CAPÍTULO III

Al principio no parecía haber problema alguno. Rowse hizo el viaje en clase turista y fue uno de los últimos en salir del avión. Siguió a los demás pasajeros por la escalerilla para ir a caer en las garras del sol abrasador de una mañana libia. Desde la terraza de observación del moderno y blanco edificio de aeropuerto, un par de ojos impasibles se fijaron en él y unos prismáticos se recrearon literalmente en su persona mientras cruzaba la asfaltada pista de aterrizaje en dirección a la puerta de «Llegadas».

Pasados unos segundos, los prismáticos fueron dejados a un lado, y murmuradas unas cuantas palabras en árabe.

Rowse se sumergió en el frescor del aire acondicionado de la sala de llegadas y se colocó al final de la cola de los que esperaban su turno para mostrar el pasaporte. Los policías de emigración, con sus ojos negros como el azabache, se tomaban la tarea con toda calma, hojeaban cada página de cada pasaporte, contemplaban con gran atención el rostro de cada pasajero, comparándolo detenidamente con la fotografía del pasaporte y consultando en todo momento un manual que mantenían fuera de la vista, debajo de sus escritorios. Los poseedores de pasaporte libio se alineaban en una cola aparte.

Dos ingenieros petroleros estadounidenses, que habían viajado en la zona de fumadores sentados detrás de Rowse, eran los últimos de la cola. Rowse tuvo que esperar veinte minutos hasta llegar ante el escritorio del policía que controlaba los pasaportes.

Éste, con uniforme verde, le cogió el pasaporte, lo abrió y echó una mirada a una nota que tenía debajo del escritorio. Sin la más mínima expresión en su rostro, alzó la mirada e hizo una seña a alguien que estaba detrás de Rowse. El excombatiente de la SAS sintió un golpecito en el hombro. Se volvió. Se encontró de cara con otro policía vestido de uniforme verde, algo más joven, cuya actitud era cortés, pero firme. Dos soldados armados lo escoltaban a prudente distancia.

—Tendría la amabilidad de acompañarme —le dijo el joven en un inglés bastante aceptable.

—¿Hay algo que no esté en orden? —preguntó Rowse.

Los dos ingenieros estadounidenses habían enmudecido. En una dictadura, el hecho de sacar a un pasajero de la cola del control de pasaportes hace enmudecer a la gente.

El policía que se le había acercado alargó la mano y retiró del escritorio el pasaporte de Rowse.

—Por aquí, si tiene la amabilidad —dijo.

Los dos soldados armados se adelantaron y se colocaron junto a él, uno a cada lado. El policía echó a andar, seguido por Rowse y los soldados que le escoltaban. Cruzaron el vestíbulo de pasajeros y se adentraron por un largo pasillo. Al final del mismo, el policía abrió una puerta a la izquierda e hizo un ademán indicativo a Rowse de que debía entrar. Los soldados se apostaron a cada lado de la puerta.

El oficial de Policía siguió a Rowse dentro de la habitación y cerró la puerta. Era un aposento pintado de blanco, con ventanas protegidas por barrotes. Una mesa y dos sillas, una frente a la otra, se encontraban en el centro de la habitación y no había nada más allí. De una de las paredes colgaba un gran retrato de Muammar el-Gaddafi. Rowse se sentó en una de las sillas; el policía lo hizo enfrente y se puso a estudiar su pasaporte.

—No entiendo qué ocurre —protestó Rowse—. Mi visado me fue concedido ayer por su Oficina del Pueblo en La Valetta. ¿Seguro que está en regla?

El policía se limitó a hacer un gesto lánguido con la mano, dándole a entender que debía permanecer tranquilo. El excombatiente de las Fuerzas Aéreas Especiales lo estaba. Una mosca zumbó. Transcurrieron cinco minutos.

Rowse escuchó el chirriar de la puerta al abrirse a sus espaldas. El joven policía alzó la mirada, se puso de pie de un salto, chocó los tacones de sus botas e hizo el saludo militar. Acto seguido, y sin pronunciar ni una palabra, salió de la habitación.

—Bien, Mr. Rowse, ¿así que por fin ha llegado?

La voz era cálida y bien modulada y su inglés tenía el acento y la corrección que sólo pueden ser adquiridos en alguno de los mejores colegios británicos. Rowse volvió la cabeza. No hizo el menor gesto que pudiese indicar que había reconocido ese rostro, aunque se había pasado horas enteras estudiando las fotografías de aquel hombre durante las sesiones de entrenamiento que McCready le había impartido.

«Es una persona cortés, de cultura urbana y de una exquisita educación… adquirida en nuestro país —le había dicho McCready—. También se distingue por una crueldad sin límites, y es letal de pies a cabeza. Cuídate mucho de Hakim al-Mansur».

El jefe del servicio de contraespionaje libio era mucho más joven de lo que las fotografías daban a entender, apenas algo mayor que el mismo Rowse. Tenía treinta y tres años, se decía en el expediente.

En 1969, Hakim al-Mansur, que tenía a la sazón quince años de edad, era un escolar que asistía a un internado privado en Harrow en las afueras de Londres, también el hijo y heredero de un cortesano de cuantiosa fortuna, confidente del rey libio Idris, con quien le unía además una íntima amistad.

Aquel año, un grupo de oficiales jóvenes y de espíritu radical, acaudillados por un coronel desconocido, de origen beduino, llamado Gaddafi, llevaron a cabo un golpe de Estado mientras el Rey se encontraba de viaje por el extranjero y lo derrocaron. Los oficiales rebeldes proclamaron de inmediato la formación de la Jamahariyah del Pueblo, la República Socialista. El Rey y su corte se refugiaron en Génova, adonde llevaron sus considerables riquezas, e hicieron un llamamiento a Occidente para que los ayudase en la restauración del viejo régimen. Nadie acudió.

Sin saberlo su padre, el joven Hakim se encontraba embelesado con el curso tomado por los acontecimientos en su patria. Ya había repudiado a su padre y todos sus políticos tan sólo un año antes, cuando su exaltada imaginación juvenil se vio enardecida por los disturbios callejeros y la situación prerrevolucionaria creada en París por los estudiantes radicales y los obreros de izquierda. No es un fenómeno desconocido el hecho de que la juventud apasionada se lance en los brazos de los políticos radicales, y el joven escolar de Harrow en particular, había abrazado esa causa en cuerpo y alma. Sin perder ni un momento, se puso a bombardear la Embajada libia en Londres con peticiones encendidas para que le permitieran abandonar el internado de Harrow y regresar a su patria, donde pensaba unirse a la revolución socialista.

Sus cartas fueron estudiadas y sus peticiones rechazadas. Pero uno de los diplomáticos, un simpatizante del viejo régimen, escribió a Ginebra para informar al padre de Hakim al-Mansur de las veleidades de su hijo. Se produjo entonces una rabiosa disputa entre padre e hijo. El chico se negó a retractarse. Viéndose despojado de sus ingresos a los diecisiete años de edad, el joven Hakim al-Mansur tuvo que abandonar Harrow antes de acabar sus estudios. Durante un año anduvo dando vueltas por Europa, mientras intentaba convencer a Trípoli de su lealtad y buenas intenciones, pero era rechazado una y otra vez. En 1972 aparentó que había cambiado de modo de pensar, hizo las paces con su padre y se integró a la corte en el exilio, en Ginebra.

Durante ese tiempo tuvo la oportunidad de enterarse de los planes de una conjura, en la que estaba implicado un gran número de oficiales formados en la SAS británica, contratados por el canciller de Finanzas del rey Idris, con el fin de organizar un golpe de Estado en contra del coronel Gaddafi, que llevarían a cabo unos comandos en las zonas costeras de Libia, y que partirían de Génova en un buque llamado Leonardo da Vinci. El objetivo de la operación era tomar por asalto la cárcel principal de Trípoli, la llamada «Trípoli Hilton», y liberar a todos los jefes de clan de los nómadas del desierto, los cuales eran partidarios del rey Idris y odiaban a muerte al coronel Muammar el-Gaddafi. Los jefes nómadas se darían a la fuga, alzarían a sus tribus y derrocarían al usurpador. De inmediato, Hakim al-Mansur reveló todo el plan a la Embajada libia en París.

De hecho, el plan ya había sido descubierto (por la CIA, que más tarde se lamentó de ello) y desmantelado, a petición de los estadounidenses, por las Fuerzas de Seguridad italianas. Pero aquel gesto de Hakim al-Mansur le valió una larga y prolongada entrevista con un funcionario de la Embajada libia en París.

El joven se había aprendido de memoria casi todos los farragosos discursos del coronel Gaddafi y hecho suyas las estrafalarias ideas del caudillo libio; sus conocimientos y entusiasmo lograron impresionar lo suficiente al oficial que lo interrogó como para que el joven y ardoroso revolucionario obtuviese el permiso para regresar a su país. Dos años después se había incorporado al Servicio Secreto de Inteligencia, al Mukhabarat.

El coronel Gaddafi en persona se entrevistó con él, supervisó su carrera y le prestó apoyo durante aquellos años. Entre 1974 y 1984, el joven al-Mansur llevó a cabo una serie de «asuntos delicados» en el extranjero para el coronel Gaddafi, moviéndose sin dificultad por el Reino Unido, Estados Unidos y Francia —donde la elocuencia y cortesía de que hizo gala fueron muy apreciadas— así como por los nidos terroristas de Oriente Medio, en los que se convirtió en un árabe de los pies a la cabeza. Dirigió en persona el asesinato de tres enemigos políticos de Gaddafi que vivían en el extranjero, y entabló lazos de profunda alianza con la OLP, convirtiéndose además en un amigo íntimo y admirador de los cabecillas y de las eminencias grises del movimiento Septiembre Negro, en especial de Abu Hassan Salameh, a quien se parecía mucho.

Tan sólo un fuerte catarro le impidió reunirse con Salameh en el squash celebrado aquel día de 1979 cuando el Mossad logró arrinconar al fin al hombre que había planificado la matanza de los atletas judíos en las olimpíadas celebradas en Munich y le hizo volar en pedazos. El comando enviado por Tel Aviv jamás llegó a saber cuán cerca habían estado de matar a dos pájaros similares con una sola bomba.

En 1984 el coronel Gaddafi lo había ascendido a jefe de todas las operaciones terroristas en el extranjero y dos años después el mismo caudillo libio se veía reducido a un simple manojo de nervios a causa de las bombas y misiles estadounidenses. Por ello ardía en deseos de venganza, y la misión de al-Mansur consistía en proporcionársela… rápidamente. En relación con los británicos, no había problemas; los hombres del IRA (a los que en privado veía como a bestias feroces) se encargarían de dejar un reguero de sangre y muerte por todo el Reino Unido si se les suministraban los medios apropiados. El problema era encontrar un grupo similar dentro de Estados Unidos. Y allí estaba ese joven inglés, que podría ser un renegado…, o no serlo.

—Mi visado, le repito, está en regla —insistió Rowse, indignado— así que ¿puedo preguntarle qué demonios está pasando?

—Por supuesto, Mr. Rowse, y la respuesta es muy simple. La entrada a Libia le ha sido denegada.

Al-Mansur cruzó el aposento y se quedó contemplando a través de una ventana los hangares del servicio de mantenimiento del aeropuerto que se veían al fondo.

—¿Pero por qué? —preguntó Rowse—. Mi visado fue expedido ayer mismo en La Valetta. Está en regla. Todo lo que quiero hacer es recoger algunos datos para unos pasajes de mi próxima novela.

—Por favor, Mr. Rowse, ahórreme usted esas protestas de inocencia. Usted es un antiguo oficial de las Fuerzas Aéreas Especiales británicas, convertido en novelista, al parecer. Y ahora se presenta aquí y quiere convencernos de que desea describir nuestro país en su próximo libro. Con franqueza, dudo mucho de que la descripción que usted haga de mi país sea lisonjera; además, el pueblo libio no comparte, por desgracia, su británico sentido del humor. No, Mr. Rowse, usted no puede permanecer aquí. Venga, le acompañaré hasta el avión a Malta.

Al-Mansur pronunció una orden en árabe y la puerta se abrió de inmediato. Los dos soldados entraron en la habitación. Uno de ellos se apoderó del maletín de Rowse. Al-Mansur recogió el pasaporte de la mesa. Los dos soldados se echaron a un lado para ceder el paso a ambos civiles.

Al-Mansur condujo a Rowse por diversos pasillos y salieron a los ardorosos rayos del sol. El avión de las líneas aéreas libias se encontraba listo para el despegue.

—Mi equipaje —dijo Rowse.

—Ya se encuentra a bordo, Mr. Rowse —le informó al-Mansur.

—¿Puedo saber con quién he estado hablando? —preguntó Rowse.

—De momento no, querido amigo —contestó al-Mansur—. Llámeme… Mr. Aziz. Bien, ¿dónde piensa dirigirse ahora para proseguir sus investigaciones?

—No tengo ni idea —dijo Rowse—. Según parece, mis investigaciones han llegado al punto de partida.

—En ese caso, descanse —le aconsejó al-Mansur—. Disfrute de unas cortas y merecidas vacaciones. ¿Por qué no viajar a Chipre? Es una isla encantadora. Personalmente, siempre me inclino por los aires frescos de los montes Troodos en esta época del año. Justo en las afueras de Pedhoulas, en el valle de Marathassa, hay una vieja y acogedora hostería, «Apolonia». Se la recomiendo. Suelen pasar por allí personas de lo más interesantes. Que tenga un buen viaje, Mr. Rowse.

Se debió a una feliz coincidencia el que uno de los sargentos de la SAS advirtiese su llegada al aeropuerto de La Valetta. No lo esperaban tan pronto. Los dos hombres compartían una habitación en el hotel de aeropuerto y vigilaban el vestíbulo de la terminal de pasajeros en turnos de cuatro horas. El hombre de servicio se encontraba leyendo una revista deportiva cuando vio entrar a Rowse a la sala de espera, con un maletín en una mano y una maleta en la otra. Sin levantar la cabeza, siguió a Rowse con la mirada cuando se dirigía hacia la taquilla de las líneas aéreas chipriotas. Entonces llamó desde un teléfono público para alertar a su compañero, que se encontraba en el hotel. Ése comunicó de inmediato la noticia a McCready, el cual se hospedaba en otro hotel situado en la zona céntrica de La Valetta.

—¡Cojones! —maldijo McCready—. ¿Qué demonios ha hecho para regresar tan pronto?

—Ni idea, jefe —contestó el sargento—; pero, según Danny, se está informando en la taquilla de las líneas aéreas chipriotas.

Furioso, McCready se puso a reflexionar. Había esperado que Rowse permanecería en Trípoli unos cuantos días, y que su cobertura de que andaba haciendo averiguaciones sobre armas de alta tecnología para un puñado de terroristas americanos de ficción acabase con su detención y un interrogatorio efectuado por al-Mansur en persona. Y todo parecía indicar que había sido expulsado del país. ¿Pero por qué Chipre? ¿Acaso Rowse había perdido los nervios? Tenía que verle y enterarse de lo que había ocurrido en Trípoli. Pero Rowse no se había ido a hospedar a un hotel donde sería fácil acercarse a él con disimulo para obtener un informe de la situación. Rowse continuaba viaje. Quizá pensara que aún seguía siendo vigilado por los agentes del terrorismo libio… Entonces llamó por teléfono.

—Bill, dile a Danny que se mantenga junto a él. Cuando no haya moros en la costa, acércate a la taquilla de las líneas aéreas chipriotas y trata de enterarte cuál es la ciudad de destino. Que Danny embarque en ese mismo vuelo; nosotros lo haremos en el siguiente. Estaré allí lo antes posible.

El tráfico en la zona céntrica de La Valetta es muy intenso al atardecer, por eso cuando McCready llegó al aeropuerto, el avión del vuelo nocturno para Nicosia había despegado ya… con Rowse y Danny a bordo. No había otro antes del día siguiente. Así que McCready se hospedó también en el hotel del aeropuerto. A eso de la medianoche recibía la llamada de Danny.

—¡Hola, tío! Estoy en el hotel del aeropuerto de Nicosia. La tía se ha acostado ya.

—La pobre debe de estar muy cansada —dijo McCready—. ¿Es bonito el hotel?

—¡Oh sí! Encantador. Tenemos una habitación fabulosa. La seiscientos diez.

—Me alegro mucho. Es probable que yo también me hospede allí a mi llegada. ¿Y qué tal las vacaciones hasta ahora?

—Formidables. La tía ha alquilado un automóvil para mañana. Creo que haremos una excursión por las montañas.

—Todo eso es magnífico —dijo McCready con jovialidad a su «sobrino», que estaba de vacaciones con su «tía» por el Mediterráneo Oriental—. ¿Por qué no reservas una habitación para mí en el mismo hotel? Me reuniré con tu tía y contigo tan pronto como me sea posible. ¡Que pases una feliz noche, muchacho querido!

McCready colgó el teléfono.

—Ese bribón se va mañana a las montañas —apuntó pensativo—. ¿De qué demonios se habrá enterado en esa escala relámpago en Trípoli?

—Mañana lo sabremos, jefe —comentó Bill—. Danny nos dejará un mensaje en el lugar habitual.

Como nunca veía el momento de poder desperdiciar algo de tiempo durmiendo a sus anchas, Bill se dio media vuelta en la cama y a los treinta segundos se encontraba sumido en un profundo sueño. En su profesión nadie sabía cuándo podría disfrutar del próximo sueño.

El avión que McCready tomó en La Valetta aterrizó en el aeropuerto de la capital chipriota poco después de las once, con una hora perdida por el cambio de horario. Había hecho el viaje en un asiento alejado del de Bill, aunque cuando salieron del avión tomaron el mismo autobús de enlace hasta el hotel del aeropuerto. McCready se quedó en el bar del vestíbulo mientras Bill subía a la habitación seiscientos diez.

Una doncella estaba arreglándola. Bill le hizo un gesto de saludo, acompañado de una encantadora sonrisa, y le explicó que se había olvidado la navaja de afeitar en el cuarto de baño y entró en él. Danny les había dejado allí su mensaje, pegado con una cinta adhesiva debajo del depósito de agua del retrete. Cuando salió del cuarto de baño, saludó de nuevo con un gesto a la doncella, mientras mantenía a la vista la navaja de afeitar que se había sacado de un bolsillo, fue correspondido con otra sonrisa y se encaminó hacia las escaleras para volver abajo.

Bill le pasó el mensaje a McCready en el servicio de caballeros del vestíbulo del hotel. McCready se metió en uno de los cubículos de los retretes y lo leyó.

En él se explicaban las razones por las que Rowse no había tratado de ponerse en contacto. Según Danny, cuando Rowse salió de la Aduana del aeropuerto de La Valetta, también lo hizo su «seguidor», un joven pálido, de tez cetrina, que vestía un traje de gamuza. El agente libio había estado vigilando a Rowse desde Trípoli hasta el momento en que el avión de las líneas chipriotas despegó del aeropuerto de La Valetta con destino a Nicosia, pero no viajó en ese vuelo. Otro «seguidor», enviado seguramente por la Oficina del Pueblo Libio en Nicosia, lo había estado esperando en el aeropuerto de esa ciudad y le siguió hasta el hotel, donde pasó la noche apostado en el vestíbulo. Quizá Rowse hubiera detectado a sus seguidores, pero sin dar muestras de ello. Danny se había convertido en la sombra de los dos agentes, aunque siempre a prudente distancia.

Rowse había encomendado a la recepción del hotel que le tuvieran un coche alquilado para las siete de la mañana. Mucho después, Danny había hecho lo mismo. Rowse también había pedido un mapa de la isla y consultado al jefe de recepción sobre la mejor ruta hacia los montes Troodos.

En los últimos párrafos del mensaje, Danny decía que saldría del hotel a las cinco de la madrugada, estacionaría donde pudiera vigilar la única salida del aparcamiento del hotel y esperaría allí hasta que Rowse apareciera. No podía saber si el residente libio se dedicaría a perseguir a Rowse durante todo su recorrido por las montañas o si se conformaría simplemente con verlo partir, Danny, por su parte, se mantendría lo más cerca de Rowse que pudiera y telefonearía a la recepción del hotel cuando lo hubiera seguido hasta su destino y lograse dar con un teléfono público. Preguntaría por Mr. Meldrum.

McCready volvió al vestíbulo y utilizó uno de los teléfonos públicos para realizar una breve llamada a la Embajada británica. Minutos después se encontraba charlando con el jefe de la delegación del SIS británico en la isla, un cargo importante si se piensa en las bases que el Reino Unido mantiene en Chipre y en su proximidad con el Líbano, Siria, Israel y las fortalezas que los palestinos tienen diseminadas por esa parte del Mediterráneo. McCready, que conocía a su colega desde los días en que habían trabajado juntos en Londres, muy pronto consiguió lo que deseaba: un automóvil que no estuviera fichado y con un conductor que hablase un griego fluido. Al cabo de una hora lo tenía.

La llamada para Mr. Meldrum fue recibida en el hotel a las dos y diez de la tarde. McCready cogió el auricular de manos del jefe de recepción. Una vez más, se reprodujo la conversación habitual entre tío y sobrino.

—Hola, sobrino querido, ¿cómo estás? ¡Qué alegría escuchar tu voz de nuevo!

—¡Hola tío! La tía y yo nos hemos detenido a comer en un precioso hotel en lo alto de las montañas, a las afueras de Pedhoulas. Se llama «Apolonia». Creo que tu mujer quiere quedarse aquí, pues es un sitio encantador. El coche nos produjo algunos quebraderos de cabeza, así que lo llevé a un garaje en Pedhoulas, propiedad de un tal Demetriou.

—No tiene importancia. ¿Qué tal los olivos?

—Por aquí no hay olivos, tío. Sólo manzanos y plantaciones de cerezos. Los olivos se dan en la planicie.

McCready colgó el teléfono y se dirigió al servicio de caballeros. Bill lo siguió. Esperaron a que saliese el único ocupante, inspeccionaron los cubículos de los retretes y entonces se pusieron a hablar.

—¿Se encuentra bien Danny, jefe?

—Por supuesto. Ha estado siguiendo a Rowse hasta un hotel situado en lo alto de los montes Troodos. Al parecer, Rowse ya ha advertido su presencia. Danny se encuentra en la aldea, cerca de un garaje llamado «Demetriou». Allí nos estará esperando. El agente libio, un hombre de piel aceitunada, se ha quedado aquí abajo, satisfecho al parecer de que Rowse haya partido para donde se suponía que debía de partir. El coche llegará aquí de un momento a otro. Quiero que recojas tu equipaje y nos esperes en la carretera, a un kilómetro del hotel.

Media hora después, el automóvil del Mr. Meldrum había llegado al fin, un «Ford Orion» lleno de abolladuras, el único signo auténtico de un coche «no fichado» en Chipre. El conductor, un joven despierto, pertenecía al cuerpo de agentes del Cuartel General del SIS en Nicosia. Se llamaba Bertie Marks y hablaba el griego con gran fluidez. Encontraron a Bill descansando bajo la sombra de un árbol, a un lado de la carretera, lo recogieron y se dirigieron hacia el Sudoeste, en dirección a las montañas. Fue un viaje largo. Ya había oscurecido cuando llegaron a la pintoresca localidad de Pedhoulas, en el corazón de la zona productora de cerezas de los montes Troodos.

Danny los estaba esperando en un café enfrente del garaje. El pobre Mr. Demetriou no había podido reparar aún el automóvil alquilado; Danny se había asegurado muy bien cuando lo estropeó de que los trabajos de reparación durasen medio día al menos.

Les indicó dónde se encontraba el hotel «Apolonia» y luego, él y Bill inspeccionaron los alrededores con sus agudas miradas de profesional, que todo lo descubrían, incluso entre aquellas tinieblas. Se fijaron en la falda de una montaña al otro lado del valle, desde la que se dominaba la espléndida terraza donde estaba el comedor del hotel, cogieron sus equipajes y desaparecieron en silencio entre los cerezos. Uno de ellos llevaba el transmisor portátil que Marks había traído de Nicosia. El otro se lo quedaría McCready. En el pueblo, los hombres del SIS británico encontraron una taberna más pequeña y menos pretenciosa, que hacía las veces de hostal, y se registraron en ella.

Rowse había llegado a esa localidad a la hora del almuerzo, después de un agradable y apacible viaje desde el hotel del aeropuerto. Daba por supuesto que había sido seguido por su «ángel» de la SAS desde luego, deseaba que hubiese sido así.

La noche anterior, en Malta, se había hecho el remolón para pasar el último por el control de pasaportes por la Aduana. Todos los demás pasajeros menos uno habían cumplido con esas formalidades antes que él. Tan sólo el joven de tez cetrina del Mukhabarat iba rezagado. Entonces fue cuando se dio cuenta de que Hakim al-Mansur había enviado a un agente para que lo vigilase. Se cuidó mucho de mirar a su alrededor para ver si descubría a los sargentos de las Fuerzas Aéreas Especiales, en la esperanza de que ellos no trataran de acercarse a él.

Sabía que su «seguidor» de Trípoli no había embarcado en el vuelo para Nicosia, de lo que dedujo que otro agente le estaría esperando en el aeropuerto de esa ciudad. Y así fue, en efecto. Rowse se comportó con toda naturalidad y luego durmió a sus anchas. Vio al libio cuando éste abandonaba su persecución en la carretera que partía del aeropuerto de Nicosia, y confió en que alguno de los hombres de la SAS fuese detrás de él. Se tomó todo con calma, pero no volvió la cabeza. Y por supuesto, tampoco se ocultó ni trató de establecer contacto. Algún otro libio podría estar apostado en las colinas.

En el «Apolonia» había una habitación libre, así que la reservó. Quizás al-Mansur se hubiera encargado de que estuviera disponible, o quizá no. Era una habitación muy agradable con una vista maravillosa sobre el valle y la falda de una montaña poblada de cerezos, que poco tiempo antes habían estado en flor.

Tomó un almuerzo ligero pero sabroso, compuesto por un guisado de cordero, criado en la región, que acompañó con una botella de un suave vino tinto de Omhodos, seguido de un postre de frutas frescas. El hotel era una vieja taberna, restaurada y modernizada, a la que se habían añadido algunas innovaciones, tales como la terraza del comedor, construida sobre pilares y desde la que se dominaba el valle; las mesas aparecían dispuestas con generosos espacios entre ellas y protegidas por toldos a franjas. Pero por muchas personas que estuvieran hospedadas en el hotel, lo cierto era que muy pocas de ellas se habían presentado a la hora de comer. Vio allí un hombre, ya entrado en años, de cabello negro azabache, sentado solo a una mesa apartada, que se dirigía al camarero en un inglés con acento gutural, también había algunas parejas, claramente chipriotas y que habían ido simplemente a almorzar. En el momento que entraba en la terraza, una mujer, joven y muy guapa, salía de ella. Rowse se volvió para verla mejor; su cuerpo parecía el de una modelo, su melena de cabellos rubios como el trigo no le daba aspecto de chipriota. Rowse miró a los tres camareros que, embelesados, no quitaron la vista de la joven hasta que ésta salió del restaurante. Él siguió contemplándolos hasta que al fin uno de ellos advirtió su presencia y lo acompañó a una mesa.

Después de almorzar fue a su habitación y se permitió el lujo de echarse una siesta. Si al-Mansour, con aquella insinuación que tantos trabajos le había dado, pretendió decir que participaba ahora en «el juego», nada habría que él pudiera hacer más que mantenerse vigilante y esperar. Había hecho precisamente lo que el otro le habían sugerido que hiciera. El siguiente movimiento, si es que se producía alguno, tendría que partir de los libios. En lo único que confiaba ahora era en contar con alguna clase de ayuda si las cosas se ponían mal.

Cuando se despertó de su siesta, la ayuda había llegado al lugar y ocupado sus posiciones. Los dos sargentos de la SAS habían encontrado una pequeña cabaña de piedra, emplazada entre los cerezos en el lado de la montaña frente a la terraza del hotel. Tras haber quitado con sumo cuidado una de las piedras de la pared que daba al valle, se encontraron con un simpático agujero desde el que podían divisar el hotel con toda comodidad a unos setecientos metros. Sus poderosos prismáticos de campaña les acercaban la terraza del comedor a una distancia que apenas parecía ser de cinco metros.

Las tinieblas ya se habían extendido por el valle cuando avisaron a McCready y le dieron las instrucciones oportunas para que se reuniera con ellos en su escondrijo al otro lado de la montaña. De acuerdo con las indicaciones, Marks condujo el coche hasta las afueras de Pedhoulas y bajó dos senderos de montaña hasta que se encontraron con Danny, que les esperaba al borde de un camino.

McCready se bajó del automóvil y siguió a Danny bordeando la montaña hasta que desaparecieron entre los cerezos y alcanzaron la cabaña sin ser vistos desde el otro lado del valle. Bill pasó a McCready sus prismáticos de visión nocturna con intensificación de imagen.

En la terraza del comedor se habían encendido las luces, un círculo de bombillas de colores se extendía sobre el perímetro de la zona del comedor, con candelabros en cada una de las mesas.

—Para mañana necesitaremos ropas de campesinos chipriotas, jefe —murmuró Danny—. No podremos andar mucho tiempo por la ladera de esta montaña vestidos de esta manera.

McCready tomó nota mental de que debería enviar a Marks por la mañana a alguna aldea situada a bastantes kilómetros de allí para que comprara esos estilos de batas cortas de lona y de pantalones que llevaban los campesinos que había visto durante el viaje, tumbados a la sombra de algún árbol al borde del camino. Con algo de suerte, nadie iría a molestarles a la cabaña; en mayo era demasiado tarde para fumigar los capullos, y muy pronto para la recolección. La cabaña estaba abandonada, con el techo semiderruido. El polvo reinaba por doquier y, apoyados contra las paredes, se veían unos cuantos azadones y un par de picos mohosos con los mangos rotos. Para los sargentos de la SAS, que habían permanecido durante semanas enteras, calados hasta los huesos, en las abruptas faldas de las montañas de Ulster, la cabaña era como un hotel de cuatro estrellas.

—¡Mi madre, vaya bombón! —murmuró Bill, que se había puesto a mirar de nuevo con los prismáticos. Entonces se los pasó a McCready.

Una joven había salido a la terraza. Un radiante camarero la acompañó hasta una mesa. Llevaba un sencillo pero elegante vestido blanco, que hacía resaltar el dorado bronceado de su piel. Los rubios cabellos le caían sobre los hombros. La joven tomó asiento y, al parecer, encargó una bebida.

—¡Concentraos en vuestro trabajo! —refunfuñó McCready—. ¿Dónde está Rowse?

El sargento hizo una mueca de dolor.

—¡Ay, sí, Rowse! En la primera fila de ventanas por encima de la terraza. La tercera, por la derecha.

McCready se llevó los prismáticos a los ojos. Todas las cortinas estaban descorridas. En algunas ventanas había luz. McCready divisó la figura de un hombre, desnudo y con una toalla atada a la cintura, en el momento en que salía del cuarto de baño y se movía por la habitación. Era Rowse. Hasta ese momento las cosas marchaban bien. Pero aún no se había presentado ningún terrorista libio. Otros dos comensales salieron a sentarse a la terraza para cenar: un grosero hombre de negocios levantino, que llevaba relucientes anillos en los dedos de ambas manos, y un hombre ya mayor, que ocupó una mesa, solo, en un rincón de la terraza y se puso a estudiar con detenimiento la minuta. McCready suspiró. Su vida se había convertido en una penosa sucesión de esperas y ya estaba harto de ello. Se apartó los prismáticos del rostro y echó una ojeada a su reloj de pulsera. Las siete y cuarto. Aún permanecería allí dos horas más antes de regresar con Marks a la aldea para cenar. Los sargentos se encargarían de la vigilancia durante toda la noche. Eso era lo que hacían mejor, aparte las acciones que requiriesen la violencia física.

Rowse se puso el reloj de pulsera y comprobó la hora. Las siete y veinte. Salió de su habitación, cuya puerta cerró con llave, y bajó a la terraza para tomar una copa antes de cenar. El sol se había ocultado ya detrás de las montañas, dejando la cuenca del valle en la penumbra, mientras que las siluetas de las montañas se destacaban recortadas contra la brillante luz de fondo. En la costa, la ciudad de Pafos disfrutaría aún con otra hora más de sol en esa calurosa tarde primaveral.

Había tres personas en la terraza: un hombre gordo de aspecto mediterráneo, el viejo sujeto de inverosímiles cabellos negros y la joven. Ésta, sentada de espaldas a la puerta de la terraza, contemplaba el valle que se extendía a sus pies. Cuando Rowse entró, un camarero se acercó a él. Rowse le hizo una seña, indicándole que deseaba la mesa contigua a la de la mujer, junto a la barandilla de la terraza. El camarero le sonrió con picardía y se apresuró a cumplir sus deseos. Rowse pidió una copa de ouzo y una jarra con agua de manantial de la localidad.

Mientras tomaba asiento, volvió la cabeza para mirar hacia la mesa de al lado. Entonces hizo un gesto de saludo.

—Buenas noches —murmuró.

La joven correspondió al saludo con una inclinación de cabeza y siguió contemplando el panorama del valle que se iba sumergiendo en la penumbra. El camarero le sirvió el ouzo. Rowse también miró hacia el valle.

—¿Puedo proponerle un brindis? —preguntó al cabo de rato.

La joven se mostró sorprendida.

—¿Un brindis?

Con la copa, Rowse señaló la silueta de las montañas que los rodeaban como centinelas protegidos por las sombras, y la destelleante franja anaranjada que el sol dibujaba tras ellas.

—Por la tranquilidad…, y por esa espectacular belleza.

La joven esbozó una sonrisa.

—Por la tranquilidad —repitió ella y bebió un sorbo de su vino blanco.

El camarero se acercó con las minutas. En mesas separadas, ambos se dedicaron a estudiar atentamente el menú. La joven pidió trucha de montaña.

—No puedo mejorar eso. Lo mismo para mí, por favor —ordenó Rowse.

El camarero se retiró.

—¿Va a cenar sola? —preguntó Rowse con amabilidad.

—Sí —respondió la joven, con voz dulce.

—También yo —replicó Rowse—. Y eso me entristece, porque soy un hombre temeroso de Dios.

Ella frunció el entrecejo con expresión de asombro.

—¿Qué tiene Dios que ver con esto?

Rowse advirtió que no tenía acento británico. Había cierto sonido nasal en él. ¿Acaso estadounidense? Él señaló más allá de la terraza.

—La vista, la paz, las montañas, el sol que se oculta dando paso a la noche… Dios ha creado todo eso, pero seguro que no lo hizo para que uno cenase solo.

La mujer se echó a reír. Un destello de blancos dientes en su rostro bronceado por el sol. «Procura hacerlas reír —le había dicho su padre— les gusta que alguien las haga reír».

—¿Puedo sentarme a su mesa? ¿Sólo para cenar?

—¿Por qué no? Sólo para cenar.

Rowse cogió su copa y fue a sentarse frente a ella.

—Tom Rowse —se presentó a sí mismo.

—Monica Browne —respondió la joven.

Comenzaron a hablar de cosas insustanciales, como es habitual. Luego, Rowse le explicó que era un escritor de novelas con moderado éxito y que se encontraba allí en busca de datos para el libro que pensaba escribir en el que aparecerían algunos aspectos políticos de esa zona de Levante y de Oriente Medio. Había decidido terminar su gira por el Mediterráneo Oriental con un breve descanso en ese hotel, que un amigo le había recomendado por su comida y su tranquilidad.

—¿Y usted? —preguntó Rowse.

—Nada tan emocionante. Crío caballos. He estado en esta zona adquiriendo tres sementales purasangre. Lleva bastante tiempo conseguir los papeles de embarque; así que, bien… —prosiguió la mujer, encogiéndose de hombros— ahora me dedico a esperar. Me pareció que sería más agradable hacerlo en este lugar que consumirme de impaciencia en los muelles.

—¿Sementales?, ¿en Chipre? —preguntó Rowse.

—No, en Siria. La feria anual de Hama. Caballos árabes. Los más puros. ¿Sabía que todas las razas de caballos que hay en Gran Bretaña descienden en última instancia de tres caballos árabes?

—¿De tres precisamente? Pues no, no lo sabía.

La mujer estaba entusiasmada con sus caballos. Rowse pudo enterarse de que era la esposa de un comandante retirado del Ejército, Erich Browne, un hombre mayor que ella, y tenían una granja en Ashford, que llevaban entre los dos, en la que se dedicaban a la cría de caballos. Ella era oriunda de Kentucky, donde había adquirido sus conocimientos sobre la cría de caballos y las razas equinas. Rowse conocía Ashford muy vagamente; una pequeña ciudad del Condado de Kent, junto a la carretera que comunica Londres con Dover.

El camarero les sirvió las truchas, deliciosamente asadas a la parrilla sobre brasas de carbón vegetal, acompañadas con vino blanco, del valle de Marathassa. Dentro del hotel, al otro lado de las puertas que daban al patio anterior a la terraza, un grupo de tres hombres se dirigió al bar.

—¿Cuánto tiempo tendrá que esperar aún? —preguntó Rowse—. ¿Por los sementales?

—Algunos días más, espero. Estoy preocupada por ellos. Tendría que haberme quedado en Siria con ellos. Son terriblemente fogosos. Se ponen muy nerviosos con el transporte. Pero el agente que tengo aquí encargado de su transporte es muy bueno. Me telefoneará cuando lleguen, entonces me encargaré personalmente de su embarque.

Los hombres que estaban en el bar ya se habían terminado su güisqui y habían salido a la terraza para sentarse a una de las mesas. Rowse logró captar algo de su acento. Con mano firme se llevó a la boca el tenedor con un trozo de trucha.

—Pide al camarero que nos sirva una ronda de lo mismo —dijo uno de los hombres.

Al otro lado del valle, Danny susurró:

—Jefe.

McCready se puso de cuclillas y acercó el rostro al pequeño agujero que los sargentos habían hecho en la pared. Danny le pasó los prismáticos y se echó a un lado. McCready ajustó el foco y emitió un largo suspiro de alivio.

—¡Bingo! —exclamó, y apartó los prismáticos—. No los perdáis de vista, regresaré con Marks para vigilar la fachada del hotel. Bill, acompáñame.

Reinaba tal oscuridad en esa parte de la montaña, que pudieron regresar tranquilamente al sitio donde Marks les estaba esperando con el automóvil, sin correr el riesgo de ser vistos desde el otro lado del valle.

En la terraza, Rowse fijó su atención exclusivamente en Monica Browne. Una sola mirada de reojo le había bastado para enterarse de todo cuanto necesitaba saber. A dos de los irlandeses jamás los había visto. El tercero, y claro cabecilla del grupo, era Kevin Mahoney.

Rowse y Monica Browne renunciaron a los postres y pidieron café. Junto con éste les fueron servidos unos dulces de aspecto empalagoso. Monica denegó con la cabeza.

—Eso no es bueno para la figura —dijo— en realidad, no es bueno para nada.

—Y la suya no se vería perjudicada en modo alguno, porque es asombrosa —apuntó Rowse.

Ella rio como quitando importancia al cumplido, pero lo hizo con satisfacción. Entonces se inclinó hacia delante. A la luz de las velas, Rowse advirtió un breve pero excitante destello en la hondonada entre sus turgentes senos.

—¿Conoce a esos hombres? —preguntó la joven con seriedad.

—No los he visto en mi vida —contestó Rowse.

—Pues uno de ellos no le quita la vista de encima.

Rowse no quería volver la cabeza para mirarlos. Sin embargo, después de esa observación hubiera resultado muy sospechoso no hacerlo. Por el rabillo del ojo vio el rostro de tez morena y de agraciados rasgos de Kevin Mahoney, con la mirada puesta en él. Cuando Rowse volvió la cabeza, Mahoney no se molestó en mover los ojos en otra dirección. Sus miradas se encontraron. Rowse conocía muy bien aquélla, reflejando la extrañeza y el desasosiego de alguien que cree haber visto antes a una persona en alguna parte, pero que no puede situarla. Rowse volvió a su primitiva posición.

—No. Son unos completos extraños para mí.

—Pues en ese caso son unos extraños muy maleducados.

—¿Qué acento tienen? —preguntó Rowse.

—Irlandés —contestó la joven—. De Irlanda del Norte.

—¿Dónde aprendió a distinguir los acentos irlandeses? —se interesó Rowse.

—Criando caballos, por supuesto. Tom, ha sido una velada encantadora, pero si me disculpa, voy a retirarme.

La mujer se levantó. Rowse hizo otro tanto.

—Coincido con usted —dijo Rowse— en que ha sido una maravillosa velada. Espero que tengamos la oportunidad de volver a cenar juntos.

Rowse se quedó esperando a que ella le hiciese algún gesto indicándole que podía acompañarla, pero no lo hizo. Era una mujer de unos treinta años, segura de sí misma y nada estúpida. Si hubiese querido, ella se hubiera encargado de hacerle alguna insinuación. Pero al no ser así, tratar de forzar las cosas hubiera sido tonto. La joven le dirigió una radiante sonrisa y abandonó la terraza. Rowse encargó otro café, dio de nuevo la espalda al trío de irlandeses para contemplar las oscuras montañas. Al poco rato escuchó a los hombres regresar al bar, y a sus güisquis.

—Ya le dije que era un lugar encantador —dijo una voz profunda y educada a su espalda.

Hakim al-Mansur, vestido como la elegancia de costumbre, tomó asiento en la silla de enfrente e hizo una seña al camarero para que le sirviera un café. Al otro lado del valle, Danny dejó los prismáticos en el suelo y llamó con toda urgencia por su radio transmisor. En el «Orion» que estaba aparcado en la calle frente a la entrada principal del «Apolonia», McCready recibió el mensaje. No había visto entrar al libio en el hotel, pero éste podría estar allí desde hacía horas.

—Manténme informado —pidió a Danny.

—Eso fue lo que dijo, en efecto, Mr. Aziz —asintió Rowse con calma—. Y lo es, sin lugar a dudas. Pero, si usted quería hablarme, ¿por qué me expulsó de Libia?

—¡Oh, por favor!, no fue expulsado, sólo no admitido —se defendió al-Mansur—. Pues bien, el motivo ha sido que deseaba charlar con usted en completa intimidad. Incluso en mi patria existen formalidades, informes que redactar, curiosidad de los superiores que satisfacer… Y en este lugar no hay más que paz y tranquilidad.

«Y grandes facilidades —pensó Rowse— para liquidar a alguien con toda tranquilidad y dejar a las autoridades chipriotas con el cadáver de un ciudadano británico».

—Pues bien —dijo Rowse— tengo que darle las gracias por su cortesía al ayudarme en mis pesquisas.

Hakim al-Mansur esbozó una ligera sonrisa.

—Me parece que ha llegado el momento de que se acaben sus chiquilladas, Mr. Rowse. Fíjese bien: antes de que ciertas… bestias… lo liberasen de sus sufrimientos, su difunto amigo, Mr. Kleist, se mostró en extremo comunicativo.

Rowse sintió que todo le daba vueltas y una ola de amarga furia se movió en su interior.

—Los periódicos decían que había sido asesinado por traficantes en drogas —replicó— como venganza por lo que les había hecho.

—Por desgracia, no. Los que hicieron eso están implicados en el tráfico de drogas, pero su principal entusiasmo consiste en poner bombas en los lugares públicos, sobre todo en el Reino Unido.

—¿Pero por qué? ¿Por qué habrían de estar interesados en Ulrich esos irlandeses sanguinarios?

—No lo estaban, mi querido Mr. Rowse. Les interesaba descubrir qué hacía usted realmente en Hamburgo, entonces pensaron que su amigo podría estar informado de ello. Y resultó que su amigo lo estaba. Parecía convencido de que detrás de las «mentiras» que usted le había contado sobre ciertos terroristas americanos «de ficción» se ocultaban unas intenciones de índole bien distinta. Esa información, cimentada con otros mensajes que recibimos de Viena, me hizo llegar a la conclusión de que usted puede resultar una persona interesante para sostener una amigable charla. Y confío en que lo sea, Mr. Rowse, por su bien, confío sinceramente en que lo sea. Y ahora ha llegado el momento de hablar. Pero no aquí.

Dos hombres habían aparecido de repente a espaldas de Rowse. Eran altos y fuertes y de tez aceitunada.

—Me parece que deberíamos dar un pequeño paseo —dijo al-Mansur.

—¿Se trata de ese tipo de paseos de los que uno suele volver sano y salvo? —preguntó Rowse.

Hakim al-Mansur se puso de pie.

—Eso depende de si usted es capaz de contestar un par de sencillas preguntas a mi entera satisfacción —replicó al-Mansur.

McCready, alertado por Danny desde el otro lado del valle, estaba esperando el automóvil cuando éste salió a la calle por el pórtico del «Apolonia». Vio alejarse el coche de los libios, con Rowse en el asiento trasero, entre dos corpulentos matones.

—¿Los seguimos, jefe? —preguntó Bill desde el asiento trasero del «Orion».

—No —contestó McCready—. Intentarlo sin luces por esas condenadas curvas sería suicida. Si encendemos los faros, acabaríamos con el juego. Al-Mansur ha sabido elegir muy bien su terreno. Si Rowse vuelve vivo, ya nos contará lo que ha ocurrido. Y si no… Bien, al menos habrá desempeñado su papel hasta el final. El cebo está siendo examinado. Mañana sabremos si ha sido aceptado o rechazado. Por cierto, Bill, ¿puedes entrar al hotel sin ser visto?

Bill lanzó una mirada a su jefe como si le hubiese ofendido gravemente.

—Introduce esto por debajo de la puerta de su habitación —ordenó McCready mientras entregaba un folleto turístico al sargento.

El viaje por las montañas se prolongó durante una hora. Rowse tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no volver la cabeza. No obstante, en dos ocasiones, mientras el conductor libio se afanaba por tomar unas curvas muy cerradas, Rowse pudo observar el camino por donde habían pasado. Y en dos ocasiones, el conductor se detuvo a un lado de la carretera, apagó las luces y se quedó esperando durante más de cinco minutos. Ningún coche pasó por su lado. Poco antes de la medianoche llegaron a una espléndida villa y el coche se detuvo ante una puerta de hierro forjado. Rowse salió del vehículo y penetró en la casa, cuya puerta había abierto otro libio corpulento. Contando al-Mansur, ya eran cinco. El asunto se complicaba.

Otro hombre los esperaba en el gran salón al que habían conducido a Rowse. Era un auténtico peso pesado, fornido, alto, de unos cuarenta y ocho años, aspecto brutal, rostro de facineroso y manos grandes y rojizas. Se advertía claramente que no era libio. En realidad, Rowse lo reconoció en seguida, pero no dio signos de ello. Aquel rostro había sido uno de los que aparecían en la «Galería de Tunantes» de McCready, que éste le había mostrado por si se topaba con él en el caso de que aceptara introducirse en el mundo del terrorismo y del Oriente Medio.

Frank Terpil era un renegado de la CIA, expulsado de la Agencia en 1971. De inmediato se había entregado en cuerpo y alma a lo que era la auténtica y por demás lucrativa vocación de su vida, asesorando al dictador de Uganda, Idi Amin, en todo lo concerniente a los más refinados métodos e instrumentos de tortura y a los trucos y tácticas que el buen terrorista ha de dominar. Cuando el monstruo de Uganda fue derrocado y su sanguinaria Dirección Estatal de Investigaciones, disuelta, el dictador había presentado ya al estadounidense al coronel Muammar el-Gaddafi. Desde entonces, Terpil, asociándose a veces con otro renegado llamado Ed Wilson, se había especializado en el suministro de un amplio espectro de material y tecnología terroristas a las bandas más extremistas de todo Oriente Medio, mientras continuó siendo el fiel servidor del dictador libio.

Aunque había pasado unos quince años alejado de los círculos de Inteligencia del mundo occidental, Frank Terpil seguía siendo considerado en Libia como el experto «norteamericano». Esto era algo que le venía muy bien para ocultar el hecho de que desde los últimos años de la década de los ochenta se hallaba totalmente fuera de juego.

Dijeron a Rowse que se sentara en una silla colocada en el centro de la habitación. Todo el mobiliario estaba cubierto por fundas para protegerlo del polvo. Se advertía claramente que la villa era el lugar de vacaciones de alguna familia pudiente y que había permanecido cerrada durante todo el invierno. Los libios debían de haberla ocupado sólo esa noche, de ahí que no hubieran tomado la precaución de vendarle los ojos durante el trayecto.

Hakim al-Mansur quitó una funda y se sentó con expresión de fastidio en una silla de alto respaldo y tapizada de brocado. Una única bombilla desnuda pendía por encima de la cabeza de Rowse. Terpil advirtió la seña que al-Mansur le hizo y avanzó pesadamente hasta situarse frente a Rowse.

—Bien, muchacho, charlemos. Ha estado dando vueltas por toda Europa en busca de armas. De un armamento muy particular. ¿Qué demonios busca en realidad?

—Datos para una nueva novela. Ya he intentado explicar eso una docena de veces. Se trata de una novela. Ése es mi oficio, eso es lo que hago. Escribo novelas de suspense. Sobre mercenarios, espías, terroristas, terrorristas de ficción.

Terpil le dio una bofetada, en una mejilla, no muy fuerte, aunque sí lo suficiente como para que entendiera que recibiría más golpes si era necesario, una buena cantidad de golpes.

—¡Acabe con esa mierda! —le dijo sin animosidad—. De un modo u otro estoy dispuesto a enterarme de la verdad, y utilizaré cualquier medio para conseguirlo. Podríamos lograrlo sin dolor; a mí me da lo mismo. ¿Para quién trabaja usted en realidad?

Rowse fue revelando su historia poco a poco, como le habían indicado, recordando a veces las cosas con toda exactitud, pero titubeando otras, como si hurgara en su memoria.

—¿En qué revista?

Soldier of Fortune.

—¿Qué número?

—El de abril… o mayo, del año pasado. Un momento, en el de mayo, en el de abril, no.

—¿Qué decía el anuncio?

—Se requieren especialistas en armamento, del área europea, para una misión interesante… O algo parecido. Y el número de un apartado postal.

—¡Gilipolleces! Compro esa revista cada mes. No apareció tal anuncio.

—Pues apareció. Puede comprobarlo.

—Lo haremos —murmuró al-Mansur desde un rincón de la habitación. Estaba tomando notas con una fina pluma de oro en un cuadernito «Gucci».

Rowse sabía que Terpil mentía. Había aparecido un anuncio así en una de las páginas de Soldier of Fortune. McCready lo había encontrado, y unas cuantas llamadas telefónicas a sus amigos de la CIA y del FBI habían bastado para asegurarse de que el anunciante pudiera ser localizado para que no tuviese la oportunidad de desmentir que había recibido una respuesta de un tal Mr. Thomas Rowse, de Inglaterra.

—Entonces, contestó.

—Pues sí. Con una simple carta. Di otra dirección. En ella puse mis antecedentes y experiencia. Por último les di instrucciones acerca de cómo hacerme llegar la contestación, si es que había alguna.

—¿Cuáles eran?

—Un pequeño anuncio. En el London Daily Telegraph.

Rowse lo citó textualmente. Se lo había aprendido de memoria.

—Cuando apareció el anuncio, ¿se pusieron en contacto?

—Ya lo creo.

—¿En qué fecha?

Rowse le dio la fecha. Había sido en octubre del año anterior. McCready se había topado con el anuncio. Lo había elegido al azar, era un anuncio breve y auténtico, insertado por un inocente ciudadano británico, pero con un texto que podría encajar. El Daily Telegraph se había mostrado conforme en alterar sus archivos para que quedase constancia de que el anuncio había sido puesto por alguien que vivía en Estados Unidos y que lo había pagado al contado.

El interrogatorio prosiguió. Hablaron de la llamada telefónica que había recibido desde Estados Unidos después de que pusiera un nuevo anuncio en el New York Times. (Esto también había logrado descubrirse tras horas de investigación: un anuncio verdadero en el que aparecía un número telefónico de Inglaterra. Entonces cambiaron el número del teléfono particular de Rowse para hacerlo coincidir con el del anuncio).

—¿Y por qué tantos rodeos para establecer contacto?

—Me imaginé que yo necesitaba toda esa discreción por si el anuncio original no era más que una trampa. Y pensé también en que esos misterios impresionarían a la persona que puso el anuncio.

—¿Y le impresionaron?

—Por lo visto, sí. El hombre que me llamó me dijo que le gustaba mi forma de actuar. Me dio una cita.

—¿Para cuándo?

—Para noviembre del pasado año.

—¿Dónde?

—En el «Georges Cinq», en París.

—¿Qué aspecto tenía?

—Juvenil, bien vestido, hablaba correctamente. No se registró en el hotel. Lo comprobé. Se hacía llamar Galvin Pollard. Nombre a todas luces falso. Con aspecto de yuppie.

Terpil puso cara de asombro.

—¿De qué?

—Un hombre joven, activo y enérgico, un profesional que está haciendo carrera vertiginosamente —intervino al-Mansur—. La verdad es que te estás quedando atrás.

Terpil enrojeció.

—¿Qué le dijo?

—Que representaba a una agrupación de ultrarradicales que ya estaban cansados y enfermos de soportar la Administración Reagan, de su hostilidad para con la Unión Soviética y el Tercer Mundo y, en particular, del uso de los aviones y del dinero de los contribuyentes estadounidenses para bombardear a mujeres y niños en Trípoli, el pasado mes de abril.

—¿Y le dio una lista con las cosas que ellos necesitaban?

—Sí.

—¿Fue esta misma lista?

Rowse se quedó mirando el papel que el otro le tendía. Era una copia de la lista que había mostrado a Koriagin en Viena. El hombre debía de poseer una memoria soberbia.

—Sí.

—Minas «Claymore», ¡por el amor de Dios! Semtex-H. Maletines con trampas explosivas. Estamos hablando de armas de alta tecnología. ¿Para qué diablos quería todo eso?

—Dijo que sus gentes pensaban dar un golpe. Un gran golpe. Mencionó la Casa Blanca. Y el Senado. Parecía particularmente obsesionado con el Senado.

»Consintió en que el aspecto monetario de la operación fuese realizado sin intervención personal suya. Mediante una cuenta de medio millón de dólares en el «Kreditanstalt» de Aquisgrán.

(Gracias a McCready, esa cuenta existía realmente, datada a posteriori en la fecha adecuada, ya que el secreto bancario no es siempre tan seguro como debería ser. Los libios podrían confirmar la operación si lo deseaban).

—Bien, ¿por qué se metió en eso?

—Había una comisión del veinte por ciento. Cien mil dólares.

—¡Calderilla!

—No para mí.

—Escribe novelas de acción, ¡recuérdelo!

—Que no se venden del todo bien. Pese a que mis editores las anuncian a bombo y platillo. Quería ganarme algunos bobs.

¿Bobs?

—Chelines —murmuró al-Mansur—. Es el equivalente británico de unos billetes, o algo de calderilla, como te plazca.

A las cuatro de la madrugada, Terpil y al-Mansur se retiraron a deliberar. Hablaron largo y tendido en una habitación contigua.

—¿Puede ser verdad eso de que exista un grupo radical en Estados Unidos dispuesto a cometer un atentado contra la Casa Blanca y el Senado? —preguntó al-Mansur.

—Seguro —contestó el fornido estadounidense, que odiaba su país—. En una nación de esas dimensiones puedes encontrar todo tipo de cosas, hasta las más estrafalarias. ¡Dios mío, una mina «Claymore» colocada dentro de un buzón en los patios de la Casa Blanca! ¿Te lo imaginas?

Al-Mansur podía imaginárselo. La mina «Claymore» es una de las armas antipersonales más devastadoras que haya sido inventada. En forma de disco, se alza por los aires en el momento de su detonación, entonces, desde todo el perímetro del disco, arroja miles de bolitas a presión, que se esparcen a la altura de la cintura. Un disco de ésos, arrojando proyectiles, es capaz de segar la vida de centenares de seres humanos. Colocada en una estación de ferrocarril concurrida, una mina «Claymore» dejará a muy poca gente con vida en un espacio ocupado por miles de personas. Por ese motivo, Estados Unidos interponen con tanta vehemencia su veto al uso de las minas «Claymore». Pero por doquier se han construido copias de ese modelo de armas…

A las cuatro y media los dos hombres regresaron. Aun cuando Rowse no lo sabía, los dioses inmortales se habían mostrado clementes con él esa noche. Al-Mansur necesitaba llevar algo concreto a su caudillo sin dilación alguna para que satisficiera sus deseos de venganza contra Estados Unidos; Terpil tenía que probar ante sus anfitriones que seguía siendo la persona que ellos necesitaban para mantenerse informados sobre Estados Unidos y el mundo occidental. Finalmente, ambos hombres creyeron lo que Rowse les decía por la misma razón que anima a la mayoría de los hombres a creer: porque quieren creer en ellas.

—Puede irse, Mr. Rowse —dijo al-Mansur, afable—. Comprobaremos lo que nos ha dicho, por supuesto, y me mantendré en contacto con usted. Quédese en el «Apolonia» hasta que yo le avise o lo haga alguien enviado por mí.

Los dos pesos pesados que le habían llevado hasta allí le condujeron de vuelta hasta la misma puerta del hotel antes de desaparecer en su automóvil. Cuando entró en su habitación, encendió las luces, ya que la claridad del amanecer no era lo bastante intensa para iluminar ese aposento orientado a Occidente. Al otro lado del valle, Bill, que hacía guardia en ese momento despertó a McCready, que dormía en Pedhoulas, con el radiotransmisor.

Rowse se agachó para recoger algo que vio caído en la alfombra. Era un folleto que invitaba al turista a visitar el histórico monasterio de Kykko y a admirar el icono de oro con la imagen de la Virgen. Junto al texto podía verse una pequeña anotación escrita con bolígrafo, que rezaba: 10 a.m.

Rowse puso la alarma de su despertador a las nueve de la mañana. Podría dormir tres horas.

—¡Maldito McCready! —refunfuñó antes de apagar la luz.