CAPÍTULO IV

Kykko, el mayor monasterio de Chipre, fue fundado en el siglo XII por los emperadores bizantinos, los cuales supieron elegir muy bien su emplazamiento, teniendo en cuenta que la vida de los monjes, según se supone, ha de transcurrir en un ambiente de aislamiento, meditación y soledad.

Esa vasta edificación está situada en lo alto de un pico que se alza al oeste del valle de Marathassa, en un lugar tan remoto que tan sólo hay dos carreteras que conducen hasta él, una a cada lado de la montaña, las cuales, por debajo del monasterio, confluyen en un solo sendero por el que asciende hasta la entrada del monasterio.

Al igual que los emperadores bizantinos, McCready también había sabido elegir muy bien el lugar de su cita con Rowse. Danny se había quedado detrás, en la cabaña, al otro lado del valle, frente al hotel, vigilando las ventanas, con las cortinas echadas, de la habitación donde Rowse dormía; mientras, Bill, utilizando una motocicleta adquirida para él en una aldea cercana por aquel Marks, que tan fluidamente hablaba el griego, se había adelantado hasta Kykko. Al amanecer, el sargento de la SAS se encontraba bien oculto entre los pinos, en un lugar alto desde el que se dominaba el único sendero que conducía al monasterio.

Vio a McCready cuando se acercaba en el automóvil conducido por Marks, y se quedó observando si subía alguien más. De haberse presentado alguno de los irlandeses del trío, o el coche de los libios (habían anotado el número de la matrícula), McCready hubiera sido alertado de inmediato con tres pitidos de alarma en el radio transmisor y se hubiese evaporado. Pero en esa mañana de mayo, tan sólo se veía subir por la carretera la habitual corriente de turistas, la mayoría de los cuales eran griegos o chipriotas.

Durante la noche, el jefe de la delegación del SIS en Nicosia había enviado a Pedhoulas a uno de los agentes jóvenes de su equipo con varios mensajes llegados de Londres y un tercer radio transmisor. Ahora, cada sargento dispondría de uno, además de McCready.

A las nueve y cinco de la mañana, Danny informó que Rowse había salido a la terraza, donde estaba tomando un desayuno ligero, compuesto de café y bollitos. No había ni rastro de Mahoney y sus dos amigos, ni del «pequeño lío de faldas» en el que se había metido la noche anterior, ni de ningún otro huésped del hotel.

—Se le ve cansado —dijo Danny.

—Nadie ha dicho que esto serían unas vacaciones para cualquiera de nosotros —le espetó tajante McCready desde su puesto de observación en los jardines del monasterio, a unos treinta kilómetros de distancia.

A las nueve y veinte, Rowse salió del hotel. Danny pasó el informe. Rowse condujo su coche hasta las afueras de Pedhoulas, pasó por delante de la pintada fachada de la iglesia del Arcángel San Miguel, que dominaba esa aldea de montaña, y enfiló hacia el Noroeste, metiéndose por la carretera a Kykko. Danny continuó vigilando el hotel. A las nueve y media, la camarera de la limpieza entró en la habitación de Rowse y descorrió las cortinas. Eso facilitó la labor de Danny. Otras ventanas de la fachada del hotel que daba al valle también tenían descorridas las cortinas. Pese al cegador sol que le castigaba los ojos, el sargento se vio recompensado en su vigilancia por la presencia de Monica Browne, que realizaba sus diez minutos de ejercicios de respiración profunda frente a la ventana de su habitación, completamente desnuda.

—¡Viva el rey y muerte al enemigo! —susurró el agradecido veterano.

A las diez y diez, Bill informaba de que Rowse había entrado en su campo de visión y estaba subiendo por el empinado y tortuoso sendero que conducía hasta el monasterio de Kykko. McCready se puso de pie y entró al edificio, admirando el trabajo de aquellos que habían subido los pesados bloques de piedra maciza hasta esas alturas en la cima de la montaña, así como la gran habilidad de los maestros que habían pintado aquellos frescos de tonalidades doradas, escarlatas y azules que decoraban el interior, lleno del dulzón aroma del incienso.

Rowse encontró a McCready cuando éste se hallaba sumido en la contemplación del famoso icono de oro de la Virgen. Afuera, Bill se aseguró de que Rowse no había sido seguido, aviso a McCready, enviando dos cortas señales repetidas al radio transmisor que el agente del SIS británico llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Parece ser que nadie te vigila —murmuró McCready cuando Rowse se puso a su lado.

No había nada sospechoso en que hablaran en voz baja, ya que todos los demás turistas conversaban en susurros a su alrededor, como si temieran perturbar la paz de ese lugar sagrado.

—Bien, empecemos ahora por el principio —dijo McCready—. Creo recordar haberte visto por última vez en el aeropuerto de La Valetta, durante tu visita relámpago a Trípoli. Y desde aquel momento, si tienes la amabilidad, quiero hasta el más mínimo detalle.

Rowse comenzó su relato por el principio.

—Ajá, ¿así que te reuniste con el famoso Hakim al-Mansur? —dijo McCready a los pocos minutos—. Apenas me hubiese atrevido a imaginar que se presentaría en persona en el aeropuerto. El mensaje que Koriagin le envió desde Viena tiene que haberle picado la curiosidad y haberle hecho volar la fantasía. Muy bien, prosigue.

McCready podía confirmar parte del informe de Rowse gracias a las observaciones de los sargentos y a las suyas propias: lo del joven agente de tez cetrina que había seguido a Rowse en su viaje de regreso a La Valetta y que no le había perdido de vista hasta que lo vio entrar en el avión para Chipre, así como lo del segundo agente de Nicosia que le había estado vigilando hasta que se cercioró de que su hombre partía en dirección a las montañas.

—¿Viste a mis dos sargentos, a tus viejos camaradas?

—No, en ningún momento. Siempre tuve el convencimiento de que estarían por aquí, en cualquier parte —contestó Rowse.

Juntos alzaron la vista para ensimismarse en la contemplación de la Madonna, que los miraba desde lo alto con ojos serenos y piadosos.

—¡Oh, sí!, están por aquí, y se encuentran bien —confirmó McCready—. Precisamente uno está afuera en estos momentos, para comprobar que nadie nos haya seguido, a ti o a mí. Ah, por cierto, se lo están pasando de lo lindo con tus aventuras amorosas. Cuando todo esto haya terminado, podréis tomar una copa juntos. Pero no ahora. Así que…, después de tu llegada al hotel…

Rowse continuó su informe hasta el momento en que había visto a Mohaney y a sus dos compinches por primera vez.

—Espera un momento, y la chica, ¿quién es?

—Sólo un «ligue» de vacaciones. Una criadora de caballos que está esperando la llegada de los tres sementales árabes que compró la semana pasada en la feria anual de Hama, en Siria. Estadounidense de nacimiento. Se llama Monica Browne. Con «e» al final. Sin problemas, no es más que una agradable compañía a la hora de la cena.

—Bien, lo tendremos en cuenta —susurró McCready—. Continúa.

Rowse le habló de la aparición de Mahoney y de las miradas recelosas que su compañera de mesa había interceptado a través de la terraza.

—¿Crees que él te ha reconocido?, ¿de aquella vez en la gasolinera?

—Es imposible —contestó Rowse—. Yo llevaba un gorro de lana que me cubría hasta los ojos, una barba de cuatro días y estaba medio oculto tras los surtidores de gasolina. No, en el momento que escuchó mi acento, me miró como hubiese mirado a cualquier inglés. Ya sabes cuánto nos odia a todos.

—Es posible. Continúa.

La repentina aparición de Hakim al-Mansur la noche que Frank Terpil interrogó a Rowse fue lo que despertó realmente el interés de McCready. Hizo que Rowse cortase su relato una docena de veces para aclarar algunos puntos y clarificar varios detalles. El Manipulador llevaba consigo un libro de tapas duras acerca de los templos y monasterios bizantinos chipriotas. Mientras Rowse hablaba, iba tomando copiosas notas en él, escribiendo sobre el texto griego. Bajo la punta de su lápiz no aparecía letra alguna; eso vendría después, cuando aplicase las sustancias químicas apropiadas. Para cualquier observador casual, él no era más que un turista que estaba tomando nota de todo cuanto veía a su alrededor.

—Hasta ahora vamos bien —musitó McCready—. Su operación de embarque de las armas parece que está a la espera de cualquier orden de partida. El hecho de que tanto Mahoney como al-Mansur se hayan presentado en el mismo hotel en Chipre es demasiada coincidencia para que pudiésemos imaginar alguna otra cosa. Lo que ahora necesitamos saber es dónde, cuándo y cómo. ¿Tierra, aire o mar? ¿De dónde y hasta dónde? Y el transporte. ¿Camión, mercancía aerotransportada o carguero?

—¿Todavía estás seguro de que llevarán adelante la operación? ¿No pensarán renunciar a todo ese asunto?

—Estoy seguro.

No era necesario dar más detalles a Rowse. Éste no tenía por qué saber más de la cuenta. Habían recibido un nuevo mensaje del médico libio que atendía a Muammar el-Gaddafi. El envío se haría por barco, en cargas separadas. Algunas armas serían para los separatistas vascos españoles, la ETA. Una carga algo mayor para los grupos ultrarradicales de izquierda franceses, la «Action Directe». Otro envío sería para los CCC, la pequeña pero letal agrupación terrorista belga. Habría también un espléndido regalo para la facción del Ejército Rojo alemana, que acabaría por utilizarlo, sin ningún género de dudas, en los bares frecuentados por miembros de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Pero más de la mitad de la carga marítima sería para el IRA.

Ya habían sido informados que uno de los objetivos prioritarios del IRA consistiría en asesinar al embajador de Estados Unidos en Londres. McCready suponía que los del IRA, teniendo en cuenta sus operaciones de recaudación de fondos en Estados Unidos, preferirían delegar esa misión en manos de terceros, tal vez en las de los alemanes de la facción del Ejército Rojo, el grupo sucesor de la banda Baader-Meinhof, que si bien habían sufrido una notable disminución en el número de miembros, seguían siendo un grupo mortífero y muy bien preparado para hacer trabajos por encargo a cambio de armas.

—¿Te preguntaron dónde querías hacer el embarque para el grupo terrorista norteamericano, en el caso de que se mostrasen dispuestos a vender?

—Sí.

—¿Y qué les contestaste?

—Que desde cualquier puerto de la Europa Occidental.

—¿Y cuáles son los planes para hacerlo llegar a Estados Unidos?

—Les conté lo que me habías dicho. Que me encargaría personalmente de ir a recoger la carga, cuyo volumen resulta bastante pequeño en realidad, a cualquier lugar que ellos hubieran elegido como destino y que luego me la llevaría a un garaje alquilado, del que solamente yo tendría conocimiento. Más tarde volvería por ella, utilizando un automóvil con remolque o una furgoneta tipo caravana, con compartimientos secretos en las paredes. Me iría luego con la caravana hacia el Norte, cruzaría Dinamarca, cogería el transbordador hasta Suecia, seguiría hacia Noruega y allí me embarcaría en uno de los numerosos buques de carga que hacen la travesía al Canadá. No sería más que uno de esos turistas que pasan sus vacaciones acampando al aire libre.

—¿Les gustó la idea?

—A Terpil, sí. Dijo que era bonita y pulcra. Al-Mansur objetó que eso significaría tener que cruzar muchas fronteras estatales. Le hice ver que durante la época de vacaciones las caravanas pululan por toda Europa y que iría diciendo por todas partes que pensaba recoger a mi mujer y a mis hijos en el aeropuerto de la próxima capital, adónde llegarían en avión. Al-Mansur asintió repetidas veces con la cabeza.

—Está bien. Ya hemos tendido nuestras redes. Ahora tan sólo nos queda esperar a ver si has logrado convencerles. O si sus deseos de venganza contra la Casa Blanca les hacen olvidar sus precauciones habituales. Ya lo sabremos.

—¿Y cuál será el siguiente paso? —preguntó Rowse.

—Regresarás al hotel. Si se tragan el cuento de los terroristas estadounidenses y facturan tu carga junto con la de los otros, al-Mansur se pondrá en contacto contigo, en persona o por medio de algún mensajero. Sigue sus instrucciones al pie de la letra. Sólo me acercaré a ti si vemos que no hay moros en la costa para que me informes de la situación.

—¿Y en el caso de que no se pongan en contacto? ¿Si no se lo tragan?

—Entonces intentarán silenciarte. Lo más probable es que pidan a Mohaney y a sus muchachos que se encarguen de realizar ese trabajo, como un gesto de buena voluntad. Eso te brindará la oportunidad de arreglar cuentas con Mahoney. Los dos sargentos estarán cerca de ti. Ellos intervendrán para sacarte con vida del asunto.

«¡Y un carajo van a intervenir! —pensó Rowse—. De ese modo, la intervención de Londres en la conjura quedaría al descubierto. Los irlandeses tomarían sus medidas y toda la carga llegaría a su destino siguiendo otra ruta, en fechas y lugares distintos».

Si al-Mansur decidía liquidarlo, directa o indirectamente, él tendría que arreglárselas por su propia cuenta.

—¿Quieres llevarte un transmisor? ¿Cualquier aparato para alertarnos?

—No —contestó Rowse seco. En modo alguno quería llevar uno de esos dispositivos encima. Estaba convencido de que nadie acudiría a hacerle una visita inesperada.

—Entonces vuelve al hotel y espera —dijo McCready—. Y procura no cansarte hasta la extenuación con esa guapa Mrs. Browne. Con «e» al final. Puedes necesitar tus fuerzas más adelante.

Con estas palabras, el Manipulador se perdió entre la multitud. En su fuero interno, McCready sabía, al igual que Rowse, que no podría intervenir si los libios o los irlandeses iban por Rowse. Pero, a fin de cuentas, nadie había dicho que esa operación tuviera que convertirse en unas vacaciones. Lo que él había decidido hacer, si el zorro libio no se tragaba la versión de Rowse, era desplegar un buen equipo de vigilancia y no perder de vista a Mahoney. Adonde quiera que él fuese, iría también el cargamento de armas y explosivos. Ahora que habían encontrado a Mahoney, gracias a Rowse, ese miembro del IRA era la mejor apuesta que podían hacer para dar con el cargamento.

Rowse terminó su recorrido turístico por el monasterio y salió a la brillante luz del sol para ir a buscar su automóvil. Bill, desde su puesto de observación bajo la sombra de los pinos, en la parte de la montaña donde se hallaba la tumba del presidente Makarios, vigiló sus pasos e informó a Danny que su hombre había emprendido el viaje de regreso. Diez minutos después, McCready se iba en el coche conducido por Marks. Cuando bajaban por la carretera de la colina recogieron a un campesino chipriota que estaba haciendo autoestop en la cuneta, así, Bill pudo regresar también a la localidad de Pedhoulas.

A los quince minutos de haber emprendido ese viaje de tres cuartos de hora de duración, el radio transmisor de McCready dio señales de vida. Era Danny.

—Mahoney y sus hombres acaban de entrar en la habitación de nuestro hombre. Ahora la están registrando a fondo. Lo están poniendo todo patas arriba. ¿Quiere que me acerque a la carretera y avise a Rowse?

—No —replicó McCready— quédate donde estás y manténte en contacto.

—Si aprieto a fondo el acelerador, todavía podríamos alcanzarlo —sugirió Marks.

McCready titubeó y echó una ojeada a su reloj de pulsera. Era un gesto por demás inútil. No había calculado la distancia que les separaba de Pedhoulas ni la velocidad que necesitarían llevar para llegar hasta allí.

—Demasiado tarde —contestó McCready— nunca lo alcanzaríamos.

—¡Pobre amigo Tom! —exclamó Bill desde el asiento trasero.

Algo poco usual en él con sus subordinados, Sam McCready perdió su habitual compostura.

—Si fallamos, si ese cargamento de mierda llega a su destino, lástima de los pobrecillos que estén de compras en «Harrods», lástima de los pobrecillos turistas que se paseen por Hyde Park, lástima de las pobrecillas mujeres y de los pobrecillos niños que andan repartidos por nuestro ensangrentado país —dijo McCready en un estallido de cólera.

Hubo un profundo silencio durante todo el viaje a Pedhoulas.

La llave de la habitación de Rowse seguía colgada de su gancho correspondiente en la recepción del hotel. Él mismo la cogió, pues no había nadie detrás del mostrador, y subió las escaleras. La cerradura estaba intacta; Mohoney había utilizado la llave y la había dejado de nuevo en recepción. Pero la puerta no estaba cerrada con llave. Rowse pensó que la camarera de la limpieza estaría arreglándole todavía el cuarto y entró.

Nada más poner un pie en la habitación, el hombre que estaba apostado detrás de la puerta lo agarró con fuerza y le hizo salir disparado hacia el centro del aposento. La puerta golpeó a sus espaldas, y un fornido matón le cortó la retirada. Antes del amanecer, el correo había enviado a Nicosia las fotografías que Danny había hecho de aquellos hombres, fotos que fueron transmitidas por fax a Londres para su identificación. El fornido matón era Tim O’Herlihy, uno de los asesinos del llamado «Comando Derry». El que estaba apostado junto a la chimenea, un fornido hombrachón de cabello rubio, Eamonn Kane, era uno de los hombres del servicio de orden de West Belfast. Mahoney estaba sentado en la única butaca que había en el cuarto, de espaldas a las ventanas, cuyas cortinas habían sido corridas para atenuar la brillante luz diurna.

Sin decir ni una palabra, Kane asió al tambaleante inglés, le hizo dar unas cuantas vueltas por el cuarto y lo estrelló contra la pared. Con la destreza que concede la práctica le palpó pecho y espalda, pasó sus manos por la camisa de manga corta, para registrarle luego cada pernera del pantalón. Si hubiese llevado encima el transmisor que McCready le había ofrecido, en esos momentos hubiera sido descubierto y el juego finalizado de una vez por todas.

La habitación era un caos, todos los cajones habían sido abiertos y vaciados, el contenido del ropero aparecía esparcido por el suelo. El único consuelo de Rowse era que no tenía nada allí que no hubiera llevado cualquier novelista que estuviera haciendo un viaje de estudios: libretas de apuntes, notas sobre el argumento, mapas turísticos, folletos, máquina de escribir portátil, ropa y artículos de aseo. El pasaporte lo llevaba en el bolsillo trasero de los pantalones. Kane se apoderó de él y se lo pasó a Mahoney, el cual lo examinó con gran atención, pero no encontró nada que no supiera.

—Bien, insolente hombrecillo, ahora quizá me digas qué coño estás haciendo por aquí. —El rostro de Mahoney exhibía su habitual sonrisa encantadora, pero no así su mirada.

—No sé de qué demonios estás hablando —replicó Rowse indignado.

Kane le asestó un puñetazo en el plexo solar. Rowse podría haberlo evitado, pero O’Herlihy se encontraba a sus espaldas y Kane a un lado. La desigualdad de condiciones era manifiesta, incluso sin contar con Mahoney. Esos hombres no eran hermanitas de la caridad precisamente. Rowse gimió, se dobló sobre sí mismo y se apoyó contra la pared mientras respiraba con dificultad.

—¿No lo sabes ahora?, dime, ¿no lo sabes ahora? —preguntó Mahoney, sin levantarse—. Pues bien, por regla general utilizo métodos que no son el de explicar mis palabras, pero por ser quien eres, insolente de mierda, haré una excepción contigo. Un amigo mío, que vive en Hamburgo, te reconoció hace un par de semanas. Tom Rowse, antiguo capitán de un destacamento de las Fuerzas Aéreas Especiales, amigo acérrimo y bien conocido del pueblo irlandés, dedicándose a hacer algunas preguntas de lo más divertidas. Con dos giras turísticas por la Isla Esmeralda a sus espaldas y que se nos presenta en el corazón de Chipre justo cuando mis amigos y yo tratamos de pasar unas vacaciones agradables y tranquilas. Pues bien, una vez más, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

—Escucha —replicó Rowse— de acuerdo, estuve en la SAS, pero las he dejado ya. No podía seguir en ellas por más tiempo. Denuncié a todos esos hijos de puta. Ya han pasado tres años desde aquello. Estoy fuera, por completo. La sociedad británica no derramará ni una sola lágrima por mí si me asesinan. Ahora me dedico a escribir novelas para ganarme la vida. Novelas de acción. Eso es todo.

Mahoney hizo una seña a O’Herlihy, el cual golpeó a Rowse en los riñones. Éste gritó y cayó de rodillas. Pese a la gran desigualdad de condiciones, el antiguo capitán de la SAS podría haber devuelto el golpe y acabado con uno de ellos al menos, acaso con dos, antes de que ellos terminasen con él. Pero había aceptado el dolor con estoicismo y se había doblado sobre sus rodillas. Pese a la arrogancia que Mahoney manifestaba, Rowse sospechó que el jefe de los terroristas estaba desconcertado. Debía de haber advertido la presencia de Hakim al-Mansur y Rowse conversando en la terraza la noche anterior, antes de que los dos emprendieran su paseo nocturno. Y que Rowse había regresado de aquella aventura. Además, Mahoney estaba a punto de recibir un favor inmenso de al-Mansur. No, el hombre del IRA no era mortífero… aún. Quizá sólo quisiera divertirse un rato.

—Me estás mintiendo, entrometido de mierda, y eso es algo que no me gusta. Ya he oído en otras ocasiones esa historia de estar realizando investigaciones. Ten en cuenta que nosotros, los irlandeses, somos un pueblo muy letrado. Y algunas de las preguntas que has estado haciendo no tienen mucho que ver en realidad con las letras. Y bien, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

—Las novelas de acción… —resolló Rowse— las obras de acción modernas no pueden ser inventadas del todo. Es imposible despachar al lector con generalizaciones vagas. Hacen falta detalles. Piensa en Le Carré, en Clancy…, ¿acaso crees que no investigaron hasta el último detalle? Esa es la única manera de escribir en nuestra época.

—Así que en nuestra época, ¿eh?, y ¿qué me dices de cierto caballero del otro lado del mar con el que estuviste charlando anoche?, ¿quizás es uno de tus colaboradores?

—Eso es algo que se quedará entre él y yo. Si quieres saber algo, pregúntaselo.

—¡Claro que sí, entrometido de mierda! Eso es justamente lo que he hecho. Esta misma mañana, por teléfono. Y me ha pedido que te vigile. Si de mí dependiera, ya le habría dicho a mis muchachos que te enterraran en lo alto de una montaña. Pero, como te he dicho, mi amigo me ha pedido que no te quitara el ojo de encima. Cosa que pienso hacer, día y noche, hasta que te largues. Por desgracia, eso ha sido todo lo que me ha dicho. Y ahora, entre nosotros, un poquitín de juerga para recordar los viejos tiempos.

Kane y O’Herlihy se le echaron encima. Mahoney contemplaba la escena. Cuando le fallaron las piernas a Rowse, cayó al suelo, se hizo un ovillo y trató de protegerse el vientre y los genitales. Como Rowse se encontraba demasiado bajo para que pudiesen darle puñetazos, emplearon los pies. Se protegió la cabeza con los brazos para evitar una lesión cerebral sintiendo los puntapiés en espalda, hombros, pecho y costillas. Se vio envuelto en una ola de pánico, hasta que la piadosa oscuridad se apoderó de su persona después de recibir una fuerte patada en la nuca.

Recobró el conocimiento como suelen hacerlo las personas que han sufrido un accidente de tráfico; primero, sintiendo que no estaba muerto, luego con la consciencia del propio dolor. Cubierto con la camisa y los pantalones, su cuerpo era una gran llega dolorida.

Se quedó tumbado de bruces contra el suelo, y, durante un buen rato, se dedicó a examinar el dibujo de la alfombra. Luego se dio media vuelta y se puso boca arriba; aquello fue un error. Se llevó una mano al rostro. Sintió un bulto en la mejilla, debajo del ojo izquierdo, por lo demás, se trataba sobre poco más o menos del mismo rostro que venía afeitando desde hacía años. Trató de sentarse y lanzó un gemido de dolor. Un brazo le rodeó los hombros y le ayudó a sentarse.

—¿Pero qué diablos ha ocurrido aquí? —preguntó ella.

Monica Browne estaba arrodillada a su lado y le pasaba un brazo por los hombros. Los frescos dedos de su mano derecha le palparon el bulto bajo el ojo izquierdo.

—Pasaba por aquí, vi la puerta entreabierta y…

—He debido de perder el conocimiento y, al caer… —explicó Rowse.

—¿Ocurrió eso antes o después de que se decidiera a poner patas arriba la habitación?

Rowse miró a su alrededor. Se había olvidado de los cajones tirados por el suelo y de las ropas esparcidas por la habitación. La joven comenzó a desabrocharle la camisa.

—¡Dios mío, vaya caída! —fue todo cuanto dijo. Entonces le ayudó a levantarse y le acompañó hasta la cama. Rowse se sentó al borde. La joven le empujó suavemente hacia atrás, le levantó las piernas y le obligó a tumbarse sobre el colchón.

—No se le ocurra marcharse —dijo la joven, cuya advertencia era a todas luces innecesaria—. Tengo un poco de linimento en mi habitación.

Monica regresó a los pocos minutos, cerró la puerta tras de sí y echó la llave rápidamente. Terminó de desabotonarle la camisa de algodón de las Sea Islands y se la quitó cuidadosamente por los hombros, emitiendo una exclamación de asombro al contemplar las magulladuras, ahora convertidas en deslumbrantes hematomas morados, que adornaban su torso y sus costillas.

Rowse se sintió desvalido, pero la joven parecía saber qué se debía hacer en tales casos. Destapó una botellita, y, con suavidad, le aplicó una generosa capa de linimento por todas las zonas afectadas. Aquello escocía.

—¡Ay! —gritó.

—Esto le hará bien, sirve para bajar la inflamación y cura los moratones. Dese la vuelta.

Le extendió más linimento por los hematomas que tenía en los hombros y en la espalda.

—¿Cómo es que lleva linimento a todas partes? —masculló Rowse—. ¿Acaso terminan así todos sus compañeros de cena?

—Es para los caballos —replicó ella.

—¡Oh, muchas gracias!

—¡Déjese de tonterías! Esto produce el mismo efecto en los hombres estúpidos. Vuélvase.

Rowse hizo lo que ella le ordenó. La joven estaba ahora encima de él, con aquella espléndida melena rubia cayéndole sobre los hombros.

—¿Le han atizado también en las piernas?

—Por todas partes.

Entonces, le desabrochó el botón de los pantalones, le bajó la cremallera de la bragueta y le quitó los pantalones sin el más mínimo rubor. En realidad, no era una operación muy extraña para una joven esposa cuyo marido solía beber demasiado. Además de una hinchazón en una de las espinillas, había otra media docena de zonas tumefactas repartidas por los muslos. Ella le aplicó linimento en aquellas magulladuras. Pasados los primeros instantes de escozor, la sensación fue de inefable placer. El olor que el medicamento desprendía le recordaba sus días de rugby en la escuela. La joven hizo una pausa y dejó la botella en el suelo.

—¿Tiene otra hinchazón aquí? —preguntó.

Rowse se miró los calzoncillos. En absoluto, no era una hinchazón, explicó.

—¡Gracias a Dios! —murmuró la joven. Entonces giró sobre la cintura y logró alcanzar la cremallera que le cerraba la espalda de su vestido de shantung color crema. La luz que se filtraba por las cortinas envolvía la habitación en una atmósfera fresca y de suaves resplandores.

—¿Dónde aprendiste a tratar las magulladuras? —preguntó Rowse.

La paliza que le habían propinado y el masaje recibido a continuación le habían dado sueño. En todo caso, la somnolencia se había apoderado de su cabeza.

—En Kentucky, el bromista de mi hermano era muy aficionado al jockey —contestó la joven—. Tuve que ponerle parches más de una vez.

Cuando su vestido color crema se deslizó blandamente al suelo, dejó al descubierto unas finas bragas de seda. No llevaba sostén. A pesar de la plenitud de sus senos, no lo necesitaba. La joven se volvió hacia él. Rowse tragó saliva.

—Pero esto no lo aprendí de ninguno de mis hermanos —añadió.

Durante unos instantes, Rowse pensó en Nikki y la recordó en la casita de Gloucestershire. Eso era algo que nunca había hecho hasta entonces desde que estaba casado con Nikki. No obstante, razonó para sus adentros, un guerrero tiene a veces necesidad de algo de esparcimiento, y si éste le es ofrecido, no sería de humanos rechazarlo.

Rowse trató de incorporarse y de abrazarla cuando la joven se puso a horcajadas sobre él, pero ella le cogió por las muñecas e hizo que se recostarse de nuevo.

—Descansa —susurró—. Estás demasiado enfermo para participar activamente.

Sin embargo, durante las horas que siguieron, pareció estar muy contenta de haberse equivocado.

Poco después de las cuatro de la tarde, la joven se levantó de la cama, cruzó la habitación y descorrió las cortinas. El sol había pasado ya su azimut y se movía hacia las montañas. Al otro lado del valle, el sargento Danny ajustaba sus prismáticos y exclamaba indignado:

—¡Coño, Tom, qué guarro hijo de puta eres!

La aventura amorosa se prolongó durante tres días. Los sementales no llegaban de Siria, y tampoco Rowse recibió ningún mensaje de Hakim al-Mansur. La joven llamaba por teléfono con regularidad a su agente en la costa para que la mantuviese informada, pero siempre obtenía la misma respuesta.

—Mañana.

Hicieron excursiones por las montañas, se llevaron la merienda a las alturas que se alzaban por encima de los huertos de cerezos, allí donde las coníferas crecían, e hicieron el amor sobre mantos de pinocha.

Desayunaban y cenaban en la terraza, mientras Danny y Bill vigilaban silenciosos desde el otro lado del valle y Mahoney y sus compinches los contemplaban encolerizados desde la barra del bar.

McCready y Marks continuaron hospedados en la pensión de Pedhoulas, y el primero aprovechó para desplegar más hombres, que hizo acudir de la estación de Chipre y de Malta. Mientras Hakim al-Mansur no se pusiera en contacto con Rowse, y pudieran saber si su bien preparada historia había sido aceptada o no, la clave del problema radicaba en Mahoney y en sus dos acompañantes. Ellos eran, a fin de cuentas, los que deberían llevar a buen término esa empresa del IRA, así que mientras permaneciesen en la aldea, la operación no entraría en su fase de transporte marítimo. Los dos sargentos de la SAS se encargarían de cubrir las espaldas a Rowse, en tanto que el resto de los hombres se dedicarían a vigilar a los terroristas durante todo el tiempo.

Al segundo día después de que Rowse y Monica hubieran dormido juntos, ya había tomado posiciones el equipo de McCready, cuyos efectivos se desplegaron por los montes y, desde sus puestos de observación en las cimas y en las laderas de las montañas que rodeaban la aldea, mantenían bajo vigilancia todos los caminos de acceso a la zona.

El teléfono del hotel había sido interceptado y todas sus llamadas, grabadas. Los escuchas que operaban los aparatos se encontraban en un hotel cercano al «Apolonia». Tan sólo algunos pocos de los recién llegados hablaban el griego; pero, por fortuna, los turistas abundaban por lo que una docena más de ellos no levantaba sospechas.

Mahoney y sus hombres no salían nunca del hotel. También ellos estaban esperando algo: una visita o una llamada telefónica o un mensaje entregado en mano.

Al tercer día, Rowse se levantó poco después del amanecer, tal como tenía por costumbre. Monica seguía durmiendo y Rowse fue el encargado de abrir la puerta al camarero para recibir de él la bandeja con el café de la mañana. Cuando levantó la cafetera para servirse la primera taza, advirtió que debajo había un papelito cuidadosamente doblado. Metió el mensaje entre la taza y el platillo, bebió un trago de café y se dirigió al cuarto de baño.

El mensaje decía simplemente: «Club Rosalina», Pafos, 11 p.m. Aziz.

«Esto me plantea un problema», se dijo mientras tiraba de la cadena del retrete para hacer desaparecer los trozos de papel.

Y es que no resultaría fácil dejar sola a Monica durante las horas que necesitaría para ir a Pafos y regresar a mitad de la noche.

El problema quedó resuelto al mediodía, cuando el destino intervino haciendo que el agente de Monica llamase por teléfono para comunicarle que sus tres sementales llegarían de Latakia esa misma noche al puerto de Limassol, por lo que le pedía, por favor, que estuviera presente para verlos y firmar los documentos requeridos para el caso y por si quería supervisar su traslado a unos establos en las inmediaciones del puerto.

Cuando Monica partió para la costa, a las cuatro de la tarde, Rowse procuró facilitar las cosas a los muchachos encargados de su protección, y salió a dar una vuelta por la localidad de Pedhoulas deteniéndose en un teléfono público, desde donde llamó al gerente del hotel «Apolonia». Le comunicó que debía ir a Pafos a cenar esa misma noche y le pidió que tuviera la gentileza de indicarle la mejor ruta para llegar a esa ciudad. El mensaje fue interceptado por los escuchas, los cuales lo transmitieron a McCready.

El «Club Rosalina» resultó ser un casino de juego emplazado en el corazón de la ciudad vieja. Rowse entró en él antes de las once y en seguida divisó la delgada y elegante figura de Hakim al-Mansur, sentado a la mesa de una de las ruletas. A su lado había una silla libre. Rowse la ocupó.

—¡Buenas noches, Mr. Aziz, qué agradable sorpresa!

Al-Mansur hizo una ligera inclinación de cabeza.

Faites vos jeux! —gritó el crupier.

El libio colocó varias fichas de gran valor en una combinación de los números más altos. La rueda empezó a girar vertiginosamente y la bailarina bolita decidió introducirse en el hueco del número cuatro. El libio no dio muestra alguna de desagrado cuando sus fichas le fueron retiradas del tapete. Esa única apuesta hubiera bastado para mantener a un labrador libio y a su familia durante un mes entero.

—Me alegro que haya venido —dijo al-Mansur en tono serio—. Tengo noticias para usted. Buenas noticias, que le encantará oír. Siempre resulta muy agradable dar buenas noticias.

Rowse se sintió aliviado. El hecho de que el libio le hubiera enviado un mensaje, en vez de ordenar a Mahoney que «perdiera» para siempre al inglés en las montañas, había sido algo esperanzador. Pero ahora el asunto se volvía incluso más prometedor.

Rowse contempló el juego mientras el libio perdía otro montón de fichas. Jamás hubiera caído en la tentación de apostar, ya que consideraba la rueda de la ruleta como el artefacto más estúpido y aburrido nunca inventado. Pero en lo que respecta a la pasión por el juego, sólo los árabes pueden ser comparados con los chinos, por lo que incluso el frío al-Mansur parecía en trance por el movimiento de la ruleta.

—Me complace poder comunicarle —dijo al-Mansur, mientras colocaba más fichas sobre el tapete— que nuestro glorioso caudillo ha accedido a sus deseos. El suministro que usted añora le será concedido… en su totalidad. ¿Y bien?, ¿cuál es su reacción?

—Estoy encantado —contestó Rowse—. Y también convencido de que mis clientes harán… buen uso de él.

—Ésa es nuestra más ferviente esperanza. Pues como ustedes, los soldados británicos, suelen decir, es el objeto de la operación.

—¿Cómo querría usted recibir el pago? —preguntó Rowse.

El libio hizo un gesto displicente con la mano.

—Acéptelo como un presente de la Jamahariya del Pueblo, Mr. Rowse.

—Estoy muy agradecido. Y puedo asegurarle que mis clientes también lo estarán.

—Lo dudo mucho, ya que usted sería un imbécil si se lo dijese. Y usted no tiene nada de imbécil. De mercenario, quizá, pero no de imbécil. Pues bien, como quiera que usted no recibirá una comisión de cien mil dólares, sino de medio millón, tal vez la compartiría conmigo, digamos…, ¿el cincuenta por ciento?

—Para los fondos revolucionarios, por supuesto.

—Por supuesto.

«Más bien para fondos de jubilación», pensó Rowse.

—Pues bien, Mr. Aziz, trato hecho. Cuando reciba el dinero de mis clientes, la mitad será para usted.

—Así lo espero —murmuró al-Mansur, que había ganado y, pese a sus educadas maneras, contemplaba con embeleso el montón de fichas que el crupier colocaba ante él—. Mi brazo es muy largo.

—Confíe en mí —replicó Rowse.

—Eso, mi querido amigo, sería como si lo insultara… en el mundo en que vivimos.

—Necesito saber cómo se hará el embarque. Dónde he de recoger el material. Cuándo.

—Y lo sabrá. Pronto. Usted me habló de algún puerto europeo. Me parece que eso se puede arreglar. Regrese al «Apolonia» y muy pronto recibirá noticias mías.

Al-Mansur se levantó de la mesa y pasó a Rowse el montón de fichas que le quedaban.

—No abandone el casino antes de un cuarto de hora —le ordenó—. ¡Tenga, diviértase un rato!

Rowse aguardó el tiempo exigido y fue a canjear las fichas por dinero. Prefería hacer a Nikki algún regalo bonito.

Salió del casino y se encaminó hacia donde tenía el coche estacionado. Debido a la estrechez de las calles en la ciudad vieja, conseguir un lugar para dejar el automóvil era algo así como ganar en la lotería, incluso a esas altas horas de la noche. Su coche se encontraba dos manzanas más arriba. No vio a Danny ni a Bill, que se paseaban de un extremo a otro de la calle frente a la entrada del casino. Cuando se acercaba a su vehículo vio que un anciano, con mono azul y gorra de visera, estaba limpiando de basura la calzada con una escoba de caña.

Kali spera! —graznó el viejo barrendero.

Kali spera! —contestó Rowse. Entonces se detuvo en seco. Ese pobre anciano era uno de esos desheredados de la fortuna, al igual que muchos que se ven condenados de por vida a realizar los trabajos más penosos en cualquier parte del mundo. Se acordó del fajo de dinero que al-Mansur le había proporcionado, se sacó un billete de los grandes y se lo metió al anciano en uno de los bolsillos del mono.

—Mi querido Tom —dijo el barrendero— siempre supe que tenías buen corazón.

—¿Pero qué diablos estás haciendo aquí, McCready?

—Saca las llaves del coche, y haz como si te costara trabajo abrir la puerta, y, mientras, cuéntame qué ha sucedido —dijo McCready, sin dejar de barrer la calzada.

Rowse le informó de la conversación sostenida con al-Mansur.

—Muy bien —asintió McCready—. Todo parece indicar que se hará por barco. Y eso significa, probablemente, que tu pequeña remesa irá incluida en el gran cargamento destinado al IRA. Confiemos en que ocurra así. Si tu mercancía es enviada aparte, por una ruta diferente y en un medio distinto de transporte, nos encontraremos como al principio. Sólo con Mahoney. Pero ya que tu carga cabrá en una furgoneta, quizá se decidan por hacer un envío conjunto. ¿Alguna idea de qué puerto se trata?

—Ninguna, sólo sé que estará en algún lugar de Europa.

—Vuelve al hotel y haz lo que ese hombre te diga —le ordenó McCready.

Rowse se alejó en el coche. Danny lo siguió en una motocicleta. Marks llegó con Bill en el automóvil para recoger a McCready. Durante el viaje de regreso, el Manipulador estuvo meditando en el asiento trasero del coche.

El barco, si lo era, no estaría registrado en Libia. Resultaría demasiado ostentoso. Probablemente utilizarían algún buque de carga con una tripulación y un capitán que no hicieran muchas preguntas. Había gran cantidad de barcos de ese tipo que se podían encontrar por todo el Mediterráneo Oriental, y Chipre era uno de los países preferidos para registrarse.

En caso de que se decidiesen a contratar el barco en esa isla, el buque tendría que ir luego a un puerto libio a cargar las armas, las cuales ocultarían probablemente debajo de algún cargamento que no despertara sospechas, como sacos de aceitunas o cajas de dátiles. Y lo más seguro sería que el grupo del IRA hiciera el viaje en el mismo barco. Cuando los terroristas abandonasen el hotel, era de vital importancia seguirlos hasta el muelle de carga, con el fin de enterarse del nombre del barco para poder interceptarlo después.

Una vez localizada, la embarcación sería vigilada por un submarino, que se mantendría a profundidad de periscopio. El submarino en cuestión se encontraba listo para zarpar bajo las aguas juridisccionales de Malta. Un cazabombardero «Nimrod» de la base aérea británica de Akrotiri, en Chipre, guiaría al submarino hasta el carguero de vapor, y luego se esfumaría. A partir de ese momento, el submarino se encargaría del resto de la operación, hasta que unas lanchas rápidas de la Real Armada británica pudiesen interceptar al buque en el canal de la Mancha.

Tenía que enterarse del nombre del barco, o incluso del puerto de destino. Sabiendo el nombre del puerto, podría pedir a sus amigos de Inteligencia de la «Lloyds Shipping Intelligence» que se informasen de qué barcos habían solicitado anclaje en un puerto determinado y para cuántos días. Esto le permitiría estrechar el lazo. No necesitaría a Mahoney por más tiempo si los libios informaban de esto a Rowse.

El mensaje para Rowse llegó por teléfono veinticuatro horas más tarde. No era la voz de al-Mansur, sino la de otro hombre. Poco después, los ingenieros de McCready localizaron la llamada, que procedía de la Oficina del Pueblo Libio en Nicosia.

El mensaje rezaba:

—Vuelva a casa, Mr. Rowse. Una vez allí, alguien se pondrá en contacto con usted a la mayor brevedad posible. Su cargamento de aceitunas llegará por barco a un puerto europeo. Se le informará personalmente de la llegada de la mercancía y de los pormenores de su descarga y entrega.

En la habitación de su hotel, McCready analizó el mensaje interceptado. ¿Habría sospechado al-Mansur algo? ¿Habría logrado «calar» a Rowse y habría decidido, sin embargo, seguir un doble juego? Si se imaginaba quiénes podían ser los verdaderos clientes de Rowse, también sabría que Mahoney y su grupo eran vigilados. ¿Así, enviaría a Rowse a Inglaterra tan sólo para alejar a los vigilantes de Mahoney? Todo era posible.

Pero por si acaso no sólo resultaba posible, sino también verdadero, McCready optó por jugar en los dos extremos. Volvería a Londres con Rowse, pero dejaría a sus hombres vigilando a Mahoney.

Rowse decidió contárselo a Monica por la mañana temprano. Él había vuelto de Pafos al hotel antes de que ella regresara. Monica llegó de Limassol entusiasmada y excitada. Sus sementales se encontraban en muy buenas condiciones, ahora bien atendidos en unas caballerizas en las afueras de Limassol. Ya sólo le faltaba que fuesen cumplimentados los requisitos de tránsito para llevárselos a Inglaterra.

Rowse madrugó mucho la mañana siguiente al día en que recibiera aquella llamada, pero la joven no se encontraba a su lado. Se quedó contemplando aquel espacio vacío en su cama y luego salió por el pasillo para mirar en la habitación de la joven. En recepción le dieron el mensaje, una breve nota, metida en uno de los sobres del hotel.

Mi querido Tom:

Todo fue maravilloso, pero ya ha pasado. Me voy, vuelvo con mi marido, mi vida y mis caballos. Recuérdame con cariño, como yo a ti.

MONICA

Rowse suspiró. Ella tenía razón, por supuesto. Los dos llevaban vidas separadas; él con su casa de campo, su carrera de escritor y su Nikki. De repente sintió unos deseos inmensos de ver a Nikki.

Mientras conducía hacia el aeropuerto de Nicosia, se imaginó que los dos sargentos andarían por alguna parte, detrás de él. Y así era, en efecto. Pero McCready no los acompañaba. Por mediación del jefe de la delegación del SIS en Nicosia, había encontrado un avión de comunicaciones de las Fuerzas Aéreas británicas que lo llevaría hasta la base de Lyneham, en Wiltshire, ahorrándole las molestias de verse inmerso en el flujo de pasajeros de la «British Airways», por lo que no había dudado un momento en tomarlo.

Poco después del mediodía, Rowse se asomaba a una de las ventanillas del avión y contemplaba la verde masa de los montes Troodos, cuando éstos se iban alejando por debajo del ala. Pensó en Monica, en Mahoney, que aún estaría encaramado en su taburete del bar, y también en al-Mansur, y se alegró de poder regresar a casa. Al menos, las verdes campiñas de Gloucestershire serían mucho más seguras que el horno de Levante.