CAPÍTULO V

Rowse aterrizó poco después del almuerzo, habiendo ganado tiempo al volar hacia el Oeste desde Chipre. McCready se le había adelantado una hora, aunque Rowse no lo sabía. Cuando salió del avión y penetró en el túnel de comunicación que lo conduciría hasta la terminal de pasajeros, vio a una azafata con uniforme de la «British Airways» agitando una tarjeta en la mano que llamaba a un tal «Mr. Rowse».

Rowse se identificó.

—Hay un mensaje para usted en el mostrador de información del aeropuerto, justo a la salida de Aduanas —le dijo.

Rowse le dio las gracias, intrigado, y se encaminó hacia el control de pasaportes. No había anunciado su llegada a Nikki, ya que deseaba darle una sorpresa. El mensaje rezaba:

Scott’s. A las ocho p.m. Langostas por cuenta de la Firma.

Rowse lanzó una maldición. Eso significaba que no podría llegar a su casa hasta la mañana del día siguiente. Su coche seguía en el estacionamiento para los vehículos que se quedan por tiempo indefinido. No había dudas de que si no hubiese regresado de su viaje, la siempre eficiente Firma se hubiera encargado de recogerlo para devolvérselo a su viuda.

Tomó el autobús gratuito de enlace, retiró su automóvil del estacionamiento y alquiló una habitación en uno de los hoteles del aeropuerto. Tenía tiempo de darse un baño, dormir algo y cambiarse de ropa. Porque tenía intención de beber esa noche como un cosaco botellas y botellas de algún vino exquisito, siempre que el gasto corriese a cargo de la Firma. Razón esta que le inclinó a utilizar taxis, tanto a la ida como a la vuelta, para su desplazamiento al West End londinense.

Lo primero que hizo fue llamar a Nikki. Ésta se quedó anonadada, su voz fue una mezcla de consuelo y embeleso.

—¿Te encuentras bien, cariño?

—Sí, muy bien.

—¿Y ya ha acabado todo?

—Sí, mi recogida de datos ha terminado, sólo me faltan un par de detalles que podré buscar aquí, en Inglaterra. ¿Qué tal te ha ido todo?

—¡Oh, formidable! Ha sido fantástico. ¿A que no adivinas lo que ha ocurrido?

—Dame la sorpresa.

—Después de que te fuiste, vino un hombre. Me dijo que estaba amueblando un apartamento muy grande en Londres, propiedad de una compañía, y que buscaba alfombras y tapices. Nos compró un montón de alfombras, todas nuestras existencias. Pagó al contado. Dieciséis mil libras. Cariño, estamos a flote.

Rowse sujetó con fuerza el auricular y se quedó contemplando la imitación de un cuadro de Degas que colgaba de la pared.

—Y ese comprador, ¿de dónde era?

—¿Mr. Da Costa? De Portugal. ¿Por qué?

—¿Cabello negro, tez aceitunada?

—Sí, creo que sí.

«Árabe —pensó Rowse—. Libio». Y eso significa que mientras Nikki estaba en el granero donde almacenaban el surtido de alfombras y tapices que vendían para procurarse unos ingresos extras, alguien se había introducido en la casa para colocar un micrófono en el teléfono. Desde luego, a Mr al-Mansur no le gustaba dejar ningún cabo suelto.

—Bien —dijo Rowse cariñosamente— en realidad no me importa de dónde fuera. Si pagó al contado, es un hombre maravilloso.

—¿Cuándo llegarás a casa? —preguntó Nikki, excitada.

—Mañana por la mañana. Estaré ahí a eso de las nueve.

A las ocho y diez, Rowse entró en el exquisito restaurante de Mount Street, cuya especialidad eran los platos de pescado, dijo su nombre al jefe de camareros y fue conducido hasta McCready, que había tomado asiento a una mesa situada en un rincón. A McCready le gustaban las mesas en los rincones. Ya que permitían a los dos comensales acomodarse de espaldas a la pared, manteniendo entre ellos un ángulo de noventa grados, mucho más cómodo para conversar que sentados uno al lado del otro, y desde donde podían contemplar lo que ocurría en el comedor del restaurante. «Nunca se te ocurra dar la espalda a los demás», le había dicho uno de sus agentes de entrenamiento hacía ya muchos años. Aquel hombre fue traicionado después por George Blake, y tuvo que sentarse «de frente» en una de las celdas de interrogatorios de la KGB. McCready se había pasado buena parte de su vida de espaldas a la pared.

Rowse encargó langosta y una botella de vino blanco. McCready también pidió langosta fría con mayonesa. Rowse esperó hasta que los dos hubieron apurado sus vasos de «Meursault» y el camarero encargado de servir los vinos se hubo retirado, entonces comentó a su compañero lo de la misteriosa compra de las alfombras. McCready siguió masticando el trozo de langosta que se había llevado a la boca, se lo tragó y dijo:

—¡Maldición! ¿Llamaste con frecuencia a Nikki desde Chipre? —preguntó luego.

Lo que quería decir en realidad: «antes de que yo interviniese el teléfono del hotel», pero no lo hizo. Tampoco necesitaba hacerlo.

—En modo alguno —contestó Rowse—. Mi primera llamada fue desde el «Post House Hotel», hace unas pocas horas.

—Bien. Bien y mal. Bien que no haya habido contratiempos imprevistos. Mal que al-Mansur tenga un brazo tan largo.

—Y ya que hablamos de eso —dijo Rowse— en realidad, no puedo estar seguro, pero tengo la impresión de haber visto una moto por alguna parte. En el estacionamiento donde había dejado mi coche y luego frente al «Post House». No la vi desde el taxi que me trajo a Londres, pero el tráfico era muy denso.

—¡Maldita sea! —exclamó McCready, preocupado—. Me parece que tienes razón. Hay una pareja al final de la barra del bar que está mirando de reojo a través de un hueco entre la gente. Y no nos quitan la vista de encima. No te vuelvas, sigue comiendo.

—¿Hombre y mujer, jóvenes?

—Sí.

—¿Has reconocido a alguno de ellos?

—Me parece que sí. Al hombre, creo. Vuelve la cabeza y llama al camarero. Intenta verlos, sobre todo a él. De cabello lacio y bigote caído sobre el labio.

Rowse se volvió para hacer señas al camarero. La pareja se encontraba al final de la barra del bar, el cual se hallaba separado por un biombo del salón del comedor. Rowse había recibido un intensivo entrenamiento anti-terrorista. Durante el mismo había tenido que estudiar centenares de álbumes de fotografías, no todas del IRA. Tras echar una rápida ojeada, volvió a su posición normal.

—Le he reconocido. Se trata de un abogado alemán. Un extremista radical. Defendía a los de la banda Baader-Meinhof, más tarde se convirtió en uno de ellos.

—¡Eso es! Wolfgang Reuter. ¿Y a la chica?

—No. Pero la facción del Ejército Rojo utiliza a muchos grupos. ¿Más espías de Mr. al-Mansur?

—Me inclino más por la hipótesis de que tu gran amigo Mahoney los ha contratado. Existe una cooperación muy estrecha entre la facción y el IRA. Me temo que no podremos disfrutar de nuestra encantadora cena. Me han visto contigo. Si esto trasciende, la operación habrá terminado, y tú, también.

—¿No puedes ser acaso mi agente, o mi editor?

McCready denegó con la cabeza.

—No resultaría —contestó—. Si salgo por la puerta trasera, será todo cuanto necesitan. Si salgo por la puerta principal, como cualquier huésped normal, puedes tener la seguridad de que me harán más de una fotografía. Y en alguna parte de la Europa Oriental identificarán esos retratos. Sigue hablando con toda naturalidad, pero presta mucha atención a lo que voy a decirte. Esto es lo que quiero que hagas.

Mientras tomaban el café, Rowse llamó al camarero y le preguntó por el servicio de caballeros. Se encontraban donde McCready sospechaba que estarían. La propina que el camarero recibió por la atención fue mucho más que generosa… Fue casi ultrajante.

—¿Tan sólo por una llamada telefónica? Haré como usted diga, caballero.

La llamada a la Brigada Especial, una llamada de carácter personal a un amigo de McCready, se hizo mientras éste firmaba el recibo de su tarjeta de crédito. La chica había salido del restaurante nada más advertir que McCready pedía la cuenta.

Cuando Rowse y McCready salían por la iluminada entrada del restaurante, la muchacha se encontraba semioculta tras la esquina de una callejuela, junto a una tienda de pollos justo al otro lado de la calle. Enfocó su cámara al rostro de McCready y le hizo dos rápidas fotografías. No utilizaba flash, las luces de la entrada del restaurante eran más que suficientes. McCready advirtió sus movimientos, pero no se dio por enterado.

Rowse y McCready se encaminaron despacio hacia donde este último había dejado aparcado su «Jaguar». Reuter salió por la puerta principal del restaurante, cruzó la calle y se dirigió a donde tenía la moto. Cogió el casco, que colgaba del manillar, se lo puso y se bajó la visera. La chica salió de su escondite y se montó a horcajadas en la moto, detrás de Reuter.

—Ya tienen lo que querían —comentó McCready—. Quizá nos espíen aún durante un rato. Confiemos en que su curiosidad les haga seguirnos un poco más de tiempo.

El teléfono sonó en el automóvil de McCready. Éste contestó.

—Terroristas, armados probablemente… En el Battersea Park, cerca de la pagoda. —Colgó el teléfono y miró por el espejo retrovisor—. Doscientos metros más, y estarán con nosotros.

Aparte la tensión propia de esos momentos, el hecho de que se dirigieran en coche al recinto del Battersea Park resultaba insólito, ya que el parque, por regla general, se vaciaba y cerraba sus puertas al atardecer. Cuando se aproximaban a la pagoda, McCready echó una ojeada a todo lo largo y ancho del camino. Nada. Tampoco habría sorpresas, el parque había abierto de nuevo sus puertas tras la llamada que el camarero había hecho por encargo de Rowse.

—Entrenamiento de protección a diplomáticos. ¿Te acuerdas?

—Ya lo creo —contestó Rowse, mientras empuñaba el freno de mano.

—¡Vamos!

Rowse tiró con fuerza de la palanca del freno, mientras McCready imprimía un giro brusco al volante del «Jaguar». El coche patinó sobre el asfalto, entre aullidos de protesta de los neumáticos. En menos de dos segundos, el sedán había girado sobre sí mismo y enfilaba el morro en dirección contraria. McCready lo lanzó de frente, hacia el foco de luz de la moto que los iba persiguiendo. En los automóviles que se encontraban discretamente estacionados en las inmediaciones, todos sin ningún distintivo oficial, se encendieron en seguida las luces de los faros y sus motores se pusieron en marcha.

Reuter trató de esquivar el «Jaguar» que se le echaba encima y tuvo éxito en su intento. La potente «Honda» se salió de la calzada, cogió una curva cerrada y se dirigió hacia los terrenos del parque. El abogado alemán casi logró evitar el choque contra un banco de piedra, pero no lo consiguió del todo. Rowse, desde su asiento de pasajero junto al conductor, tuvo la fugaz visión de una moto que saltaba por los aires y dos personas que salían despedidas para ir a estrellarse contra el césped. Los otros automóviles se detuvieron y de ellos salieron tres hombres.

Reuter rodaba por los suelos, pero no se encontraba herido. Se sentó y buscó en el bolsillo interior de su chaqueta.

—¡Policía! ¡Estamos armados! ¡Manos arriba! —gritó una voz a su lado.

Reuter volvió la cabeza y se encontró con el cañón de la pistola de reglamento «Webley» del treinta y ocho. En el rostro que lo contemplaba se dibujaba una sonrisa. Reuter también había visto la película Harry el sucio. Decidió no tentar al destino y alzó las manos. Un sargento de la Brigada Especial se había apostado a la espalda del terrorista alemán y le apuntaba directamente a la nuca, manteniendo su «Webley» empuñada con ambas manos. Un compañero metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta de cuero del motorista y sacó una «Walther» P.38 Parabellum.

La chica estaba inconsciente. Un hombre de alta estatura, que llevaba una gabardina gris ligera, salió de uno de los coches y se dirigió hacia McCready.

—¿Qué has pescado, Sam?

—Facción del Ejército Rojo. Van armados. Son muy peligrosos.

—La chica no está armada —dijo Reuter, en un inglés muy claro—. Esto es un atropello.

El comandante de la Brigada Especial se sacó del bolsillo una pistola pequeña, se acercó a la joven, le puso la automática en la mano derecha y oprimió los dedos de la muchacha contra el arma, que metió en una bolsa de plástico.

—Ahora lo está —replicó en tono afable.

—¡Protesto! —exclamó Reuter—. Esto es una violación flagrante de nuestros derechos ciudadanos.

—¡Cuánta razón tiene! —replicó, sarcástico, el comandante—. ¿Qué más quieres, Sam?

—Me han hecho un par de fotos, y hasta es posible que sepan mi nombre. Para colmo, me han visto con él —dijo McCready, señalando con la cabeza hacia Rowse—. Si esto llega a saberse, no podremos impedir que haya algunas matanzas en las calles de Londres. Quiero que los pongáis a buen recaudo, incomunicados. Que no dejen rastro, sin despertar sospechas. Seguro que después de este accidente han tenido que quedar muy mal heridos. ¿Un hospital de alta seguridad?

—No me extrañaría nada que necesitasen un buen pabellón de aislamiento. ¿Qué te parece si los pobres angelitos se mantienen en estado de coma, sin ningún documento encima, y necesito un par de semanas para identificarlos?

—Me llamo Wolfgang Reuter —dijo el alemán—. Soy abogado, ejerzo en la ciudad de Francfort y exijo ver de inmediato a mi embajador.

—Resulta divertido lo estúpido que puedes volverte a tus años —repuso el comandante con aire apenado—. ¡Al coche con los granujas! Tan pronto como yo pueda identificarlos, los pondré a disposición judicial, por supuesto. Pero eso puede tardar bastante tiempo. Manténme informado, Sam.

Por regla general, incluso un individuo armado al que se haya podido identificar como perteneciente a una banda terrorista, cuando es arrestado en Gran Bretaña, no puede ser mantenido incomunicado por más de siete días, sin que dentro de ese plazo sea llevado a comparecer ante un juez, tal como se estipula en la Ley para la Prevención del Terrorismo. Pero, a veces, todas las leyes tienen sus excepciones, aun en las democracias.

A la mañana siguiente, Rowse regresó a Gloucestershire en su automóvil, para reanudar la rutina diaria mientras esperaba el contacto prometido por Hakim al-Mansur. Tal como él veía las cosas, en cuanto recibiese la información acerca del nombre del barco en el que transportarían las armas, la fecha y el puerto de llegada, se pondría en comunicación con McCready y le pasaría los datos. Los del SIS británico los utilizarían para dar con la pista del barco, lo identificarían en aguas del Mediterráneo y lo abordarían y tomarían por asalto en el océano Atlántico, frente a las costas portuguesas, o en el canal de la Mancha, con Mahoney y sus compinches a bordo. Todo era tan simple como eso.

El contacto se produjo siete días después. Un «Porsche» negro penetró muy despacio en el jardín de la casa de Rowse y un joven se apeó. El hombre miró a su alrededor, contemplando la verde hierba y los bancales de flores iluminados por el ardiente sol primaveral. De cabello negro, y expresión melancólica, tenía el aspecto de haber nacido en un país más árido y áspero que ése.

—Tom —llamó Nikki— alguien desea verte.

Tom apareció caminando desde el fondo del jardín. Su rostro no manifestó sorpresa alguna, ya que supo ocultar sus sentimientos tras una máscara de cortesía y curiosidad, pero reconoció al hombre. Era el mismo que le había seguido desde Trípoli a La Valetta y que no le había quitado el ojo de encima hasta no ver cómo abordaba el avión con destino a Chipre, hacía ya dos semanas.

—¿Sí? —dijo.

—¿Mr. Rowse?

—El mismo.

—Le traigo un mensaje de Mr. Aziz.

El hombre hablaba un inglés bastante aceptable, pero elegía las palabras con demasiado cuidado como para que resultara fluido. Recitó el mensaje de memoria tal como se lo había aprendido.

—Su mercancía llegará al puerto de Bremerhaven. En tres embalajes de tablas, marcados como maquinaria de oficina. La recibirá tras estampar su firma habitual. Muelle cero nueve. Almacenes «Neuberg». Rossmannstrasse. Una vez que el envío haya sido desembarcado, dispondrá de un plazo de veinticuatro horas para hacerse cargo del mismo. En caso contrario, desaparecerá. ¿Está claro?

Rowse repitió para sus adentros la dirección exacta, archivándola así en su memoria. El joven volvió a meterse en el coche.

—¡Y una cosa! ¿Cuándo? ¿Qué día?

—¡Ah, sí! El veinticuatro. Llegará a las doce del mediodía del veinticuatro de este mes.

El forastero se alejó en su automóvil, dejando a Rowse con la palabra en la boca. Minutos después, Rowse salía corriendo Hacia la aldea para llamar desde un teléfono público. El suyo seguía intervenido, eso era algo que los expertos le habían confirmado; de todos modos, tendría que seguir así durante bastante tiempo.

—¿Qué demonios están pensando al fijar como fecha el veinticuatro de este mes? —preguntó furioso McCready por décima vez—. ¡Eso será dentro de tres días! ¡De tres malditos días!

—Y Mahoney, ¿sigue aún en el mismo sitio? —preguntó Rowse.

A petición de McCready, Rowse había ido a Londres en su coche y se había instalado en uno de los pisos francos de la Firma, un apartamento en Chelsea. Todavía no era nada seguro llevar a Rowse a la Century House; entre otras cosas, porque, oficialmente, se le suponía persona non grata.

—Pues sí, aún está afincado en la barra del bar «Apolonia», y sigue rodeado de sus hombres, a la espera de que le llegue un mensaje de al-Mansur, y todavía rodeado por mis vigilantes.

McCready llegó a una conclusión: no había más que dos posibilidades. O los libios estaban mintiendo acerca del veinticuatro, y sólo era otra prueba para Rowse, con el fin de cerciorarse de si la Policía rodeaba los almacenes «Neuberg», en cuyo caso al-Mansur tendría tiempo de alertar a los de su barco, dondequiera que éste se encontrara, o le habían engañado como a un chino, a él, a McCrèady, por lo que Mahoney y sus secuaces no serían más que un anzuelo en el que había picado, y lo más probable era que ni ellos mismos lo supieran.

De una cosa sí estaba seguro: ningún barco podía hacer en tres días la travesía de Chipre a Bremerhaven, pasando por Trípoli o Sirte. Mientras Rowse se dirigía hacia Londres en su coche, McCready había consultado a su amigo de Dibben Place, en Colchester, donde estaba la sede del Servicio de Inteligencia de la «Lloyds Shipping». El hombre se había mostrado inflexible en sus convicciones. El barco necesitaría un día para hacer la travesía desde Pafos hasta Trípoli o hasta Sirte. Habría que concederle un día más para cargar las bodegas, o más bien una noche. Dos días para llegar a Gibraltar y otros cuatro o cinco más para alcanzar las costas del norte de Alemania. Siete días como mínimo, aunque deberían de calcular ocho para estar seguros.

Así que, o era una prueba para Rowse, o el buque cargado de armas se encontraba ya en alta mar. De acuerdo con el hombre de la «Lloyds», en esos momentos el barco estaría al oeste de Lisboa rumbo al cabo Finisterre, para así poder atracar en Bremerhaven el día veinticuatro de ese mes.

Los de la «Lloyds» habían comprobado los nombres de los barcos que se esperaban el día veinticuatro en el puerto de Bremerhaven, y que habían zarpado del algún lugar del Mediterráneo.

El teléfono sonó en esos momentos. Les llamaba el experto de la «Lloyds» en rutas navieras.

—No hay ninguno —dijo—. El día veinticuatro no se espera ningún barco procedente del Mediterráneo. Tienes que haber sido mal informado.

«Y con creces», se dijo McCready. En la persona de Hakim al-Mansur se había topado con un auténtico maestro del juego. McCready se volvió hacia Rowse.

—¿No habría alguien más en el hotel que pudiese ser del IRA?

Rowse denegó con la cabeza.

—Me temo que tendremos que volver a los álbumes de fotografías. Revísalos de nuevo, una y otra vez. Si te encuentras con algún rostro, con cualquier cosa que te haya llamado la atención mientras te encontrabas en Trípoli, en Malta o en Chipre, házmelo saber de inmediato. Aquí te los dejo. He de hacer unas diligencias.

McCready no consultó primero con la Century House para recurrir a la ayuda de los norteamericanos. El tiempo apremiaba demasiado como para desperdiciarlo en canales burocráticos. Fue a ver al jefe de la delegación de la CIA, en Grosvenon Place. Todavía seguía siendo Bill Carver.

—¡Pues bien, caramba, la verdad es que no lo sé, Sam! No es nada fácil desviar un satélite. ¿No podrías utilizar un Nimrod?

Los Nimrods de las Fuerzas Aéreas británicas pueden tomar fotografías de alta definición de los barcos que se encuentren en alta mar, pero tienden a volar demasiado bajo y pueden ser vistos. Al no rastrear la zona desde grandes alturas, han de sobrevolar varias veces para poder cubrir una gran extesión de océano.

McCready le explicó lo del plan para asesinar al embajador estadounidense en Londres. Ambos hombres sabían que Charles y Carol Price habían demostrado ser la pareja de emisarios más popular enviada por Estados Unidos desde hacía muchas décadas. Mrs. Thatcher no olvidaría con facilidad a una organización que hubiera permitido que le ocurriera algo a Charlie Price. Carver hizo un gesto de asentimiento.

—Eso pone las cosas más fáciles… para mí.

A eso de la medianoche, Rowse, somnoliento y fatigado, volvió a enfrascarse en la revisión del álbum número uno, el correspondiente a los primeros tiempos. Estaba sentado junto a un especialista en fotografías de la Century House. En el salón del apartamento habían colocado un proyector y una pantalla, de modo que los retratos podían ser proyectados en ella para efectuar los cambios necesarios en los rostros.

Poco antes de la una, Rowse hizo una pausa.

—Ésta —dijo—. ¿Puedes proyectármela en la pantalla?

El rostro ocupó casi toda la pared.

—No seas necio —intervino McCready—. Ese está fuera de la organización desde hace muchos años. Se trata de agua pasada, no viene a cuento.

El rostro en la pared les miraba fijamente, con ojos cansados, ocultos tras unas gafas de montura gruesa; tenía el cabello gris, con mechones que le caían sobre las oscuras cejas.

—Quítale las gafas —ordenó Rowse—. Ponle lentes de contacto pardas.

El técnico realizó los cambios que Rowse le pedía. Las gafas desaparecieron, los ojos dejaron de ser azules y se volvieron pardos.

—¿Cuánto tiempo tiene esta fotografía?

—Unos diez años —contestó el técnico.

—Envejécela diez años. Quítale algo de cabello, más arrugas, papada bajo el mentón.

El técnico hizo lo que Rowse quería. Ahora, el hombre aparentaba unos setenta años.

—Ponle ahora cabellos negros. Tíñeselos.

Los grises cabellos del hombre se volvieron negros. Rowse emitió un silbido.

—Sentado solo en un rincón de la terraza —dijo— en el «Hotel Apolonia». No hablaba con nadie, él mismo se hacía compañía.

—Stephen Johnson fue el jefe del estado mayor del IRA, del viejo IRA, hará de eso unos veinte años —informó McCready—. Abandonó la organización hace diez años, después de una fuerte disputa con la nueva generación por asuntos políticos. Ahora tiene sesenta y cinco años. Se dedica a vender maquinaria agrícola en County Clare. ¡Por el amor de Dios!

—Puede ser uno de esos ases de reserva de la banda terrorista. Aparenta tener una disputa, y se retira disgustado; entonces hacen correr la voz de que ya no tiene nada que ver con la organización y se convierte en persona inofensiva para la sociedad. Ya nadie le molesta. ¿No te recuerda eso a alguien a quien conoces? —inquirió Rowse.

—La verdad es que, a veces, mi joven maestro Rowse, te puedes distinguir por ciertos destellos de sagacidad —admitió McCready.

Entonces llamó por teléfono a un amigo de la Policía irlandesa, la Garda Siochana. Desde un punto de vista oficial, se suponía que los contactos entre la Garda irlandesa y sus homólogos británicos en la lucha contra el terrorismo tenían un carácter más bien formal, pero las ramificaciones se alargaban por todas partes. En la práctica, al menos entre profesionales, ese tipo de contactos es más íntimo y caluroso de lo que algunos políticos partidarios de la línea dura desearían.

Esta vez fue uno de los miembros de la Brigada Especial irlandesa, al que McCready despertó en su casa de Ranelagh, el que tuvo que saltar de la cama antes de la hora del desayuno.

—Nuestro hombre está de vacaciones —informó luego McCready—. Según los informes de la Policía local, se ha aficionado al golf y suele tomarse unas vacaciones de vez en cuando para practicar ese deporte, por lo general en España.

—¿En el sur de España? —inquirió Rowse.

—Es posible. ¿Por qué?

—¿Recuerdas aquel asunto de Gibraltar?

Los dos lo recordaban muy bien. Tres asesinos del IRA, que tenían la intención de colocar una poderosa bomba en el peñón. Fueron «puestos fuera de combate» por un comando de la SAS, de una forma prematura pero permanente. La Policía española y los servicios de contraespionaje de ese país había prestado una ayuda extraordinariamente provechosa cuando los terroristas se introdujeron en el peñón tras haberse hecho pasar por turistas de la Costa del Sol.

—Persistió el rumor de que había un cuarto hombre en el juego, uno que se había quedado en España —recordó Rowse—. Y Marbella es una ciudad en la que abundan los campos de golf.

—¡El muy mierda! —masculló McCready—. ¡Esa vieja mierda! De nuevo ha vuelto a la acción.

A media mañana McCready recibió una llamada de Bill Carver, y, a continuación, fue con Rowse a la Embajada de Estados Unidos. Carver los estaba esperando en el vestíbulo principal, firmó por ellos en el libro de registro y los acompañó hasta su despacho, en la planta baja, donde disponía también de una sala de proyección.

El satélite había efectuado un buen trabajo, deslizándose a gran altura en el espacio por encima del Atlántico Oriental, desde donde enfocó los objetivos de sus cámaras «Long Tom» hasta cubrir, en una sola pasada, una gran franja de agua que se extendía desde las costas portuguesa, española y francesa hasta más de un centenar de millas adentro del océano.

Atendiendo a una sugestión que le hizo su hombre de contacto en la «Lloyds», McCready había pedido que le facilitaran un estudio sobre el rectángulo de agua que se extendía desde el norte de Lisboa hasta el golfo de Vizcaya. El continuo aluvión de fotografías que fue llegando a la estación de recepción de la Oficina Nacional de Reconocimiento, en las afueras de Washington, fue analizado, clasificado y seleccionado en ampliaciones individuales de cada uno de los barcos que navegaban dentro de los límites de ese rectángulo.

—Nuestra ave puede fotografiar todo aquello que sea algo mayor que una botella de «Coca-Cola» —observó Carver, orgulloso—. ¿Queréis empezar?

Había más de ciento veinte barcos en aquel rectángulo de agua. Casi la mitad de ellos eran pesqueros. McCready los desechó, aunque no descartó la posibilidad de volver luego a ellos. En. Bremerhaven había también un muelle destinado a esas embarcaciones, pero todas ellas faenarían bajo bandera alemana, y cualquier pesquero extranjero, que, para colmo, descargara algo que no fuese pescado, sería contemplado con gran suspicacia. McCready concentró su atención en los buques de carga y en unos cuantos yates de lujo grandes, descartando, de momento, los cuatro transatlánticos que transportaban pasajeros.

Uno tras otro, fue pidiendo que le ampliaran los diminutos reflejos metálicos que se observaban en aquella gran extensión de agua, hasta que cada manchita ocupaba toda la pantalla. Detalle tras detalle, los hombres que estaban en la sala de proyección fueron examinándolas. Algunas embarcaciones mantenían un rumbo distinto al de la nave que estaban buscando, pero había un grupo de ellas que se encaminaba hacia el Norte y que pasaría por el canal de la Mancha. Treinta y una.

A las dos y media, McCready ordenó que detuviesen la proyección.

—Ese hombre —dijo al técnico de Bill Carver— el que se apoya contra la barandilla del puente, ¿puede ampliarlo?

—Eso está hecho —contestó el norteamericano.

El buque de carga navegaba por aguas del cabo de Finisterre; la fotografía había sido tomada el día anterior, poco antes del anochecer. Uno de los hombres de la tripulación realizaba una tarea rutinaria en la cubierta de proa, en tanto que otro, apoyado contra la barandilla del puente, lo contemplaba. Mientras McCready y Rowse observaban la pantalla, el barco se fue haciendo cada vez más grande, sin que la calidad de la imagen empeorase. La proa y la popa del carguero desaparecieron a ambos lados de la pantalla y la figura del hombre que estaba solo y apoyado en la barandilla empezó a aumentar.

—¿A qué altura vuela ese pájaro? —preguntó Rowse.

—A ciento ochenta y siete mil kilómetros —contestó el técnico.

—¡Eso es tecnología, chico! —exclamó Rowse.

—Puede registrar la matrícula de un coche, y el número se lee con toda claridad —informó el estadounidense, con un deje de satisfacción.

Disponían de más de veinte fotografías de ese carguero en particular. Cuando el hombre apoyado contra la barandilla ocupaba toda la pantalla, Rowse pidió que proyectasen las demás fotografías con la misma ampliación. Al proyectar las imágenes en sucesión continua, el hombre pareció moverse por la pantalla como una de esas figuras rígidas de una biografía victoriana. Dejó de observar al marinero y se quedó contemplando el mar. A continuación se quitó su puntiagudo gorro y se pasó una mano por los finos cabellos. Quizás alguna ave marina había cantado por encima de su cabeza. Comoquiera que fuese, el caso es que alzó el rostro.

—¡Congela esta imagen! —pidió Rowse—. ¡Acércala!

El técnico amplió el rostro del hombre hasta que la imagen empezó a hacerse borrosa.

—¡Bingo! —susurró McCready por encima del hombre de Rowse—. Ya lo tenemos. Es Johnson.

Los viejos ojos cansados los contemplaban desde la pantalla, con sus mechones de cabello, ahora negro, cayéndole sobre la frente. Era el mismo anciano que se sentaba en un rincón de la terraza del «Apolonia», ocupando una mesa, solo. El presunto antiguo militante del IRA.

—El nombre del barco —dijo McCready— necesitamos saber el nombre del baro.

Éste aparecía en uno de los costados de proa, y pudo ser registrado por el satélite, que siguió filmando cuando la embarcación desaparecía por el horizonte en dirección norte. Había sido una sola fotografía, tomada en ángulo agudo, la que permitió captar el nombre junto al ancla. Regina IV.

McCready cogió el teléfono y llamó a su hombre de Inteligencia de la «Lloyds Shipping».

—No puede ser —dijo el hombre de Colchester cuando habló media hora después con McCready, que había estado esperando su llamada—. El Regina IV desplaza más de diez mil toneladas, y en estos momentos se encuentra frente a las costas de Venezuela. Tienes que haberte equivocado.

—No hay error posible —replicó McCready—. Será un buque de unas dos mil toneladas y navega hacia el Norte, ahora estará a la altura de Burdeos.

—No te muevas de ahí —pidió la jovial voz del hombre de Colchester—. ¿Acaso piensa hacer alguna diablura?

—Con toda certeza —respondió McCready.

—Te llamaré de nuevo —dijo el hombre de la «Lloyds».

Y eso fue lo que hizo casi una hora después. McCready había estado empleando la mayor parte de ese tiempo en telefonear a algunas personas que estaban en la base de Poole, en Dorset.

Regina —le dijo el hombre de la «Lloyds»— es un nombre muy común; como el de Stella Maris; por eso hay que ponerles números romanos detrás del nombre. Pues bien, se da la coincidencia de que por aquí tenemos a un Regina VI, registrado en Limassol, y del que creemos que ha estado anclado en el puerto de Pafos. De unas dos mil toneladas. El capitán es alemán; la tripulación, greco-chipriota. Con nuevos propietarios, ahora pertenece a una compañía naviera con sede en Luxemburgo.

«Del Gobierno libio», se dijo McCready. Se trataría de una estratagema de lo más simple. Salir de aguas del Mediterráneo como el Regina VI, borrar la I en medio del Atlántico para pintarla delante de la V y seguir navegando como el Regina IV. Con idéntica facilidad se cambiaban el nombre en los documentos del barco. Los agentes de aduanas recibirían en Bremerhaven al, desde todo punto de vista, respetable Regina IV con un cargamento de maquinaria de oficina y una carga global de mercancías procedente de Canadá. ¿Y quién se molestaría en comprobar que el Regina IV se encontraba realmente frente a las costas de Venezuela?

Al amanecer del tercer día, el capitán Holst miró a través de los cristales de las ventanas frontales del puente de mando y se quedó contemplando el mar débilmente iluminado. No cabía lugar a dudas, frente a él había visto el fuerte resplandor de una llamarada que se elevó del cielo, pareció flotar durante unos instantes en el aire y cayó al agua de nuevo. Rojo oscuro. Una bengala de señales. Entrecerró los ojos, trató de atisbar en la semipenumbra y pudo distinguir algo que se movía frente a proa, a una milla de distancia o dos; eran los fulgores rojizos y amarillentos de las llamas. Ordenó a la sala de máquinas que redujesen la velocidad, cogió el microteléfono y llamó a uno de sus pasajeros, a quien hizo saltar de su litera. No pasó ni siquiera un minuto antes de que el hombre se presentase ante él.

El capitán Holst se limitó a señalar en silencio hacia la parte de proa. Enfrente de ellos, por las tranquilas aguas, navegaba un pesquero a motor, de cuarenta pies de eslora, dando bandazos y haciendo eses como un borracho. Estaba claro que había sufrido una explosión en la sala de máquinas. Una columna de humo negro se alzaba de su cubierta, iluminada por la refulgente danza de las rojizas llamaradas. La borda se veía calcinada y ennegrecida.

—¿Dónde estamos? —preguntó Stephen Johnson.

—En el mar del Norte, entre Yorkshire y la costa alemana —contestó Holst.

Johnson cogió los prismáticos del capitán y enfocó la pequeña embarcación pesquera. Leyó el nombre que llevaba en la proa: Fair Maid.

—Tenemos que detenernos y socorrerlos —dijo Holst en inglés—. Es la ley del mar.

El capitán no sabía con exactitud en qué consistía la carga que transportaban, y tampoco quería saberlo. Sus contratistas le habían impartido las órdenes, acompañándolas de una gratificación tan elevada que casi rayaba en la extravagancia. También se habían preocupado de atender a su tripulación… económicamente. El cargamento de aceitunas chipriotas fue embarcado en el puerto de Pafos, con todos los documentos en orden. Luego atracaron durante dos días en Sirte, en la costa libia, y, durante aquella escala, descargaron parte de la mercancía y la cargaron de nuevo. Parecía la misma. Pero sospechaba que, a partir de ese momento, llevaba un cargamento ilegal a bordo; sin embargo, no pudo enterarse de qué era, ni tampoco lo intentó. La prueba de que ese cargamento debía de ser extremadamente peligroso se la daban los seis extraños pasajeros que lo acompañaban: dos de ellos habían embarcado en Chipre, los cuatro restantes, en Sirte. Así como también lo probaba el hecho de que hubieran cambiado el número del barco en cuanto dejaron atrás las Columnas de Hércules. Esperaba haberse desembarazado ya de todo eso al cabo de doce horas. Entonces volvería a hacer la travesía por el mar del Norte, esta vez de regreso, convertiría de nuevo su barco en el Regina VI, cuando alcanzase las aguas del océano, y regresaría a su puerto de partida, a Limassol, convertido en un hombre mucho más rico.

Y se retiraría. Esos años de ir de un lado a otro, transportando hombres y mercancías a las costas occidentales del continente africano, soportando las extrañas órdenes que ahora le daban sus nuevos amos, los de la compañía naviera de Luxemburgo, se convertirían en cosa del pasado. Se jubilaría a sus cincuenta años de edad y tendría el dinero suficiente para que él y su esposa griega María pudieran abrir un pequeño restaurante en alguna de las islas del mar Egeo, donde vivirían en paz el resto de sus días.

Johnson le miró con expresión de duda.

—No podemos detenernos —dijo.

—Tenemos que hacerlo.

La luz aumentaba en intensidad. Ahora pudieron ver la figura de un hombre, con el rostro tiznado y ennegrecido, que salía del puente de mando del pesquero. El hombre se acercó hasta el castillo de proa, se tambaleó, en un intento de hacerles señas, pero se desplomó sobre cubierta donde quedó tendido de bruces.

Otro oficial del IRA se había situado detrás de Holst.

Éste sintió el cañón de una pistola contra sus costillas.

—Pasa de largo —le ordenó, terminante, una voz.

El capitán Holst no pasó por alto la pistola, pero se volvió para mirar a Johnson.

—Si hacemos eso, y luego son rescatados por otro barco, algo que ocurrirá tarde o temprano, nos denunciarán. Entonces nos detendrán para preguntarnos por las razones de nuestro peculiar comportamiento.

Johnson asintió con la cabeza.

—En ese caso pásales por encima —ordenó el hombre que empuñaba la pistola—. No vamos a detenernos.

—También podemos socorrerles y alertar a los guardacostas alemanes —replicó Holst—. Nadie subirá a bordo. Cuando las lanchas alemanas aparezcan, nos iremos. Nos darán las gracias y no pensarán más en el asunto.

Johnson había quedado persuadido. Hizo un gesto de asentamiento.

—Retira esa pistola —dijo.

El capitán Holst accionó la palanca de velocidades, y metió la marcha atrás de inmediato; el Regina aminoró su avance poco a poco. Tras impartir algunas órdenes en griego a su timonel, Holst salió del puente de mando y bajó a cubierta antes de dirigirse al castillo de proa. Desde arriba contempló el pesquero que se aproximaba y luego hizo una señal con la mano al timonel. Éste puso el navio a media máquina y la proa del Regina se acercó lentamente al pesquero accidentado.

—¡Ah del barco! —llamó Holst, observando desde lo alto cómo se les iba acercando el Fair Maid.

El hombre que yacía sobre cubierta trató de incorporarse, pero se desplomó de nuevo. El pesquero se deslizó a todo lo largo de uno de los costados del Regina hasta que quedó junto a la parte de la borda en que la cubierta está más cerca de la superficie del agua. Holst se dirigió hacia allí y vociferó una orden en griego a uno de sus marineros para que lanzase un cable a la cubierta del Fair Maid. No hubo necesidad de hacerlo.

En el momento que el pesquero quedó situado al costado del Regina, el hombre que yacía sobre cubierta se levantó de un brinco y, con una agilidad sorprendente en alguien que estaba tan gravemente herido, lanzó un gancho atado a una soga por encima de la barandilla del Regina y sujetó luego el extremo libre, sujetándolo a toda prisa a una cornamusa de la proa del Fair Maid. Un segundo hombre salió corriendo de la cabina y lanzó un cable a popa. El Fair Maid había comenzado el abordaje.

Cuatro hombres más salieron disparados de la cabina, se encaramaron de un salto al techo de la misma y, desde allí, alcanzaron el Regina, saltando por encima de la barandilla. Todo sucedió a tal velocidad y con tan endiablada coordinación, que al capitán Holst tan sólo le dio tiempo de gritar:

Was zum Teufel ist denn das?

Todos los hombres llevaban ropas idénticas: mono negro, botas con suela de goma y gorro de lana negro. Negros también eran sus rostros, pero no a causa del hollín, sino porque se habían pintarrajeado las caras con betún. Un puño de hierro se hundió en el plexo solar del capitán Holst, el cual cayó de rodillas al suelo. Más tarde diría que jamás había visto antes en acción a los hombres del Escuadrón Especial de la Marina, el equivalente en la mar de las Fuerzas Aéreas Especiales, la SAS, y que no quería volverlos a ver en acción nunca.

En esos momentos, sobre cubierta había cuatro marineros chipriotas. Uno de los hombres de negro les gritó una orden en griego, y los cuatro se apresuraron a obedecer. Se tiraron cuan largos eran sobre cubierta, de bruces, y en esa postura permanecieron inmóviles. No ocurrió lo mismo con los cuatro terroristas del IRA, que salieron en esos instantes corriendo por una de las puertas laterales de la superestructura de la nave. Todos llevaban pistola.

Dos tuvieron el suficiente sentido común como para darse cuenta de que un arma como las que llevaban ellos representa una garantía muy pobre cuando uno se enfrenta a un fusil automático ametrallador «Heckler and Koch MP-5», así que arrojaron sus armas y levantaron las manos. Dos trataron de usar sus pistolas. Uno de ellos tuvo suerte, recibió el impacto de la corta ráfaga en las piernas, logró salvarse y se pasó el resto de su vida en una silla de ruedas. El cuarto no le ocurrió lo mismo y se encontró con cuatro proyectiles en el pecho.

Seis hombres vestidos de negro se movían por la cubierta del Regina. El tercero en abordar el barco había sido Rowse. Subió corriendo por la escalerilla hasta el puente de mando. Cuando llegó a la cabina del timón, Stephen Johnson salía de ella. Al ver a Rowse, alzó las manos.

—¡No dispares, loco de mierda! ¡Me rindo! —gritó.

Rowse se colocó a su lado con el cañón de su fusil ametrallador, le señaló hacia la escalerilla.

—¡Abajo! —le ordenó.

El anciano militante del IRA comenzó a descender hacia la cubierta principal. Hubo un movimiento detrás de Rowse, alguien que salía por la puerta de la cabina del timón. Rowse, que lo había advertido, se volvió y percibió el chasquido de un disparo. La bala le rasgó la tela del mono a la altura del hombro. No tenía tiempo para detenerse o para gritar. Disparó a bocajarro, tal como le habían enseñado, una doble ráfaga rápida, y, luego, otras dos ráfagas de proyectiles de nueve milímetros en menos de medio segundo.

Tuvo la fugaz imagen de una figura, en el umbral de la puerta, que recibía las descargas del arma en pleno pecho, era arrojada hacia atrás contra la pared de la cabina, para ser despedida de nuevo hacia delante precipitándose al suelo, y advirtió los rápidos destellos de una cabellera tan rubia como el trigo. Luego la contempló tendida sobre las tablas, ya muerta, con un hilillo de sangre brotándole por la comisura de esos labios que él tanto había besado.

—Bien, bien —dijo una voz a sus espaldas—. Monica Browne. Con «e» al final.

Rowse se dio media vuelta.

—¡Hijo de puta! —dijo, pronunciando las palabras lentamente—. Lo sabías, ¿no es cierto?

—No lo sabía, pero lo sospechaba —replicó McCready.

Con ropa de civil y caminando con mayor compostura que los demás, el Manipulador había pasado del pesquero al Regina una vez terminado el tiroteo.

—Has de comprender, Tom, que necesitábamos comprobar su identidad tras haberse puesto en contacto contigo. Es, en efecto…, bueno, era Monica Browne, pero nacida y criada en Dublin. Su primer marido, cuando ella tenía veinte años, la llevó a Kentucky, hace unos ocho años. Después de divorciarse se casó con el comandante Eric Browne, mucho mayor que ella, pero hombre rico y cuya gran devoción por el alcohol contribuyó, sin duda alguna, a que no abrigase ni la menor sospecha sobre la fanática entrega de su joven esposa a la causa del IRA. Y, sí, era cierto que se dedicaba a la cría de caballos en una finca, pero no en Ashford, localidad del Condado de Kent, en Inglaterra, sino en la villa de Ashford en el Condado de Wicklow, en Irlanda.

El comando se dedicó durante dos horas a «barrer la zona». El capitán Holst se desvivió por colaborar en todo lo que pudo. Les reveló que se había efectuado un transbordo de mercancía en alta mar, unos embalajes de madera que fueron a parar a un pesquero procedente del cabo Finisterre. Les dio el nombre de la embarcación, y McCready pasó esa información a Londres para que ellos se la trasmitieran a las autoridades españolas. Estas no tardarían mucho en apoderarse de las armas destinadas a ETA mientras todavía se encontraban a bordo de la trainera; lo que para el SIS británico, era una forma de agradecer a sus colegas españoles la ayuda que les habían prestado en el asunto de Gibraltar.

El capitán Holst también se mostró dispuesto a admitir que su embarcación navegaba por aguas jurisdiccionales británicas en el momento del abordaje. Después de esto, el asunto pasaría a manos de abogados ingleses, ya que era de la incumbencia de Gran Bretaña. McCready no tenía ningunas ganas de enviar a Bélgica a los terroristas del IRA, para que allí fuesen liberados, como había ocurrido en el caso del padre Ryan.

Los dos cadáveres fueron trasladados a la cubierta principal, donde los colocaron uno al lado del otro, cubiertos por sábanas sacadas de los camarotes. Ayudados por la tripulación chipriota, sacaron los fardos de la bodega y procedieron al registro de la mercancía. Los hombres del comando del Escuadrón Especial de la Armada se encargaron de ese trabajo. Después de dos horas, el teniente que estaba al mando de la operación se presentaba ante McCready para rendirle informe.

—Nada, señor.

—¿Qué quiere decir con nada?

—Una gran cantidad de aceitunas, señor.

—¿Sólo aceitunas?

—Y unos embalajes marcados como maquinaria de oficina.

—¿Y qué contienen?

—Maquinaria de oficina, señor. Y además hay tres sementales. Están de lo más trastornados, señor.

—No creo que esos caballos estén más confusos que yo —replicó McCready enfurecido—. ¡Enséñemelo!

El teniente lo acompañó en una vuelta de inspección por las cuatro bodegas del barco. En una de ellas, copiadoras y máquinas de escribir japonesas se veían a través de los huecos dejados por las tablas arrancadas. En otras dos, montones de aceitunas chipriotas salían por los agujeros de los fardos abiertos. Los hombres del comando especial no habían dejado ni un solo fardo incólume. En la cuarta bodega iban tres sólidos furgones para el transporte de caballos. En cada uno de ellos, un semental relinchaba y se espantaba de miedo.

McCready percibió una sensación extraña en la boca de su estómago, la angustiosa sensación que le martiriza a uno cuando advierte que ha sido engañado al elegir un modo de actuar erróneo, por lo que, sin quererlo, se armará la de San Quintín. Un joven del Escuadrón Especial de la Marina se encontraba con ellos en la bodega donde iban los caballos. Parecía saber mucho de animales; les habló con voz serena y logró calmarlos.

—¿Señor? —preguntó.

—¿Sí?

—¿Por qué han sido embarcados?

—¡Oh! Son caballos árabes. De purasangre, destinados a sementales en una granja.

—Se equivoca señor —replicó el joven soldado—. Éstos son caballos de silla, quizá de una escuela de equitación. Sementales, pero de silla.

La búsqueda terminó cuando las primeras planchas fueron arrancadas de las paredes interiores del primer furgón que se desmanteló. Entre las planchas interiores y exteriores de aquéllos, construidos con gran habilidad, quedaba un espacio de algo más de treinta centímetros de ancho. Cuando las planchas fueron arrancadas, los hombres que supervisaban la operación pudieron ver los bultos apilados del explosivo «Semtex-H», las filas apretadas de los lanzacohetes del tipo «RPG-7» y las hileras de misiles portátiles tierra-aire. En los otros furgones de los caballos irían los fusiles automáticos de tipo pesado junto con municiones, granadas, minas y morteros.

—Me parece que ya podemos dar aviso a la Armada —comentó McCready.

Abandonaron las bodegas y subieron a cubierta, sintiendo el calor de los rayos solares mañaneros. La Armada se haría cargo del Regina y lo remolcaría hasta Harwich. Allí lo desmantelarían pieza por pieza, y sus tripulantes y pasajeros serían conducidos a prisión.

El Fair Maid tuvo que ser bombeado para reparar los destrozos causados por los trucos de efectos especiales. Las granadas de humo, que le habían dado la apariencia de estarse consumiendo por el fuego, habían sido arrojadas al mar.

El hombre del IRA con las rodillas destrozadas, a quien los soldados del comando habían aplicado un par de torniquetes para cortarle la hemorragia, apretándoselos de forma algo ruda, pero no por ello menos hábil, estaba sentado en el suelo, con el rostro ceniciento y la espalda apoyada contra un mamparo, esperando que le socorriera el comandante cirujano de la Armada, que acudía en la fragata que se encontraba a sólo media milla de distancia. Los otros dos habían sido esposados a un candelero en uno de los extremos de la cubierta principal, y McCready se había guardado las llaves de las esposas en un bolsillo.

El capitán Holst y los hombres de su tripulación habían descendido a toda prisa a una de las bodegas del barco —no a la que contenía las armas— y allí iban sentados entre los fardos de aceitunas, esperando a que los efectivos de las fuerzas navales viniesen a echarles una escalerilla.

Stephen Johnson había sido encerrado con llave en su camarote, debajo de la cubierta principal.

Una vez que hubieron terminado sus diligencias, los cinco hombres del Escuadrón Especial de la Armada saltaron al techo de la cabina del Fair Muid y desaparecieron en el interior del pesquero. Los motores se pusieron en marcha. Dos miembros del comando aparecieron de nuevo en cubierta y soltaron amarras. El teniente agitó la mano, despidiéndose de McCready, y el pesquero reanudó su travesía. En él se iban los guerreros ocultos; ya habían realizado su misión; no tenían ninguna necesidad de quedarse esperando.

Tom Rowse permaneció sentado, con la cabeza gacha y la espalda apoyada contra la brazola de la escotilla de una de las bodegas, junto al yacente cuerpo de Monica Browne. Por el otro lado del Regina se acercaba ya la fragata de guerra, mientras unos marineros echaban las amarras y los primeros infantes encargados del abordaje saltaban a bordo. Los hombres conferenciaron con McCready.

Un soplo de viento levantó por un extremo la parte de la sábana que cubría el rostro del cadáver. Rowse se quedó mirando con fijeza las bellas facciones de aquel rostro qué tanta paz irradiaba en la muerte. La brisa desparramó sobre la cubierta algunos mechones de su dorada cabellera. Rowse los recogió para colocarlos a su sitio. Alguien se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

—Ya ha terminado, Tom. No podías saberlo. No debes martirizarte. Ella lo quería así.

—Si yo hubiese sabido que era ella, no la hubiera matado —dijo Rowse compungido.

—En ese caso, ella te habría matado. Pertenecía a esa clase de personas que no retroceden ante nada.

Dos infantes de Marina rodearon a los hombres del IRA y los condujeron a la fragata. Dos ordenanzas, bajo la supervisión del cirujano, levantaron al herido, lo colocaron sobre una camilla y se lo llevaron.

—¿Y qué sucederá ahora? —preguntó Rowse.

McCready contempló el mar y el cielo y lanzó un suspiro.

—Pues ahora, Tom, los hombres de leyes se encargarán de todo. Los abogados y los jueces siempre acaban por hacerse cargo de estos asuntos, reduciendo todo lo que suponga vida y muerte, pasión y codicia, valor y cobardía, placer y gloria, a los fríos términos de la jerga vernácula de su oficio.

—¿Y tú?

—¿Yo? Volveré a la Century House y reanudaré mis tareas. Y por las tardes regresaré a mi pequeño apartamento para escuchar música y comer mis judías cocidas. Y tú regresarás con Nikki, querido amigo, y le darás un abrazo muy fuerte. Después te dedicarás a escribir tus libros y te olvidarás de todo esto. Hamburgo, Viena, Malta, Trípoli, Chipre…, olvídalo todo. Ya ha pasado.

—¿Vendrán por mí?

—No lo creo. Nuestros muchachos se encargarán de «limpiar» tu teléfono y de registrar tu casa por si hay más micrófonos ocultos. Pero no olvides que al-Mansur es un profesional. Hará lo que yo mismo haría en su caso: olvidarme del asunto, borrón y cuenta nueva. Una operación más que estuvo a punto de salirle bien. Emprenderá otra. Y quizá la próxima vez logre sus propósitos y tengamos por toda Inglaterra un montón de bombas colocadas por los del IRA. Pero, a ti, no te pondrán ninguna. Tú estás ya fuera de todo esto.

En esos momentos, dos infantes de Marina pasaron por su lado conduciendo a Stephen Johnson. El anciano se detuvo para mirar a los dos británicos. Su acento fue tan áspero como el brezo silvestre que crece en las costas occidentales de Irlanda.

—Nuestro día llegará —dijo.

Era el lema del IRA Provisional.

McCready se le quedó mirando y sacudió la cabeza con un gesto de duda.

—Pues no, Mr. Johnson, hace tiempo que sus días han pasado ya.

Dos ordenanzas recogieron el cadáver del terrorista del IRA, lo pusieron en una camilla y se lo llevaron.

—¿Por qué lo hizo, Sam? ¿Por qué demonios tenía ella que hacer eso? —preguntó Rowse.

McCready se inclinó sobre el cadáver de Monica Browne y volvió a cubrirle el rostro con la sábana. Los ordenanzas regresaban para llevársela.

—Porque creía en algo, Tom. En algo falso, por supuesto. Pero ella creía en algo.

McCready se puso de pie y ayudó a Rowse a levantarse.

—Ven, viejo amigo, volvamos a casa. Deja ya las cosas como están, Tom. Déjalas como están. La chica siguió su camino, Tom, el que ella quería seguir, por voluntad propia. Y ahora no es más que otro de los tantos desastres de la guerra. Al igual que tú, Tom; al igual que todos nosotros.