La Gulf Lady volvía a casa surcando las brillantes aguas del reluciente mar cuando sólo faltaba una hora para que el sol desapareciese en el horizonte. Julio Gómez iba sentado a proa, con sus amplias nalgas posadas en el techo de la cabina y sus pies calzados con mocasines descansando sobre la cubierta, contento y satisfecho de sí mismo, mientras se fumaba uno de sus cigarros puros puertorriqueños y exhalaba los hediondos aromas del humo por encima de las impasibles aguas del Caribe.
En esos momentos era un hombre por completo feliz. Detrás de él, a diez millas de distancia, quedaban los arrecifes que formaban el banco de la Gran Bahama al penetrar en el canal de Santaren, allí donde el martín pescador nadaba junto al peto, y el atún daba caza al bonito, el cual, a su vez, cazaba al escribano y donde, en ocasiones, todos eran perseguidos por el pez vela y por el gran pez espada.
En la popa, sobre la cubierta de la barca de pesca, en un viejo cesto desvencijado, yacían dos finos dorados, uno para él y otro para el patrón de turno, que en esos momentos empuñaba la caña del timón y gobernaba su embarcación alquilada, poniendo rumbo hacia Port Plaisance.
No se trataba de que esos dos peces fuesen el resultado de toda una jornada de pesca; también había habido un magnífico pez espada, capturado y devuelto a las aguas del océano, así como un bonito pequeño, que había sido despedazado y usado como carnada para los peces, amén de un atún de aletas amarillas, cuyo peso había sido estimado en unos treinta y cinco kilos, pero que se había sumergido a tal profundidad y tirado con tal violencia del hilo, que no había tenido más remedio que cortarlo, si no quería ver cómo se desgarraba ante sus ojos el carrete de su caña de pescar; y también habían picado dos seriolas, cada una de las cuales le obligó a luchar durante más de media hora. Había devuelto todos aquellos peces al mar, quedándose sólo con los dos dorados, ya que éstos tienen la carne más fina de todos los peces comestibles de los trópicos.
A Julio Gómez no le gustaba matar; lo que le impulsaba a realizar su peregrinaje anual a esas aguas era la emoción que le embargaba cuando oía el silbido del carrete y veía el hilo desplazándose a gran velocidad; también el sentir la tensión de la caña doblada, y, además, la gran excitación que se apoderaba de él durante la contienda entre el hombre que vivía sobre la tierra y el poderoso monstruo de los mares, que se debatía tras haberse tragado el anzuelo. Se podía decir que había pasado un día maravilloso.
A lo lejos, a su izquierda, allá donde las Dry Tortugas quedaban ocultas en el occidente bajo la línea del horizonte, la gran bola roja del sol se disponía a unirse con el mar, renunciando así a su calor abrasador y concediendo el alivio que traerían las frescas brisas del atardecer y los vientos de la noche que se aproximaba.
Frente a la Gulf Lady, a unas tres millas de distancia, se extendía la isla sobre las aguas del mar. Llegarían a puerto al cabo de veinte minutos. Gómez tiró por la borda la colilla de su cigarro, que se quedó flotando en las aguas tras haberse apagado con un breve chisporroteo, se puso crema en los antebrazos y se la extendió. Pese a que era de fuerte constitución y a que tenía la piel aceitunada, siempre sentía la necesidad de aplicarse una buena capa de crema bronceadora cuando se disponía a regresar a su pensión. Jimmy Dobbs, el hombre que gobernaba el timón, no tenía esos problemas; isleño de nacimiento, nunca había salido del lugar y tenía una de esas pieles de un negro tan intenso como el ébano sobre las que el sol no causaba efecto alguno; era propietario de una pequeña embarcación de pesca que alquilaba a los turistas que visitaban la isla y querían pescar.
Julio Gómez encogió las piernas y saltó a popa desde el techo de la cabina.
—Me encargaré del timón, Jimmy —dijo—. Así tendrás tiempo para limpiar la barca.
Jimmy Dobbs le dirigió una sonrisa de oreja a oreja, le pasó la caña del timón, cogió un cubo y una escoba y se puso a limpiar la embarcación de escamas y fragmentos de tripas, que fue tirando por la borda. Como por arte de magia, un grupo de golondrinas de mar, que no parecían venir de parte alguna, apareció de inmediato y se lanzaron a recoger los trocitos de carne que flotaban en la estela de la embarcación. Nada se desperdicia en el océano, nada que sea de origen orgánico.
Había, como es lógico, un gran número de embarcaciones de pesca, muchas de ellas modernas, que prestaban sus servicios en aguas del Caribe; barcas con mangueras a presión para limpiar la cubierta, bares bien provistos para preparar cualquier tipo de combinado, televisión e incluso vídeo y un buen surtido de películas; con sistemas de tecnología electrónica para detectar los bancos de peces y un instrumental de equipos de navegación tan completo como para poder dar la vuelta al mundo. La Gulf Lady no disponía de ninguna de esas cosas; era un triste conjunto de tablas destartaladas, con un tingladillo de varas de retama blanca y un humeante motor Diesel marca «Perkins» que lo impulsaba, pero había visto a lo largo de su dilatada existencia más olas encrespadas que las que los atildados mozos de Florida Keys podrían registrar con sus radares. Tenía una pequeña cabina de popa, que no era más que una confusión de cañas y cuerdas malolientes en las que se había fijado el hedor a aceite y a pescado, un pequeño puente de popa, apuntalado con varas, y una silla, para el pescador, de fabricación casera y con cojines extras.
Jimmy Dobbs no disponía de sistemas electrónicos que le ahorrasen el trabajo de tener que encontrar su presa; él la sabía encontrar por sí mismo, siguiendo las enseñanzas que su padre le había impartido, con buen ojo para el más leve indicio de cambio en el color de las aguas, para apreciar esos rizos en la superficie que no tenían por qué estar allí, para captar la zambullida de una golondrina de mar a gran distancia, a mucha distancia; y con buen instinto para saber dónde se encontraban los peces esa semana y qué estaban comiendo. Pero el caso era que lograba dar con ellos, cada día de la semana. Por eso era por lo que Julio Gómez iba a pescar con él cada vez que tenía vacaciones.
La carencia total de refinamientos en la isla era algo que gustaba a Julio, así como la falta total de tecnología en la Gulf Lady. Pasaba la mayor parte de su vida profesional operando con la moderna tecnología estadounidense, bien introduciendo pregunta tras pregunta en el ordenador, bien conduciendo su flamante automóvil por el endemoniado tráfico de las calles céntricas de Miami. Para sus vacaciones deseaba el mar, y el sol y el viento; y, aparte de esas cosas, los peces, ya que Julio Gómez tenía sólo dos pasiones en su vida: el trabajo y la pesca. Llevaba ya cinco días disfrutando de sus vacaciones y aún le quedaban otros dos por delante, el viernes y el sábado. El domingo tendría que tomar el avión de regreso a Florida para presentarse ante Eddie el lunes por la mañana y reanudar su trabajo. Julio Gómez dio un suspiro al recordarlo.
Jimmy Dobbs era también un hombre feliz. Se había pasado un buen día con su cliente y amigo, tenía unos cuantos dólares en el bolsillo, con los que pensaba comprar un vestido a su anciana esposa, y llevaba un exquisito pez, que daría una cena suculenta al matrimonio y a su numerosa prole. ¿Qué más, se decía, podía ofrecerle la vida?
Atracaron poco después de las cinco de la tarde en el viejo muelle de pescadores, cuyas maderas semiderruidas tendrían que haberse venido abajo desde hace muchos años, mas nunca acababan por caerse. El anterior gobernador de la isla había prometido pedir una subvención a Londres para construir uno nuevo, pero luego había sido sustituido por el gobernador actual, Sir Marston Moberley, un hombre que no sentía interés alguno por la pesca. Ni tampoco por los isleños, si se podía dar crédito a los rumores que circulaban por Shantytown, y lo cierto es que siempre se les podía dar crédito.
Se produjo la habitual aglomeración de chiquillos que acudían a ver qué tal se les había dado el día y si podían ayudar a desembarcar y transportar la pesca, se vieron rodeados por las burlas habituales, pronunciadas con ese acento cadencioso y ese sonsonete propios de los isleños, mientras preparaban la Gulf Lady para pasar la noche en paz.
—¿Estarás libre mañana, Jimmy? —preguntó Gómez.
—Claro que lo estaré. ¿Quiere salir de nuevo a pescar?
—Para eso estoy aquí. Te veré a las ocho.
Julio Gómez ofreció un dólar a un chico, como pago para que le llevase el pescado, y los dos se alejaron del muelle y se internaron por las lóbregas callejuelas de Port Plaisance. No tenían que ir muy lejos, ya que ninguna distancia era lejana en Port Plaisance. No se trataba de una gran ciudad, sino de una aldea en realidad.
Era ese tipo de ciudades que uno espera encontrar en casi todas las pequeñas islas del Caribe, un auténtico revoltijo de casas de madera principales, con las fachadas pintadas de brillantes colores, la techumbre compuesta de delgadas tablas de madera a guisa de tejas, y callejones entre ellas con conchas machacadas por toda grava. A lo largo de la costa, frente al mar, alrededor del pequeño puerto bordeado por un malecón curvilíneo construido de bloques de coral, donde atracaban los barcos de carga que arribaban todas las semanas, se alzaban las más resplandecientes estructuras de los edificios importantes: el de la central de Aduanas, el del Tribunal de Justicia y el monumento conmemorativo a las hazañas bélicas. Todos habían sido construidos con bloques de coral, cortados y colocados hacía ya muchos años.
Más allá, en el centro de la ciudad, se encontraban la casa consistorial, una pequeña iglesia anglicana, la Comisaría y el hotel principal de la villa, el «Quarter Deck». Aparte los grandes almacenes situados en uno de los extremos del puerto, una edificación de hierro acanalado y de aspecto desagradable, casi todos los edificios eran de madera. También frente al mar, justo a las afueras de la villa, se alzaba la residencia del gobernador, la Government House, toda blanca rodeada por una valla, también blanca, con dos viejos cañones de la era napoleónica colocados frente a la fachada principal y un alto mástil para la bandera emplazado en el centro de un bien cuidado jardín en el que predominaba un verde y reluciente césped. Durante el día, el pabellón nacional británico ondeaba en lo alto del mástil de la bandera; pero en aquellos momentos, cuando Julio Gómez atravesaba la villa en dirección a la barraca de tablas en la que se hospedaba, el pendón estaba siendo recogido ceremoniosamente por un alguacil de la Policía, en presencia del ayudante de campo del gobernador.
Julio Gómez podría haberse alojado en el «Quarter Deck», sin embargo, prefería la atmósfera hogareña que reinaba en la pensión de Mrs. Macdonald. Ésta era viuda; sobre la cabeza lucía un espléndido tocado de cabellos encrespados y blancos como la nieve, de tan generosas proporciones como toda ella, y sabía preparar una exquisita sopa de mariscos, que estaba como para chuparse los dedos.
Se metió por la calle donde ella vivía, haciendo caso omiso de los chillones carteles de propaganda electoral que aparecían pegados por paredes y vallas, y vio a su anfitriona, atareada en barrer los peldaños de la escalera por la que se accedía a la puerta principal de su pulcra e inmaculada pensión, ritual este que repetía varias veces al día. Les saludó, a él y a su pescado, dirigiéndoles su habitual y radiante sonrisa.
—Mr. Gómez, ¿a dónde va con un pescado de apariencia tan deliciosa?
—Es para nuestra cena, Mrs. Macdonald, y confío en que haya más que suficiente para todos nosotros.
Gómez pagó lo prometido al chico, que salió corriendo con su recién encontrada fortuna, y se retiró a su habitación. Mrs. Macdonald se dirigió a su cocina para preparar el dorado a la plancha. Gómez se lavó, se afeitó y se cambió de ropa, poniéndose unos pantalones color crema y una camisa playera de manga corta y brillantes colorines. Llegó a la sabia conclusión de que podía sentarle bien una gran jarra de cerveza muy fría y salió de nuevo a las callejas de la localidad, encaminando sus pasos hacia el bar del «Hotel Quarter Deck».
Sólo eran poco más de las siete de la tarde, pero la noche había caído ya y la ciudad estaba a oscuras, con excepción de la parca claridad que se filtraba por algunas ventanas. Saliendo por una de las calles traseras, Gómez entró en la plaza del Parlamento, con su pulcro paseo rodeado de palmeras en el centro y tres de sus lados escoltados respectivamente por la iglesia anglicana, la Comisaría y el edificio del «Hotel Quarter Deck».
Pasó por delante de la Comisaría, todavía iluminada por la luz eléctrica que suministraba el generador municipal, cuyos zumbidos se oían hasta más allá de los muelles. Desde esa pequeña edificación de bloques de coral, el inspector jefe Brian Jones y sus fuerzas impecablemente uniformadas, compuestas por dos sargentos y ocho alguaciles, representaban la ley y el orden en una comunidad que gozaba del índice más bajo de criminalidad de todo el hemisferio occidental. Viviendo en Miami, Mr. Gómez no podía evitar el admirarse ante una sociedad que parecía no conocer las drogas, ni saber lo que eran las bandas de malhechores, ni los robos a mano armada, ni la prostitución, ni violaciones, con un solo Banco (en el que jamás se había producido atraco alguno) y una media docena de hurtos denunciados al año. Mr. Gómez dio un suspiro, pasó por delante de la oscura iglesia y se metió por el pórtico del «Quarter Deck».
El bar se hallaba a la izquierda. Tomó asiento en un taburete situado en una esquina, en el extremo más retirado de la barra, y pidió su gran jarra de cerveza muy fría. Aún tendría una hora por delante hasta que su pescado estuviera preparado, lo que le daría tiempo para tomar una segunda cerveza, que hiciese compañía a la primera. El bar se encontraba ya medio lleno, pues ese local era el aguadero favorito de la localidad para turistas y expatriados. Sam, el camarero, pulcramente vestido con su habitual chaquetilla blanca, se encargaba de suministrar su batería nocturna de ponches de ron, cerveza, zumos, «Coca-Cola», daiquiris y combinados de soda para ayudar a hacer bajar los fieros trallazos de fuego de las copas de ron «Mount Gay».
Eran las ochos menos cinco cuando Mr. Gómez se metió la mano en el bolsillo y sacó un manojo de dólares para liquidar su cuenta. Al levantar la mirada, detuvo su acción en seco, se puso rígido y se quedó mirando con fijeza al hombre que acababa de entrar al bar y pedía una bebida al otro extremo de la barra. Al instante volvió a sentarse en su taburete, colocándose de tal modo que los cuerpos de los bebedores que estaban sentados junto a él lo cubrieran y le dejasen fuera del campo visual de aquel hombre. Apenas daba crédito a sus ojos, pero estaba seguro de no haberse equivocado. Es imposible pasarse cuatro días seguidos con sus cuatro noches sentado a una mesa frente a frente con una persona, mirando sus ojos y advirtiendo el odio y el desprecio que éstos destilaban, y luego olvidarse de aquel rostro como si no se hubiese visto nunca en la vida, aunque desde entonces hubieran transcurrido más de ocho años. Uno no se pasa cuatro días con sus cuatro noches intentando sacar aunque sea una sola palabra a un hombre para no conseguir nada de él en absoluto, ni siquiera su nombre, por lo que uno se ve obligado a ponerle un seudónimo con el fin de tener algo que poner en el expediente, y luego, pasado el tiempo, se olvida uno de aquel rostro.
Gómez hizo señas a Sam para que le llenase de nuevo la jarra, pagó sus tres cervezas y volvió a acurrucarse en su rincón, protegido por las sombras. Si ese hombre se encontraba en aquel lugar, debía de ser por alguna poderosa razón. Si se había registrado en el hotel, él se enteraría de su nombre. Estaba dispuesto a enterarse de ese nombre. Permaneció sentado en su rincón, a la espera y vigilante. A las nueve de la noche, el hombre, que había estado bebiendo solo, una copa de ron «Mount Gay» tras otra, se levantó y se fue. Apartándose de su rincón, Mr. Gómez salió tras él.
En la plaza del Parlamento, el hombre se montó en un jeep de fabricación japonesa, puso el motor en marcha y se alejó. Gómez miró desesperado a su alrededor. No disponía de ningún medio de transporte propio. Estacionada cerca de la entrada del hotel se encontraba una pequeña moto con las llaves puestas. Tambaleándose peligrosamente en sus intentos por conservar el equilibrio, Mr. Gómez comenzó a perseguir al jeep.
El vehículo salió del pueblo y se metió directamente por la carretera del litoral, la única que existía en la isla y por la que se podía bordear la costa. A todas las propiedades situadas en el montañoso interior se llegaba, invariablemente, por caminos de acceso particulares, unos senderos polvorientos que partían de la carretera de circunvalación de la costa y que se internaban hasta lo alto de las montañas. El jeep cruzó la otra comunidad residencial de la isla, una aldea conocida como Shantytown, y después pasó por delante del aeropuerto, cuya pista de aterrizaje era una simple franja de hierba.
El jeep siguió su marcha hasta que llegó a la parte opuesta de la isla. Allí, la carretera iba flanqueando la extensión de terreno de la bahía de Teach, llamada así en memoria de Edward Teach, conocido como el pirata Barbanegra, el cual, en cierta ocasión, había atracado en la isla para aprovisionarse de víveres. El jeep salió de la carretera de la costa y empezó a subir por un corto sendero, que terminaba frente a un par de puertas de hierro forjado, que protegían una ancha finca vallada. Si el conductor del jeep había advertido la luz del tambaleante faro de la motocicleta que le había estado siguiendo durante todo el camino desde la entrada al «Hotel Quarter Deck», lo cierto era que no dio muestras de ello. Sin embargo, debía de haberse dado cuenta, con toda seguridad. Detrás de la enorme puerta surgió un hombre de entre las sombras para abrir al conductor del jeep, pero éste aminoró la marcha y se detuvo, alzó un brazo por encima de su cabeza para coger algo en la barra de la estructura metálica del vehículo y desprendió de ella una potente linterna. Cuando Gómez pasó por delante de la entrada de la finca para dar la vuelta en aquel recodo del camino, el luminoso haz se deslizó por encima de su cabeza, se detuvo, regresó y le dio de lleno en el rostro, persiguiéndolo durante breves instantes, hasta que quedó fuera del campo de luz al seguir camino abajo.
Media hora después, Mr. Gómez dejó de nuevo la moto en el mismo lugar que ocupaba delante del hotel y se dirigió caminando hacia la casa en que se hospedaba. Iba sumido en profundos pensamientos y hondamente amargado. Había visto a quien había visto, y sabía que no estaba equivocado. Y además, sabía dónde vivía ese hombre. Pero el otro también le había visto. Tan sólo le quedaba rezar e implorar que, después de ocho años, entre las tinieblas de una noche en el Caribe, lanzado a toda velocidad en una moto e iluminado durante unos pocos segundos, el otro no le hubiera reconocido.
Mrs. Macdonald estaba muy disgustada ante la desatención manifestada por su huésped al presentarse para la cena con casi dos horas de retraso, y así se lo hizo saber. De todos modos, le sirvió el dorado y se quedó contemplando a Mr. Gómez mientras éste comía sin apetito. Estaba perdido en sus pensamientos y se limitó a hacer cierta observación.
—¡Tonterías, hombre! —le reprendió la mujer—. Esa clase de cosas no ocurren en nuestra isla.
Julio Gómez se pasó la noche tumbado en vela dándole vueltas a lo que podía hacer. Cuánto tiempo se quedaría aquel hombre en la isla él no podía saberlo. Pero tenía la certeza de que la presencia de ese individuo allí era un asunto del que los británicos deberían de estar informados, en especial de su domicilio actual. ¿En verdad era aquello significativo? Podía ir a ver al gobernador, pero ¿qué podría hacer ese magistrado oficialmente? Lo más probable era que no hubiese ningún motivo para arrestar a ese hombre. No estaba en territorio de Estados Unidos. Tampoco Gómez creía que el inspector jefe Jones, con sus fuerzas de policía locales, pudiera tener más peso en el asunto que el gobernador. Éste necesitaría una orden de Londres, seguida de una requisitoria del Tío Sam en persona. Pensó en llamar por teléfono cuando amaneciera, pero en seguida descartó esa idea. Las comunicaciones telefónicas de la isla para el uso público consistían en una anticuada línea abierta que comunicaba con Nassau, desde donde pasaba a las Bahamas para llegar finalmente a Miami. Ni pensar en ello; tendría que regresar a Florida por la mañana.
Esa misma noche, un avión de las «Delta Airlines», procedente de Washington, aterrizaba en el aeropuerto de Miami. Entre sus pasajeros se encontraba un agotado funcionario público británico, cuyo pasaporte estaba expedido a nombre de Frank Dillon. Llevaba encima otros documentos personales, que no tenía la obligación de enseñar en la terminal de pasajeros de un vuelo nacional en territorio estadounidense, en los que se especificaba que era miembro del cuerpo diplomático de Ministerio de Asuntos Exteriores británico, también se rogaba en ellos a las personas que pudiera corresponder que le prestasen la mayor ayuda posible.
Pero ni su pasaporte, que no tuvo necesidad de enseñar, ni sus demás documentos revelaban su auténtico nombre: Sam McCready. Eso lo sabía sólo el reducido grupo de altos agentes de la CIA en Langley, Virginia, en cuya compañía había pasado una semana muy ajetreada, asistiendo a un seminario sobre el papel que la comunidad internacional de los Servicios Secretos del mundo libre tendría que desempeñar en la década entrante de los noventa. Se había visto obligado a escuchar las interminables peroratas de una manada de catedráticos y de un variopinto grupo de otros académicos, ninguno de los cuales parecía mostrarse dispuesto a otorgar sus preferencias a un único y simple vocablo cuando podía apelar a diez términos tan oscuros como complicados.
Cuando salió de la terminal del aeropuerto, McCready llamó a un taxi y pidió al conductor que lo llevara al «Hotel Sonesta Beach», en Key Biscayne. Allí se registró y se agasajó a sí mismo con una exquisita cena a base de langosta antes de retirarse a su habitación, donde gozó de un largo y profundo sueño que nadie perturbó. Se disponía, o al menos era eso lo que tenía previsto, a pasarse unos siete días tostándose al sol junto a la piscina, devorando, una tras otra, varias novelas de espionaje ligeras, bebiendo daiquiris helados y apartando a veces la mirada para contemplar a alguna guapa chica de Florida que pasase por su lado. La Century House se encontraba a muchos miles de kilómetros de distancia y los asuntos del Departamento de Engaño, Ocultación y Operaciones Psicológicas quedaban en buenas manos a cargo de su delegado Denis Gaunt, que le había sido asignado hace poco. «Ya era hora —pensó cuando comenzaba a quedarse dormido—, de que el Manipulador se bronceara un poco al sol».
La mañana del viernes, Mr. Julio Gómez pagó su cuenta a Mrs. Macdonald por la estancia en su casa, sin pedirle un descuento por los dos días que no se quedaría, y se despidió de ella entre grandes alabanzas. Hizo su equipaje y se encaminó hacia la plaza del Parlamento, donde cogió uno de los dos taxis de la localidad, pidiendo al conductor que lo llevase al aeropuerto.
Tenía billete para el domingo por la mañana en un vuelo regular de la «British West Indies Airlines», con destino Nassau y posibilidad de enlace para Miami. Pese a que la isla se encontraba más cerca de Miami, no había vuelos directos a esa ciudad; la única posibilidad era hacer escala en Nassau. Al no haber ninguna agencia de viajes, las reservas había que hacerlas en la misma pista de aterrizaje, así que sólo le quedaba esperar que hubiera un vuelo de la «BWIA» la mañana del viernes. No advirtió que alguien lo vigilaba cuando subió al taxi en la parada de la plaza.
Al llegar a la pista de aterrizaje sufrió una desilusión. El edificio del aeropuerto, un simple cobertizo alargado en el que había un banco para que los pasajeros se sentaran a esperar y para de contar, no estaba cerrado, pero se encontraba prácticamente desierto. Uno de los agentes encargados del control de pasaportes, el único empleado que había en el aeropuerto, estaba sentado fuera del cobertizo, disfrutando de los rayos del sol mañanero mientras leía un ejemplar atrasado del Miami Herald, que alguien, quizás el mismo Gómez, se habría dejado olvidado allí.
—Pero hoy no, hombre —le respondió con amabilidad—, nunca los viernes.
Gómez se quedó contemplando el campo de hierba. Frente al único hangar metálico de que el aeropuerto disponía se encontraba un aeroplano «Navajo Chief», que estaba siendo revisado por un hombre blanco vestido con una camiseta y unos pantalones de drill. Gómez fue hacia él.
—¿Volará usted hoy? —le preguntó.
—Pues sí —respondió el piloto, un tipo norteamericano.
—¿Se puede alquilar?
—En modo alguno —contestó el piloto—. Es un avión privado. Pertenece a mi patrón.
—¿A dónde se dirige? —inquirió Gómez—. ¿A Nassau, por casualidad?
—Pues no. A Key West.
El corazón le dio un vuelco. Desde Key West podría coger uno de los numerosos vuelos regulares para Miami.
—¿Hay alguna posibilidad de que yo pueda hablar con su patrón?
—¿Con el señor Klinger? Estará aquí dentro de una hora.
—Le esperaré —dijo Gómez.
Encontró un lugar sombreado, junto a una de las paredes del hangar, y se sentó en el suelo. Alguien que permanecía oculto entre unos matorrales salió de su escondrijo, sacó una moto de entre la maleza y se alejó por la carretera de la costa.
Sir Marston Moberley echó una ojeada a su reloj de pulsera, se levantó de la mesa donde le habían servido el desayuno, en el jardín vallado detrás de la Government House, y se dirigió hacia la escalinata que le conduciría a la terraza y luego a su despacho. Aquella tediosa delegación hacía rato que le esperaba.
Gran Bretaña mantiene muy pocas de sus antiguas colonias en el Caribe. La época colonial hace tiempo que ha pasado. En la actualidad, aún le quedan cinco, encantadores testigos de esplendores pasados. Pero ya no se llaman colonias —un término por completo inaceptable—, sino que son denominadas como Territorios Dependientes. Uno de ellos, las islas Caimanes, más conocido por las numerosas y muy discretas facilidades bancarias que conceden al capital extranjero. En un referéndum celebrado en las tres islas Caimán, en el que se les ofrecía la independencia de Londres, los votantes se pronunciaron por abrumadora mayoría en favor de continuar siendo británicos. Desde entonces han prosperado como el verde laurel, en contraste con lo ocurrido a algunos de sus vecinos.
Otro grupo es el del archipiélago formado por las islas Vírgenes, que ahora son un paraíso para los aficionados a los deportes náuticos y para los que se dedican a la pesca. La tercera, incluso más oscura, es la pequeña isla de Anguilla, cuyos habitantes realizaron la única revolución que se conoce en la historia colonial con el propósito de seguir siendo británicos y no verse amalgamados a la fuerza junto con sus islas vecinas, de cuyo Primer Ministro sustentaban las más enérgicas y bien fundamentadas sospechas.
Todavía más oscuras son las islas Turks y Caicos, donde la vida sigue su somnoliento curso bajo las palmeras y el pabellón nacional británico, sin que se vea perturbada por narcotraficantes, fuerzas de la Policía Secreta, golpes de Estado o bandidaje electoralista. En todos esos cuatro territorios dependientes, Londres gobierna con mano blanda y justa, siendo su misión principal, al menos en el caso de los tres últimos mencionados, la de reponer a finales de año el déficit que, invariablemente, arroja su estado presupuestario. A cambio de ello, la población local parece contenta con ver cómo se iza y se recoge el pabellón británico dos veces al día y con tener el escudo de la reina Isabel en sus billetes de Banco y en los cascos de la Policía.
En el invierno de 1989, el quinto y último grupo estaba constituido por el archipiélago de las Barclays, ocho pequeñas islas situadas en el extremo occidental del Banco de la Gran Bahama, al oeste de la isla Andros, del archipiélago de las Bahamas, al noreste de Cuba y al sur del archipiélago de Florida Keys, en el estrecho de Florida.
Por qué las islas Barclays no fueron integradas dentro de las Bahamas cuando el archipiélago obtuvo su independencia es algo que muy pocas personas pueden recordar. Años después, un bromista del Ministerio de Asuntos Exteriores sugirió que lo más probable era que las hubiese pasado por alto, y quizá tuviera razón. Ese archipiélago no tenía más de veinte mil habitantes, que se concentraban en dos de las ocho islas, mientras que las otras permanecían deshabitadas. La isla principal, y sede del Gobierno, disfrutaba del bello nombre de Sunshine y la pesca en sus aguas era soberbia.
No se trataba de islas ricas. La industria era inexistente y sus ingresos, no mucho más grandes. Casi todos esos ingresos provenían de los salarios de la gente joven que abandonaba sus islas para convertirse en camareros, camareras de la limpieza y botones en los hoteles de buen tono de cualquier parte del mundo, donde pasaban a ser los sirvientes predilectos de los turistas europeos y estadounidenses por su natural alegre y bondadoso y radiantes sonrisas.
Otra parte de los ingresos la conseguían del turismo, atendido con nociones muy rudimentarias de esa clase de negocio; de la llegada ocasional de algún aficionado a la pesca, dispuesto a hacer el largo peregrinaje a través de Nassau; de los aranceles por concepto de aterrizaje en su territorio; de la venta de sus muy oscuros estampados y de las langostas y los mariscos que les compraban las tripulaciones de los yates que se perdían por aquellas aguas. Esos modestos ingresos les permitían la importación de ciertas comodidades básicas que el mar no depara, pero sí el buque de carga que atracaba allí todas las semanas.
El generoso océano les proveía la mayor parte de su alimentación, la cual completaban con los frutos de los bosques y de los huertos que se extendían a lo largo de las laderas de los dos montes que adornan el paisaje de la isla Sunshine: el Spyglass y el Sawbones.
Pero entonces, a comienzos de 1989, algún funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores llegó a la conclusión de que las islas Barclays estaban maduras para la independencia. El primer «anteproyecto consultivo» se convirtió en «proyecto para debate», que, a su vez, acabó convirtiéndose en programa político. Aquel año, el Consejo de Ministros británico se veía agobiado por un altísimo déficit comercial en su balanza de pagos, a lo que se añadían unos sondeos de la opinión pública claramente insatisfactorios y una gran inquietud ante la diversidad de opiniones acerca de la política exterior europea a seguir. La bagatela de un oscuro grupo de islas que iban a recobrar su independencia en el Caribe pasó inadvertida y sin debate alguno.
No obstante, el entonces gobernador de las islas planteó ciertas objeciones, por lo que fue convenientemente destituido y remplazado por Sir Marston Moberley. Un hombre alto, fatuo y vano, que se vanagloriaba de su parecido con el difunto actor George Sanders, y que había sido enviado a Sunshine con una única y concreta misión, la cual le fue meticulosamente expuesta por un subsecretario principal del Departamento de Asuntos del Caribe: las islas Barclays debían aceptar su independencia. Se les invitaba a presentar candidatos para el cargo de Primer Ministro y se fijaría una fecha para las elecciones generales. Después de que el primero de los Primer Ministro hubiera sido elegido democráticamente, se establecería un intervalo decente (de unos tres meses), que se acordaría con él y su gabinete, tras el cual se les concedería la independencia total, sin que hubiese lugar a oponer ningún tipo de reparos. Sir Marston tenía que velar por el exacto cumplimiento de ese proyecto, que liberaría a Gran Bretaña de una carga más para su real Hacienda. Él y Lady Moberley habían llegado a Sunshine en el mes de julio pasado. Sir Marston aceptó de buen grado los deberes que le imponían.
Ya se habían presentado dos candidatos potenciales para el cargo del futuro Primer Ministro. Mr. Marcus Johnson, un acaudalado hombre de negocios de la localidad, y filántropo por naturaleza, el cual, tras haber amasado una cuantiosa fortuna en tierras de Centroamérica, había regresado a las islas que le vieron nacer donde ahora había fijado su residencia en una preciosa finca situada en la otra ladera del monte Sawbones; el hombre había constituido la Alianza por la Prosperidad de las Barclays, y prometía contribuir al desarrollo económico de las islas y llevar el bienestar al pueblo. El otro candidato, un hombre de modales mucho más rudos, pero claramente populista, Mr. Horatio Livingstone, que vivía en las tierras bajas de la localidad de Shantytown, de la que poseía la parte más provechosa, había fundado el Frente Independentista de las Barclays. Pero para las elecciones sólo faltaban tres semanas, pues habían sido fijadas para el quince de enero del año entrante. Sir Marston se sentía francamente complacido de ver cómo se desarrollaba esa vigorosa campaña electoral, en la que ambos candidatos luchaban por obtener el apoyo de los isleños, sin escatimar discursos, panfletos y carteles, que eran pegados en todo muro y en cada árbol.
Sin embargo, había una pequeña nota discordante en aquel armonioso conjunto, y que actuaba como una espina clavada en el corazón de Sir Marston, arruinándole el encanto de su bien preparada campaña: el CCC o Comité de Ciudadanos Consternados, dirigido por el tedioso reverendo Walter Drake, pastor de la iglesia baptista de la localidad. Y era precisamente a una delegación del CCC a la que Sir Marston había accedido recibir ese mismo día, a las nueve de la mañana.
Se habían presentado ocho miembros del Comité. En cuanto al vicario anglicano, un inglés pálido, desvalido e ineficaz, Sir Marston sabía que podía llegar a un acuerdo con él. Otros seis eran personalidades ilustres que representaban a las fuerzas vivas de la localidad: el médico, dos tenderos, un hacendado, el propietario de un bar y el dueño de una casa de huéspedes llamado Mr. Macdonald. Todos ellos se distinguían por su avanzada edad y por lo rudimentario de su educación. No podían medirse con él en su facilidad de palabra en inglés o en la fuerza persuasiva de sus argumentaciones. Por cada uno de ellos podía encontrar otros doce que estuviesen a favor de la independencia.
A Mr. Marcus Johnson, el candidato de la «prosperidad», le respaldarían el gerente del aeropuerto, los propietarios de las tierras colindantes con el embarcadero (Johnson había prometido remplazado por una floreciente dársena para embarcaciones menores internacionales) y la inmensa mayoría de la comunidad compuesta por los hombres de negocios, los cuales se enriquecerían aún más con el futuro desarrollo. A Livingstone le guardaban las espaldas las huestes del proletariado, los desposeídos de la tierra, a quienes había prometido un aumento milagroso de su nivel de vida, basado en la nacionalización de bienes y propiedades.
El problema radicaba en el dirigente de la Delegación, el reverendo Walter Drake, un hombrachón que más parecía un gigantesco toro negro, vestido de negro y que en ese momento se estaba enjugando el sudor que le corría por el rostro. Era un orador compulsivo, lúcido y de voz estentórea, que había gozado de una cierta educación en Estados Unidos. En la solapa llevaba el pequeño distintivo del pez, que le caracterizaba como cristiano renacido. Sir Marston no dejaba de plantearse la ociosa pregunta de cuál habría sido el estado previo del que había renacido, pero jamás se le ocurrió preguntárselo. El reverendo Drake depositó una pila de documentos sobre el escritorio del gobernador.
Sir Marston se había asegurado de que no hubiera asientos suficientes para todos en su despacho, de modo que tuviesen que permanecer de pie. Él mismo no se sentó. Eso haría que la reunión no se alargara. Sir Marston contempló la pila de documentos.
—Eso que ve aquí, gobernador —bramó el reverendo Drake—, es una instancia. Sí, señor, una instancia. Firmada por más de un millar de nuestros ciudadanos. Queremos que esta instancia vaya a Londres y sea colocada sobre el escritorio de Mrs. Thatcher. O en el de la Reina si es preciso. Creemos que esas damas nos escucharán, incluso aunque usted no lo quiera.
Sir Marston lanzó un suspiro. El asunto prometía ser mucho más —el gobernador buscó su adjetivo favorito— …tedioso de lo que se había imaginado.
—Ya veo —dijo—, ¿y se solicita en esa instancia?
—Pues que se lleve a cabo un referéndum, tal como el que el pueblo británico celebró para decidir sobre el Mercado Común. Exigimos un referéndum. No queremos ser forzados a aceptar la independencia. Queremos seguir siendo lo que somos, lo que siempre hemos sido. No queremos ser gobernados por Mr. Johnson o por Mr. Livingstone. Apelamos a Londres.
Lejos de allí, un taxi llegaba a la pista de aterrizaje y de él se apeaba Mr. Barney Klinger. Era un hombre bajo y gordinflón, que vivía en una espléndida mansión señorial de estilo español, enclavada en una gran finca situada en la localidad de Coral Gables, en Miami. La corista que le acompañaba no era ni baja ni regordeta, sino un monumento de mujer que podría quitar el hipo a cualquiera y lo bastante joven como para poder ser su hija. Mr. Klinger poseía una casita de campo en la falda del monte Spyglass, que solía utilizar de cuando en cuando para pasar unas discretas vacaciones alejado de Mrs. Klinger. Tenía la intención de volar hasta Key West, donde metería a su amiguita en un vuelo regular para Miami, mientras él continuaría el viaje de vuelta a casa en su propio avión, ostentosamente solo, cual agotado hombre de negocios que regresa de un viaje emprendido por razones de trabajo y en el que tuvo que discutir con algún aburrido cliente los aburridos términos de un viejo contrato. Mrs. Klinger estaría esperándole en el aeropuerto de Miami, donde se reuniría con él y advertiría que llegaba solo. Jamás se era lo bastante precavido en la vida. Mrs. Klinger conocía a más de un pícaro abogado. Julio Gómez se puso de pie y se le acercó.
—¿Mr. Klinger?
A éste el corazón le dio un vuelco. ¿Un detective privado?
—¿Qué quiere saber?
—Mire, tengo un problema, señor. Estaba pasando mis vacaciones aquí y de pronto recibí una llamada de mi mujer. Nuestro hijo ha sufrido un accidente. Tengo que volver, necesito volver. Hoy no hay vuelos. Ninguno. Ni siquiera un avión de alquiler. Entonces me he preguntado si usted podría llevarme a Key West. Le quedaría eternamente agradecido.
Klinger titubeó. El hombre, de todos modos, podía ser un detective privado, contratado por Mrs. Klinger. El desconocido entregó su maletín a un mozo, que se puso de inmediato a cargar el equipaje de Mr. Klinger en la bodega del «Navajo Chief».
—Bien —balbuceó Klinger—, no sé si…
Eran seis las personas que se habían agrupado allí: el encargado del control de pasaportes, el mozo de cuerda, Julio Gómez, Mr. Klinger, la amiguita de éste y otro hombre que ayudaba a meter las maletas en el avión. El mozo de cuerda pensó que ese sexto hombre pertenecía al grupo que acompañaba a Klinger, y el grupo de Klinger pensó que sería algún empleado del aeropuerto. El piloto no se enteraba de nada, ya que estaba metido en su cabina, el taxista se encontraba a unos veinte metros de distancia, descansando sobre la hierba.
—Pero, queridín, eso es espantoso. Tenemos que ayudarle —dijo la corista.
—Está bien —accedió Klinger—. Mientras no perdamos tiempo…
El oficial encargado del control de pasaportes estampó a toda prisa el sello en los tres pasaportes, la puerta de la bodega del avión fue cerrada de inmediato, los tres pasajeros subieron a bordo, el piloto puso los motores en marcha y, tres minutos después, el «Navajo Chief» despegaba de Sunshine y ponía rumbo a Key West, adonde debería de llegar setenta minutos después.
—Mis queridos amigos, y espero que permitan llamarles así —dijo Sir Marston Moberley—, les ruego, por favor, que traten de comprender la posición del Gobierno de Su Majestad. A estas alturas, un referéndum sería algo por completo inadecuado. Las dificultades de carácter administrativo hacen que resulte impensable.
Sir Moberley no se había convertido en todo un diplomático de carrera, con una serie de cargos en la Commonwealth a sus espaldas, sin haber aprendido a manipular a la gente.
—¡Explíquenos eso, por favor! —rugió el reverendo Drake—. ¿Por qué un referéndum ha de resultar administrativamente más difícil que unas elecciones generales? Exigimos nuestro derecho a poder decidir por nosotros mismos si queremos la independencia o no.
La explicación era harto sencilla en realidad, pero no como para que pudiese ser mencionada siquiera. El Gobierno británico tendría que correr con los gastos de un referéndum, mientras que, de otro modo, los candidatos se subvencionaban sus propias campañas electorales, cuyo coste no era cosa que preocupase a Sir Marston. El gobernador cambió de tema.
—Si se siente llamado a emprender ese camino, dígame una cosa, reverendo, ¿por qué no se presenta como candidato para el cargo de Primer Ministro? De acuerdo con su punto de vista, tendría grandes probabilidades de ganar.
Siete personas de la delegación se quedaron mirando al gobernador con expresión de asombro. El reverendo Drake le apuntó con un índice acusador.
—Usted sabe muy bien el porqué, gobernador. Esos candidatos están utilizando imprentas y sistemas informáticos para enviar cartas personalizadas, incluso se han traído a expertos publicitarios del extranjero, especializados en campañas electorales. Y están sembrando también una gran confusión entre la pobre gente…
—Pues debo decirle que no tengo evidencia alguna de que eso esté ocurriendo, en absoluto —le interrumpió el gobernador—, ni sombra de lo que usted dice.
—Porque no quiere salir a dar una vuelta por la calle para informarse de lo que pasa a su alrededor —vociferó el pastor baptista—. Pero nosotros sí lo sabemos. Son cosas que suceden en cada calle, en cada esquina. Se intimida a aquellos que se oponen…
—Si llego a recibir un informe del inspector jefe Jones al particular, tomaré inmediatamente mis medidas —cortó, tajante, Sir Marston.
—No tenemos necesidad de querellarnos, puede estar seguro —argumentó el vicario anglicano—. La cuestión a debatir es ésta: ¿enviará nuestra instancia a Londres, Sir Marston?
—Por supuesto que lo haré —replicó el gobernador—. Eso es lo último que puedo hacer por ustedes. Pero me temo que también es lo único. Mis manos, por desgracia, están atadas. Y ahora, si tiene la amabilidad de excusarme…
La delegación abandonó el despacho, habiendo conseguido lo que se proponía. Cuando los delegados salían por la puerta del edificio de la gobernación, el médico, que daba la casualidad de que era tío del jefe de Policía, preguntó:
—¿Creen que piensa hacer eso realmente?
—¡Oh, por supuesto! —dijo el vicario—. Ha manifestado su buena voluntad.
—¡Ay, sí, claro que lo hará! —refunfuñó el reverendo Drake—. Por correo ordinario, por barco. Llegará a Londres a mediados de enero. Necesitamos desembarazarnos de ese gobernador y conseguir uno nuevo por nuestra cuenta.
—Me temo que no tenemos ninguna posibilidad de lograrlo —dijo el vicario—. Sir Marston no se resignaría.
En su continua guerra contra la invasión de narcóticos a través de sus propias costas sureñas, el Gobierno estadounidense ha recurrido al empleo de ciertas técnicas de vigilancia, tan costosas como ingeniosas. Entre ellas hay una serie de globos camuflados, atados en los lugares más insólitos, y que son propiedad del Gobierno de Washington, bien mediante compra o arrendamiento.
Suspendida de las barquillas que cuelgan de esos globos se encuentra toda una batería de aparatos de alta tecnología, tales como dispositivos de radar y monitores de radio, que cubre las cuenca entera del Caribe, desde la península de Yucatán, al Oeste, hasta la isla de Anegada, al Este, y desde Florida, al Norte, hasta las costas venezolanas, al Sur. Cualquier avión, grande o pequeño, que sobrevuele esa zona será detectado de inmediato. Su rumbo, altura y velocidad son registrados y transmitidos. Todo yate, crucero, carguero o trasatlántico que salga de alguno de esos puertos, será detectado y espiado por ojos y oídos invisibles, ocultos en la inmensidad de los cielos. La tecnología de esas barquillas se fabrica en los talleres de la «Westinghouse Inc.».
Al levantar el vuelo desde la pista de aterrizaje de Sunshine, el «Navajo Chief» fue detectado por uno de los aparatos Four-Oh-Four de la «Westinghouse Inc.». De forma rutinaria fue seguido en su vuelo por encima del océano cuando se dirigía a Key West; con un curso de trescientos diez grados y el viento que le llegaba del Sur, debería de haber sobrevolado al poco tiempo la zona en que se encontraba el siguiente radio-faro de Key West. Pero a unas cincuenta millas de distancia de Key West despareció en el aire, volando a media altura, y se borró de las pantallas. De inmediato, una lancha del Servicio de Guardacostas norteamericano fue enviada a inspeccionar el área del siniestro, pero no encontraron los restos del aparato.
El lunes por la mañana, Julio Gómez, detective del Departamento de Policía de Metro-Dade, no se presentó al trabajo. Su compañero, el detective Eddie Favaro, se mostró extraordinariamente irritado. Los dos habían sido citados a comparecer ante el Tribunal de Justicia esa misma mañana, y Favaro tendría que presentarse solo. El juez era un hombre en extremo severo y le tocaría a él, Eddie Favaro, soportar los sarcasmos del magistrado. A últimas horas de la mañana, tras haber hecho su ronda, regresó al Cuartel General del Departamento de Policía de Metro-Dade, situado en la Calle 14 del distrito 1320 Noroeste (los efectivos policiales ocupaban la planta baja, junto a la entrada principal, ya que estaban esperando trasladarse al nuevo complejo arquitectónico que se alzaba en el distrito Doral), y se presentó ante su superior, el teniente Broderick.
—¿Qué pasa con Julio? —preguntó Favaro—. Jamás ha fallado cuando había que comparecer ante el Tribunal.
—¿Y tú me lo preguntas? —replicó Broderick—. Se trata de tu compañero.
—¿Es que no se ha presentado esta mañana?
—Ante mí, no —contestó Broderick—. ¿No puedes ir sin él?
—En absoluto. Estamos llevando dos casos, y ninguno de los acusados habla inglés, sólo español.
Reflejando fielmente la composición de su población local, Metro-Dade, que cubre la mayor extensión de lo que la gente conoce como el Gran Miami, da trabajo a una amplia mezcla de razas. La mitad de la población de la región de Metro-Dade es de origen hispanoamericano, y, de ella, una gran mayoría posee un dominio del inglés bastante precario. Julio Gómez, de padres puertorriqueños, y criado en Nueva York, ciudad donde había ingresado en la Policía. Hacía diez años que había emigrado de nuevo al Sur, donde se instaló en Metro-Dade. Ahí nadie se refería a él llamándolo «sudaca» o «indiano», En una región con tal entramado étnico, eso no hubiera sido prudente. El dominio que tenía del español resultaba de un valor incalculable.
Su compañero desde hacía nueve años, Eddie Favaro, era de origen italiano, sus abuelos recién casados, habían emigrado de Catania en busca de una vida mejor. El teniente Clay Broderick era negro. Se encogió de hombros. Estaba agobiado de trabajo, le faltaba personal y tenía un montón de casos por resolver, y todos a cuál más apremiante.
—Tienes que encontrarlo —dijo—. Ya conoces las ordenanzas.
Favaro las conocía, en efecto. Si uno se ausentaba durante tres días de Metro-Dade sin causa justificada y sin dar parte, los superiores esperaban de él que presentase su dimisión voluntaria.
Eddie Favaro fue a inspeccionar el apartamento de su compañero, pero no encontró indicio alguno de que hubiera regresado de sus vacaciones. Sabía dónde había ido Gómez —siempre iba a Sunshine—, así que revisó las listas de pasajeros de los vuelos procedentes de Nassau la noche anterior. El ordenador de la compañía aérea reveló que se había hecho una reserva a ese nombre, y que existía un billete pagado con anticipación, pero también mostró que el billete no había sido utilizado. Favaro volvió a ver a Broderick.
—Quizás haya sufrido algún accidente —dijo, angustiado—. El deporte de la pesca puede resultar muy peligroso a veces.
—Existen los teléfonos —replicó Broderick—, él tiene nuestro número.
—¿Y si está en coma? O en el hospital. Puede ser que haya pedido a alguien que nos telefoneara y que esa persona se lo haya tomado a la ligera. Son bastante irresponsables en esas islas. Podríamos corroborarlo, por si acaso.
El teniente Broderick dio un suspiro. No podía permitirse el lujo de perder a un detective.
—Está bien —dijo—, consígueme el número telefónico del Departamento de Policía de esa isla. ¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿Sunshine? ¡Dios mío, vaya nombrecito! Consígueme el número del jefe de Policía local y yo haré la llamada.
Favaro se lo había dado a la media hora. Era un teléfono tan desconocido, que ni siquiera aparecía en el International Directory Enquiries. Lo obtuvo por mediación del Consulado británico, desde donde llamaron al palacio de la gobernación de la isla y luego se lo comunicaron. El teniente Broderick necesitó otra media hora para obtener línea. La suerte le acompañó: encontró al inspector jefe Jones en su despacho. Era mediodía.
—¿El inspector jefe Jones? Al habla el teniente de detectives Clay Broderick, desde Miami. ¿Hola? ¿Me oye? Escúcheme, entre compañeros, quisiera pedirle un favor… Uno de mis hombres se encontraba de vacaciones en Sunshine y no se ha presentado por aquí. Esperamos que no se trate de un accidente… Sí, estadounidense. Se llama Julio Gómez. No, no sé dónde se hospedaba. Había ido a pescar.
El inspector jefe Jones se tomó la llamada muy en serio. Sus efectivos policiales podían ser mínimos; y los de Metro-Dade, enormes. Pero demostraría a los norteamericanos que el inspector jefe Jones no se dormía en los laureles. Decidió encargarse personalmente del caso, mandó llamar a un número y ordenó que le proporcionara un «Land Rover».
De un modo acertado, Jones empezó sus pesquisas en el «Hotel Quarter Deck», pero con resultados nulos. Entonces fue al muelle de pescadores e interrogó a Jimmy Dobbs, a quien encontró atareado arreglando la barca, ya que ese día nadie había contratado sus servicios. Dobbs le contó que Mr. Gómez no se había presentado el viernes por la mañana para salir de pesca, algo que le había parecido muy extraño, pero le informó de que estaba viviendo en la pensión de Mrs. Macdonald.
Cuando Jones habló con ella, ésta le dijo que Julio Gómez había salido a toda prisa para el aeropuerto el viernes por la mañana. Jones se dirigió al aeropuerto e interrogó al gerente. Éste mandó llamar al oficial encargado del control de pasaportes, el cual les confirmó que Mr. Gómez había pedido a Mr. Klinger, el viernes por la mañana, que lo llevase hasta Key West. El oficial facilitó al inspector jefe los datos de la documentación oficial del avión. Jones telefoneó a Broderick a las cuatro de la tarde.
El teniente Broderick sacó tiempo de donde no lo tenía para ponerse en contacto con la Policía de Key West, los cuales se encargaron de hacer las debidas averiguaciones en el aeropuerto de su localidad. El teniente Broderick mandó llamar a Eddie Favaro poco después de las seis de la tarde. La expresión de su rostro era sombría.
—Eddie, lo siento muchísimo. El viernes por la mañana, Julio tomó la repentina decisión de volver a casa. No había ese día ningún vuelo regular, por lo que se hizo llevar por el propietario de un avión particular que salía para Key West. El aparato jamás llegó a su destino. Volando a quince mil pies, cuando se encontraba a cincuenta millas de Key West, se precipitó al mar. Los guardacostas dicen que no hubo supervivientes.
Favaro se desplomó en una silla y hundió el rostro entre sus manos.
—No puedo creerlo.
—Yo mismo me resisto a ello. Escúchame, Eddie, esto me tiene bastante apenado. Sé que erais muy amigos.
—Nueve años —musitó Favaro—, nueve jodidos años, durante los que estuvo cubriéndome las espaldas. ¿Y qué va a pasar ahora?
—La maquinaria oficial se hará cargo del asunto —contestó Broderick—. Hablaré personalmente con el director. Ya conoces el procedimiento. Si no podemos celebrar un servicio fúnebre, tendremos un acto conmemorativo. Con todos los honores que corresponden al caso. Te doy mi palabra de ello.
Las sospechas se presentaron más tarde, esa misma noche y durante la mañana siguiente.
El domingo, el patrón de una embarcación de alquiler, un tal Joe Fanelli, se había llevado de pesca a dos niños ingleses, que recogió en isla Morada, uno de los lugares más concurridos del archipiélago de Florida Keys, bien al norte de Key West. Seis millas mar adentro, al sur del arrecife de las Alligator, uno de los chicos sintió un fuerte tirón en el hilo de su caña de pescar. Los dos hermanos, Stuart y Shane, lanzaron gritos de alegría, creyendo que algún pez luna o un peto o un atún había picado el anzuelo. Cuando la presa se hizo visible en la superficie del mar, Joe Fanelli acudió en ayuda de los chicos y subió lo pescado a bordo. Se encontró entonces con los despojos de un chaleco salvavidas, en él aún podía leerse el nombre del avión al que había pertenecido y se apreciaban algunas marcas de quemaduras.
La Policía local envió los restos del chaleco a Miami, donde los del laboratorio forense establecieron que había pertenecido a un «Navajo Chief», propiedad de Barney Klinger, y que en las partes chamuscadas no había indicios de gasolina, pero sí de un explosivo de plástico. El asunto se convirtió en una investigación para el Departamento de Homicidios. Lo primero que hicieron los de Homicidios fue investigar los asuntos comerciales de Mr. Klinger. Y lo que descubrieron les hizo suponer que aquel caso iba a resultar probablemente insoluble. A fin de cuentas, ellos no tenían jurisdicción alguna en el territorio británico de Sunshine.
El martes por la mañana, Sam McCready se estiró en su hamaca, junto a la piscina del «Hotel Sonesta Beach», de Key Biscayne, se incorporó para tomarse su segundo café del desayuno, que le habían servido en una mesita que tenía al lado, y abrió un ejemplar del Miami Herald.
Sin que le moviera ningún interés en particular, hojeó el periódico para buscar las noticias internacionales —muy pocas, por cierto—, y se dedicó a leer los asuntos locales. La segunda noticia de importancia concernía a las últimas revelaciones sobre la desaparición de un avión ligero, que se había hundido en el mar al sudeste de Key West, en la mañana del pasado viernes.
Los sabuesos del Miami Herald habían logrado descubrir no sólo que el avión debía de haber sido destruido por una bomba colocada en su interior, sino que su propietario, Mr. Barney Klinger, era conocido como el indiscutible rey del comercio ilícito montado en torno al robo y «blanqueo» de piezas de recambio para aviones en el sur de Florida.
Aparte del tráfico de drogas, ese ámbito tan poco conocido de la conducta ilegal humana es, quizás, uno de los más lucrativos que existen. La Florida es una región plagada de aviones: aparatos de líneas regulares, aeronaves de carga y toda una flotilla de aeroplanos particulares. En ella están asentadas también algunas de las mayores compañías del mundo (legalmente registradas) de las que se dedican a satisfacer la constante demanda de piezas de recambio, nuevas o reparadas. Las compañías «AVIOL» e «Instrument Locator Service» son proveedoras de piezas de recambio a escala mundial.
La «industria» clandestina se especializa en encargar el robo de tales piezas, con el fin de vendérselas luego a otros vendedores que no se interesarán por su procedencia (generalmente del Tercer Mundo), o de algo que resulta incluso más peligroso: del abastecimiento de piezas de recambio cuya esperanza de vida ha expirado ya, pues están compuestas, a su vez, por otras piezas reparadas y cuyo servicio operativo ha caducado. En lo que respecta a este último engaño fraudulento, se prescinde de cualquier papeleo. Si se tiene en cuenta que algunas piezas de recambio llegan a costar hasta un cuarto de millón de dólares cada una, se comprenderá que los beneficios que un traficante sin escrúpulos obtiene pueden ser inmensos. Después de su muerte, Barney Klinger fue desenmascarado como uno de esos traficantes. Se especulaba con la idea de que alguien hubiera deseado hacer desaparecer a Mr. Klinger de la escena.
—En la mitad de su vida… —murmuró McCready, que pasó la hoja para leer el pronóstico meteorológico.
El tiempo sería soleado.
Ese mismo martes, por la mañana, el teniente Broderick mandaba llamar a Eddie Favaro. La expresión de su rostro era más sombría aún.
—Escucha, Eddie, antes de que procedamos a celebrar el acto conmemorativo en el que rendiremos todos los honores a Julio, tendremos que tener en consideración un nuevo y desconcertante factor. ¿Qué demonios hacía Julio viajando en el mismo avión de un delincuente como Klinger?
—Intentaba volver a casa —dijo Favaro.
—¿Era eso realmente lo que trataba de hacer? ¿A qué se dedicaba por allí?
—Pescaba.
—¿De verdad? ¿Cómo se explica que estuviese pasando en la isla Sunshine una semanita de vacaciones precisamente junto con Klinger? ¿No tendrían acaso algunos negocios que discutir?
—Clay, escúchame bien. Te equivocas. Si hay en este mundo una persona que no es corrupta, ése era Julio Gómez. No pienso creer lo que insinúas. Intentaba volver a casa. Vio un avión y pidió que le llevaran; eso es todo.
—Espero que tengas razón —replicó solemnemente Broderick—. ¿Por qué quería volver a casa dos días antes de que se le terminasen las vacaciones?
—Eso es lo que me intriga —admitió Favaro—. Le gustaba la pesca más que nada en el mundo, se pasaba todo el año soñando con ella. Jamás hubiera renunciado a dos días de pesca si no hubiese tenido alguna razón importante. Quiero ir a esa isla y averiguar el porqué.
—Hay tres razones para que no lo hagas —le espetó el teniente—. Este Departamento está agobiado de trabajo, te necesitamos aquí, y cualquier bomba que hayan puesto, si es que se trata de una bomba, la colocarían con la intención de liquidar a Klinger. Las muertes de la chica y de Julio fueron accidentales. Lo siento, Eddie, pero el Comité de Asuntos Internos desea investigar la situación financiera de Julio. Eso es algo que no podemos evitar. Si es verdad que no había visto en su vida a Klinger antes de ese viernes, se tratará sólo de un trágico accidente.
—Me siento obligado a hacerlo —insistió Favaro—. Quiero hacerlo, Clay. Necesito hacerlo ahora mismo.
—Sí, ya sé que te sientes obligado. Y también sé que no puedo negártelo. Pero actuarás por tu propia cuenta y riesgo, Eddie. Aquello es territorio británico, y no tenemos autorización para operar allí. Y quiero que dejes tu arma aquí.
Favaro le entregó su pistola automática de reglamento y salió del despacho. A las tres de la tarde aterrizaba en el aeropuerto de Sunshine. Pagó el importe del avión de cuatro plazas que había alquilado y lo siguió con la vista mientras despegaba y ponía rumbo a Miami. Luego consiguió que uno de los empleados del aeropuerto le acercase en su coche hasta Port Plaisance. No sabiendo a qué otro sitio podía ir, se alojó en el «Hotel Quarter Deck».
Sir Marston Moberley se encontraba en su vallado jardín, sentado en una cómoda hamaca y saboreando güisqui con soda. Se dedicaba al ritual favorito del día. El jardín, situado detrás del palacio de la gobernación, no era particularmente grande, pero resultaba bastante íntimo. Una capa de césped cubría la mayor parte del jardín, en el que las buganvillas y las jacarandas adornaban con sus brillantes colores los muros. Éstos, que flanqueaban el jardín por tres costados —el cuarto lo ocupaba la casa—, tenían unos dos metros y medio de altura y terminaban en un borde plagado de afilados vidrios empotrados en el cemento. En uno de ellos había una vieja puerta de hierro, de más de dos metros de altura, pero que estaba en desuso desde hacía mucho tiempo. Detrás de la puerta, un angosto sendero conducía hasta el corazón mismo de Port Plaisance. Esa entrada había sido clausurada hacía ya algunos años, y, por la parte exterior, tenía dos aldabas de hierro semicirculares unidas por un candado cuyas dimensiones eran las de un plato de postre. Una capa de herrumbre había fusionado candado y aldabas.
Sir Marston estaba disfrutando del frescor de la tarde. Su ayudante se encontraba en alguna parte de sus habitaciones particulares, al otro extremo de la casa; su esposa se hallaba realizando una de sus habituales visitas al hospital de la localidad; Jefferson, su jefe de cocina, ayudante de cámara y mayordomo al mismo tiempo, estaría preparando la cena en las dependencias de la servidumbre. Sir Marston saboreó su güisqui con gran satisfacción y casi le da un colapso cuando sus oídos se vieron martirizados a causa del ruido producido por unos hierros chirriantes. El gobernador volvió la cabeza. Y aún tuvo tiempo de decir:
—¿Pero qué diablos ocurre…? ¡Eh, deténgase…!
El estruendo del primer disparo le dejó paralizado y atontado. La bala le atravesó un pliegue de la manga de su camisa de algodón. Fue a estrellarse a sus espaldas, contra la pared de coral de la casa, rebotó y cayó en el sendero, retorcida y deformada. La segunda le acertó de lleno en el corazón.