CAPÍTULO II

El entrenamiento de Rowse duró toda una semana, y McCready se encargó personalmente de llevarlo a cabo. No se podía pensar en modo alguno en tener a Rowse en las inmediaciones de la Century House, ni mucho menos cerca de Curzon Street. McCready preparó para él una de las tres apacibles casas de campo que el Servicio Secreto de Inteligencia británico tenía para casos como ése, situadas a una hora escasa de Londres, y se hizo enviar el material de instrucción desde la Century House.

Había material escrito y películas, la mayor parte de las cuales eran de tipo indistinto, y habían sido tomadas a gran distancia o a través de un agujero practicado en el costado de un camión de carga, o bien con un potente teleobjetivo emplazado en la enramada de un algún matorral. Pero los rostros se apreciaban con la suficiente nitidez.

Rowse vio la película y escuchó la cinta de las escenas que habían sido registradas la semana anterior en el cementerio de Ballycrane. Estudió los rostros del sacerdote irlandés que había oficiado el servicio fúnebre y del hombre de la Junta Militar que se encontraba a su lado. Pero cuando McCready le puso delante las fotografías de los rostros que debería memorizar, su mirada volvía una y otra vez a la que mostraba los fríos y apuestos rasgos de Kevin Mahoney.

Cuatro años antes estuvo a punto de matar a ese pistolero del IRA. Mahoney se había dado a la fuga y la operación para apoderarse de él había costado semanas de paciente trabajo clandestino. Finalmente había sido detectado en el curso de una operación de engaño mediante la que se le había obligado a aventurarse en Irlanda del Norte desde su escondrijo cerca de Dundalk, en el Sur. El automóvil en el que viajaba iba conducido por otro miembro del IRA, y los dos se habían detenido a poner gasolina en una estación de servicio en las inmediaciones de Moira. Rowse les seguía en su coche, a prudente distancia, mientras iba recibiendo informaciones por radio de los vigilantes apostados a lo largo de la ruta y en el aire. Al enterarse de que Mahoney se había detenido a repostar, decidió ir por él.

Pero cuando llegó a la estación de servicio, el conductor del IRA había llenado ya el depósito de gasolina y se encontraba de nuevo sentado al volante del coche. A su lado no había nadie. Por un momento, Rowse creyó que había perdido su presa. Dijo a su compañero que se encargara de vigilar al conductor y se apeó del automóvil. En el momento en que él mismo se encontraba ocupado en llenar el depósito de gasolina, la puerta del servicio de caballeros se abrió y Mahoney apareció en el umbral.

Rowse llevaba su pistola de reglamento de las Fuerzas Aéreas Especiales, una «Browning» de trece proyectiles, metida en el cinturón, a su espalda, debajo de un chaquetón de obrero, de basto paño azul. Una mugrienta gorra de lana le cubría gran parte de la cabeza y una barba de varios días le oscurecía el rostro. Parecía un trabajador irlandés, la cobertura que había adoptado.

Al salir Mahoney del servicio de caballeros, Rowse se agazapó detrás de una bomba de gasolina, sacó su arma, la empuñó con las dos manos mientras se ponía en posición de tiro y gritó:

—¡Mahoney, detente!

Mahony era muy rápido. Justo cuando Rowse sacaba su arma, él echaba mano de la suya. De acuerdo con la Ley, Rowse podría haber acabado con él en ese instante de una vez para siempre. Deseaba hacerlo. Pero en vez de ello, gritó de nuevo:

—¡Suéltala o eres hombre muerto!

Mahoney había sacado ya la pistola, pero todavía la tenía a un lado. Miró al hombre semioculto detrás de la bomba de gasolina, contempló la «Browning» y tuvo la certeza de que no podría vencer. Entonces dejó caer su «Colt».

En ese momento, dos damas ancianas en un «Volkswagen», metieron el coche en la gasolinera. No tenían ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo, pero lo cierto fue que interpusieron directamente su vehículo entre la bomba de gasolina, tras la que Rowse se había parapetado, y la pared contra la que Mahoney estaba apostado. Eso fue más que suficiente para el hombre del IRA. El terrorista se dejó caer al suelo como una pesada piedra y recuperó su arma. El conductor intentó acudir en socorro de Mahoney, pero el hombre que iba con Rowse se encontraba a su lado; el cañón de una pistola entró por la ventanilla y le apuntó a la cabeza.

Rowse no pudo disparar, ya que las dos mujeres, tras habérseles ahogado el motor, se encontraban dentro del coche pegando gritos. Mahoney salió de detrás del «Volkswagen», se escabulló ocultándose detrás de una furgoneta estacionada y se precipitó hacia la carretera. Cuando Rowse inspeccionaba la parte de atrás de la camioneta, Mahoney había alcanzado ya el centro de la carretera.

El anciano conductor del «Morris Minor» frenó en seco para no atropellar al hombre que cruzaba corriendo por delante de su coche. Mahoney, que mantuvo el «Morris Minor» entre él y Rowse, abrió la portezuela del vehículo, sacó al anciano arrastrándolo por la chaqueta y le asestó un golpe en la nuca con la culata de la pistola, dejándole tirado en la carretera. Después montó de un salto en el asiento del conductor y se alejó a toda prisa.

Quedaba un pasajero en el coche. El anciano había llevado a su nietecita al circo. Rowse, de pie en el centro de la carretera, vio abrirse la portezuela delantera del automóvil y cómo la niña era arrojada del vehículo en marcha. Escuchó el ahogado chillido de la pequeña al caer sobre el pavimento, vio el pequeño cuerpo rodando por la carretera, y cómo era atropellado por la camioneta que venía por detrás.

—Sí —asintió McCready en voz baja— sabemos que fue él. Pese a los dieciocho testigos que declararon bajo juramento que Mahoney, a esas horas, se encontraba tomando unas copas en un bar de Dundalk.

—Después de aquello envié una carta a la madre de la niña —explicó Rowse.

—La Junta Militar también le escribió —comentó McCready—. Le expresaban su más sentido pésame, y le decían que la muerte de la niña había sido accidental.

—Fue arrojada del coche —dijo Rowse—. Vi el brazo de ese asesino. ¿Así que piensa encargarse de esa operación?

—Creemos que sí. Pero ignoramos qué medios utilizarán para el envío, ni si será por tierra, aire o mar, ni por dónde demonios aparecerá. Estamos convencidos de que él dirigirá la operación. Ya has escuchado la cinta.

McCready instruyó a Rowse sobre sus historias de cobertura. Iría provisto de dos, no de una sola. La primera sería de una transparencia razonable. Con suerte, aunque las investigaciones de los otros descubriesen la mentira, siempre dispondría de la segunda identidad. Y con un poco de suerte (una vez más), se darían por satisfechos con su segunda cobertura.

—¿Por dónde he de empezar? —preguntó Rowse cuando la semana se acercaba a su fin.

—¿En qué lugar del mundo te gustaría hacerlo? —preguntó McCready a su vez.

—Si alguien estuviese haciendo averiguaciones sobre el tráfico internacional de armas para su próxima novela, no tardaría en descubrir que las dos bases europeas para ese tráfico son Amberes y Hamburgo —replicó Rowse.

—Cierto —asintió McCready—. ¿Dispones de contactos en alguna de esas ciudades?

—En Hamburgo vive un hombre al que conozco —contestó Rowse—. Es un tipo peligroso, medio loco, pero puede que tenga contactos con el hampa internacional.

—¿Cómo se llama?

—Kleist. Ulrich Kleist.

—¡Dios mío!, la verdad es que conoces a cada hijo de puta extranjero, Tom.

—Le salvé la vida por un pelo en cierta ocasión —respondió Rowse—. En Mogadiscio. Todavía no estaba loco. Eso vino después, cuando alguien convirtió a su hijo en un drogadicto. El muchacho murió.

—¡Ah, sí! —dijo McCready— eso es algo que puede tener sus repercusiones. Muy bien, será Hamburgo. Estaré contigo durante todo el tiempo. No me verás, ni tampoco los cerdos con los que te topes. Pero estaré allí, en cualquier parte, siempre cerca de ti. Si corres peligro, acudiré en tu ayuda, con dos de tus antiguos camaradas del regimiento. Estarás protegido; daremos la cara por ti si se te ponen mal las cosas. Necesitaré estar en contacto contigo de ahora en adelante para ir poniendo al día los asuntos de un modo regular.

Rowse asintió con la cabeza. Sabía que todo eso era una mentira, pero se trataba de una mentira piadosa. McCready necesitaría ir poniendo al día sus asuntos incluso en el caso de que Rowse desapareciese de repente de este planeta, el SIS británico sabría hasta dónde había llegado en sus investigaciones. Y es que Rowse poseía esa cualidad tan apreciada en los grandes espías. Era perfectamente sustituible.

Rowse llegó a Hamburgo a mediados de mayo. No había anunciado su visita y se presentó solo. Sabía que McCready y los dos «guardaespaldas» le habían precedido en el viaje. No los vio al llegar, y tampoco hizo ningún esfuerzo para detectarlos. Supuso que conocería a los dos hombres de las Fuerzas Aéreas Especiales que acompañaban a McCready, pero no tenía sus nombres. No importaba; ellos le conocían y su tarea consistía en mantenerse cerca de él pero invisibles. Ésa era su especialidad. Los dos hablarían el alemán con soltura. Estarían en el aeropuerto de Hamburgo, en las calles, cerca de su hotel, vigilándole e informando a McCready, el cual regresaría pronto a Londres.

Rowse evitó los hoteles de lujo, como el «Vier Jahreszeiten» y el «Atlantik», y eligió uno más modesto, de la estación de ferrocarril.

En una filial de la agencia «Avis» alquiló un coche pequeño en consonancia con su modesto presupuesto, pues tenía que hacerse pasar por un novelista de éxito moderado que estaba reuniendo datos para su próxima novela. A los dos días encontró a Ulrich Kleist, que trabajaba en los muelles conduciendo una carretilla elevadora.

El fornido alemán había parado su máquina y se estaba apeando de ella cuando Rowse lo llamó por su nombre. Durante un instante, Kleist se puso en guardia, preparándose para la defensa; pero, en seguida, reconoció a Rowse. Su ceñudo rostro se iluminó con una sonrisa.

—Tom, Tom, mi viejo amigo.

Rowse se encontró casi triturado en un abrazo de oso. Cuando al fin se vio libre, dio un paso atrás y se quedó contemplando al antiguo soldado de las Fuerzas Especiales a quien no veía desde hacía cuatro años y a quien había conocido en el horno asfixiante de un aeropuerto somalí en 1977. Rowse tenía entonces veintidós años, y Kleist le llevaba seis. Pero el alemán aparentaba ahora más de cuarenta, muchos más.

El 13 de octubre de 1977, cuatro terroristas palestinos habían secuestrado un avión de «Lufthansa» que hacía el vuelo de Mallorca a Francfort, con ochenta y seis pasajeros y una tripulación de cinco personas a bordo. Perseguido por las autoridades, el jet había aterrizado sucesivamente en Roma, Larnaca, Bahrain, Dubai y Adén hasta que, por último, habiéndosele acabado el combustible, se detuvo en Mogadiscio, la desolada capital de Somalia.

Y en aquel lugar, pocos minutos después de la medianoche, cuando el 18 de octubre comenzaba, el avión fue tomado por asalto por un destacamento de las Fuerzas Especiales de la Alemania Occidental, las GSG-9, que lograron superarse a sí mismas tras un largo período de entrenamiento a cargo de la SAS británica. Aquélla fue la primera misión realizada en el extranjero por las tropas de asalto comandadas por el coronel Ulrich Wegener.

Los muchachos eran buenos, francamente buenos, pero dos sargentos de la SAS los acompañaban de todos modos. Uno de ellos era Tom Rowse…, y aquello sucedió mucho antes de que presentase su dimisión.

Los británicos quisieron participar en la operación por dos razones. Ante todo, tenían gran experiencia en forzar, en fracciones de segundo, las puertas de un avión selladas; y también conocían el manejo de las granadas de «aturdimiento» británicas, las cuales lograban tres cosas destinadas a paralizar a un terrorista durante dos segundos de importancia vital. Una de ellas era el relámpago, que cegaba los ojos no protegidos; otra era la onda expansiva, que ocasionaba desorientación en el sujeto afectado; la tercera era el estruendo, que lograba conmocionar el cerebro a través de los tímpanos y paralizaba el poder de reacción del individuo.

Después del éxito de la operación en la que el avión fue rescatado, el canciller Helmut Schmidt mandó alinear a sus guerreros y los condecoró, a cada uno de ellos, con la medalla al mérito, otorgada por la agradecida patria. Los dos británicos se esfumaron antes de que políticos y periodistas se presentaran en el lugar de los hechos.

Aunque los dos sargentos de la SAS estuvieron presentes tan sólo en calidad de asesores técnicos —y el Gobierno laborista británico se había mostrado muy intransigente en este sentido— lo que ocurrió realmente fue lo siguiente: los dos ingleses fueron los primeros en subir por la escalerilla, con el fin de forzar la puerta de pasajeros trasera, a la cual habían accedido por debajo de la cola del avión, para evitar que los terroristas los detectaran.

Y dado que en aquella oscuridad absoluta resultaba imposible intercambiar posiciones en lo alto de la escalerilla de aluminio, los dos hombres de la SAS fueron los primeros en introducirse por la abertura practicada y arrojaron sus granadas de aturdimiento. Entonces se hicieron a un lado para dar paso al equipo de la GSG-9 y permitirles que terminaran el trabajo. Los dos primeros alemanes fueron Uli Kleist y otro paracaidista. Avanzaron hasta el centro del pasillo y se lanzaron al suelo, tal como les habían ordenado, sus metralletas apuntadas hacia la parte delantera del avión, donde les habían dicho que estarían los terroristas.

Y efectivamente se encontraban allí, pero tras el tabique delantero, recobrándose de la explosión. Zohair Yussef Akache, alias capitán Mahmoud, que había dado muerte al capitán de «Lufthansa» Jürgen Schumann, estaba de pie, empuñando su pistola ametralladora. A su lado, una de las dos terroristas, Nadia Hind Alameh, había logrado incorporarse y sostenía una granada en una mano, mientras que con la otra trataba de accionar el seguro. Uli Kleist jamás había disparado a bocajarro sobre alguien, así que Rowse, saliendo de detrás de la puerta del lavabo, avanzó hasta el pasillo y lo hizo por él. A continuación, el equipo de la GSG-9 terminó el trabajo, abatiendo al segundo terrorista, Nabi Ibrahim Harb, e hiriendo a la otra mujer, Suheila Saleh. Toda la operación había durado ocho segundos.

Diez años después, Uli Kleist se encontraba bajo el sol, en uno de los muelles de Hamburgo, y sonreía al delgado joven que había disparado aquellos dos tiros por encima de su cabeza en el pasillo de un avión secuestrado hacía ya tanto tiempo.

—¿Qué te trae por Hamburgo, Tom?

—Permíteme invitarte a cenar y te lo contaré.

Tomaron una picante comida húngara en un csarda, en una de las callejuelas interiores de Sankt Pauli, bien alejados de las brillantes luces y los elevados precios de la Reeperbahn, y la remojaron a placer con unas botellas de Sangre de Toro. Rowse habló.

—Pues sí, parece una buena trama —dijo Kleist cuando el británico acabó—. Todavía no he leído tus libros. ¿Han sido traducidos al alemán?

—Aún no —replicó Rowse—. Mi agente literario confía en obtener un contrato en Alemania. Eso me ayudaría, el alemán es un gran mercado.

—Vaya, hombre, ¿así que uno puede ganarse la vida escribiendo esas novelas de aventuras?

Rowse se encogió de hombros.

—Sirve para pagar el alquiler.

—Y respecto a esa nueva, la de terroristas y traficantes de armas y la Casa Blanca, ¿le has puesto título ya?

—Todavía no.

El alemán se quedó reflexionando.

—Trataré de conseguirte alguna información, sólo con el propósito de reunir datos para tu novela, ¿no? —Se echó a reír y se dio unos golpecitos en la nariz como si le dijese: «Por supuesto, hay algo más que eso, pero todos tenemos que ganarnos la vida»—. Dame veinticuatro horas, hablaré con algunos amigos. Intentaré enterarme de si saben dónde puedes conseguir esa clase de información. Vaya, vaya, ¿así que te van las cosas bien desde que dejaste el Ejército? A mí… no tanto.

—Oí hablar de tus problemas —dijo Rowes.

Ach, dos años en la cárcel de Hamburgo. Eso es pan comido. Otros dos años más y hubiese salido de allí. Pero, dicho sea de paso, bien mereció la pena.

Kleist, que estaba divorciado, había tenido un hijo. Al chico, con sólo dieciséis años, alguien lo inició en el consumo de cocaína, y, después, el crack. El muchacho murió a causa de una sobredosis. La rabia no convirtió precisamente a Kleist en una persona de inteligencia sutil. Descubrió los nombres del vendedor colombiano y del distribuidor alemán de aquella mercancía que había acabado con la vida de su hijo, entró en un restaurante donde los dos estaban cenando y les saltó la tapa de los sesos. Cuando llegó la Policía, Kleist no opuso resistencia a la detención. Un juez de la vieja escuela, que tenía sus propios puntos de vista sobre los traficantes de drogas, prestó oídos al alegato de la defensa de que había habido provocación e impuso cuatro años de prisión a Kleist. Éste cumplió dos, y ya hacía seis meses que había salido de la cárcel. Se rumoreaba que habían urdido una maquinación para matarlo. A Kleist aquello le tenía sin cuidado. Algunos decían que estaba loco.

Se separaron a eso de la medianoche y Rowse cogió un taxi para volver a su hotel. Un hombre en una moto le siguió durante todo el trayecto. El motorista utilizó dos veces su radiotransmisor portátil. Cuando Rowse hubo pagado al taxista, McCready surgió de entre las sombras.

—No te han seguido —le dijo. Al menos por ahora. ¿Te apetece tomar el último trago antes de acostarte?

Bebieron cerveza en un bar que permanecía abierto durante toda la noche, cerca de la estación, y Rowse le informó de la conversación que había mantenido.

—¿Entonces, no se ha creído tu historia de que estás buscando material para tu próxima novela? —preguntó McCready.

—Lo sospecha.

—Bien, esperemos que haga correr el rumor. Tengo mis dudas acerca de que puedas contactar con los verdaderos chicos malos de todo este tinglado. Confío más bien en que ellos sean los que te aborden.

Rowse hizo una observación acerca de sentirse algo así como un trozo de queso en una trampa para ratones y se bajó del taburete en el que estaba sentado junto a la barra del bar.

—Eso, en una formidable trampa para ratones —apuntó McCready mientras lo seguía afuera del bar— ya que el queso permanecerá intacto.

—Eso es algo que tú y yo sabemos, pero cuéntaselo al queso —repuso Rowse antes de retirarse a dormir.

La siguiente noche se encontró con Kleist. El alemán sacudió la cabeza.

—He estado preguntando por todas partes —dijo— pero lo que tú me mencionaste resulta demasiado refinado para Hamburgo. Ese tipo de material se consigue en laboratorios del Gobierno y en fábricas de armamento. No se encuentra en el mercado negro. Pero hay un hombre que se dedica a ello, o al menos es eso lo que se rumorea.

—¿Aquí, en Hamburgo?

—No, en Viena. El agregado militar de la Embajada soviética en esa ciudad es un tal comandante Vitali Koriagin. Y como sabrás, sin duda alguna, Viena es el principal canal de salida para los fabricantes de armamento checoslovacos. La gran masa de sus exportaciones les permite hacerlas por cuenta propia, pero hay materiales y compras que necesitan el permiso de Moscú. El agente que canaliza esas autorizaciones es Koriagin.

—¿Y por qué habría de ayudarme?

—Se rumorea que siente una cierta afición por las cosas buenas de la vida. Es miembro del GRU, por supuesto, pero incluso los agentes oficiales del Servicio de Inteligencia militar soviético tienen aficiones privadas. Al parecer le gustan las chicas, las caras, de la clase a las que hay que hacer costosos regalos. Y es así que él mismo los acepta, regalos en metálico, dentro de un sobre.

Rowse pensó sobre eso. Sabía que la corrupción es más una regla que una excepción en la sociedad soviética, ¿pero un comandante del GRU en ese negocio? El mundo del tráfico de armas es muy extraño; todo puede ocurrir en él.

—Por cierto —dijo Kleist— en esa… novela tuya, ¿saldrá alguien del IRA?

—¿Por qué me lo preguntas? —inquirió Rowse. Él no le había mencionado el grupo terrorista IRA.

Kleist se encogió de hombros.

—Hay una unidad aquí. Tienen su base en un bar regido por palestinos. Mantienen relaciones con otros grupos terroristas de la comunidad internacional, y con vendedores de armas. ¿Quieres verlos?

—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué?

Kleist se echó a reír, quizá con demasiada ostentación y picardía.

—Puede resultar divertido —contestó.

—Y en cuanto a esos palestino, ¿saben que en cierta ocasión liquidaste a cuatro de los suyos? —preguntó Rowse.

—Es lo más probable. En nuestro mundo cada cual conoce a cada cual. En especial si se trata de enemigos. Pero yo sigo yendo a tomarme unas copas en su bar.

—¿Por qué?

—Por diversión. Para tirar del rabo al tigre.

«Desde luego está loco de atar», pensó Rowse.

—Creo que deberías ir —dijo McCready horas después, esa misma noche—. Podrías enterarte de algo, descubrir alguna cosa. Ver algo. O ellos podrían verte y preguntarse qué demonios andas haciendo aquí. Si preguntan, tendrán que conformarse con la historia de que estás reuniendo información para tu próxima novela. No lo creerán, pero sacarán la conclusión de que, en realidad, pretendes comprar armas para utilizarlas en América. Se correrá la voz. Y queremos que eso ocurra. Tómate sólo un par de cervezas y manténte vigilante. Luego te apartas de ese alemán loco.

McCready no creyó necesario revelarle que tenía conocimiento del bar en cuestión. Se llamaba «Mausehöhle» o «Mousehole» y persistía el rumor de que un agente infiltrado alemán, que trabajaba para los ingleses, había sido desenmascarado en aquel lugar el año anterior y le habían pegado un tiro en una habitación del primer piso. Lo cierto era que el hombre había desaparecido sin dejar rastro. No había razón suficiente para que la Policía alemana allanase el lugar, y el Servicio de Contraespionaje prefería dejar a los palestinos y a los irlandeses donde estaban. El haber puesto patas arriba su cuartel sólo hubiera servido para obligarlos a que se establecieran en cualquier otra parte. En todo caso, los rumores persistían.

La noche siguiente, Ulrich Kleist pagó al taxista que los había llevado hasta la Reeperbahn y condujo a Rowse por Davidstrasse hasta alcanzar la verja de hierro por la que se entraba a Herbertstrasse, calle en la que las prostitutas se exhibían día y noche tras los ventanales de los escaparates, pasó con él por delante de las puertas de las cervecerías y bajó por una callejuela hasta el final de aquel barrio, donde el río Elba brillaba bajo la luz de la luna. Torció a la derecha para meterse por Bernhard Nochtstrasse, caminó unos doscientos metros y se detuvo ante una puerta de madera labrada.

Pulsó el timbre colocado discretamente a un lado de la puerta, y en seguida se abrió una pequeña rejilla. Un ojo le contempló, se escucharon los murmullos de una discusión al otro lado de la puerta y ésta se abrió. Tanto el portero como el hombre vestido de esmoquin que estaba a su lado eran árabes.

—¡Muy buenas noches, Mr. Abdallah! —dijo cariñosamente Kleist en alemán—. Estoy sediento y me apetecería tomar un trago.

Abdallah se quedó mirando a Rowse.

—Oh, este hombre es digno de confianza, se trata de un buen amigo mío —dijo Kleist.

El árabe hizo un gesto se asentimiento al portero, que abrió la puerta del todo para dejarlos pasar. Kleist era fuerte y grandullón, pero el portero era una mole, tenía la cabeza rapada y no parecía hombre el que se pudiese gastar alguna broma. En otro tiempo, en los campamentos del Líbano, había sido un matón de las fuerzas del orden de la OLP. En cierto modo, seguía siéndolo.

Abdallah condujo a los dos hombres hasta una mesa, llamó a un camarero con un gesto de su mano y le ordenó en árabe que atendiese a sus huéspedes. Dos agraciadas muchachas de alterne, ambas alemanas, abandonaron la barra y fueron a reunirse con ellos. Kleist sonrió con picardía.

—Ya te lo dije. Ningún problema.

Permanecieron sentados, tomando unas copas. De vez en cuando, Kleist sacaba a bailar a una de las chicas. Rowse jugueteaba con el vaso e inspeccionaba el recinto. Pese a que el local estaba situado en un callejón de mala muerte, el «Househole» estaba decorado con gran lujo, su música era buena y las bebidas no habían sido bautizadas. Incluso las chicas eran guapas, e iban bien vestidas.

Algunos de los clientes eran árabes de nacimiento, otros, alemanes. Parecían gente acomodada y dedicada sólo a pasar un buen rato. Rowse llevaba traje y corbata; sólo Kleist se distinguía de la concurrencia ya que vestía la parda cazadora de cuero de piloto de las Fuerzas Aéreas y una camisa de cuello abierto debajo. De no haber sido quien era, con la reputación que tenía, Abdallah no le hubiese permitido entrar debido a su atuendo.

Aparte del temible portero, Rowse no pudo apreciar ningún otro indicio de que el local fuese una madriguera para gente distinta a esos hombres de negocios, que se mostraban dispuestos a ser despojados de una gran cantidad de dinero en la esperanza, totalmente infundada, de poder llevarse a su casa a alguna de las muchachas de alterne. La mayoría de ellos tomaba champán; Kleist había pedido cerveza.

En la pared detrás de la barra había un gran espejo, que dominaba toda la zona de las mesas. Era un espejo unidireccional; detrás se encontraba el despacho del gerente. Dos hombres estaban de pie ante el cristal, mirando hacia abajo.

—¿Cuál de ellos es tu hombre? —preguntó uno de ellos en voz baja, con esa áspera pronunciación gutural de las erres característica de Belfast.

—Un alemán llamado Kleist. Viene por aquí de vez en cuando. Perteneció a las Fuerzas Especiales. Pero lo dejó, ya no pertenece a ese Cuerpo. Estuvo dos años en prisión por asesinato.

—No me refiero a él —replicó el otro— hablo del otro, del que está con él. Del británico.

—No tengo ni idea, Seamus. Se ha presentado aquí por las buenas.

—Pues entérate de quién es —insistió el otro—. Yo le he visto antes en alguna parte.

Los dos hombres aparecieron cuando Rowse se dirigió hacia el servicio de caballeros. Rowse había utilizado el urinario y estaba lavándose las manos cuando los dos entraron. Uno de ellos se acercó al urinario, se quedó de pie frente a la taza y comenzó a manipular los botones de su bragueta. Era el más alto y fornido de los dos. El más delgado, un irlandés de buena presencia, se quedó junto a la entrada. Se metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó una pequeña cuña de madera. Entonces se agachó, la dejó en el suelo y la empujó con un pie por debajo de la puerta. Así no recibirían ninguna visita inesperada.

Rowse vio en el espejo lo que el hombre hacía, pero aparentó no darse por enterado. Cuando el hombrachón se apartó del urinario, Rowse estaba preparado. Se dio media vuelta, esquivó hábilmente el primer golpe que el grandullón pretendió asestarle en la cabeza con el puño de su enorme manaza y le dio un puntapié en la rodilla izquierda, lastimándole el sensible tendón que está bajo la rótula.

El grandullón, cogido por sorpresa, gruñó de dolor. La pierna izquierda le falló, se retorció y agachó la cabeza hasta la altura de la cintura. La rodilla de Rowse subió con gran violencia y fue a estrellarse contra la mandíbula de su atacante. Se escuchó el crujido de dientes que se quiebran, y un fino chorro de sangre se escapó por entre los partidos labios del hombre que tenía frente a él. El hombrachón sintió que el dolor le subía por el muslo desde su rodilla magullada. La pelea terminó con el tercer golpe: cuatro nudillos rígidos se hundieron bajo la nuez de Adán en la garganta del hombre. Rowse se volvió hacia el que estaba cerca de la puerta.

—¡Tómeselo con calma, amigo! —dijo el hombre llamado Seamus—. Él sólo quería hablar con usted.

Seamus tenía una amplia y cautivadora sonrisa, propia de un jovencito incauto, que debería de causar estragos entre las mujeres, pero su mirada era fría y vigilante.

—Qu’est-ce qui se passe? —preguntó Rowse. Al entrar al club se había hecho pasar por un turista suizo.

—Dejemos eso, Mr. Rowse —dijo Seamus—. En primer lugar, usted lleva la palabra británico escrita de pies a cabeza. En segundo, su fotografía se encuentra en la contraportada de su libro, que leí con gran interés. Y, en tercer lugar, fue miembro de las SAS y estuvo destinado en Belfast hace años. Creo haberlo visto en alguna parte.

—¿Así que es eso? —replicó Rowse—. Ya estoy fuera de todo aquello, fuera del todo. Ahora escribo novelas para poder vivir. No hay más.

Seamus O’Keefe se quedó pensativo.

—Bien pudiera ser —admitió—. Si los británicos quisiesen infiltrar agentes en mi club, no creo que utilizaran a una persona cuyo rostro se encuentra estampado en tantos libros. ¿O lo harían?

—Podrían hacerlo —replicó Rowse— pero no conmigo. Y la razón es que yo jamás volvería a trabajar para ellos. Hubo un momento en que nuestros caminos se separaron para siempre.

—Me gusta oír eso, para estar seguro. Pues bien, en ese caso, hombre de la SAS, vamos a tomar un trago. Uno de verdad. Para brindar por los viejos tiempos.

El irlandés retiró la cuña y abrió la puerta. Sobre las baldosas, a gatas, el hombre alto y corpulento gemía de dolor. Rowse atravesó el umbral de la puerta, O’Keefe se detuvo unos instantes para susurrar algo al oído del grandullón.

En el bar, Ulrich Kleist seguía sentado a la mesa. Las chicas se habían marchado ya. El gerente y el gigantesco portero estaban de pie, junto a su mesa. Cuando Rowse pasó por su lado, Kleist enarcó una ceja. Si Rowse hubiese asentido, el alemán se hubiera enzarzado en una pelea, a pesar de que la desigualdad de condiciones no dejase lugar a dudas sobre su funesto desenlace. Rowse denegó con la cabeza.

—Todo está en orden, Uli. Tranquilo. Vete a casa. Ya nos veremos.

O’Keefe se llevó a Rowse a su propio apartamento. Tomaron «Jamesons» con agua.

—Háblame de esas averiguaciones, hombre de la SAS —dijo O’Keefe en tono sereno.

Rowse sabía que otros dos hombres estaban apostados en el pasillo, prestos para acudir si eran llamados. No había necesidad de emplear más violencia. A grandes rasgos expuso a O’Keefe la trama de la próxima novela que pretendía escribir.

—Entonces, ¿no va a aparecer nada sobre los muchachos de Belfast? —preguntó O’Keefe.

—No puedo utilizar el mismo argumento dos veces —replicó Rowse—. Mis editores no me lo aceptarían. Esta vez escribiré sobre América.

Estuvieron charlando durante toda la noche. Y bebiendo. Rowse aguantaba muy bien el güisqui, lo cual le vino de perillas. O’Keefe le dejó marchar casi al amanecer. Rowse hizo a pie el camino de regreso a su hotel con el fin de eliminar los vapores del alcohol.

Los otros se encargaron de trabajar a Kleist en unos grandes almacenes abandonados, adonde le habían llevado por la fuerza después de que Rowse saliese del club. El corpulento portero fue el encargado de derribarlo. Además, había otro palestino, que se dedicaba a utilizar sus instrumentos. Ulrich Kleist se distinguía por su gran resistencia, pero los palestinos habían aprendido en el sur del Líbano las técnicas de infligir dolor. Kleist se mantuvo todo lo que pudo, pero no resistió hasta el amanecer. Abandonaron su cadáver antes de que el sol saliera. Para Kleist fue un bienvenido descanso. El irlandés que había recibido la paliza en el servicio de caballeros se limitó a vigilar y a escuchar, palpándose de vez en cuando la boca, herida. Cuando todo había finalizado, acudió a informar a O’Keefe de lo que se había enterado. El jefe de la delegación del IRA asintió con la cabeza.

—Ya pensaba yo que había algo más que esa historia de la novela —dijo. Después envió un telegrama a Viena. El texto había sido cuidadosamente redactado.

Cuando Rowse salió del apartamento de O’Keefe y regresó al hotel cerca de la estación de ferrocarril, caminando por las calles de la ciudad que se despertaba, uno de sus guardaespaldas lo siguió con cautela. El otro estuvo vigilando el edificio de los grandes almacenes abandonados, pero no intervino.

A la hora del almuerzo, Rowse se comió un descomunal Bratwurst fuertemente condimentado con mostaza dulce alemana. Lo había adquirido en un Schnellimbiss, en uno de esos puestos emplazados en las esquinas donde preparan deliciosas salchichas en forma de bocadillo para aquellos que andan con prisas. Mientras comía, hablaba con los labios torcidos hacia un lado, dirigiéndose al hombre que caminaba al lado suyo.

—¿Piensas que O’Keefe te ha creído? —preguntó McCready.

Es posible que se lo haya tragado. A fin de cuentas, se trata de una explicación bastante plausible. Después de todo, los autores de novelas de suspense tienen que investigar cosas harto peregrinas en los más extraños lugares. Pero quizás abrigue sus dudas. No es un imbécil.

—¿Piensas que Kleist te ha creído?

Rowse soltó la carcajada.

—No, Uli, no. Está convencido de que soy una especie de renegado, que me he convertido en un mercenario y que ando en busca de armas para suministrárselas a algún cliente. Se mostró demasiado educado como para echarme eso en cara, pero es seguro que no se ha dado por satisfecho con la historia de que busco datos para una novela.

—¡Ajá! —replicó McCready—. Pues bien, quizás anoche nos hayamos apuntado un tanto. Realmente estás logrando que se fijen en ti. Ya veremos si en Viena continúa tu racha de buena suerte. Por cierto, mañana por la mañana saca un billete de avión. Paga en efectivo en el mismo aeropuerto.

El avión con destino a Viena hacía escala en Francfort y despegó a su hora fijada. Rowse viajó en primera clase. Después del despegue, las azafatas distribuyeron los periódicos. Como se trataba de un vuelo nacional alemán, no había ningún diario en inglés. Rowse, cuyo alemán era bastante limitado, se dedicó a descifrar los titulares. Uno de ellos, que cubría casi la mitad inferior de la primera página del Morgenpost, no necesitó descifrarlo.

El rostro que aparecía en la fotografía tenía los ojos cerrados y aparecía cubierto de desperdicios. Los titulares decían:

ENCONTRADO MUERTO EL ASESINO DE UNOS MAGNATES DE LA DROGA

En el artículo se explicaba que unos empleados del servicio de limpieza municipal habían encontrado el cadáver junto a un contenedor de basuras en una avenida cercana a los muelles. La Policía, que estaba investigando el caso, lo consideraba un ajuste de cuentas.

Rowse se levantó de su asiento, descorrió la cortina que aislaba la primera clase de la clase turista y avanzó por el pasillo en dirección a los lavabos. Cuando llegó a uno de los últimos asientos del avión dejó caer con fuerza el periódico en el regazo de un hombre que estaba leyendo la revista de a bordo y que le miró con sorpresa, frunciendo el ceño.

—¡Hijo de puta! —le dijo Rowse en tono silbante.

Para sorpresa de Rowse, el comandante Kariagin atendió su llamada a la Embajada soviética en el primer intento que hizo por ponerse en contacto con él. Rowse le habló en ruso.

Los soldados de las Fuerzas Aéreas Especiales, y muy particularmente los oficiales, han de ser unas criaturas de múltiples talentos. Como la unidad básica de combate de la SAS está integrada únicamente por cuatro hombres, se hace necesario un amplio espectro de habilidades por su parte. Dentro de un grupo de cuatro hombres, los cuales reciben un exhaustivo entrenamiento médico, es imprescindible que estén capacitados para operar una emisora de radio y que dominen varias lenguas entre ellos, aparte de la gran diversidad de técnicas de combate que han de utilizar. Ya que su destacamento había actuado en Malasia, Indonesia, Omán, Centroamérica y Sudamérica, los idiomas favorecidos habían sido siempre malayo, árabe y español. Para sus actuaciones en el marco de la OTAN, las lenguas preferidas habían sido el ruso (por supuesto) y uno o dos de los idiomas de los países aliados. Rowse hablaba francés, ruso y el gaélico irlandés.

El hecho de que un completo extraño telefoneara a la Embajada preguntando por el comandante Kariagin no era algo que resultase tan raro. Aparte de su función de cobertura como agregado militar, ese agente del GRU tenía la misión de vigilar la constante afluencia de solicitudes extranjeras para la compra de armas al Omnipol checoslovaco.

Las solicitudes intergubernamentales se presentaban directamente al Gobierno de Husak en Praga. Y no eran de la incumbencia del comandante. Pero otras, de procedencia más dudosa, llegarían a la delegación del Omnipol en el extranjero, cuya base neutral se hallaba en Viena. Kariagin se encargaría de revisarlas en su totalidad. Algunas las aprobaría, otras las enviaría a Moscú para que allí tomasen una decisión al respecto, pero había algunas a las que pondría su veto personal. De lo que no informaba a Moscú era de que esta última clase de decisiones eran susceptibles de ser influenciadas mediante una propina generosa. Acordó encontrarse con Rowse esa misma noche en el «Sacher’s».

El comandante no tenía ese aspecto de ruso que conocemos por las caricaturas. Era un hombre agraciado, siempre acicalado, bien peinado y mejor vestido. El comandante era persona conocida en ese famoso restaurante. El jefe de camareros les condujo hasta un tranquilo rincón, lejos de la orquesta y apartado de la algarabía de los demás comensales. Los dos hombres tomaron asiento y pidieron un Schnitzel, que acompañaron con una botella de ligero vino tinto austríaco.

Rowse le expuso la necesidad que tenía de obtener datos para su novela. Kariagin le escuchó con exquisita cortesía.

—Esos terroristas norteamericanos… —comenzó a decir cuando Rowse finalizó su exposición.

—Terroristas de ficción —le corrigió Rowse.

—Por supuesto, esos terroristas norteamericanos de ficción, ¿qué es lo que andan buscando?

Rowse sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pliego escrito a máquina y se lo tendió. El ruso leyó la lista, enarcó las cejas y se lo devolvió.

—¡Imposible! —exclamó—. Usted no se ha dirigido a la persona adecuada. ¿Por qué ha venido a verme?

—Un amigo mío de Hamburgo me dijo que usted estaba extraordinariamente bien informado.

—Permítame que cambie mi pregunta: ¿por qué se molesta en ir a ver a alguien? ¿Por qué no se lo inventa? Al fin y al cabo sólo se trata de una novela, ¿no?

—Por un prurito de autenticidad —contestó Rowse—. Hoy en día, el novelista que pretenda ser moderno no puede escribir cosas que sean falsas. En los tiempos que vivimos son demasiados los lectores que no desean verse tratados por una obra como si fuesen unos escolares mocosos.

—Me temo, Mr. Rowse, que usted ha llamado a la puerta equivocada. En esa lista hay algunos apartados que no encajan en los marcos de la producción armamentista convencional. Maletines con trampas explosivas, minas «Claymore»…, nada de eso es suministrado por el bloque socialista, así de simple. ¿Por qué no opta por el uso de armas convencionales en su… novela?

—Porque los terroristas…

—Terroristas de ficción —le corrigió Kariagin en un murmullo.

—Por supuesto, esos terroristas de ficción, aparentemente… es decir, eso es lo que les atribuyo en mi obra, quieren llevar a cabo una acción ultrajante en la que se vea envuelta la Casa Blanca. Y eso no lo lograrían con simples rifles adquiridos en una armería de Texas.

—No puedo ayudarle —dijo el ruso, enjugándose los labios con la servilleta—. Estamos en los días del glasnot. Las armas de las que usted me habla, como ese tipo de minas «Claymore», que, además, son de fabricación estadounidense y, por lo tanto, no obtenibles…

—Existe una copia de la misma fabricada en el bloque oriental —insistió Rowse.

—Ese tipo de armas, simplemente, no se suministran, a menos de que sea de Gobierno a Gobierno, y tan sólo con fines de legítima defensa. A mi país no se le ocurriría ni en sueños suministrar esa clase de material o aprobar su suministro por parte de un Estado amigo.

—Como Checoslovaquia.

—Tal como usted dice, como Checoslovaquia.

—Pero esa clase de armas aparece ahora en las manos de ciertos grupos terroristas —replicó Rowse—. En poder de los palestinos, por ejemplo.

—Es posible, pero no tengo ni la más remota idea de cómo las consiguen —dijo el ruso, haciendo ademán de levantarse—. Y ahora, amigo mío, si tiene a bien excusarme…

—Sé que hay un montón de cosas por indagar —dijo Rowse— pero en pro de esa búsqueda de autenticidad he reservado un modesto fondo para la investigación.

Rowse levantó una esquina del periódico plegado que había colocado en la tercera silla de la mesa. Un delgado sobre blanco asomó entre las páginas. Kariagin se sentó de nuevo, cogió el sobre y echó una mirada al fajo de marcos alemanes que había en su interior, lo contempló, y a continuación lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Si yo estuviese en su lugar y desease obtener cierta clase de material para vendérsela a un grupo de terroristas americanos —todos de ficción, por supuesto— creo que optaría por hacer un viaje a Trípoli, donde intentaría obtener una entrevista con cierto coronel llamado Hakim al-Mansur. Y ahora tengo que irme, realmente. ¡Buenas noches, Mr. Rowse!

—De momento, todo va muy bien —comento McCready cuando los dos se encontraron, uno junto al otro, en el urinario de caballeros en una tabernucha de mala muerte, situada en las proximidades del río—. Creo que deberías ir allí.

—¿Y qué pasa con el visado?

—Lo mejor sería que te dirigieras a la Oficina del Pueblo Libio, en La Valetta. Si te conceden el visado sin dilación, significaría que tu visita ha sido anunciada ya.

—¿Crees que Kariagin pasará el informe a Trípoli? —preguntó Rowse.

—Sí, eso creo. En caso contrario, ¿para qué insinuarte que te dirigieras a esa ciudad? Por supuesto que sí, Mr. Kariagin ofrecerá a su amigo al-Mansur la oportunidad de ver quién eres, de corroborar con algo más de profundidad esa ridícula historia tuya. A la postre, nadie se traga ya ese cuento de tu búsqueda de datos para la novela. Ya has saltado el primer obstáculo. Esos chicos malos empiezan a creer realmente que no eres más que un renegado que trata de hacer un rápido y lucrativo negocio trabajando para alguna agrupación clandestina de lunáticos norteamericanos. Al-Mansur deseará saber muchas más cosas sobre el asunto, tenlo por seguro.

Rowse voló de Viena a Roma y desde allí a la capital de Malta. A los dos días de su llegada —no había necesidad de echárseles en los brazos, como McCready había apuntado— presentó su solicitud en la Oficina del Pueblo con el fin de obtener un visado para visitar Trípoli. El motivo que adujo fue el deseo de buscar datos para un libro que pensaba escribir sobre los sorprendentes avances que la Jamahariya del Pueblo había realizado. Recibió el visado en veinticuatro horas.

A la mañana siguiente, Rowse embarcó en un avión de las Líneas Aéreas Libanesas que despegó del aeropuerto de La Valetta con destino Trípoli. Cuando tuvo ante su vista las pardas y amarillentas costas de la Tripolitania, que se extendían a lo largo de las brillantes aguas azules del Mediterráneo, Rowse pensó en el coronel David Stirling y en muchos otros, como Paddy Mayne, Jock Lewis, Reilly, Almonds, Cooper y el resto, los primeros hombres de las Fuerzas Aéreas Especiales que, justo después de la formación de ese grupo, atacaron, asaltaron e hicieron volar por los aires las bases alemanas a lo largo de toda esa costa, más de una década antes de que él naciera.

Y también pensó en las palabras que McCready le dijo en el aeropuerto de La Valetta mientras los dos guardaespaldas le esperaban en el automóvil:

—Me temo que Trípoli es un lugar al que no puedo acompañarte. Allí perderás tu retaguardia. Cuando llegues a esa ciudad, te encontrarás solo.

Y como sus predecesores en 1941, muchos de los cuales quedaron enterrados en el desierto, Rowse aprendería que en Libia estaría completamente solo.

El avión se inclinó hacia un ala y se dispuso a aterrizar en el aeropuerto de Trípoli.