reflexionar sobre lo que debería de hacer.
Un oficial de alto rango escribió una vez acerca de su subalterno Haverstock que «era maravillosamente bien criado, aunque no fuese terriblemente brillante», como si se tratase de un caballo del Ejército en vez de un oficial de Caballería. Pero es que los oficiales, en Caballería, tienden a tener sus propios conceptos acerca de las prioridades en una escala de valores; un buen caballo resulta irremplazable; un subalterno, no.
El teniente Haverstock permaneció sentado en la hamaca, a unos cuantos pasos del cuerpo, y se puso a reflexionar sobre el asunto, mientras Jefferson, con los ojos desmesuradamente abiertos, contemplaba la terraza desde el rellano de la escalera. Tras mucho meditar, el subalterno decidió que: a) tenía a un gobernador muerto en sus manos; b) alguien le había disparado, dándose luego a la fuga y c) debía informar del caso a sus superiores. Pero había un problema: el gobernador era la más alta autoridad, o lo había sido al menos. Llegado a ese punto, Lady Moberley volvió a casa.
Jefferson oyó el ruido producido por los neumáticos de la limusina oficial, un «Jaguar», al rechinar sobre la capa de grava del camino particular que conducía hasta la entrada de la casa y salió a la carrera al vestíbulo para interceptarla. La forma de darle la noticia fue perfectamente lúcida, aunque no se distinguiera por su gran tacto. Le salió al encuentro en el salón y le dijo:
—¡Ay, señora, han disparado contra el gobernador! Está muerto.
Lady Moberley se precipitó hacia la terraza para ver qué había ocurrido y se topó con el teniente Haverstock cuando éste subía las escaleras. El teniente acompañó a la dama hasta el dormitorio y trató de consolarla mientras ella se tumbaba en la cama. Lady Moberley parecía más perpleja que desconsolada, como si le inquietase el miedo a que el Ministerio de Asuntos Exteriores estuviese gastándole una jugarreta a su esposo para arruinar su carrera.
Una vez hubo conseguido calmarla un poco, el teniente Haverstock envió a Jefferson en busca del único médico que había en la isla, el cual daba la coincidencia de que también era el único juez de primera instancia de Sunshine y el único encargado, por lo tanto, de la instrucción sumarial. Le dijo que se hiciese acompañar por el inspector jefe Jones. Dio instrucciones precisas al atribulado mayordomo para que no diera ningún tipo de explicaciones, sino que se limitase a pedir a los dos hombres que acudieran con urgencia al palacio de la gobernación.
Las recomendaciones del teniente cayeron en saco roto. El pobre Jefferson comunicó la noticia al inspector jefe en presencia de tres atónitos alguaciles, y al doctor Caractacus Jones en presencia de su casera. Como un reguero de pólvora corrió la noticia, que empezó a propagarse rápidamente justo en el mismo momento en que el tío y el sobrino salían corriendo hacia el palacio del gobernador.
Mientras Jefferson cumplía tales diligencias, el teniente Haverstock reflexionaba acerca de qué manera comunicar lo sucedido a Londres. La residencia del gobernador nunca había sido equipada con los más modernos y seguros sistemas de comunicación. Jamás se pensó que eso fuera necesario. Además de la línea telefónica pública, el gobernador utilizaba también otro accesorio para transmitir sus mensajes, que siempre habían llegado a Londres a través de un organismo mucho más sólido: la Alta Comisión Británica de Nassau, en las Bahamas. Para tales efectos utilizaba un anticuado sistema C-2. Se encontraba sobre una mesita adyacente al escritorio, en el despacho privado del gobernador.
A simple vista parecía un aparato de télex ordinario, de ese tipo tan conocido y temido por todos los corresponsales del mundo entero. La conexión con Nassau se establecía tecleando el mensaje en el código habitual y asegurándose de que sería reconocido al otro extremo de la línea. El télex podía ser conmutado para que operase en modo criptográfico mediante una segunda caja que había al lado del aparato. Cualquier mensaje enviado aparecería entonces «en limpio» sobre el papel que el emisor tenía ante sus ojos, y sería decodificado de manera automática en la terminal de Nassau. Pero, entre esos dos puntos, el mensaje estaría codificado.
El problema era que para operar con el codificador había que insertar en la caja un disco acanalado que variaba según el día del mes. Esos discos se guardaban en la caja fuerte del gobernador, que ahora estaba cerrada. Miss Myrtle, secretaria privada del difunto, conocía la combinación de la caja fuerte, pero se encontraba visitando a sus padres, que vivían en Tórtola, en las islas Vírgenes. Durante su ausencia, el gobernador acostumbraba a enviar sus propios mensajes. Así que también él conocía la combinación de la caja fuerte; pero el teniente Haverstock, no.
Por último, Haverstock optó por telefonear a la Alta Comisión de Nassau y explicarles de palabra lo sucedido. A los veinte minutos, el primer secretario, hecho una furia, le telefoneaba para confirmar la noticia, escuchó las explicaciones del teniente y le ordenó en tono crispado que cerrase el palacio de la gobernación a cal y canto y permaneciese firme en su puesto, custodiando la plaza, hasta que le llegasen refuerzos de Nassau o de Londres. A continuación, el primer secretario envió por radio un mensaje codificado, clasificado como Top Secret, al Ministerio de Asuntos Exteriores en Londres. Eran las seis de la tarde y la noche había caído en la zona del Caribe. A las once de la noche, hora de Londres, llegó el mensaje a manos del oficial que hacía la guardia nocturna. Éste llamó por teléfono a un alto oficial del Departamento de Asuntos del Caribe, a su domicilio particular en Chobham, y la maquinaria se puso en marcha.
En Sunshine, la noticia se extendió en menos de dos horas por todo Port Plaisance, y un radioaficionado, en su habitual transmisión nocturna, se la comunicó a un amigo en Washington, con quien compartía el entusiasmo por la radio. El radioaficionado de la capital estadounidense, siendo como era un ciudadano interesado en el bienestar público, telefoneó a los de la «Associated Press», los cuales se mostraron algo escépticos, aunque acabaron por transmitir la noticia, que empezaba con las siguientes palabras:
El gobernador del Territorio Dependiente británico del Caribe, conocido como las islas Barclay, ha sido presuntamente muerto a tiros esta tarde por una persona desconocida, según informes confidenciales, no confirmados, que nos han llegado de ese grupo de islas…
El comunicado, escrito por un subdirector de redacción que hacía la guardia nocturna y que había consultado un mapa a gran escala con ayuda de una potente lupa, se explayaba a continuación en enjundiosas explicaciones sobre dónde se encontraban esas islas y cuáles eran sus peculiaridades.
En Londres, los de la agencia de noticias «Reuter» se enteraron de la historia gracias a un teletipo enviado por sus rivales, y trataron de obtener una confirmación del Ministerio de Asuntos Exteriores, llamando a sus dependencias a esas altas horas de la madrugada. Poco antes del amanecer, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico reconocía haber recibido un mensaje a tal efecto y anunciaba que ya se estaban dando los pasos necesarios.
Esos pasos necesarios consistían en sacar de su cama a un número considerable de personas repartidas en distintos distritos londinenses y en localidades cercanas a la capital. Los satélites controlados por la Oficina Nacional de Reconocimiento de Estados Unidos advirtieron que se estaba produciendo un intenso tráfico de las comunicaciones radiofónicas entre Londres y su Alta Comisión de Nassau, y las obedientes máquinas transmitieron esa información a la Agencia Nacional de Seguridad en Fort Meade. Éstos, por su parte, informaron a la CIA, donde ya se sabía la noticia, debido a que habían leído el comunicado de la «Associated Press». Una tecnología valorada en unos mil millones de dólares se puso a trabajar febrilmente durante tres horas después de que un radioaficionado, con un equipo de fabricación casera, transmitiera la noticia desde una cabaña situada en la falda del monte Spyglass, a otro radioaficionado que se encontraba en Chevy Chase.
En Londres, el Ministerio de Asuntos Exteriores alertó al del Interior, y los que allí estaban de guardia llamaron y despertaron a Sir Peter Imbert, comisionado de la Policía metropolitana, pidiéndole que enviase de inmediato a un detective jefe. El comisionado, a su vez, despertó a Simon Crawshaw, de la División de Operaciones Especiales, el cual se puso en contacto con el comisario jefe de la Brigada Superior de Investigación Criminal.
El comisario jefe telefoneó a la Oficina de Reserva, que permanece de guardia las veinticuatro horas del día.
—¿Quién está de servicio? —preguntó.
El sargento de guardia de la Oficina de Reserva consultó su lista en New Scotland Yard. La Oficina de Reserva de Scotland Yard es una pequeña dependencia cuyo único deber es mantener en todo momento actualizada una lista en la que figuran los jefes de detectives que se encuentran disponibles cuando son requeridos a la mayor brevedad posible en el caso de que surja la urgente necesidad de prestar asistencia a la Policía fuera del área metropolitana. La lista la encabeza el detective que tiene la obligación de presentarse a la hora de ser requerido. El siguiente que aparece en ella es el oficial que ha de personarse dentro de un plazo de seis horas, y el tercero es aquel que dispone de veinticuatro horas para acudir al requerimiento.
—El superintendente jefe de detectives Craddock, señor —contestó el sargento de guardia.
Pero en seguida el sargento advirtió una nota escrita al margen de la lista y añadió:
—¡Oh, no, señor, lo siento! Tiene que comparecer ante el Tribunal Superior de Justicia de Old Bailey, a las once de la mañana, para prestar declaración.
—¿Quién es el siguiente? —vociferó el comisario jefe desde su casa en West Drayton, localidad situada en las inmediaciones del aeropuerto de Heathrow.
—Hannah, señor.
—¿Y quién es su detective inspector?
—Wetherhall, señor.
—Diga a Mr. Hannah que me telefonee a mi casa. De inmediato —ordenó el comisario jefe.
Poco después de las cuatro de la madrugada de una mañana desagradable y oscura de diciembre, el teléfono colocado sobre una mesilla de noche en una casa de Croydon sonaba, despertando al superintendente jefe de detectives Desmond Hannah. Escuchó lo que el sargento de guardia de la Oficina de Reserva tenía que comunicarle y, siguiendo las instrucciones recibidas, marcó un número telefónico de West Drayton.
—¿Bill? Aquí Hannah. ¿Qué ocurre?
Escuchó durante cinco minutos, y preguntó:
—Dime, Bill, ¿dónde demonios se encuentra la isla de Sunshine?
A lo lejos, en la isla, el doctor Caractacus Jones, una vez examinado el cuerpo del gobernador, había dictaminado la muerte. La noche había envuelto el jardín en sus tinieblas, por lo que el médico se veía obligado a trabajar a la luz de unas antorchas. No se trataba de que pudiese hacer gran cosa. Era un médico de medicina general y no un especialista en patología forense. Cuidaba lo mejor que podía de la salud general de los habitantes de la isla, y disponía de un modesto equipo quirúrgico con el que prestaba los primeros auxilios en caso de heridas y contusiones. Durante su vida había ayudado a traer más niños al mundo de lo que era capaz de recordar y había practicado un número diez veces superior de extracciones de anzuelos. En su calidad de médico estaba habilitado para extender un certificado de defunción, y en su calidad de juez instructor y de Primera Instancia podía extender el certificado para el entierro. Pero jamás había practicado la autopsia a un gobernador, y no tenía la más mínima intención de comenzar a hacerlo.
Las heridas y las enfermedades graves que requerían operaciones difíciles eran tratadas siempre en Nassau, donde disponían de un flamante y moderno hospital, dotado con todo el equipo necesario para realizar operaciones y autopsias. El doctor Caractacus Jones tampoco disponía de un depósito de cadáveres.
Cuando el reconocimiento médico ya terminaba, el teniente Haverstock volvió del despacho privado del difunto gobernador.
—Nuestra gente en Nassau informa que Scotland Yard nos envía a un alto oficial de su Departamento —anunció, solemne el inspector—. Hasta su llegada tenemos que dejar todo tal como estaba.
El inspector jefe Jones había apostado a un alguacil delante de la puerta de entrada para que dispersase a los curiosos, que habían empezado a aparecer ante la fachada principal del palacio de la gobernación. El inspector había registrado el jardín y descubierto la puerta de hierro por la que debía de haber entrado el asesino y por la que, al parecer, se habría dado a la fuga. El asesino, en su huida, había cerrado la puerta lo que explicaba por qué el teniente Haverstock no se había percatado de ese detalle. El inspector jefe había dejado apostado allí también a un segundo alguacil, con la orden estricta de que alejase de esa puerta a cualquiera que pretendiera acercarse. Podría contener huellas dactilares, que luego el hombre enviado por Scotland Yard necesitaría.
Afuera, en la oscuridad, el alguacil se sentó sobre la hierba, con la espalda recostada contra el muro, y pronto quedó sumido en profundo sueño.
Entretanto, dentro del jardín, el inspector jefe Jones anunciaba:
—Todo ha de quedar tal como está. El cuerpo no ha de ser movido.
—Pero, muchacho, no seas imbécil —le dijo su tío—. Se descompondrá. De hecho, ya se está descomponiendo.
Su tío tenía razón. Debido al calor reinante en la zona del Caribe, los muertos suelen ser enterrados dentro de las veinticuatro horas siguientes a su defunción. La alternativa a esto es indecible. Un enjambre de moscas zumbaba ya sobre el pecho y los ojos del cadáver. Los tres hombres se pusieron a considerar el problema. Jefferson se encontraba en esos momentos atendiendo a Lady Moberley.
—No habrá más remedio que llevarlo a la fábrica de hielo —dijo finalmente el doctor Caractacus Jones—. No nos queda otra elección.
Los otros convinieron en que el médico tenía razón. La fábrica de hielo, a la que alimentaba el generador municipal, se encontraba al final de los muelles. El teniente Haverstock levantó al difunto por los hombros, y el inspector jefe Jones, por los pies. Con algunas dificultades, los dos lograron manejar aquel cuerpo, que aún estaba flácido; lo subieron por las escaleras, pasaron luego por el salón, desde donde lo llevaron a través del despacho hasta sacarlo al vestíbulo principal. Lady Moberley asomó la cabeza por el umbral de la puerta de su dormitorio, miró por encima de la balaustrada cuando conducían el cadáver de su marido por el vestíbulo, emitió una serie de «¡Oh…, oh…, oh…, oh!», y se retiró de nuevo a sus habitaciones privadas.
Ya en el vestíbulo, cayeron en la cuenta de que no podían ir cargados con el cadáver de Sir Marston durante todo el trayecto hasta los muelles. Por unos momentos tuvieron en consideración la posibilidad de meterlo en él maletero del «Jaguar», pero la rechazaron por considerar que era demasiado pequeño, y no resultaba muy decoroso.
Por último hallaron la solución en el «Land Rover» de la Policía. Hicieron lugar en la parte trasera del vehículo y allí colocaron el cadáver del gobernador. Incluso habiéndole puesto con los hombros descansando contra la parte posterior de los asientos delanteros, las piernas del difunto sobresalían por encima del portón trasero. El doctor Jones empujó al difunto por los pies, hasta lograr que las piernas quedaran recogidas dentro, y cerró el portón. El cuerpo de Sir Marston Moberley se desplomó entonces, cayéndose hacia delante de cabeza, como alguien que regresara de alguna fiesta demasiado prolongada durante la cual se hubiesen consumido grandes cantidades de alcohol.
Con el inspector jefe Jones al volante y el teniente Haverstock junto a él, el «Land Rover» se dirigió hacia el final de los muelles, seguido por la inmensa mayoría de la población de Port Plaisance. Una vez allí, en medio de una gran ceremonia, Sir Marston fue introducido en una de las cámaras de la fábrica de hielo, donde la temperatura se mantenía siempre muy por debajo de los cero grados centígrados.
El que había sido último gobernador de Su Majestad en las islas Barclay pasó su primera noche en el otro mundo cómodamente acostado entre un gordo pez espada y un exquisito atún de negras aletas. A la mañana siguiente, las expresiones de los tres tendrían mucho en común.
El amanecer, como es lógico, se produjo cinco horas antes en Londres que en Sunshine. A las siete de la mañana, cuando los primeros dedos rosados de la aurora que anunciaba el nuevo día acariciaban los tejados de la abadía de Westminster, el superintendente jefe de detectives Desmond Hannah se reunía a puerta cerrada con el comisario jefe Braiwaite en el despacho que este último tenía en las dependencias del New Scotland Yard.
—Saldrá antes de las doce en el vuelo regular de la «British Airways» que parte de Heathrow para Nassau —dijo el comisario jefe—. Ya le tenemos reservados los billetes en primera clase. En el avión no quedaban plazas libres, por lo que hemos tenido que dejar a una pareja en tierra.
—¿Y los del equipo? —preguntó Hannah—. ¿Irán en primera o en clase turista?
—¡Ah, los del equipo, claro! Pues bien, Desmond, el equipo le será facilitado en Nassau. Los del Ministerio de Asuntos Exteriores se están encargando de solucionar eso.
Desmond Hannah empezó a sospechar que allí había gato encerrado. Era un hombre de cincuenta y un años de edad, un perseguidor de ladrones de la vieja escuela, que se había labrado una carrera subiendo en el escalafón peldaño tras peldaño, habiendo comenzado de bobby, como es lo habitual, comprobando puertas y cerraduras por las calles de Londres, ayudando a las ancianas a cruzar la calzada y orientando a los turistas, hasta haber alcanzado el rango de superintendente jefe de detectives. Todavía le quedaba un año para el retiro de la Policía, y su destino, al igual que muchos otros compañeros, sería el de aceptar un cargo menos agobiante como agente de seguridad en alguna empresa privada.
Sabía que jamás llegaría a comisario jefe, mucho menos dadas sus condiciones actuales, ya que hacía cuatro años había sido trasladado a la Sección de Homicidios, en la Brigada Superior de Investigación Criminal de la División de Operaciones Especiales, una especie de pozo conocido como el «cementerio de los elefantes». Uno entraba allí hecho un toro fornido y salía convertido en un montón de huesos.
No obstante, al superintendente jefe de detectives Hannah le gustaba el trabajo bien hecho. Para cualquier misión, sobre todo si ésta se desarrollaba al otro lado del océano, el jefe de una brigada de detectives especializados en homicidios espera que se le otorgue un equipo de refuerzo integrado por al menos cuatro personas: un oficial encargado de la escena del crimen o SOCO con un rango no inferior al de sargento; un sargento responsable de los contactos con el laboratorio de criminología; un fotógrafo y un especialista en huellas dactilares. El aspecto forense podía ser de importancia crucial, como lo era, en efectivo, en la mayor parte de los casos.
—Quiero que sean de aquí, Bill.
—No puede ser, Desmond. Me temo que los del Ministerio de Asuntos Exteriores están tomando el asunto en sus manos. Después de todo, ellos corren con todos los gastos, de conformidad con el Ministerio del Interior. La Alta Comisión de Nassau se ha puesto de acuerdo con la Policía de las Bahamas para que éstos les presten el apoyo forense necesario. Estoy seguro de que serán buenos.
—¿Y la autopsia? ¿También se encargarán ellos?
—No —contestó el comisario jefe en tono tranquilizador—. Enviaremos a Ian West a Nassau para que él se encargue. El cadáver se encuentra aún en la isla. Tan pronto como le hayas echado una ojeada, embárcalo para Nassau en una caja para fiambres. Ian irá veinticuatro horas más tarde. Cuando el llegue a Nassau, deberás tenerle el cadáver preparado para que se ponga a trabajar.
Hannah emitió un gruñido. Era evidente que se había apaciguado. A fin de cuentas, con el doctor. Ian West tendría uno de los mejores especialistas en patología forense del mundo.
—¿Por qué no puede ir directamente Ian a ese lugar llamado Sunshine y hacer la autopsia in situ? —preguntó el superintendente Hannah.
—No hay depósito judicial de cadáveres allí —le explicó, paciente, el comisario jefe.
—En ese caso, ¿dónde demonios se encuentra el cadáver ahora?
—Eso es algo que ignoro.
—¡Maldita sea! —exclamó Hannah—. Ya estará medio descompuesto para cuando yo llegue.
El superintendente no podía saber que el cuerpo de Sir Marston no estaba medio descompuesto, sino sólido como una roca. El doctor West no podría haber hundido su bisturí en él.
—Quiero que se haga allí el análisis balístico —dijo Hannah—. Si encuentro las balas o los casquillos de los proyectiles, quiero que Alan se encargue de ellos. Los proyectiles sirven a veces para aclararlo todo.
—Está bien —asintió el comisario jefe—, explica a los de la Alta Comisión que los necesitamos aquí y que los envíen por valija diplomática. Y ahora, ¿por qué no aprovechas para desayunar como Dios manda? El coche que vendrá a recogerte estará aquí a las nueve. Tu inspector jefe de detectives llevará el maletín de homicidios. Te encontrarás con él en el automóvil.
—¿Y qué pasa con los de la Prensa? —preguntó Hannah cuando se disponía a salir del despacho.
—Armarán la de Dios es Cristo, me temo. Aún no ha salido el asunto en los periódicos. La noticia no llegó hasta primeras horas de la madrugada. Pero todas las agencias de noticias están ocupándose del caso. Sólo Dios sabe cómo diablos han logrado enterarse tan pronto. Puede que en el aeropuerto se encuentren algunos de esos reptiles, tratando de ir en el mismo vuelo que tú.
Unos minutos antes de que diesen las nueve, Desmond Hannah se presentaba con su equipaje en el patio interior del edificio, donde un «Rover», con un sargento uniformado al volante, le estaba esperando. Hannah echó una mirada a su alrededor para ver si se encontraba allí Harry Wetherall, el inspector con quien había trabajado hacía unos tres años. No lo vio por ninguna parte. Al poco rato, un hombre de rostro sonrosado, y que tendría unos treinta años de edad, apareció a todo correr. Llevaba el maletín de homicidios, una maletita que contendría toda una variedad de tapones, vendas, cápsulas, ampollas, bolsitas de plástico, rascadores, botellitas, pinzas y sondas, que componen los instrumentos básicos de ese oficio que consiste en descubrir, manipular y conservar indicios.
—¿Mr. Hannah? —preguntó el joven.
—¿Quién es usted?
—El detective inspector Parker, señor.
—¿Dónde está Wetherall?
—Me temo que enfermo, señor. Gripe asiática o algo por el estilo. El oficial de servicio me pidió que le sustituyese. Siempre tengo mi pasaporte dispuesto en un cajón de mi escritorio, por si las moscas. Es algo realmente estupendo poder trabajar con usted, señor.
«¡Maldito Wetherall!» pensó Hannah, maldiciendo de paso sus ojos, que veían aquello.
Hicieron el viaje a Heathrow manteniendo un prolongado silencio. Finalmente, sólo Hannah conservó el silencio. El inspector Parker («Puede llamarme Peter, de verdad») se puso a hacer gala de sus conocimientos sobre la zona del Caribe. Había estado allí dos veces con el Club Méditerranée.
—¿Ha estado alguna vez en el Caribe, señor? —preguntó Parker.
—No —contestó Hannah, que se sumió de nuevo en el silencio.
En el aeropuerto de Heathrow les estaban esperando. El maletín de homicidios no pasó por el aparato de rayos X, donde hubiese causado un vivo interés. En vez de tener que someterse a las formalidades habituales, un oficial les acompañó por los controles de pasaporte y aduana y les condujo directamente a la sala de espera de primera clase.
Los de la Prensa ya habían sido alertados, en efecto, aunque Hannah no advirtió la presencia de los periodistas hasta que no se halló a bordo del avión. Dos agencias de noticias con dinero para gastar habían persuadido a algunos pasajeros para que les cediesen sus asientos y viajasen en otro vuelo posterior. Varios se afanaban por conseguir plaza en los dos aviones que despegaban de Miami por la mañana, mientras que sus oficinas ya estaban contratando, por si acaso, aviones de alquiler para hacer el trayecto de Miami a Sunshine. La «BBC TV», la «Independent TV News» y la «British Satellite Broadcasting» se hallaban organizando sus equipos de cámaras para enviarlos a las islas Barclay, mientras mandaban de avanzadilla a sus reporteros. En aquel tumulto se encontraban también los equipos de reporteros y fotógrafos de los cinco principales periódicos del país.
En la sala de espera, Mr. Hannah fue abordado por un joven jadeante y con pinta de recluta, que se presentó a sí mismo, como enviado del Ministerio de Asuntos Exteriores, al que pertenecía. Llevaba una carpeta voluminosa.
—Hemos recopilado algunos datos esenciales para su información —dijo el joven a Hannah, mientras le entregaba la carpeta—. Algo de geografía, economía y población de las islas Barclay; en fin, ese tipo de cosas. Y, por supuesto, también un informe sobre los entretelones de la actual situación política en las islas.
A Hannah le dio un vuelco el corazón. Un decente asesinato doméstico solía resolverse por sí mismo en pocos días. Pero si el asunto era de índole política…
En ese momento les llegó el aviso de embarque.
Después de despegar, el irrefrenable Parker encargó champaña a la azafata y se puso a responder preguntas sobre sí mismo con gran placer. Tenía veintinueve años, muy joven para ser ya un detective inspector, y estaba casado con una mujer llamada Elaine que trabajaba como agente de la propiedad inmobiliaria. Vivían en la nueva y elegante zona residencial de Dockland, pegados al Canary Wharf. Su pasión era un automóvil deportivo «Morgan 4 × 4», aunque Elaine conducía un «Ford Escort GTI».
—Descapotable, por supuesto —puntualizó Parker.
—Por supuesto —murmuró Hannah.
«Y yo, con una cucaracha diminuta —pensó—. ¿Así que dobles ingresos y ningún niño? ¡Menudo pájaro de altos vuelos!»
Parker había pasado directamente del instituto a una Universidad recién fundada, en la que se graduó. Había iniciado sus estudios en PFE (políticas, filosofía y económicas), pasándose luego a leyes. Al salir de la Universidad había ingresado directamente en la Policía metropolitana, y, después del aprendizaje previo obligatorio, había trabajado durante un año en las zonas residenciales de las afueras de Londres antes de asistir a los cursillos especiales de la Academia de Policía de Bramshill. De allí, había estado, durante cuatro años, en la Commisioner’s Force Planning Unit.
Se encontraban ya sobrevolando County Cork cuando Hannah cerró la carpeta del Ministerio de Asuntos Exteriores y preguntó amablemente:
—¿Y en cuántas investigaciones de homicidios ha participado hasta la fecha?
—Bien, ésta será la primera, de momento. Por eso me alegré tanto de haber estado disponible esta mañana. No obstante, durante mis horas libres me dedico a estudiar criminología. Opino que es muy importante poder entender la mentalidad del criminal.
Desmond Hannah volvió el rostro para mirar por la ventanilla, mientras sentía que se hundía en la más absoluta miseria. Tenía un gobernador muerto, unas elecciones pendientes en las islas, un equipo forense de las Bahamas y, para colmo, un detective inspector bisoño que pretendía entender la mentalidad de los criminales. Después del almuerzo se quedó adormilado durante todo el trayecto hasta Nassau. También intentó olvidar la presencia de los periodistas. Al menos hasta Nassau.
Quizá la noticia que la «Associated Press» había dado la noche anterior con tanta prontitud llegara demasiado tarde a Londres y los periódicos británicos, con sus cinco horas de desventaja, no tuvieron la oportunidad de difundirla, pero sí llegó justo a tiempo para que los redactores del Miami Herald la incluyeran en su periódico antes de que pasara a impresión.
A las siete de la mañana, Sam McCready se encontraba cómodamente sentado en el balcón de la habitación del hotel, saboreando esa primera taza de café que solía tomar antes del desayuno mientras contemplaba el azulado mar, cuando percibió el ruido familiar que el Miami Herald producía al ser deslizado por debajo de la puerta.
Cruzó la habitación en un par de zancadas, recogió el periódico del suelo y volvió al balcón. La noticia de la «Associated Press» aparecía en la parte inferior de la primera plana, de la que habían retirado una historia acerca de una langosta que había batido todos los récords, con el fin de dejarle espacio. La noticia reproducía textualmente el comunicado de la «Associated Press» referente a los informes no confirmados. En los titulares se decía escuetamente:
¿ASESINADO UN GOBERNADOR BRITÁNICO?
McCready leyó y releyó la noticia varias veces.
—¡Qué asunto tan desagradable! —murmuró.
Entonces fue al cuarto de baño para afeitarse, ducharse y arreglarse. A las nueve de la mañana despedía a su taxi delante del Consulado británico. Entró en él y se presentó a sí mismo… como Mr. Frank Dillon, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Tuvo que esperar una media hora al cónsul, el cual le recibió en seguida. A las diez había obtenido aquello por lo que había ido: una línea de seguridad telefónica con la Embajada británica en Washington. Habló durante veinte minutos con el jefe de la delegación del Servicio Secreto de Inteligencia británico, el SIS, un compañero al que conocía de los días que habían pasado juntos en Londres, y con el cual había estado la semana anterior en el seminario de la CIA.
—Pienso que podría darme un salto hasta allí —sugirió McCready.
—No se trata precisamente de un asunto que nos concierna, ¿no te parece? —sugirió el jefe de la delegación del SIS.
—Es probable que no, pero quizá merezca la pena echarle un vistazo. Necesitaré algunos fondos, y también un comunicador.
—Lo arreglaré con el cónsul. ¿Puedes ponerme con él?
Una hora después, McCready salía del Consulado con un buen fajo de dólares, por el que había firmado un recibo, y con un maletín en el que llevaba un teléfono portátil y un codificador, que le permitirían efectuar llamadas de seguridad al Consulado en Miami, sabiendo que serían transmitidas de inmediato a Washington.
Volvió al «Hotel Sonesta Beach», hizo las maletas, pagó su cuenta y llamó a una compañía de alquiler de aviones para que le tuviesen uno preparado en el aeropuerto. Los de la compañía le confirmaron la salida para las dos de la tarde en un vuelo que le llevaría a Sunshine en noventa minutos.
Eddie Favaro también se había levantado temprano esa mañana. Acababa de decidir que sólo había un lugar por el que podría comenzar: los patrones que alquilaban embarcaciones para ir de pesca y a quienes encontraría en los muelles. Donde quiera que Julio Gómez hubiese disfrutado las vacaciones, era seguro que una gran parte de las mismas tenía que haberla pasado en ese lugar.
Al no disponer de un medio de transporte propio, se dio un paseo hasta los muelles. No quedaban lejos. En casi todas las paredes y árboles que vio a su paso había carteles instando a los isleños a votar por alguno de los dos candidatos. Los rostros de ambos hombres, uno de ellos un mestizo de aspecto elegante y distinguido, el otro un hombre alto, corpulento y jovial, le contemplaban con expresión inquisidora desde los carteles de propaganda.
A muchos de ellos, alguien les había dado la vuelta para dejar a los candidatos cabeza abajo o les habían desfigurado el rostro, sin que nadie pudiese decir si la broma había sido gastada por chiquillos o por los simpatizantes del partido contrario. En todos los carteles se advertía el trabajo de impresores profesionales. En la fachada de una tienda situada cerca de los muelles vio un mensaje de tipo bien distinto, pintado con caracteres toscos. Rezaba:
QUEREMOS UN REFERÉNDUM
Cuando pasó por delante de la tienda, un jeep negro, con cuatro personas dentro, pasó por su lado a gran velocidad.
El jeep se detuvo entre chirridos de frenos. Los cuatro hombres, que se distinguían por una expresión ruda en sus rostros, llevaban camisas de múltiples colores y gafas de sol oscuras, que les ocultaban los ojos. Las cuatro cabezas negras se quedaron vueltas hacia la consigna pintada en la pared y luego girar en dirección a Favaro como si éste fuese el responsable de aquello. Favaro se encogió de hombros, como si dijese: «Eso nada tiene que ver conmigo». Los cuatro rostros impasibles le siguieron con la mirada hasta que dio la vuelta a la esquina. Escuchó alejarse al jeep, cuyo conductor había acelerado a fondo, haciendo rascar el embrague.
En el muelle de los pescadores se encontró con varios grupos de personas que estaban discutiendo la misma noticia que había tenido ocupados a los que vio en el vestíbulo del hotel. Interrumpió a uno de los grupos para preguntar quiénes alquilaban sus embarcaciones a los turistas que iban de pesca. Uno de los hombres le indicó el final del muelle, donde vio a un pescador atareado en su bote.
Favaro cruzó el muelle y comenzó sus pesquisas. Mostró una fotografía de Julio Gómez al pescador. El hombre asintió con la cabeza.
—Por supuesto —dijo—, estuvo aquí la semana pasada. Pero fue a pescar con Jimmy Dobbs. Allí está la barca de Jimmy, la Gulf Lady.
No encontró a nadie en ella. Se sentó en un noray y se puso a esperar. Al igual que todos los policías, Favaro sabía que debería armarse de paciencia. Recopilar información en cuestión de segundos era algo que se quedaba para los telefilmes policíacos. En la vida real, se pasaban la mayor parte del tiempo esperando. Jimmy Dobbs apareció a las diez de la mañana.
—¿Mr. Dobbs?
—Yo mismo.
—¡Hola!, me llamo Eddie. Soy de Florida. ¿Es ésa su barca?
—Claro que es mi barca. ¿Ha venido a pescar?
—Pues sí, es mi pasatiempo favorito —contestó Favaro—. Un amigo mío me habló muy bien de usted.
—Me alegra oírlo.
—Mr. Julio Gómez. ¿Se acuerda de él?
El honesto y bonachón rostro de aquel hombre negro se ensombreció. Metió el brazo en la Gulf Lady y sacó una caña de pescar que tenía sobre cubierta. Durante algunos segundos examinó el señuelo que colgaba del anzuelo como carnada y luego le pasó la caña a Favaro.
—¿No le gustaría pescar una seriola? Ahí mismo, a la derecha, debajo del muelle, hay algunas muy buenas. Abajo, al final de todo.
Juntos caminaron hasta el final del rompeolas, donde nadie podría escuchar lo que dijeran. Favaro se preguntó, intrigado, por qué haría aquello el hombre.
Jimmy Dobbs echó la caña hacia atrás y lanzó el sedal con mano experta por encima de las aguas. Recogió lentamente, haciendo que el señuelo de brillantes colores se agitara en el agua y ascendiera hasta quedar justo bajo la superficie. Un pequeño jurel azul se lanzó rápidamente sobre la falsa carnada, dio media vuelta y se alejó.
—Mr. Julio Gómez ha muerto —dijo Jimmy Dobbs con aire de gravedad.
—Lo sé —replicó Favaro—. Y me gustaría descubrir el porqué. Salió a pescar con usted muchas veces, según tengo entendido.
—Cada año. Era un hombre muy bueno, un gran tipo.
—¿Le comentó qué clase de trabajo tenía en Miami?
—Sí. En cierta ocasión.
—¿Y se lo dijo usted a alguien?
—En modo alguno. ¿Es usted un amigo suyo, o un compañero?
—Ambas cosas, Jimmy. Pero dígame, ¿cuándo vio a Julio por última vez?
—Aquí, precisamente, el martes por la noche. Habíamos estado juntos todo el día. Me contrató para el viernes por la mañana. Pero no se presentó.
—No —asintió Favaro—, estaba en la pista de aterrizaje, tratando de conseguir un vuelo para Miami. Con prisas. Y abordó el avión que no debía. Explotó sobre el mar. ¿Por qué hemos tenido que caminar hasta aquí para hablar de esto?
En ese momento, Jimmy Dobbs pescó un pez luna de casi un kilo y pasó la temblorosa caña de pescar a Favaro. El norteamericano recogió el sedal. No tenía experiencia. El pez luna aprovechó que el hilo estaba flojo y se desprendió del anzuelo.
—Hay alguna gente muy mala por estas islas —se limitó a contestar el pescador.
Favaro identificó un olor que había percibido antes en la aldea. Era el olor del miedo. Sabía mucho sobre ese sentimiento. A ningún policía de Miami le es ajeno un aroma tan peculiar. Por alguna razón, el miedo se había apoderado de aquel paraíso.
—Cuando Julio le dejó, ¿parecía un hombre feliz?
—¡Oh, sí! Se llevaba un buen pescado para la cena. Era feliz. No tenía problemas.
—¿A dónde fue cuando se alejó de usted?
Jimmy Dobbs le miró con expresión de asombro.
—A la pensión de Mrs. Macdonald, por supuesto. Siempre se hospedaba allí.
Mrs. Macdonald no se encontraba en casa. Había salido de compras. Favaro decidió regresar más tarde. Ante todo trataría de enterarse de algo en el aeropuerto. Encaminó sus pasos hacia la plaza del Parlamento. Allí había dos taxis. Pero sus respectivos conductores habían ido a almorzar. Nada que hacer. Favaro cruzó la plaza para ir a comer al «Quarter Deck». Eligió una mesa en la terraza, desde la que podía vigilar ambos taxis. Alrededor de él se apreciaba el mismo excitado cuchicheo que había captado durante el desayuno, todos hablaban del asesinato del gobernador cometido el día anterior.
—Han enviado a un alto cargo de Scotland Yard —anunció un hombre en uno de los grupos que se había formado cerca de donde Favaro se hallaba.
Dos hombres entraron en el bar. Eran altos y fuertes, y no dijeron palabra alguna. La conversación murió como por encanto. Los dos hombres arrancaron todos los carteles en los que se proclamaba la candidatura de Marcus Johnson y pegaron otros diferentes en su lugar. En los nuevos carteles se leía:
Vota a Livingstone, candidato del pueblo.
Una vez terminado su trabajo, se largaron.
El camarero se acercó y le puso sobre la mesa un plato de pescado al horno y una jarra de cerveza.
—¿Quiénes eran ésos? —preguntó Favaro.
—Dos de los que ayudan a Mr. Livingstone en su campaña electoral —contestó el camarero, con rostro inexpresivo.
—Al parecer, la gente les tiene miedo.
—¡Oh, no, señor!
El camarero puso los ojos en blanco y se alejó. Favaro había contemplado ya esa expresión en las habitaciones donde se interrogaba a los detenidos en la Jefatura de Policía de Metro-Dade. Las celosías se cerraban detrás de los ojos. El mensaje era: no hay nadie en casa.
El «Jumbo» en el que el superintendente Hannah y el detective inspector Parker viajaban aterrizó en el aeropuerto de Nassau a las tres de la tarde, hora local. El primero en subir a bordo fue un policía de las Bahamas, el cual, al identificar a los dos enviados de Scotland Yard, se presentó a sí mismo y les dio la bienvenida a Nassau. Los acompañó hasta fuera del avión, antes de que los demás pasajeros bajaran, y luego hasta un «Land Rover» que les estaba esperando. La primera bocanada de aire caliente y balsámico se cerró sobre Hannah. De repente sintió que se asfixiaba en sus londinenses ropas.
El oficial de Policía les cogió los tiques del equipaje y se los pasó a un agente, que se encargaría de sacar sus maletas de entre el resto del equipaje. Luego llevaron en el vehículo a Hannah y a Parker a la sala de espera reservada para los VIP. Allí se reunieron con el Alto Comisionado adjunto británico, Mr. Longstreet, y otro funcionario mucho más joven, llamado Bannister.
—Les acompañaré a Sunshine —dijo Bannister—. Hay problemas con las comunicaciones. Según parece, no han podido abrir la caja fuerte del gobernador. Instalaré un nuevo equipo para que puedan comunicarse con la Alta Comisión de Nassau mediante una línea directa de radio-teléfono. Una línea de alta seguridad, por supuesto. Y, como es lógico, tendremos que traernos el cadáver del gobernador en cuanto el juez instructor nos lo entregue.
La voz del hombre sonaba enérgica y parecía la de una persona eficiente. A Hannah le gustó. Luego le presentaron a los cuatro hombres que componían el equipo forense, facilitado por la Policía de las Bahamas como gesto de cortesía. La conferencia se prolongó durante una hora.
Hannah miró a través de los ventanales y contempló la explanada que se extendía frente a los hangares del aeropuerto. A unos treinta metros divisó un avión de alquiler de diez asientos, que estaba esperando a llevarle a él y a su nueva y ampliada escolta a la isla de Sunshine. Entre el edificio y el aparato dos equipos de televisión habían tomado ya posiciones para captar ese momento. El superintendente Hannah lanzó un suspiro de resignación.
Cuando terminaron de discutir los últimos detalles, el grupo abandonó el salón para personalidades y empezó a bajar las escaleras. Los micrófonos se dirigieron hacia su persona y las cámaras le enfocaron.
Mr. Hannah, ¿confía usted en que puedan apresar pronto al asesino?
—¿Resultará que esto ha sido un asesinato de carácter político?
—¿Está relacionada la muerte de Sir Marston con la campaña electoral?
Hannah asintió con la cabeza, sonrió, pero no respondió. Escoltados por policías de las Bahamas, todos abandonaron el edificio para meterse en el horno del radiante sol, y se dirigieron hacia el avión. Las cámaras de televisión registraron el acontecimiento. Una vez el grupo oficial estuvo a bordo del avión, los periodistas sé precipitaron en tropel hacia sus respectivos aparatos alquilados, que habían conseguido gracias a la entrega de grandes fajos de dólares o qué habían sido contratados ya desde Londres. Los aviones y avionetas, cual desordenada horda, comenzaron a rodar, cogiendo velocidad para el despegue. Eran las cuatro y veinticinco de la tarde.
A las tres y media, un pequeño «Cessna» inclinaba sus alas sobre Sunshine, efectuaba un giro, se enderezaba de nuevo y se preparaba para aterrizar en la franja de hierba que servía de pista.
—Es un precioso lugar salvaje —gritó el piloto estadounidense al hombre que iba sentado a su lado—. Sitio hermoso pero de lo más atrasado. Quiero decir que carecen de todo en esta isla.
—Faltos de tecnología —asintió Sam McCready.
McCready miró hacia abajo y contempló la polvorienta pista que subía hacia ellos. A la izquierda había tres edificaciones: un hangar de planchas de hierro acanalado, un cobertizo bajo, con el techo de hojalata rojo (la terminal del aeropuerto) y un cubo blanco sobre el que ondeaba la bandera británica (la cabaña de la Policía). Frente al cobertizo que hacía las veces de terminal del aeropuerto divisó una figura pequeña, con camisa de manga corta playera, que estaba hablando con un hombre que vestía pantalones cortos y una camiseta de deporte. Cerca de ellos había un vehículo aparcado. Las palmeras empezaron a crecer peligrosamente a ambos costados del «Cessna» y el pequeño aeroplano golpeó pesadamente contra el suelo. Las edificaciones pasaron veloces al otro lado de la ventanilla cuando el piloto bajó la rueda delantera y levantó los alerones. Al final de la pista de aterrizaje giró en redondo y comenzó a aminorar la marcha.
—Por supuesto, claro que me acuerdo del avión. Fue horroroso cuando me enteré de que esa pobre gente había muerto.
Favaro había logrado encontrar al mozo de cuerda que cargó el equipaje en el «Navajo Chief» la mañana del viernes. Se llamaba Ben y se encargaba siempre de embarcar los equipajes en los aviones. Ése era su trabajo. Al igual que la mayoría de los isleños, se mostró abierto y franco, honesto y dispuesto siempre a hablar. Favaro le enseñó una fotografía.
—¿Vio a este hombre?
—Ya lo creo. Estaba preguntándole al propietario del avión si podía llevarle hasta Key West.
—¿Cómo lo sabe?
—Se encontraba junto a mí —contestó Ben.
—¿Parecía angustiado, ansioso, con prisa?
—Usted también la hubiese tenido, buen hombre. Explicó al dueño del avión que su mujer le había llamado por teléfono para decirle que su hijo estaba enfermo. La chica dijo que eso era algo terrible, que deberían ayudarle. Así que el dueño le contestó que le llevarían con ellos hasta Key West.
—¿Había alguien más rondando alrededor de ustedes?
Ben se quedó reflexionando un rato.
—Tan sólo el otro hombre que me ayudaba a embarcar las maletas —dijo—. Algún empleado del propietario del avión, me imagino.
—¿Y qué aspecto tenía ese otro mozo?
—Jamás lo había visto antes —contestó Ben—. Un hombre negro, no de Sunshine, con una camisa de brillantes colorines y gafas oscuras. No dijo nada.
El «Cessna» se aproximó, rugiendo, al cobertizo de la terminal del aeropuerto. Los dos hombres que estaban esperando tuvieron que taparse los ojos con las manos para protegerse de la enorme polvareda que levantó. Un hombre encorvado, de mediana estatura, salió del edificio, abrió el portaequipajes del avión, sacó una maleta y un maletín de diplomático, se quedó un momento parado, hizo señas al piloto y entró de nuevo en el cobertizo.
Favaro comenzó a pensar en aquellas palabras. Julio Gómez no solía decir mentiras. Y tampoco tenía mujer ni niño. Debería de encontrarse desesperado para rogar que le llevasen en ese avión y para querer volver a Miami. Y en cuanto a la bomba…, Favaro estaba convencido de que no iba destinada a Klinger. La habían puesto para Gómez. Dio las gracias a Ben y regresó al taxi, que le estaba esperando. Cuando iba a subir, una voz con acento inglés le dijo:
—Sé que es pedirle demasiado, pero ¿podría tener la amabilidad de llevarme hasta la ciudad? Parece ser que los taxis brillan por su ausencia.
El que hablaba era el hombre que había llegado en el «Cessna».
—¡No faltaba más! —respondió Favaro—. Sea usted mi invitado.
—Es muy cortés de su parte —dijo el caballero inglés mientras metía su equipaje en el maletero.
Durante el trayecto de cinco minutos hasta la ciudad, el forastero se presentó a sí mismo.
—Frank Dillon —dijo.
—Eddie Favaro —contestó el norteamericano—. ¿Viene a pescar?
—¡No, por desgracia! No es ésa mi afición favorita. Sólo vengo a pasar unos cuantos días de vacaciones, buscando algo de paz y tranquilidad.
—No tendrá oportunidad de encontrarlas —replicó Favaro—. De momento, la isla está sumida en una situación caótica, ya se ha anunciado la llegada de una legión de detectives londinenses, que vendrán en compañía de la Prensa. Anoche alguien mató a tiros al gobernador, cuando éste descansaba en el jardín de su casa.
—¡Dios santo! —exclamó el caballero inglés.
El forastero dio la impresión de haber sufrido una auténtica conmoción.
Favaro dejó al caballero inglés frente a la entrada del «Hotel Quarter Deck», despidió el taxi y, por las calles laterales, recorrió los escasos centenares de metros que le separaban de la pensión de Mrs. Macdonald. Al cruzar la plaza del Parlamento vio a un hombre muy alto que se dirigía a una alicaída multitud de ciudadanos, encaramado en la parte de atrás de una camioneta con plataforma plana. Era Mr. Livingstone en persona. Favaro captó algunos de los atronadores graznidos de aquella oratoria:
—Y yo os digo, hermanas y hermanos, que vosotros compartiréis las riquezas de estas islas; compartiréis cuantos peces se pesquen en los mares; compartiréis las opulentas casas del puñado de ricos que vive en lo alto de las colinas, compartiréis…
La multitud no parecía muy entusiasmada. La camioneta estaba escoltada por los dos gigantescos hombres que habían arrancado los carteles de Johnson en el «Hotel Quarter Deck» a la hora del almuerzo para colocar los suyos. Mezclados entre la multitud, había varios hombres de similares aspecto físico y catadura, dispuestos a comenzar los vítores y las aclamaciones en el momento oportuno. Pero nadie vitoreaba más que ellos. Favaro prosiguió su camino. Esa vez le tocaba el turno a Mrs. Macdonald.
El avión en el que Desmond Hannah viajaba aterrizó a las seis menos veinte. Era casi de noche. Otras cuatro aeronaves, de tipo más ligero, habían realizado ya su recorrido y emprendido el vuelo de regreso a Nassau mientras aún era de día. Los pasajeros que habían conducido hasta la isla eran los corresponsales de la «BBC», de la «ITV», del Sunday Times, que habían compartido un avión con el Sunday Telegraph, y Mrs. Sabrina Tennant con su equipo de reporteros, cámaras y fotógrafos de la «British Satellite Broadcasting Company», la «BSB».
Hannah, Parker, Bannister y los cuatro agentes de la Policía de las Bahamas se habían reunido con el teniente Haverstock y el inspector jefe Jones, el primero vestido con un traje tropical color crema, mientras que el segundo se había presentado con su uniforme inmaculadamente limpio. Ante la perspectiva de ganarse algunos dólares, los dos taxistas de Port Plaisance y otros dos isleños que conducían pequeñas furgonetas acudieron a la pista. Así que todos tuvieron medio de locomoción.
A esas horas, ya habían sido cumplimentadas todas las formalidades burocráticas y la caravana llegó al «Hotel Quarter Deck» cuando era de noche. Hannah decidió que sería inútil comenzar las investigaciones a la luz de las antorchas, pero insinuó que la guardia en el palacio de la gobernación debería de mantenerse durante toda la noche, así que el inspector jefe, que estaba hondamente impresionado ante la oportunidad de trabajar codo con codo junto a un superintendente jefe de detectives de Scotland Yard, vociferó las órdenes pertinentes a sus subordinados.
Hannah estaba cansado. En aquellas islas podrían ser algo más de las seis de la tarde, pero en el reloj interno de su cuerpo eran las once de la noche, y llevaba levantado desde las cuatro de la madrugada. Cenó a solas con Parker y el teniente Haverstock, cuya conversación le permitió hacerse una primera idea de lo que ocurrió la noche anterior. Luego se retiró a descansar.
Los periodistas no tardaron mucho en dar con el bar, haciendo gala en eso de un instinto tan hábil como infalible. Pedían ronda tras ronda, que eran consumidas de inmediato. Cada vez era mayor el escándalo de las jocosas chanzas que resultan habituales en los equipos de prensa cuando se encuentran realizando alguna misión en países extranjeros. Nadie se fijó en un hombre que vestía un ligero traje tropical muy arrugado y que permanecía sentado solo en el rincón más apartado del bar, bebiendo y escuchando el parloteo de los periodistas.
—¿A dónde fue cuando salió de aquí? —preguntó Eddie Favaro, que estaba sentado a la mesa de la cocina de Mrs. Macdonald, mientras la buena mujer le servía un plato de su exquisito guisado de almejas.
—Al «Quarter Deck», a tomar una cerveza —contestó ella.
—¿Se le veía alegre?
La melodiosa voz de Mrs. Macdonald, con su peculiar sonsonete, llenó el recinto.
—¡Que Dios me ampare, Mr. Favaro, pero si era un hombre feliz! Y le había preparado un pescado delicioso para cenar. Me dijo que estaría de vuelta a las ocho en punto. Le advertí que no se le ocurriese llegar tarde, pues, de lo contrario, el dorado se resecaría y se estropearía su sabor. Se echó a reír entonces y me aseguró que sería puntual.
—¿Y lo fue?
—¡Qué va, hombre! Se retrasó más de una hora. El pescado ya se había pasado. Y comenzó a decir insensateces.
—¿Qué fue lo que dijo? ¿Qué clase de… insensateces?
—Bueno, no es que hablase mucho. Parecía muy preocupado, como afligido. Luego me contó que había visto un escorpión. Bien, y ahora usted terminará de tomarse esa sopa. Está hecha con los bienes que el Señor nos depara.
Favaro se envaró, con la cuchara inmóvil a prudente distancia de sus labios.
—¿Dijo un escorpión o el escorpión?
Mrs. Macdonald frunció el entrecejo y se quedó pensativa.
—Creo que dijo un. Pero también pudo haber dicho el —admitió.
Eddie Favaro acabó su sopa, dio las gracias a la mujer y regresó al hotel. En el bar había un estruendo terrible. Encontró una silla libre en uno de los rincones más apartado, alejado de la multitud de periodistas. Una silla cercana la ocupaba el caballero inglés que había conocido en la pista de aterrizaje. El forastero levantó su vaso en señal de saludo, pero no le dijo nada.
«¡Gracias a Dios por este alivio!», pensó Favaro. Aquel inglés tan desgarbado parecía poseer al menos la virtud de saber guardar silencio.
Eddie Favaro necesitaba reflexionar en paz. Ya sabía cómo había muerto su amigo y compañero de trabajo; y creía saber también por qué. De algún modo misterioso, allí, en esa isla paradisíaca, Julio Gómez había visto, o había creído ver, al asesino más peligroso con el que los dos se habían tropezado a lo largo de su vida profesional.