El padre Dermot O’Brien recibió el mensaje de Libia a través de la vía normal para ese tipo de primeras comunicaciones: por correo.
Se trataba de una carta completamente ordinaria, y si a alguien se le hubiese ocurrido abrirla —algo que nadie hizo por la sencilla razón de que en la República de Irlanda no se suele interceptar el correo— no hubiera encontrado nada de interés en ella. El matasellos era de Ginebra, y aun cuando provenía de allí, en el membrete que había junto a los sellos se especificaba que el remitente trabajaba en el Consejo Mundial de las Iglesias, y eso no era cierto.
El padre O’Brien encontró la carta en su casillero, situado en el vestíbulo principal, junto al refectorio, una mañana en los comienzos de la primavera de 1987, cuando salía de desayunar. Echó un vistazo a los otros cuatro sobres que había recibido también, pero su mirada volvió a fijarse en el que le llegaba de Ginebra. Entonces vio la débil marca de lápiz en la solapa del sobre, la cual le advertía que no debería abrirlo en público, ni mucho menos dejarlo tirado en cualquier sitio.
El sacerdote saludó con una amable inclinación de cabeza a dos colegas que se dirigían al refectorio y subió a su dormitorio, en el primer piso.
La carta estaba escrita en el habitual papel delgado que se utiliza para el correo aéreo. El texto era caluroso y afable, comenzaba con Mi querido Dermot…, y estaba redactado en ese tono que un viejo amigo suele emplear cuando se dirige a un compañero que está involucrado en la misma obra pastoral. Aun cuando el Consejo Mundial de las Iglesias es una organización protestante, ningún observador casual hubiera encontrado nada extraño en el hecho de que un clérigo luterano escribiese a un amigo que daba la casualidad de que era un sacerdote católico. Aquéllos eran los días del ecumenismo cauteloso, sobre todo en el ámbito internacional.
El amigo de Ginebra le deseaba toda suerte de felicidades, se preocupaba por su estado de salud y le hablaba de la labor que el Consejo Mundial de las Iglesias realizaba en el Tercer Mundo. El meollo de la cuestión se encontraba en el tercer párrafo de la epístola, escrita a máquina. El remitente le comunicaba que su obispo recordaba con placer el encuentro que había tenido con el padre O’Brien y que nada le agradaría más que poder reunirse con él de nuevo. La carta concluía con un escueto tu querido amigo Harry.
Con sumo cuidado, el padre O’Brien dejó la carta a un lado y contempló, a través de la ventana de su alcoba, los verdes prados del Condado de Wicklow, que se extendían hasta la lejana localidad de Bray y, más allá, alcanzarían las grises aguas del mar de Irlanda. Éste se hallaba oculto por las cimas de las colinas, e incluso los tejados de Bray adquirían un aire mortecino al encontrarse a tanta distancia de la vieja casa solariega situada en las inmediaciones de Sandymount, donde la Orden a la que él pertenecía tenía su sede. Pero el sol brillaba esplendoroso sobre esas verdes campiñas que con tanta pasión amaba; la misma que ponía en su odio contra el gran enemigo que vivía al otro lado del mar.
La carta lo dejó intrigado. Había pasado mucho tiempo, casi dos años, desde la última vez que había viajado a Trípoli para una audiencia personal con el coronel Muammar el-Gaddafi, el gran líder de la Jamahariya del Pueblo libia, el custodio de la palabra de Alá, el hombre al que el remitente de la carta se refería como «el obispo».
Había sido aquélla una rara y privilegiada ocasión; pero, a pesar del florido lenguaje empleado en ella, del tono afable y de las extravagantes promesas, no logró nada en concreto. Ni dinero ni armas para la causa irlandesa. Aquello había terminado con una gran desilusión, y el hombre que había organizado el encuentro, Hakin al-Mansur, jefe del aparato exterior del Servicio Secreto libio, el Moukhabarat, que ahora firmaba como Harry, se había limitado a explayarse en tonos apologéticos.
Y por fin, la invitación, el resultado de aquella entrevista. Aun cuando en la calle no se especificaba una fecha concreta para la reunión con el obispo, el padre O’Brien sabía que eso no era necesario. Harry le daba a entender que se llevaría a cabo «sin dilación». Y aunque los árabes pueden postergar algo durante años pese a haber dicho que ha de ser sin ninguna dilación, si Gaddafi enviaba una convocatoria como ésa, lo mejor era acudir de inmediato para poder beneficiarse de su magnanimidad.
El padre O’Brien sabía muy bien que sus amigos en la Causa estaban deseosos de ser objeto de tal magnanimidad. Los fondos enviados desde Estados Unidos se estaban acabando, y los continuos llamamientos del Gobierno de Dublin por parte de esos hombres a los que el padre O’Brien veía como traidores, exhortando al mundo para que no enviase ni armas ni dinero a Irlanda, estaban, por desgracia, dando sus frutos. No sería de sabios el ignorar las invitaciones de Trípoli. El único problema consistiría en encontrar una buena excusa para emprender otro viaje tan pronto.
En un mundo perfecto, el padre O’Brien podría haberlo organizado con unas pocas semanas de descanso. Pero lo cierto era que hacía tan sólo tres días que había regresado de Amsterdam, donde había simulado asistir a un seminario que llevaba el pomposo título de La guerra por necesidad.
Durante el tiempo que había pasado en el continente europeo había tenido la oportunidad de escabullirse de Amsterdam y de alquilar por tiempo indefinido y bajo nombre falso, gracias a unos fondos que había recolectado con anterioridad en Utrecht, dos apartamentos, uno de ellos en la localidad holandesa de Roermond, el otro en Münster, en Alemania Occidental. Más tarde se convertirían en pisos francos para los jóvenes héroes que irían a refugiarse en ellos con el fin de llevar la guerra al enemigo allí donde éste menos la esperaba.
Para Dermot O’Brien, el viajar formaba parte constante de su vida. La Orden a la que pertenecía realizaba labores misioneras y ecuménicas, y llevaba el Secretariado Internacional. Ese cargo le otorgaba la tapadera perfecta para la guerra; no para la guerra por necesidad, sino contra los ingleses; guerra que se había convertido en la misión de su vida y en la razón de la misma desde el día que sostuvo entre sus manos la destrozada cabeza de un joven moribundo en las calles de Londonderry. Hacía ya muchos años de eso, y había visto a los paracaidistas ingleses recorriendo las calles, y había pronunciado sus últimos votos, mientras para sus adentros se hacía su otra promesa, de tipo personal, de la que la Orden y el obispo nada sabían.
Desde entonces había alimentado y agrandado su visceral odio contra las personas que vivían al otro lado del mar y había ofrecido sus servicios a la Causa en la que lo recibieron con los brazos abiertos. Durante diez años fue el principal «apañador» a escala internacional para el IRA Provisional. Él había recaudado los fondos, movido el dinero de un Banco a otro —utilizando siempre cuentas bajo nombres falsos—; le había procurado pasaportes falsos, además de encargarse de que las armas y sus repuestos llegasen a salvo y fuesen almacenadas en lugar seguro.
Con su ayuda, las bombas colocadas en Regent’s Park y Hyde Park destrozaron a los jóvenes jinetes de la banda militar y sus caballos; mediante su apoyo logístico fue posible que los vehículos cargados de explosivos estallaran en una calle de las afueras de Harrods, destrozando cuanto había a su alrededor y lanzando por los aires entrañas y miembros mutilados. Lamentaba que aquello hubiera sido necesario, pero sabía que era justo. Luego leería las noticias en los periódicos y vería las escenas en la televisión en compañía de sus horrorizados compañeros en la sala de estar de la finca solariega de su Orden; y aceptaría la invitación de algún otro sacerdote de la obra parroquial y oficiaría la misa de difuntos con serenidad y calma espiritual.
El problema que se le había presentado esa mañana se solucionó por casualidad gracias a un pequeño anuncio publicado en el Dublin Press, un ejemplar del cual tenía extendido sobre su cama, ya que había estado leyéndolo mientras se tomaba el té de la mañana.
Su habitación le hacía también las veces de despacho, y disponía de teléfono propio. Realizó dos llamadas, y, durante la segunda, recibió una calurosa invitación para unirse al grupo cuya próxima peregrinación había sido anunciada en el periódico. A continuación fue a ver a su superior.
—Necesito esa experiencia, Frank —le dijo—. Si me quedo en el despacho, el teléfono no dejará de sonar. Tengo necesidad de paz, y de tiempo para rezar. Si pudieses prescindir de mí, me gustaría ir.
El superior echó una mirada al itinerario y asintió con la cabeza.
—Ve con mi bendición, Dermot. Reza por todos nosotros cuando te encuentres allí.
La peregrinación duraría una semana. El padre O’Brien sabía que no necesitaba ponerse en contacto con el Consejo del Ejército de Liberación con el fin de pedirles permiso para ese viaje. Si a su vuelta tenía noticias, tanto mejor. En caso contrario, no había necesidad de que molestara a los del Consejo. Envió una carta a Londres, en la que adjuntó un cheque para abonar la reserva durante veinticuatro horas, sabiendo que llegaría en un plazo de tres días de la Oficina del Pueblo Libio (Embajada). Esto le daría tiempo a Trípoli para hacer los últimos preparativos.
La peregrinación comenzó con una misa solemne y rezos en el santuario irlandés de Knock, después, los peregrinos se dirigieron al aeropuerto de Shannon, donde tomaron un avión para Lourdes, en las estribaciones del Pirineo francés. Una vez allí, el padre O’Brien se apartó de la masa de peregrinos integrada por hombres y mujeres laicos, monjas y sacerdotes, y se embarcó en el pequeño aeroplano de alquiler que le estaba esperando en el aeropuerto de Lourdes. Cuatro horas más tarde aterrizaban en el aeropuerto de La Valetta, en Malta, donde los libios se hicieron cargo de él. El lujoso jet, como el que utilizan los ejecutivos, sin distintivo especial alguno, aterrizó en una pequeña base militar de las afueras de Sirte, justo veinticuatro horas después de que el sacerdote irlandés hubiese emprendido el viaje desde Shannon. Hakim al-Mansur, cortés y afable como siempre, se encontraba allí para recibirlo.
Debido a las prisas, pues tenía que regresar a Lourdes para reunirse con el grupo de peregrinos, no hubo reunión alguna con el coronel Gaddafi. De hecho, nunca se había tomado en cuenta esta posibilidad. Se trataba, en realidad, de una operación que Hakim al-Mansur había decidido llevar a cabo solo. Los dos hombres se entrevistaron en un saloncito que había sido reservado para ellos en la base, y que estaba custodiado por la guardia personal de Hakim al-Mansur. Cuando terminaron y después de que el irlandés pudiese gozar de unas pocas horas de sueño, el padre Dermot emprendió su viaje de regreso a Lourdes, pasando por Malta. El clérigo se encontraba muy excitado. Si lo que el árabe le había comentado llegaba a realizarse, significaría un paso de gigante en pro de su Causa.
Tres días después, Hakim al-Mansur acudía a su entrevista personal con el Gran Caudillo. Había sido convocado, como siempre, en el último momento, cuando se le indicó dónde estaría el coronel Gaddafi ese día. Desde el bombardeo que había sufrido el año anterior, el caudillo libio tomaba más precauciones que nunca para cambiar su cuartel general de un sitio a otro, y se había pasado cada vez más tiempo en el desierto, a una hora en automóvil de Trípoli.
El coronel Gaddafi se encontraba ese día en lo que al-Mansur denominaba en privado «el elemento beduino», repantigado a sus anchas sobre un montón de cojines en una gran tienda de campaña, decorada con gran primor, emplazada en uno de sus campamentos del desierto, vestido con un sencillo caftán blanco. Parecía más lánguido que nunca mientras escuchaba los informes de dos nerviosos ministros que se sentaban ante él cruzados de piernas. Ambos, hombres de cultura urbana por nacimiento, hubiesen preferido estar cómodamente sentados detrás de sus respectivos escritorios, pero si el Gran Caudillo tenía el capricho de verlos sentados en cuclillas sobre los cojines extendidos en la alfombra, no les quedaba más remedio que acuclillarse sobre los cojines.
Mediante un gesto de su diestra, Gaddafi hizo notar que se daba por enterado de la presencia de Hakim al-Mansur y le indicaba que debería sentarse a un lado y esperar su turno. Una vez que los dos ministros hubieron acabado y salieron, Gaddafi bebió un sorbo de agua y ordenó a al-Mansur que le hiciera un resumen de su informe.
El joven agente le informó de sus planes sin introducir en ellos adornos superfluos o exageraciones. Al igual que todos los que rodeaban al caudillo libio, Hakim al-Mansur sentía cierto temor reverencial hacia Gaddafi. Era un enigma, y los hombres abrigan siempre un temor reverencial por los enigmas, en especial ante aquellos que sólo necesitan hacer un leve gesto con la mano para conducir a cualquiera ante el piquete de ejecución.
Al-Mansur sabía que muchos extranjeros, y en particular los norteamericanos, y a los niveles más altos, creían que Gaddafi estaba loco. Pero él, Hakim al-Mansur, sabía muy bien que no había ni un rasgo de locura en la personalidad de Muammar el-Gaddafi. Si ese hombre hubiese estado trastornado, no hubiera sobrevivido durante dieciocho años detentando el poder supremo e incuestionable en aquel país turbulento, fragmentado y dado a la violencia.
Gaddafi era, de hecho, un político tan hábil como sutil. Había cometido equivocaciones, y alimentado también sus ilusiones, curiosamente con respecto al resto de los países del mundo y a su status en ese mundo. Se creía una superestrella solitaria, que ocupaba el centro del escenario universal. Estaba convencido de que sus largos y divagadores discursos eran recibidos con veneración por millones de seres de aquellas «masas» que vivían más allá de sus propias fronteras, cuando los exhortaba a que se desembarazaran de sus dirigentes y aceptaran su supremacía inevitable en la causa justa de la purificación del Islam, de acuerdo con el mensaje divino que él había recibido en persona para cumplir esa misión. Nadie de su séquito personal se hubiera atrevido a contradecirle.
Pero lo cierto era que dentro de Libia su poder era incontestado y virtualmente incuestionable. Gozaba del asesoramiento de un pequeño círculo de consejeros que compartían su intimidad. Los ministros podían ser nombrados y destituidos, pero los hombres que integraban ese reducido círculo, aun cuando sospechase que uno de ellos lo traicionaba, eran merecedores de su absoluta confianza y, de hecho, detentaban el poder real. Tan sólo unos cuantos de ellos sabían algo de los extraños parajes que conformaban «el extranjero». Y a ese respecto, Hakim al-Mansur, educado en un colegio privado británico, podía ser considerado un experto. Al-Mansur sabía que Gaddafi sentía una cierta debilidad por él. Y era un sentimiento justificado, ya que el jefe del aparato exterior del Mukhabarat había dado prueba de su lealtad, en sus años más jóvenes, al ejecutar personalmente a tres de los opositores políticos de Gaddafi, en sus escondrijos en Europa.
De todos modos, había que tratar con mucho cuidado al dictador beduino. Algunos lo conseguían a base de adulación y lenguaje florido. Al-Mansur sospechaba que Gaddafi consentía esa actitud, pero aceptándola con cierta dosis de reserva. Su propio modo de comportarse era respetuoso, pero jamás ocultaba la verdad. Exponía los hechos con sumo cuidado, aun cuando se guardaba mucho de revelarlos todos, ya que esto podía haber sido una actitud suicida; al-Mansur, tenía la impresión de que detrás de aquella soñadora sonrisa y de aquellos gestos y ademanes, casi todos afeminados, el coronel Muammar el-Gaddafi deseaba que le dijesen la verdad.
Aquel día, en abril de 1987, Hakim al-Mansur habló a su caudillo de la visita del sacerdote irlandés y de la conversación mantenida por los dos. Mientras le estaba informando de ello, uno de los miembros del equipo médico de Gaddafi, que había estado mezclando una pócima en una mesa colocada en un rincón, se acercó a Gaddafi y le ofreció una tacita. El caudillo libio ingirió el brebaje e hizo señas al médico para que se retirara. El hombre cogió sus medicamentos a toda prisa y unos segundos después abandonaba la tienda.
Aun cuando ya había transcurrido un año desde que los aviones estadounidenses bombardearan su residencia particular, el coronel Muammar el-Gaddafi no había logrado recobrarse del todo. Todavía le atormentaban las pesadillas de vez en cuando y sufría los efectos de la hipertensión. El médico le había dado un calmante suave.
—¿Así que han aceptado el cincuenta por ciento de las ganancias sobre el material? —preguntó Gaddafi.
—El sacerdote comunicará esa condición —respondió al-Mansur—. Estoy convencido de que el Consejo Militar dará su aprobación.
—¿Y en cuanto al asunto del embajador estadounidense?
—Eso también.
Gaddafi emitió un profundo suspiro, haciéndolo en el modo que corresponde a un ser sobre cuyos hombros pesa demasiada parte de la carga que el mundo ha de soportar.
—Pero eso no es suficiente —dijo en tono soñador—. Hay que conseguir más. En el continente americano.
—La búsqueda continúa, Excelencia. El problema sigue siendo el mismo. En el Reino Unido contamos con el IRA Provisional, cuyos hombres se encargarán de la justa venganza en vuestro nombre. Los infieles destruirán a los infieles siguiendo los deseos de Vuestra Excelencia. Fue una brillante idea…
La idea de utilizar al IRA Provisional como conducto e instrumento para la venganza personal de Gaddafi contra los británicos había sido, en realidad, del cerebro de Hakim al-Mansur, pero el coronel Gaddafi estaba convencido de que esa iniciativa había sido suya, inspirada por el mismo Alá.
—En Estados Unidos no hay, por desgracia, ninguna red de guerrilleros que podamos utilizar del mismo modo. La búsqueda continúa. Acabaremos por encontrar los instrumentos de vuestra venganza.
El coronel Gaddafi asintió repetidas veces con la cabeza y luego le hizo un gesto indicativo de que la audiencia había terminado.
—Preocúpate de eso —murmuró con suavidad.
La recogida de información para los Servicios de Inteligencia es un oficio extraño. Rara vez suele ocurrir que un único golpe de suerte ofrezca todas las respuestas, por no hablar ya de que resuelva todos los problemas. La búsqueda de una única y maravillosa solución es un empeño específicamente norteamericano. En casi todos los casos, el cuadro va apareciendo como si de uno de esos complicado puzzles se tratara, para que los vayamos ensamblando, pieza tras pieza. Por regla general, la última docena de piezas jamás llega a aparecer del todo; un buen analista de Inteligencia sabrá qué cuadro corresponde a cada conjunto de fragmentos confuso.
En algunas ocasiones, las piezas del mismo no surgen en modo alguno de la imagen analizada del rompecabezas en cuestión, sino de otro distinto. Y a veces las piezas son falsas en sí mismas. Entonces nunca encajarán con la precisión que caracteriza a un verdadero rompecabezas con sus bordes perfectamente recortados para que todas y cada una de las piezas puedan ser colocadas en el lugar correspondiente.
Hay hombres en la Century House, sede del Servicio Secreto de Inteligencia británico, que son auténticos especialistas en rompecabezas. Rara vez abandonan sus despachos; los recolectores, los agentes de campo, son los encargados de proporcionarles las piezas. El analista procurará ensamblarlas. Antes de que el mes de abril finalizase, dos piezas de un nuevo rompecabezas habían llegado a la Century House.
Una de ellas les había sido facilitada por el médico libio que estaba en la tienda cuando Gaddafi tomaba su medicina. El hombre tenía un hijo al que amaba entrañablemente. El joven se encontraba en Inglaterra, donde cursaba la carrera de ingeniero, cuando los agentes del Mukhabarat lo abordaron y le hicieron saber que si quería a su padre debería de realizar una misión para el Gran Caudillo. La bomba que le entregaron para que la depositara en un lugar estratégico explotó antes de tiempo. El padre había logrado ocultar muy bien su rabia y su dolor, y aceptar las condolencias, pero el odio se apoderó de su alma y, desde aquel momento, se dedicó a pasar a los británicos toda la información que le era dado recabar desde su posición en la corte del coronel Muammar el-Gaddafi.
Su informe sobre los fragmentos de la conversación que había logrado captar antes de abandonar la tienda no fue enviado al Reino Unido a través de la Embajada británica en Trípoli, ya que ésta se encontraba vigilada día y noche. Sino que partió para El Cairo, ciudad a la que llegó una semana después. Desde allí fue enviado a Londres a toda prisa, donde lo consideraron lo bastante importante como para ser transmitido directamente a la misma cópula de la Century House.
—¿Qué es lo que está tratando de hacer Gaddafi? —preguntó el Jefe cuando se lo comunicaron.
—Parece ser que ha ofrecido un donativo de explosivos y armas al IRA —respondió Timothy Edwards, el cual había sido ascendido de director adjunto a subdirector ese mismo mes—. Ésa, al menos, parecer ser la única interpretación posible de esa conversación escuchada por casualidad.
—¿Cómo se hizo la oferta?
—A través de un sacerdote irlandés que había viajado expresamente a Libia.
—¿Sabemos quién es?
—No, señor. Podría ocurrir que no se tratara en realidad de un sacerdote. O que quizá fuese una cobertura para un agente del Consejo Militar del IRA. Pero la oferta parece tener su origen en el coronel Gaddafi.
—Perfecto. Bien, tenemos que descubrir la identidad de ese clérigo misterioso. Hablaré con los del Apartado y veré si ellos tienen algo. Si ese hombre se encuentra en el Norte, será suyo. Si está en el Sur, o en alguna otra parte, nosotros nos encargaremos de él.
El Apartado Quinientos es el término empleado en la jerga de la Casa para referirse al MI-5, el Servicio de Seguridad británico, el aparato de contraespionaje, cuya misión consiste en combatir el terrorismo en Irlanda del Norte como parte del territorio británico. Competencia del SIS son las operaciones de espionaje y de contraespionaje defensivo en todo el mundo, incluyendo la República de Irlanda, el «Sur».
Ese mismo día, el jefe del SIS almorzó con su colega, el director general del MI-5. El tercer hombre a la mesa era el presidente del Comité Conjunto de Inteligencia; su misión consistiría en dar la voz de alarma al Consejo de Ministros. Dos días después, en una operación realizada por el MI-5 se consiguió la segunda pieza del rompecabezas.
Nada hubo previsible en aquella operación; fue sólo uno de esos extraños golpes de suerte que, a veces, hacen la vida más fácil. Un joven militante del IRA, que conducía un automóvil con una «Armalite» en el maletero, se topó por sorpresa con la barricada que una unidad móvil de la Policía Real de Ulster había levantado en la carretera. El adolescente tuvo un titubeo, pensó luego en el subfusil que llevaba en el coche y que le garantizaría unos cuantos años de prisión en una cárcel, y trató de romper el control policíaco.
Estuvo a punto de lograrlo. Y si hubiese tenido más experiencia, se hubiera salido con la suya. El sargento y los dos policías que custodiaban la barricada tuvieron que echarse a un lado cuando el coche robado se precipitó de repente contra ellos. Pero un tercer policía, que se encontraba algo retirado, alzó su rifle y efectuó cuatro disparos contra el automóvil que se daba a la fuga. Uno de los disparos alcanzó al joven en la nuca.
El muchacho no era más que un simple recadero, pero el IRA decidió que merecía un funeral con honores militares. Aquello tuvo lugar en el pueblo natal del joven fallecido, una pequeña localidad en South Armagh. La apesadumbrada familia fue confortada por Gerry Adams, presidente del Sinn Fein, el cual les pidió un pequeño favor. ¿Estarían dispuestos a permitir que un sacerdote forastero, que sería presentado a los demás como un viejo amigo de la familia, se encargase de oficiar el funeral en lugar del cura de la parroquia? La familia, compuesta toda ella por republicanos a ultranza, y con otro hijo que había dedicado su vida al servicio del asesinato, no dudó en dar su consentimiento. Los funerales fueron oficiados por el padre Dermot O’Brien.
Un hecho muy poco conocido acerca de los funerales que el IRA celebra para enterrar a sus muertos en Irlanda del Norte es que esos actos son utilizados por los dirigentes para reunirse y celebrar conferencias en un entorno que les resulta tan útil como seguro. Las ceremonias están rodeadas siempre de fuertes medidas de seguridad por parte de los «hombres duros» del IRA. Cada persona de la comitiva fúnebre —hombres, mujeres y niños— suele ser un simpatizante activo del IRA. En algunas de las localidades pequeñas de South Armagh, Fermanagh y South Tyrone, hay pueblos enteros en los que hasta el último de sus habitantes es un fanático simpatizante del Ejército Republicano irlandés.
Pese a que las cámaras de televisión se encuentran con frecuencia enfocadas hacia los participantes de esas ceremonias, los jefes del IRA, protegidos por la multitud de los especialistas en la lectura de los movimientos de los labios, pueden murmurar sus conferencias, forjar planes, tomar decisiones, intercambiar información y concretar operaciones futuras, algo que no siempre resulta fácil para personas que están bajo constante vigilancia. Para un soldado británico o para un miembro de la Policía Real de Ulster, el acercarse a uno de esos entierros puede ser la señal que desencadene un tumulto o, incluso, la muerte del soldado, como ha ocurrido muchas veces. La vigilancia de esas ceremonias se realiza con cámaras provistas de teleobjetivos, pero no se puede detectar con ellas una conversación que se lleve a cabo entre murmullos y por las comisuras de la boca. De este modo, el IRA utiliza incluso la supuesta santidad de la muerte para planear futuras masacres.
Cuando los británicos se enteraron de lo que ocurría, no se mostraron remisos a la hora de ponerse al día. En cierta ocasión se dijo que lo más importante que un caballero inglés ha de aprender en su vida consiste precisamente en saber cuándo tiene que dejar de serlo. Así que los británicos optaron por ocultar micrófonos en los ataúdes.
La noche anterior al funeral que iba a celebrarse en la localidad de Ballycrane, dos soldados de la SAS, disfrazados con ropas de civil, se introdujeron en la funeraria donde el féretro vacío se encontraba a la espera de ser utilizado por la mañana. El cadáver, conforme a la tradición irlandesa, yacía aún afuera, en el vestíbulo familiar situado en la parte frontal de la casa con mira a la calle. Uno de los soldados era técnico en electrónica, el otro, ebanista y carpintero. En una hora ya habían implantado el micrófono dentro del maderamen del ataúd. El aparato tendría una vida muy corta, ya que antes del mediodía siguiente estaría bajo dos metros de tierra.
Por la mañana, ocultos en un refugio profundo en la ladera de una colina que se alzaba sobre la aldea, los hombres de la SAS vigilaban el entierro y fotografiaban los rostros de todos los asistentes al acto con una cámara cuyo objetivo parecía un tubo de bazuca. Uno de los soldados se encargaba de registrar los sonidos que transmitía el artilugio introducido en la madera del féretro, cuando éste era transportado a través de la calle principal de la aldea e introducido en la iglesia. El aparato en cuestión grabó todo el servicio fúnebre; luego, los soldados vigilaron el féretro, desde el momento en que era sacado de la iglesia hasta que fue depositado junto a la fosa abierta.
El sacerdote, con su sotana hinchada y ondeante por los efectos de la brisa matinal, pronunció sus últimas palabras y echó un puñado de tierra sobre el féretro cuando lo hubieron introducido en la tumba. El ruido que la tierra produjo al chocar contra la madera hizo que el soldado que estaba a la escucha se estremeciese sobresaltado, por lo fuerte que sonó. Al lado de la fosa abierta, el padre Dermot O’Brien se situó junto a un hombre que era conocido por los ingleses como el ayudante del jefe del estado mayor de la Junta Militar del IRA. Con las cabezas gachas y ocultando los labios, se pusieron a hablar en murmullos.
Y todo cuanto dijeron quedó registrado en la grabadora que tenían en la ladera de la colina. Desde allí, la cinta fue a Lurgan, después al aeropuerto de Aldergrove y, por último, a Londres. No había sido más que una simple operación de rutina, pero el resultado era equiparable a un filón de oro puro. El padre Dermot O’Brien comunicaba a la Junta Militar del IRA todos los detalles de la oferta hecha por el coronel Gaddafi.
—¿Cuánto? —preguntó Sir Anthony, el presidente del Comité Conjunto de Inteligencia, dos días después en Londres.
—Veinte toneladas, Tony. Ésa es la oferta.
El director general del MI-5 cerró el informe que su colega había terminado de leer y lo guardó de nuevo en su portafolios. No tenía la cinta original a mano. Sir Anthony era un hombre muy ocupado, así que un resumen escrito era todo cuanto necesitaba.
La cinta había estado más de un día en las oficinas del MI-5 en Londres, y los técnicos habían trabajado con ella a toda prisa. La calidad del sonido no era especialmente buena, algo inevitable. Por una parte, el aparato de escucha había sido preparado para registrar las palabras a través de medio centímetro de madera y el ataúd se encontraba ya dentro de la fosa cuando empezó la dichosa conversación. Por otra parte, no faltaron otros sonidos como los sollozos de la madre del joven terrorista muerto, que en todo momento estuvo cerca del cadáver; los silbidos del viento por encima de la fosa abierta y a través de los ondeantes hábitos del sacerdote; los murmullos de los asistentes y el estruendo que formó la guardia de honor del IRA, cuando sus hombres, que se cubrían el rostro con una capucha negra, dispararon al aire tres salvas seguidas.
Un productor de radio hubiese pensado que se trataba de la grabación confusa de un desorden callejero. Pero esa grabación no había sido hecha pensando en su transmisión por radio. Por otra parte, la tecnología del registro electrónico de sonidos se encuentra muy avanzada. Con sumo cuidado, los ingenieros de sonido habían ido eliminando los ruidos de fondo «filtrando» las palabras pronunciadas en distintos ámbitos de frecuencia y separándolas de todo lo demás. Las voces del sacerdote oficiante y del hombre de la Junta Militar que se encontraba junto a él jamás hubiesen ganado un premio de buena locución, pero lo que decían se escuchaba con suficiente claridad.
—¿Y en cuanto a las condiciones? —preguntó Sir Anthony—. ’¿No hay duda acerca de ellas?
—Ninguna —contestó el Director General—. En esas veinte toneladas va incluido lo habitual: pistolas ametralladoras, rifles, granadas, lanzagranadas, morteros, pistolas, aparatos de relojería para las bombas y bazucas, probablemente «RPG-7» checas. A lo que hay que añadir dos mil kilos de «Semtex-H». Y de todo ello, la mitad deberá ser usada para colocar bombas en territorio británico, en una campaña de terror que incluirá el asesinato del embajador de Estados Unidos. Según parece, los libios se mostraron muy insistentes en eso.
—Bobby, quiero que transmitas todo esto al SIS —dijo Sir Anthony—. Nada de rivalidad entre los Servicios, si tienes la amabilidad. Cooperación total, en todos los aspectos. Da la sensación de que se trata de una operación de ultramar, y eso es asunto suyo. Partiendo de algún lugar de Libia hasta alguna bahía olvidada de Dios en las costas de Irlanda, el asunto será una operación extranjera. Quiero de ti que les des la cooperación más absoluta de tu organización, empezando por ti mismo.
—Eso ni se discute —aseveró el Director General—. La tendrán.
Antes del anochecer, el jefe del Servicio Secreto de Inteligencia británico y su subordinado, Timothy Edwards, habían recibido un amplio y exhaustivo informe en Curzon Street, donde su Servicio hermano tenía el Cuartel General. En contra de lo que acostumbraba a hacer, el Jefe se mostró dispuesto a admitir que podía corroborar, en parte, la información del Ulster gracias a lo que el médico libio les había comunicado. En situaciones normales, nadie hubiera sido capaz de sacarle la más mínima alusión concerniente a las misiones del SIS en el extranjero, pero ésa no era una situación normal.
El jefe del SIS pidió la cooperación que deseaba y la obtuvo. El MI-5 redoblaría sus tareas de vigilancia, tanto físicas como electrónicas, en torno al hombre del Consejo Militar del IRA. Y mientras el padre O’Brien siguiese viviendo en el Norte, le serían aplicable idénticas medidas. Cuando regresara a la República de Irlanda, el SIS se haría cargo de su persona. La vigilancia también se doblaría en torno al otro hombre mencionado en la conversación mantenida junto a la tumba; un hombre que era muy conocido por las Fuerzas de Seguridad británicas, pero que nunca había sido acusado de nada ni detenido.
El Jefe ordenó a sus propias redes de agentes en la República de Irlanda que estuvieran al tanto del regreso del padre O’Brien, para que lo mantuviesen luego bajo continua vigilancia y, por encima de todo, para que alertasen a Londres si salía al extranjero por aire o por mar. La detención del sospechoso sería mucho más fácil en el continente europeo.
Al volver a la Century House, el Jefe mandó llamar a Sam McCready.
—Impídelo, Sam —dijo el Jefe—. Impídelo como sea, bien en sus mismas fuentes en Libia o durante el transporte. Esas veinte toneladas no han de llegar a poder de esas gentes.
Sam McCready se pasó horas enteras sentado en la oscura sala de proyecciones viendo la película rodada en el funeral. Mientras la cinta grababa todo el servicio fúnebre dentro de la iglesia, la cámara había vagado afuera de un lado a otro, por el cementerio, enfocando al puñado de miembros del IRA que estaban apostados allí para impedir que alguien se acercara. Con las capuchas de lana negras, ninguno era reconocible.
Cuando el cortejo salió por el pórtico de la iglesia para encaminarse hacia la fosa abierta, cuatro hombres encapuchados llevaban el féretro sobre sus hombros; en ese momento, Sam McCready pidió a los técnicos que sincronizaran sonido e imagen. Nada se oyó que pudiera parecer ni remotamente sospechoso hasta el momento en que el sacerdote, agachando la cabeza, se colocó ante la tumba junto al hombre de la Junta Militar del IRA que estaba a su lado. El sacerdote levantó la cabeza en cierta ocasión para dirigir unas palabras de consuelo a la sollozante madre del joven muerto.
—Congelad la imagen. Sacar de ahí un primer plano. Ampliadlo.
Cuando el rostro del padre O’Brien llenó toda la pantalla, McCready se quedó contemplándolo con fijeza durante veinte minutos, memorizando cada rasgo hasta reconocer aquel rostro en cualquier lugar.
Leyó la transcripción de la parte de la cinta grabada en la que el sacerdote informaba sobre su visita a Libia, y la releyó una y otra vez. Después se encerró en su despacho y se dedicó a mirar las fotografías.
Una de ellas era de la de Muammar el-Gaddafi, con su negro cabello abultado sobresaliendo por debajo de su gorra militar y la boca entreabierta mientras hablaba. Otra de las fotos correspondía a Hakim al-Mansur, cuando se apeaba de un automóvil en París, exquisitamente vestido por «Saville». Llamativo, pulcro y acicalado, bilingüe en árabe e inglés, hablando el francés con fluidez, educado, encantador, cosmopolita y completamente mortífero. La tercera mostraba al jefe del estado mayor de la Junta Militar del IRA, dirigiéndose a una multitud en un mitin público celebrado en Belfast, desempeñando su otro papel de hombre respetuoso de la ley y concejal local del partido político Sinn Fein. Había una cuarta foto, la del hombre que había sido mencionado junto a la tumba como miembro de la Junta Militar al que correspondería hacerse cargo de la operación y dirigirla, la persona que el padre O’Brien tenía que haber presentado y recomendado por carta a Hakim al-Mansur. Los británicos sabían que era un antiguo comandante de la brigada South Armagh del IRA, promovido ahora de su cargo en los asuntos locales a jefe de los Comandos Especiales, un hombre muy inteligente, con una larga experiencia, y, además, un asesino despiadado. Se llamaba Kevin Mahoney.
McCready permaneció contemplando las fotografías durante horas, intentando extraer algún conocimiento de los cerebros que se ocultaban tras aquellos rostros. Si deseaba ganar, tendría que medir su inteligencia con la de ellos. En cierto modo, le llevaban ventaja. Ellos deberían de saber no sólo lo que tenían que hacer, sino cómo hacerlo. Y cuándo. Él estaba al corriente de lo primero, pero ignoraba lo segundo y lo tercero.
McCready tenía dos ventajas. Sabía lo que los otros tenían en mente, pero ellos ignoraban ese detalle; y podía reconocerlos, mas ellos a él, no. ¿O acaso conocía al-Mansur su rostro? El libio había trabajado con la KGB; los rusos conocían a McCready. ¿Habrían pasado un retrato del Manipulador al libio?
El Jefe no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
—Lo siento, Sam, pero no permitiré en modo alguno que vayas solo. No me importa un comino que sólo haya un uno por ciento de probabilidades de que tengan tu rostro en sus archivos, mi respuesta es no. No pueden cogerte vivo, bajo ningún tipo de circunstancias. No quiero enfrentarme a otro caso como el del pobre Buckley.
Richard Buckley, jefe de la delegación de la CIA en Beirut, había sido apresado vivo por el Hezbollah. Tuvo una muerte lenta y terrible. Aquellos fanáticos enviaron después a la CIA una cinta de vídeo en la que vieron, y escucharon, cómo le desollaban vivo. Y, por supuesto, el hombre habló, lo contó todo.
—Tendrás que encontrar a alguien para eso —dijo el Jefe—. Y quiera Dios encargarse de su protección.
Y así fue como Sam McCready se puso a revisar los archivos, día tras día, avanzando y retrocediendo, descartando y sorteando, considerando y rechazando. A veces daba con un nombre, con un «posible» candidato. Y lo comentaba con Timothy Edwards.
—Estás completamente loco, Sam —le dijo Edwards—. Sabes que se trata de una persona inaceptable. Los del MI-5 lo detestan más que a la peste. Nos estamos esforzando por cooperar con ellos, y tú me vienes con una cosa así…, con un renegado. ¡Maldita sea!, es un tránsfuga de pies a cabeza, un individuo capaz de morder la mano que lo alimenta. Jamás le hemos dado empleo.
—Ése es precisamente el quid de la cuestión —replicó Sam con voz serena.
Edwards cambió de argumentos.
—A fin de cuentas, nunca ha trabajado para nosotros.
—Pero podría hacerlo.
—Dame una buena razón para ello.
McCready se la dio.
—Está bien —asintió Edwards—. Por lo que se dice en los archivos, ese hombre es un extraño. El utilizarlo está prohibido. Por supuesto, si… —prosiguió Edwards, mirando a través de la ventana—. Probablemente estás dejándote llevar por uno de tus peculiares instintos.
A veces, con tales palabras se sientan las bases de carreras tan largas como brillantes. Antes de pronunciar la última frase, Timothy Edwards había apagado la grabadora, accionando con disimulo un interruptor colocado bajo su escritorio.
Sam McCready no se forjaba ilusiones acerca del IRA Provisional. Los periodistas de la Prensa sensacionalista, que calificaban a la banda terrorista irlandesa como a un hatajo de idiotas redomados a los que a veces les salían las cosas bien, no sabían de lo que estaban hablando.
Eso pudo ser cierto en los viejos tiempos, a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, cuando los líderes del IRA eran un puñado de ideólogos de mediana edad, que vestían gabardina, llevaban armas de pequeño calibre y hacían las bombas en garajes de ocultos callejones, utilizando para ello fertilizantes agrícolas. Aquéllos fueron los días en los que aún pudieron ponerlos «fuera de combate» y detenerlos en su trayectoria. Sin embargo, como suele ocurrir con frecuencia, los políticos se habían equivocado, habían subestimado el peligro al creer que quienes ponían las bombas eran sólo una simple prolongación del movimiento por los derechos humanos. Hacía ya tiempo que esos días habían pasado. Para mediados de los años ochenta, el IRA se había transformado, convirtiéndose en el grupo terrorista más eficiente del mundo.
Tenían cuatro condiciones sin las cuales ningún grupo terrorista puede mantenerse más de veinte años, tal como ellos habían logrado. En primer lugar, tenían una fuente de apoyo tribal cuya juventud representaba una corriente constante de nuevos reclutas que se calzaban las botas de los muertos y de los que «se habían ido» (a prisión). Pese a que jamás habían tenido más de ciento cincuenta terroristas activos —y probablemente no más del doble de esa cantidad como fuerzas de soporte logístico, dispuestas a facilitar pisos francos, almacenes clandestinos de armas y apoyo en la retaguardia— y pese a que habían tenido un centenar de muertos y varios centenares de camaradas que «se habían ido», la nueva juventud reclutada acudía constantemente desde las filas de la intransigente comunidad republicana en el Norte y en el Sur para ocupar los puestos de los desaparecidos. La fuente de reclutamiento jamás se secaría.
En segundo lugar, disponían del seguro bastión del Sur, el de la República de Irlanda, desde el cual ponían en marcha las operaciones que habrían de ser realizadas en el Norte gobernado por los británicos. Pese a que muchos de ellos vivían en el Norte, el Sur estaba siempre a mano y cualquier terrorista, perseguido por la ley, podía buscar refugio en él y desaparecer. Si las seis regiones que componen Irlanda del Norte estuviesen solas en una isla, el IRA hubiera sido desmantelado desde muchos años antes.
En tercer lugar, hacían gala de la dedicación y de la crueldad necesarias para no retroceder ante ningún umbral de atrocidad. Con el correr de los años, los viejos hombres de finales de los sesenta se habían ido calmando, al tiempo que alimentaban un fervor idealista en pro de la reunificación de su isla en la única Irlanda Unida regida por leyes democráticas. En lugar de ello, habían aparecido los fanáticos partidarios de la línea dura, hábiles y astutos, educados y adiestrados en el arte de enmascarar su crueldad. La nueva camada se había consagrado a la causa de una Irlanda Unida, pero bajo sus propias reglas y según los principios de Marx, una dedicación que aún lograban ocultar a sus mecenas norteamericanos.
En último lugar, el IRA había logrado garantizar una afluencia constante de fondos, el elemento vital del que se nutre toda acción terrorista o revolucionaria. Durante los primeros días aquello había sido una cuestión de donaciones que se recolectaban en las tabernas de Boston, o del ocasional asalto a un Banco. Pero ya a mediados de la década de los ochenta, los dirigentes del IRA controlaban una amplia red a escala nacional de bares, de bandas dedicadas a garantizar protección y de empresas criminales «normales»; todo lo cual arrojaba unos elevados ingresos anuales con los que se podía financiar cualquier campaña terrorista. Y al tiempo que aprendían a recaudar fondos, aprendieron también a velar por la seguridad interna, a respetar las reglas de la clandestinidad, así como la de la división estricta en compartimientos aislados, y la necesidad de que nadie supiese más de lo preciso. Aquellos viejos tiempos, en los que hablaban mucho y bebían aún más se habían sumido en el olvido.
El talón de Aquiles de la organización eran las armas. Disponer de dinero para comprarlas era uno de los aspectos del problema. Pero poder invertir ese dinero en ametralladoras «M-60», en morteros, bazucas o misiles tierra-aire era algo muy distinto. Tuvieron sus éxitos, y también sus fracasos. Habían intentado realizar muchas operaciones para conseguir armas de Estados Unidos; pero, por regla general, los del FBI se les adelantaban. Habían recibido armas del bloque comunista, a través de Checoslovaquia, con el beneplácito de la KGB. Pero desde que Gorbachov había llegado a la cumbre del Soviet Supremo, la buena disposición de los rusos para apoyar las acciones terroristas en Occidente se había desvanecido hasta desaparecer por completo.
McCready sabía que el IRA necesitaba armas; y en caso de que se las ofrecieran, enviarían el mejor y más brillante de sus hombres para que las recogiera. Tales eran los pensamientos de Sam cuando conducía su automóvil a través de la pequeña localidad de Cricklade y cruzaba la línea divisoria que le separaba del Condado de Gloucestershire.
La casa, construida entre los muros de un viejo establo, se encontraba donde le habían indicado que debería de estar. Oculta al fondo de un camino lateral, era una edificación en piedra caliza, que, en otros tiempos, había dado albergue al ganado y al heno. Quienquiera que se hubiese encargado de la transformación de aquel establo en una plácida casa de campo había tenido que trabajar duro y con pericia. Rodeada por una valla de piedra, estaba apuntalada con ruedas de carreta, y en el jardín las flores primaverales relucían. McCready introdujo el automóvil por la entrada de la finca y se detuvo ante la puerta de madera de la casa. Una guapa y joven mujer, que se encontraba arrancando las malas hierbas de un pequeño bancal de flores, dejó a un lado su azadilla y se enderezó.
—¡Hola! —dijo—. ¿Viene usted por lo de las alfombras?
«Vaya —pensó McCready—. ¿Así que vende alfombras para procurarse unos ingresos adicionales? Tal vez sea verdad esa información de que sus libros no se venden bien».
—No, me temo que no —respondió—. En realidad, he venido a ver a Tom.
La sonrisa desapareció de inmediato y una expresión de desconfianza se reflejó en los ojos de la joven, como si ya antes hubiese visto a hombres como ése, inmiscuyéndose en la vida de su esposo y supiese que aquello significaba la aparición de problemas.
—Está escribiendo. En el cobertizo, al otro lado del jardín. Terminará dentro de una hora. ¿No podría usted esperar?
—Por supuesto.
La mujer le sirvió el café en la iluminada sala de estar, con cortinas de cretona, y los dos se dispusieron a esperar. La conversación languideció. Al cabo de una hora un ruido de pasos que llegaban de la cocina. La mujer se levantó de un salto…
—Nikki…
Tom Rowse apareció en el umbral de la puerta, vio al visitante y se detuvo. La sonrisa no desapareció de sus labios, pero sus ojos reflejaron una actitud de extrema vigilancia.
—Cariño, este caballero ha venido a verte. Te hemos estado esperando. ¿Quieres tomar un café?
Tom Rowse no miró a su mujer, mantuvo la vista fija en Sam McCready.
—Por supuesto, me apetece un café.
Ella salió de la sala. McCready se presentó a sí mismo, Rowse tomó asiento. En los informes constaba que tenía treinta y tres años. Pero en ellos no se decía que se veía extraordinariamente joven y fuerte. No necesitaron especificarlo.
Tom Rowse había sido capitán de un regimiento de las Fuerzas Aéreas Especiales. Llevaba tres años fuera del Ejército. Una vez casado con Nikki, compró un establo en ruinas al oeste de Cricklade. Él mismo lo transformó, trabajando para descargar su furia durante días en los que estuvo peleando con ladrillos y mortero, vigas y tablas, ventanas y tuberías. Había trabajado arduamente para convertir unos campos áridos en fértiles prados, sembrando bancales de flores y construyendo una valla. Todo eso, durante el día; por las noches se había dedicado a escribir.
Era una novela, por supuesto, ya que un libro que no fuese de ficción hubiera topado con la prohibición del Acta de Secretos Oficiales. Pero incluso como novela, su primer libro había sido considerado como un ultraje en Curzon Street, sede del Cuartel General del MI-5. El libro hablaba de Irlanda del Norte, y estaba escrito desde el punto de vista de un soldado que operaba en la clandestinidad, y lo cierto era que en esa obra no salían muy bien parados el MI-5 y sus operaciones de contraespionaje.
El sistema británico puede mostrarse extraordinariamente leal para con aquellos que le son leales, pero también tremendamente vengativo contra los que parecen haberse vuelto contra él. La novela de Tom Rowse encontró al fin un editor, y hasta obtuvo un éxito modesto para tratarse de la primera novela de un autor desconocido. Sus editores le habían encargado un segundo libro, en el que estaba trabajando de momento. Pero los de Curzon Street habían hecho correr la voz de que Tom Rowse, antiguo capitán de la SAS, era un renegado, un hombre que se había situado fuera de los límites establecidos, alguien con quien no se debería tener el más mínimo contacto, ni abordar ni ayudar en forma alguna. Tom estaba enterado de ello, pero no le importaba un comino. Él se había construido un mundo nuevo, con su nueva casa y nueva esposa.
Nikki les sirvió el café, advirtió qué tipo de aire se respiraba y salió del aposento. Ella era la primera esposa de Rowse, pero éste no era su primer marido. Cuatro años antes, Rowse, agazapado tras un camión en una callejuela de West Belfast, vigilaba a Nigel Quaid cuando éste, con pasos vacilantes, avanzaba como un gigantesco cangrejo blindado hacia el «Ford Sierra» rojo situado a unos cien metros calle abajo.
Rowse sospechaba que había una bomba en el maletero del coche. Una explosión controlada hubiese bastado para terminar con aquel asunto, pero el alto mando deseaba que la bomba fuese desactivada a ser posible. Los británicos conocen la identidad de todos los agentes del IRA en Irlanda que se dedican a fabricar bombas, ya que cada uno deja su «firma» personal en la forma como la bomba está configurada. Y esa firma salta en pedazos si la bomba explota; pero si ésta puede ser recuperada mediante la desactivación, proporciona una buena cosecha de información: de dónde procede el explosivo, el origen del fulminante, del detonador, e, incluso, alguna huella dactilar. De todos modos, aun sin huellas, es posible deducir la identidad de las manos que la han fabricado.
Así que Quaid, su viejo amigo de la infancia, al que conocía desde su época de escolar, tuvo que colocarse la pesada armadura, que apenas le permitía caminar, con el fin de llegar hasta el automóvil, abrir el maletero e intentar desactivar el dispositivo de antimanipulación. Pero su amigo fracasó. Abrió el maletero, pero el dispositivo en cuestión estaba sujeto con cinta adhesiva en el reverso de la puerta. Quaid había mirado hacia el fondo del maletero, con lo que perdió unas décimas de segundo. Cuando la luz del día incidió sobre la célula fotoeléctrica, la bomba estalló. Pese a la armadura que le cubría, la explosión le voló la cabeza.
Rowse había confortado a la joven viuda. Sus atenciones se convirtieron en afecto; y el afecto, en amor. Cuando Tom preguntó a Nikki si quería casarse con él, ella puso una condición. Dejar Irlanda, salirse del Ejército. Y al ver a McCready, ella sospechó de inmediato que algo ocurría, ya que antes había visto también a hombres como él. Serenos, siempre ese tipo de hombres serenos. Había sido uno de ellos el que visitó a Nigel aquel día y le pidió que se fuese a un callejón en West Belfast. Afuera, en el jardín, la mujer cavó con furia el bancal, escardando las malas hierbas, mientras su marido conversaba con el hombre sereno.
McCready habló durante diez minutos. Rowse le escuchó. Y cuando el hombre mayor hubo terminado su exposición, el antiguo soldado le dijo:
—Mira hacia afuera.
McCready lo hizo. Los exuberantes campos de labranza se extendían hasta el horizonte.
Un pájaro trinó.
—Aquí me he forjado una nueva vida. Lejos de la inmundicia, apartado de esa chusma. Me he ido, McCready, me he ido de verdad. ¿No te contaron eso los de Curzon Street? Me han convertido en un intocable. Y ahora tengo una vida nueva, una esposa, un hogar, que no es una fosa húmeda en una ciénaga irlandesa, y un modesto modo de vida gracias a mis libros. ¿Por qué diablos habría de regresar?
—Necesito un hombre, Tom. Un hombre dentro de la clandestinidad. Un infiltrado. Alguien capaz de moverse con plena libertad por el Oriente Medio con una buena cobertura. Un rostro que ellos no conozcan.
—Busca a otro.
—Si logran lo que se proponen, si consiguen introducir esas toneladas métricas de «Semtex-H» en Inglaterra, distribuidas en quinientos paquetes de dos kilos, tendremos otro centenar de casos como el de Nigel Quaid. Otros millares de Mary Feeney. Estoy tratando de evitar que eso ocurra, Tom.
—No, McCready. No conmigo. ¿Por qué demonios he de ser yo?
—Ellos, por su parte, ya están encargando a una persona de este asunto. Alguien a quien conoces: Kevin Mahoney.
Rowse se puso rígido como si le hubiesen asestado un duro golpe.
—¿Está dispuesto a hacerlo? —preguntó.
—Creemos que tiene la intención de encargarse del asunto. Si falla, eso significaría su destrucción.
Rowse se quedó contemplando el paisaje durante un buen rato. Pero veía otra campiña, mucho más verde, aunque mucho menos cuidada; y un garaje cerca de una valla; y un cuerpo menudo tendido al borde del camino, el cadáver de quien fuera una niñita llamada Mary Feeney. Tom Rowse se levantó y salió de la casa. McCready oyó una conversación en voz baja y, luego, los gritos de Nikki. Al poco rato, Rowse volvía a entrar en la sala y se dirigía a su cuarto a preparar un maletín de viaje.