INTERLUDIO

—De acuerdo, todo eso está muy bien, Denis, y hasta resulta de lo más emocionante —apuntó Timothy Edwards cuando la junta reanudó sus sesiones en la mañana del miércoles— pero tendríamos que preguntar si esas dotes tan sobresalientes volverán a ser necesarias en el futuro.

—Me parece que no logro entenderte del todo —replicó Denis Gaunt.

Sam McCready se retrepó en su asiento, echándose hacia atrás todo lo que el erguido respaldo de su silla le permitía, y dejó que los demás prosiguiesen con sus peroratas. Estaban hablando sobre él como si ya se hubiese convertido en una pieza del mobiliario, en algo del pasado, en uno de esos temas que se abordan en los clubes privados mientras el camarero sirve una copa de Oporto.

A través de los cristales de las ventanas contempló el brillante cielo azul de aquel día de julio. Había todo un mundo allá fuera; otro mundo al que muy pronto debería integrarse, y en el cual tendría que forjarse su propio camino, sin pertenecer ya a ese pequeño grupo de camaradas, compuesto por agentes del Servicio Secreto y con lo que había convivido durante casi toda su vida adulta.

Pensó en su mujer; si todavía estuviese viva, le hubiera agradado retirarse con ella, encontrar una casita frente al mar en Devon o en Cornwall. A veces había soñado con poseer su propia barca de pesca, meciéndose sobre las aguas de un embarcadero protegido por murallas de piedra, a salvo de los vendavales invernales, esperando al verano para ser gobernada y conducida a alta mar, de donde regresaría por la tarde para preparar una sabrosa cena compuesta de bacalao o de platija o de una hábil y brillante caballa.

En sus sueños sería sólo Mr. McCready, el que vivía en la casita situada frente al embarcadero, o Sam el que tomaba plácidamente su cerveza en la intimidad de la taberna de la localidad con los cangrejeros y los pescadores del lugar. No era más que un sueño, por supuesto, una fantasía que le había asaltado a veces en la oscuridad en alguna callejuela encharcada por la lluvia de Checoslovaquia o de Polonia, cuando esperaba que se celebrase un «encuentro» o mientras vigilaba el lugar en el que había un buzón falso, para averiguar si había sido puesto bajo vigilancia, antes de acercarse para recoger el mensaje depositado en su interior.

Pero May se había ido al otro mundo y él se encontraba solo en éste, protegido únicamente por la camaradería del más pequeño de los mundos pequeños, junto a otros hombres que habían decidido servir a sus países respectivos y vivir en esos imperios de las sombras en los que la muerte no se presenta arropada con las llamaradas de la gloria, sino que está envuelta en él pálido destello del rayo de una linterna en el rostro y el rechinar de las botas de los soldados sobre el pavimento. Él había logrado sobrevivir a todos esos peligros, pero sabía que no lo conseguiría ante los mandarines.

Para colmo de males, sabía que pasaría el resto de su vida en algún lugar solitario del sudoeste británico, alejado de los otros viejos veteranos de la guerra, que tomarían sus copas de ginebra en el club de las Fuerzas Especiales, en las inmediaciones de Herbert Crescent. Al igual que la mayoría de las personas que habían pasado su vida entre las sombras, Sam era un solitario convencido, un hombre al que costaba mucho hacer amigos, una especie de zorro macho que prefería los ocultos refugios conocidos antes que los espacios abiertos.

—Quiero decir —prosiguió Timothy Edwards— que aquellos días en los que era necesario entrar y salir furtivamente de Alemania Oriental son cosas del pasado. En octubre de este mismo año, Alemania Oriental dejará virtualmente de existir, e incluso, hoy en día, tan sólo existe de nombre. Las relaciones con la Unión Soviética han cambiado por completo, hasta el punto de haberse vuelto irreconocibles; ya no habrá más desertores, sólo huéspedes honorables…

«¡Ay, Dios mío! —pensó McCready— el pobre se lo ha tragado ¿y qué ocurrirá, mi querido Timothy, cuando el hambre acose a los moscovitas y los partidos de la línea dura cierren filas y se lancen contra el acosado Mijaíl Gorbachov? Qué más da, ya lo verás…»

McCready dejó de prestar atención y se puso a pensar en su hijo. Era un buen muchacho, un bravo mozo, que acababa de terminar sus estudios en el instituto y se disponía a convertirse en arquitecto. La vida le sonreía. Tenía una bonita novia rubia que vivía con él —todos parecían hacer lo mismo en los días de hoy…— por lo visto, las chicas guapas no sentían la necesidad de verse rodeadas de seguridad. Lo cierto era que Dan le visitaba de vez en cuando. Unos momentos hermosos. Pero el chico tenía su propia vida, una carrera por delante, amistades que hacer, lugares que visitar, y Sam esperaba que esos lugares fueran más agradables y seguros que aquellos en los que su padre había tenido que moverse.

Le hubiera gustado haber pasado más tiempo con su hijo cuando éste era pequeño, haber dispuesto del ocio necesario para revolcarse con él sobre la alfombra del cuarto de estar y leerle cuentos por las noches sentado junto a su cama. Con demasiada frecuencia, eso era algo que había delegado en May, ya que él se encontraba muy lejos, en algún país lejano y dejado de la mano de Dios, mientras contemplaba con angustia la barrera de alambre de espinos y esperaba, impaciente, la llegada de su agente arrastrándose por el túnel en la tierra, o escuchaba los bocinazos que le indicaban que jamás volvería a ver a ese compañero.

Había tantas cosas que había hecho, y visto, y lugares en los que había estado que, en realidad, no podía comentar con ese joven que aún le llamaba papá.

—Te estoy muy agradecido, Timothy, por tus sugerencias, las cuales, en cierto modo, se adelantan a las mías.

Denis Gaunt estaba haciendo un buen trabajo, obligando a esos hijos de puta a escucharle, ganándoselos para su causa a medida que hablaba. Era un hombre bueno, un agente con madera de líder sin duda alguna, pero también bueno.

—Porque —prosiguió Denis Gaunt— Sam se da perfecta cuenta, al igual que todos nosotros, de que no podemos seguir moviéndonos en el pasado, rumiando una y otra vez el pasto de la «guerra fría». Pero el asunto es que hay también otras amenazas que se ciernen sobre nuestro país y de las cuales podemos decir que van en aumento. Por ejemplo, la proliferación de los armamentos de alta tecnología que van a parar a manos de inestables tiranos en el Tercer Mundo. Todos nosotros sabemos con toda exactitud qué clase de armas ha vendido Francia a Irak. Y, por supuesto, está el asunto del terrorismo.

»Y a eso en particular… —continuó Gaunt mientras se levantaba y cogía una carpeta de cuero de la mesa del secretario del archivo, abriéndola— permitidme recordaros aquel caso que comenzó en abril de 1986 y que terminó —si se puede decir que la cuestión irlandesa acabará alguna vez— a finales de la primavera de 1987. Es probable que tales casos se repitan una y otra vez, y la misión de nuestra Firma consistirá en enfrentarse a ellos… de nuevo. ¿Que prescindamos de Sam McCready? Con franqueza, caballeros, eso sería una auténtica locura.

Los superintendentes del Hemisferio Occidental y de Operaciones Locales respectivamente asintieron con la cabeza mientras Edwards les lanzaba una mirada furibunda. Ésa era la clase de conformidad que él no necesitaba. Pero Gaunt se mostró muy persuasivo mientras leía los acontecimientos de abril de 1986 que había desencadenado el caso que tuvo ocupada a la Firma durante casi toda la primavera de 1987.

—El 16 abril de 1986 cazabombarderos que despegaron de los portaaviones estadounidenses apostados en el golfo de Sirte y otros que salieron de las bases británicas bombardearon la residencia del coronel Gaddafi, en las afueras de Trípoli. El área de dormitorios del sorprendido coronel fue atacada por un cazabombardero que había partido de la localidad estadounidense de Exeter, en una operación que recibió el nombre de Iceman Four.

»Gaddafi logró sobrevivir, pero no sin sufrir un fuerte ataque de nervios. Cuando se recuperó, juró vengarse, tanto de Estados Unidos como del Reino Unido, ya que nuestro país había permitido a los norteamericanos el despegue de sus cazabombarderos «F-111» desde nuestras bases militares de Upper Heyford y Lakenheath.

»A comienzos de la primavera de 1987 supimos cómo pensaba Gaddafi cumplir sus amenazas contra el Reino Unido, y el caso le fue encomendado a Sam McCready…