CAPÍTULO VI

A las ocho y cinco minutos en punto de la mañana de un caluroso día de julio, un sedán «Austin Montego», sin distintivo oficial alguno, salía por el portalón de la Embajada británica en Moscú y cruzaba el puente sobre el Moskova en dirección hacia el centro de la ciudad.

Según el informe presentado por los agentes de la KGB. Sam McCready iba al volante y viajaba solo. Aunque su peluca y su bigote rubios estaban ahora impecablemente colocados en su lugar, no por eso dejaban de ser visibles para los vigilantes que acechaban tras los parabrisas de diversos automóviles. Al mismo tiempo se hicieron muchas fotografías con cámaras provistas de teleobjetivo, y varias más durante el resto del día.

El agente británico condujo cuidadosamente su automóvil por las céntricas calles de Moscú y luego se dirigió hacia el parque del Archivo Tecnológico, situado en el norte de la ciudad. Durante el trayecto realizó varias tentativas para sacudirse de encima algún posible perseguidor pero todas fueron infructuosas. Tampoco se dio cuenta de que lo seguían. Los de la KGB estaban utilizando seis automóviles, cada uno de los cuales se comunicaba por radio con los demás, por lo que ninguno de esos vehículos se mantenía detrás del sedán «Montego» durante algo más de unos pocos kilómetros.

Una vez en el recinto del enorme parque el agente del SIS británico abandonó su automóvil y siguió su recorrido a pie. Dos de los vehículos de la KGB se quedaron vigilando cerca del sedán «Montego». La dotación de los otros cuatro coches se apeó y se desplegó por entre los instrumentos científicos en exhibición hasta que el británico estuvo rodeado por un círculo invisible.

El hombre se compró un helado, y estuvo casi toda la mañana sentado en un banco, simulando leer un periódico, mientras que echaba frecuentes ojeadas a su reloj de pulsera como si esperase a alguien. Pero nadie se le acercó, si se exceptúa a una anciana dama que le preguntó la hora. El agente británico le mostró su reloj sin decir ni una palabra, la mujer miró la hora, le dio las gracias y continuó su camino.

En seguida, la mujer fue puesta a buen recaudo, registrada e interrogada. A la mañana siguiente, los de la KGB estaban perfectamente convencidos de que la mujer no era más que una pobre anciana que quería saber la hora. El vendedor de helados también fue detenido.

Poco después de las doce, el agente de Londres sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un paquete con bocadillos y se los comió muy despacio. Cuando terminó, se levantó del banco, tiró el envoltorio en una papelera, se compró otro helado y regresó a sentarse en el mismo banco.

La papelera fue puesta bajo vigilancia, pero nadie se acercó a retirar el papel de envolver hasta que los del equipo de limpieza llegaron con su carrito para vaciar el cesto. El papel del envoltorio había sido cogido ya por los agentes de la KGB antes de que los basureros pudiesen hacerlo; en realidad, todo el contenido del cesto fue objeto de un análisis minucioso en el laboratorio. Entre las pruebas efectuadas se incluían las encaminadas a detectar algún tipo de escritura invisible, así como micropuntos o microfilmes ocultos entre dos capas de papel. No se encontró nada. Pero sí se detectaron restos de pan, mantequilla, pepinillos y huevos.

Algo más tarde, justo después de la una, el agente británico se levantó del banco y abandonó él parque en su automóvil. Estaba claro que su primera cita había fracasado. Se dirigió a una de esas tiendas en las que sólo se puede comprar con divisas fuertes, con la evidente intención de asistir a una segunda visita, que parecía ser un encuentro de reserva. Los agentes de la KGB entraron en la tienda y se pusieron a remolonear entre las estanterías para ver si el inglés depositaba algún mensaje entre las selectas mercancías que había en oferta o si lo recogía. Si hubiese realizado alguna compra, hubiera sido arrestado de inmediato, tal como rezaban las órdenes, debido a que el artículo comprado contendría probablemente un mensaje, por lo que la tienda estaría siendo utilizada como un buzón falso. Pero no hizo compra alguna, y lo dejaron en paz.

Cuando abandonó la tienda, regresó en el automóvil a la Embajada británica. Diez minutos después salía de nuevo, pero esta vez sentado en la parte trasera de un «Jaguar» que iba conducido por un chófer de la Embajada. Cuando el «Jaguar» salía de la ciudad rumbo al aeropuerto, el jefe del equipo de vigilancia de la KGB estableció comunicación directa con el general Kirpichenko.

—Ahora se está aproximando al edificio del aeropuerto, camarada general.

—¿No ha establecido contacto de ninguna clase? ¿Absolutamente de ninguna?

—No, camarada general. Aparte la anciana y el vendedor de helados, ahora bajo custodia, no ha hablado con nadie, y tampoco nadie se ha dirigido a él. El periódico que había estado leyendo, y que después tiró, así como el papel que envolvía sus bocadillos se encuentran en nuestro poder. Por lo demás, no ha tocado nada.

—Se trata de una misión fallida —comentó pensativo el general Kirpichenko—. Ya volverá. Y nosotros le estaremos esperando.

El general sabía que Sam McCready, con el pretexto de ser un técnico del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, viajaba con pasaporte diplomático.

—Dejad que se vaya —ordenó el general—. Vigilad bien, no sea que vaya a establecer algún contacto dentro de la sala de espera; de no ser así, seguidle por los controles hasta que se encuentre dentro del avión.

Poco después, el general examinaría las fotografías que los hombres de su equipo habían tomado con teleobjetivo; entonces pediría una lupa de gran aumento, las examinaría de nuevo, se enderezaría con el rostro enrojecido por la ira y gritaría:

—¡Partida de cretinos estúpidos, éste no es McCready!

A las ocho y diez minutos de esa misma mañana, un «Jaguar», conducido por Barry Martins, el jefe de la delegación del SIS británico en Moscú, salía de la Embajada del Reino Unido y se dirigía, con gran parsimonia, hacia el viejo barrio de Arbat, con sus angostas calles flanqueadas por las elegantes casas de unos comerciantes prósperos que ya pertenecían a una época pasada. Un único «Moscovitch» se encargó de la persecución, pero eso era algo que hacían por pura rutina. Los británicos se referían a esos agentes de la KGB que lo perseguían por todo Moscú, ejecutando una de las tareas más aburridas de la vida, como «la cuadrilla de ostras». El «Jaguar» se metió por el barrio de Arbat como si paseara, pero el hombre que conducía sacaba de vez en cuando de la guantera el plano de la ciudad para consultarlo.

A las ocho y veinte una limusina «Mercedes Benz» salía de la Embajada. Al volante, con chaqueta azul y gorra de visera, iba uno de los chóferes de la Embajada. Nadie se fijó en la parte trasera del automóvil, así no vieron a una figura agazapada contra el suelo del vehículo y cubierta por una manta. Otro «Moscovitch» salió en persecución de este último coche.

Al entrar en el barrio de Arbat, el «Mercedes» pasó al lado del «Jaguar», estacionado. En ese momento, Martins, que se encontraba todavía consultando su plano de la ciudad, reaccionó con prontitud, se alejó del bordillo de la acera efectuando un viraje brusco y se colocó entre el «Mercedes» y el «Moscovitch» que lo seguía. El convoy quedó constituido entonces por un «Mercedes» un «Jaguar» y dos «Moscovitch», todos circulando en fila india.

El «Mercedes» se desvió entonces por una calle de dirección única, seguido por el «Jaguar», al que, de repente, empezó a fallarle el motor, que comenzó a carraspear, toser y gemir, sufrió unas cuantas sacudidas y se detuvo en seco. Los dos «Moscovitch» que quedaron pegados al «Mercedes» y empezaron a vomitar agentes de la KGB. Martins accionó la palanca para abrir el capó, se apeó del vehículo, y levantó la tapa. De repente se vio rodeado por hombres que vestían chaquetas de cuero y que no hacían más que protestar.

El «Mercedes» desapareció calle abajo y giró por una esquina. A ambos lados de la calle se habían formado unos corrillos de moscovitas que contemplaban la escena y se divertían al escuchar cómo el conductor del «Jaguar» decía al jefe del grupo de la KGB:

—¡Escúcheme, buen hombre, si piensa que no tiene más remedio que proseguir con su labor de espionaje, pase por encima de mi coche!

No hay nada que regocije más a un moscovita que ver a un grupo de chequistas metidos en apuros. Uno de los agentes de la KGB se metió de nuevo en su automóvil y empezó a hablar por radio.

Cuando el «Mercedes Benz» salió del barrio de Arbat, con David Thornton al volante, éste se dejó dirigir por Sam McCready, el cual, sin ningún tipo de disfraz, y asemejándose precisamente a sí mismo, salió de debajo de la manta y se puso a darle instrucciones.

Veinte minutos después, el «Mercedes» se detenía en un camino solitario y rodeado de árboles en el centro del parque Gorki. Sam McCready se dirigió a la parte trasera del automóvil y arrancó la placa con el distintivo CD, del cuerpo diplomático, la cual estaba asegurada con un pestillo a presión fácilmente desmontable, y, sobre la placa británica colocó una placa de matrícula distinta, preparada con un pegamento muy fuerte por el reverso. Thornton hizo lo mismo en la placa de la parte frontal del automóvil. McCready sacó del portaequipajes el maletín en el que Thornton llevaba sus utensilios de maquillaje y fue a sentarse en la parte trasera del automóvil. Thornton cambió su gorra de visera azul marino por una de cuero típicamente rusa y volvió a ocupar su puesto al volante.

A las nueve y dieciocho minutos, el coronel Nikolai Gorodov salió de su apartamento en un edificio de la calle Shabolovsky y se encaminó hacia la plaza Yerdzinski, donde se encontraba la sede del Cuartel General de la KGB. Se veía pálido y demacrado; la causa de su miserable aspecto apareció pronto detrás de él. Dos hombres salieron por el umbral de una puerta y, sin el más mínimo asomo de disimulo, se pusieron a seguirle.

Habría andado unos doscientos metros cuando un «Mercedes» negro se aproximó a la acera por donde caminaba y aminoró la velocidad hasta igualarla a su marcha. Escuchó entonces el zumbido del motor eléctrico que hacía descender el cristal de una ventanillla, y, a continuación, una voz que le susurraba en inglés:

—Muy buenos días, coronel. ¿Sigue usted mi camino?

Gorodov se detuvo y miró hacia donde sonaba la voz. Enmarcado en la ventanilla, oculto tras las cortinillas a las miradas de los dos agentes de la KGB que subían por la acera, estaba Sam McCready. Gorodov mostró sorpresa, pero no expresión de triunfo.

«Ésa era precisamente la mirada que yo esperaba ver», pensó McCready.

Gorodov se recobró y contestó con voz lo bastante alta, como para que los dos esbirros de la KGB lo escucharan.

—¡Gracias, camarada, qué amable de su parte!

A continuación se metió en el automóvil, que salió disparado. Los agentes de la KGB titubearon unos instantes… y lo perdieron de vista. La razón de que hubieran vacilado había que buscarla en la matrícula del «Mercedes», que exhibía las siglas MOC, así como en el hecho de que dentro iban dos personas.

Las matrículas particularmente selectas que llevan las siglas MOC pertenecen a los miembros del Comité Central del Partido, y tendría que ser tan temerario como insensato aquel pobre soldado raso de la KGB que osase detener o importunar siquiera a un miembro del Comité Central. No obstante, anotaron el número de la matrícula y utilizaron sus aparatos de radio portátiles para ponerse en contacto con sus jefes en la oficina central.

Martins había elegido muy bien. El número de matrícula del «Mercedes Benz» pertenecía a un miembro del Comité Central y candidato al Politburó, que, a la sazón, se encontraba por Extremo Oriente, en algún lugar situado en las inmediaciones de Kabarovsk. Hicieron falta cuatro horas para dar con él y enterarse de que él tenía un «Chaika», no un «Mercedes», y que su vehículo se encontraba a buen recaudo en un garaje en Moscú. Pero para entonces era demasiado tarde; el «Mercedes» se encontraba ya de regreso en su estacionamiento en la Embajada británica, con la bandera del Reino Unido ondeando gallardamente en su pequeño mástil.

Gorodov se recostó contra el respaldo del asiento, sabiendo que había quemado definitivamente todas sus naves.

—Si resulta que, a la postre, eres un agente soviético infiltrado, puedo darme por muerto —sentenció McCready.

Gorodov se quedó reflexionando sobre sus palabras y contestó:

—Y si resulta que tú, a la postre, eres un agente soviético, yo seré el hombre muerto.

—¿Por qué regresaste? —preguntó McCready.

—Pues como me di cuenta después, por equivocación —respondió Gorodov—. Te había prometido algo y me di cuenta de que jamás lograría descubrirlo en Londres. Cuando doy mi palabra, me gusta cumplirla. Entonces me llamaron de Moscú con carácter de urgencia para consultarme algunas cosas. La desobediencia a ese llamamiento hubiera implicado tener que pasarme a Occidente sin pérdida de tiempo. No me hubiesen aceptado excusa alguna para mi negativa a regresar, aunque permaneciera en la Embajada. Pensé que podía venir aquí para una semana, encontrar lo que necesitaba y viajar de regreso a Londres.

»Y hasta que no me encontré aquí, no me di cuenta de que ya era demasiado tarde. Me encontraba bajo fuertes sospechas, mi apartamento y mi despacho estaban llenos de micrófonos ocultos, era seguido a todas partes, me prohibieron salir de Yazenevo, y me encomendaron una labor insignificante en la Central de Moscú. Ah, por cierto, tengo algo para ti.

Gorodov abrió su maletín, sacó una delgada carpeta de él y se la entregó a McCready. Había cinco folios en su interior, cada uno de ellos con una fotografía y un nombre. La primera tenía escrito debajo el nombre de Donald Maclean; la segunda el de Guy Burgess. Ambos habían muerto y estaban enterrados en su Moscú adoptiva. En el tercer folio se veía el rostro tan familiar de Kim Philby, aún vivo y radicado en Moscú. El cuarto llevaba la fotografía de un hombre de rasgos ascéticos encima del nombre de Anthony Blunt, el cual había caído en desgracia en Inglaterra. McCready pasó la hoja y se fijó en el quinto pliego.

La fotografía era muy vieja. Mostraba a un joven delgado, de larga y revuelta cabellera ensortijada, con gafas redondas que le daban aspecto de búho. Debajo de la foto podían leerse dos palabras: John Cairncross. McCready se echó hacia atrás en el asiento y dio un suspiro.

—¡Dios bendito! —exclamó—. ¡Él todo el tiempo!

McCready conocía ese nombre. Cairncross, pese a su juventud, había desempeñado un alto cargo público durante la guerra y después de acabada la misma. Había prestado sus servicios en un sinfín de tareas diversas: secretario privado en el gabinete de guerra del ministro Lord Hankey como secretario particular; en el Servicio Secreto de señales, en Bletchly Park; en el Ministerio de Hacienda y en el Ministerio de Defensa. Tuvo acceso a los secretos nucleares en los últimos años de la década de los cuarenta. A principio de los cincuenta, las sospechas cayeron sobre él, pero no reconoció cargo alguno y fue absuelto. No le pudieron probar nada, por lo que recibió el permiso para integrarse al equipo de la Organización de Alimentación y Agricultura en Roma. En 1986 se encontraba en Francia ya retirado. Una cacería que había durado más de treinta y cinco años terminaba así y nunca más se acusaría a personas inocentes.

—Sam, ¿qué es lo que vamos a hacer exactamente? —preguntó Gorodov sereno.

—Mi horóscopo dice que hoy haré un viaje a occidente —contestó McCready—. Y el tuyo, también.

Entretanto, Thornton estacionaba de nuevo junto a unos árboles en el parque Gorki, cambiaba de puesto con uno de los hombres que iban en el asiento de atrás y se ponía a trabajar. El hombre al que había cedido su puesto se encontraba ahora al volante, haciéndose pasar por el chófer. Nadie hubiese osado entrometerse en los asuntos de unos caballeros que iban en la limusina de un miembro del Comité Central, ni aun en el caso de que lo hubieran visto. Los altos miembros del Partido siempre protegen las ventanillas con cortinas, y en ese caso las llevaban echadas. Thornton trabajaba en su cliente —siempre daba, el calificativo de «clientes» a aquellos a los que maquillaba y disfrazaba— en la difusa claridad producida por los rayos solares al filtrarse a través de las cortinas.

Colocó un chaleco inflable a su cliente para darle el robusto volumen del rabino Birnbaum. Luego le ayudó a ponerse la camisa blanca, los pantalones negros, la corbata y la chaqueta. Thornton le fijó los grandes bigotes y la espesa barba encanecida, le tiñó los cabellos del mismo color de aquélla y dispuso los dos largos y ensortijados bucles, propios de un rabino ortodoxo, para que colgaran de las sienes de su cliente. Y cuando a todo esto añadió el sombrero negro y un buen apretón de manos, el rabino Birnbaum había sido creado a imagen y semejanza del otro rabino que había llegado en avión el día anterior. Excepto que era una persona distinta. Por último, de nuevo convirtieron el «Mercedes» en un flamante vehículo de la Embajada británica.

Dejaron al rabino a la entrada del «Hotel Nacional», donde el hombre tomó un opíparo almuerzo, que luego pagó con dólares estadounidenses, y abandonó el comedor para salir a coger un taxi que lo llevaría hasta el aeropuerto. Tenía hecha la reserva en el vuelo de la tarde para Londres, y en su billete podía leerse que transbordaría para Nueva York.

Thornton condujo de vuelta el automóvil hasta la Embajada británica, llevando a su otro cliente agazapado en el suelo de la parte trasera y cubierto con una manta. Al llegar, se puso a trabajar de inmediato, utilizando una peluca rubia y un bigote del mismo color, cremas de maquillaje, colorantes, lentes de contacto coloreada y tinte para manchar los dientes. Diez minutos después de que volviese en su «Montego», Denis Gaunt, sudoroso y ansioso por quitarse la peluca rubia que había estado llevando durante todo el día para despistar a los de la KGB, el segundo cliente salía para el aeropuerto en el «Jaguar», conducido por Barry Martins hasta Scheremetievo.

El rabino atrajo sobre su persona las acostumbradas miradas de curiosidad, pero su documentación estaba en orden. Pasó las formalidades en quince minutos y entró en la sala de espera. Tomó asiento y se puso a leer el Siddur, murmurando de vez en cuando algunos rezos en un idioma incomprensible.

El hombre de la peluca y bigote postizo rubios fue prácticamente conducido por su nutrida escolta hasta la salita de espera, tan numerosos eran los agentes de la KGB que se habían reunido para impedir que recibiera un mensaje o algún paquete.

El último en llegar fue el Mensajero de la Reina, con el maletín diplomático encadenado a su muñeca izquierda. Los preciosos utensilios de trabajo de Thornton iban esta vez en su propia maleta; ya no necesitaba que se los llevasen, pues su equipaje no sería registrado.

Denis Gaunt permaneció en la Embajada. Tres días después sería rescatado cuando otro agente del Servicio Secreto de Inteligencia británico entrase a Moscú haciéndose pasar por Mensajero de la Reina y entregase a Gaunt un pasaporte expedido a su propio nombre, Mason. Y después, exactamente en el mismo instante, dos Mason pasarían por el control de pasaportes en dos puntos diferentes del aeropuerto y la «British Airways» registraría dos Mason a bordo por el precio de uno.

Pero esa tarde, los pasajeros con destino a Londres embarcaron a su hora debida y el avión de la «British Airways» salió del espacio aéreo soviético a las diecisiete y quince. Inmediatamente después, el rabino se levantó de su asiento, caminó hasta la sección de fumadores y dijo al hombre de la peluca y el bigote rubios:

—Nikolai, amigo mío, ya estamos en Occidente.

Entonces pidió champán para los dos y para el Mensajero de la Reina. La estratagema había salido bien porque McCready se había dado cuenta que tanto él como Gaunt y Gorodov tenían la misma estatura e idéntica constitución física.

Con la ganancia de tiempo que tuvieron por haber volado hacia el Oeste, aterrizaron en el aeropuerto de Heathrow después de las siete de la tarde. Un grupo de la Century House, que había sido alertada por Martins desde Moscú, estaba esperándolos. Nada más salir del avión fueron rodeados y sacados discretamente del aeropuerto.

Haciendo una concesión, Timothy Edwards permitió que McCready llevara a Nikolai Gorodov a su apartamento en Abingdon Villas para que pasara la noche.

—Me temo, coronel —le había dicho—, que los interrogatorios auténticos comenzarán por la mañana. Le hemos preparado una casa de campo muy agradable. No le faltará nada, se lo aseguro.

—Muchas gracias. Lo comprendo —respondió Gorodov.

Después de las diez de la noche, Joe Roth se presentó en el apartamento de McCready después de haber recibido una llamada telefónica de éste rogándole que lo visitara. Cuando llegó, en el vestíbulo del edificio encontró a dos agentes del SIS, particularmente corpulentos, y otros dos más apostados en el corredor, junto a la puerta del modesto apartamento de McCready, lo que le sorprendió mucho.

Después de pulsar el timbre, McCready salió a recibirle. El británico vestía unos pantalones de andar por casa y un jersey, y llevaba un vaso de güisqui en una mano.

—Gracias por venir, Joe. Entra. Dentro hay alguien a quien tenía ganas de presentarte desde hace mucho tiempo. No puedes ni imaginarte lo mucho que lo deseaba.

McCready acompañó a su visitante hasta la sala de estar. El hombre que miraba en esos momentos por la ventana se dio media vuelta y le sonrió.

—¡Buenas noches, Mr. Roth! —dijo Gorodov—. No sabe cuánto me alegra encontrarme al fin con usted.

Roth se detuvo como si se hubiese quedado petrificado. Luego se dejó caer en un sillón y aceptó el güisqui que McCready le ofrecía. Gorodov tomó asiento frente a él.

—Es preferible que se lo cuentes tú —dijo McCready al ruso—, ya que estás mejor informado que yo.

El ruso saboreó su bebida mientras se preguntaba por dónde empezar.

—El «proyecto Potemkin» comenzó hace unos ocho años —empezó al fin—. La idea original se le ocurrió a un joven oficial, pero el general Drozdov se apresuró a hacerla suya. Así que sé convirtió en su baby, como ustedes dicen. El plan consistía en denunciar a un alto agente de la CIA como espía soviético; pero de un modo tan convincente y con una profusión tal de pruebas, irrefutables en apariencia, que nadie se atreviera a poner en duda esa acusación.

»El objetivo a largo plazo era sembrar la semilla de la discordia en el seno de la Agencia y socavar así la moral entre sus empleados por lo menos durante una década, y, al mismo tiempo destruir las buenas relaciones con el Servicio Secreto de Inteligencia británico.

»En un principio, no se pensó en ningún agente en particular, pero después de haber tomado en cuenta a una media docena de ellos, la elección recayó sobre Calvin Bailey. Hubo dos razones para eso. Una de ellas, era que sabíamos que no se trataba de una persona querida en la Agencia debido a sus peculiaridades personales. Y la segunda, que había prestado sus servicios en Vietnam, un lugar apropiado para un posible reclutamiento.

»Calvin Bailey fue identificado en Vietnam como agente de la CIA dentro de lo que puede calificarse de mera rutina. Ya sabrá que todos tratamos de identificarnos mutuamente, de saber qué puesto ocupa cada cual, para poder ir siguiendo luego cada uno de sus movimientos y los progresos realizados dentro de la jerarquía, datos que se registran con toda meticulosidad. En ocasiones, la falta de ascenso suele ser fuente de resentimientos, los cuales pueden ser aprovechados muy bien por una persona experta en reclutamiento. En fin, como bien sabe, esto es algo que todos hacemos.

»Pues bien, al igual que la CIA, en la KGB jamás se tira nada. Cualquier dato ínfimo con valor informativo, cualquier fragmento minúsculo, es recogido y archivado cuidadosamente. La idea se le ocurrió a Drozdov al examinar de nuevo el material que los norvietnamitas nos habían entregado después de la definitiva caída de Saigón en 1975. Muchos de vuestros documentos habían sido quemados, pero algunos se salvaron del fuego gracias a la confusión. Y en uno de esos documentos se mencionaba a un tal Nguyen van Troc como uno de los sud-vietnamitas que habían colaborado con los estadounidenses.

»Aquel documento significó el fin de Van Troc. Tanto él como su primo fueron detenidos; ellos no habían tratado de escapar. El primo fue ejecutado, pero Van Troc, pese a que fue brutalmente interrogado durante muchos meses, fue enviado a un campo de trabajos forzados al norte de Vietnam. Y allí fue donde lo encontró Drozdov, en 1980, aún con vida. Bajo tortura confesó que había trabajado para Calvin Bailey como agente infiltrado en el Vietcong.

»El Gobierno de Hanoi se mostró dispuesto a cooperar y a poner en escena la sesión de fotografía. Sacaron a Van Troc del campo de trabajos forzados, lo engordaron a base de buena comida y lo vistieron con el uniforme de coronel del aparato de Inteligencia de Hanoi. Le fotografiaron junto con otros oficiales, saboreando una taza de té después de la invasión de Camboya. Fueron tres camareros distintos, todos ellos agentes de Hanoi, intervinieron en el asunto y luego fueron enviados a Occidente junto con sus fotografías. Después de eso, Van Troc fue ejecutado.

»Uno de los camareros se mezcló con un grupo de refugiados que logró huir en una barca y mostró muy orgulloso su reliquia a un oficial británico en Hong Kong, el cual acabó interesándose por la fotografía, que acabaron por confiscar para enviarla a Londres…, tal como se había planeado.

—En aquella ocasión enviamos una copia a Langley —dijo McCready— como prueba de cortesía, pues la verdad es que parecía carecer de todo valor.

—Drozdov sabía ya de la intervención de Bailey en el «programa Fénix» —resumió Gorodov—. Había sido detectado por nuestro resident en Saigón, un hombre que se hacía pasar por importador de licores sueco que abastecía a los extranjeros de esa ciudad. Y Drozdov también sabía que Bailey había estado en My Lai, precisamente por las declaraciones del mismo Bailey ante el consejo de guerra que juzgó a aquel joven oficial. Son ustedes muy tolerantes con los registros públicos en Estados Unidos. La KGB los busca con gran avidez.

»En todo caso, parecía que así podría establecerse un escenario verosímil para el cambio de convicciones en Bailey. Su visita a Tokio en 1970 fue registrada y anotada, como pura rutina. Lo único que Drozdov tuvo que hacer fue dar instrucciones a Orlov para que declarase que él, Drozdov en persona, había estado en Tokio en una fecha determinada para hacerse cargo de un renegado estadounidense de la CIA, y para que luego ustedes lo comprobasen y… ¡abracadabra!, las mismas fechas. Por supuesto, Drozdov jamás estuvo en Tokio en 1970. Esto fue algo que se añadió más tarde.

»A partir de ese punto, el caso contra Bailey empezó a construirse, pieza tras pieza. En 1981 Piotr Orlov fue elegido agente de desinformación; desde entonces recibió el entrenamiento apropiado. Cuando cometió la imbecilidad de volver a Moscú, Urchenko proporcionó una información muy detallada antes de morir sobre los métodos exactos que ustedes, los norteamericanos utilizan en su trato con desertores. Orlov pudo prepararse para evitar las trampas, engañar al detector de mentiras y contarles en todo momento lo que ustedes querían oír. No demasiado, pero sí lo suficiente como para que todo encajase cuando los datos fuesen comprobados.

»Después que Drozdov eligiera a Bailey como víctima, éste fue sometido a una intensa vigilancia. Se anotaron todos sus pasos. Cuando ascendió en la Agencia y empezó a hacer viajes a Europa y a otros lugares para visitar las delegaciones de la CIA en el extranjero, también las cuentas bancarias comenzaron. Si Bailey era detectado en una ciudad europea, se le abría de inmediato una cuenta en un Banco, con un nombre que él mismo pudiera haber elegido, como el apellido de casada de la hermana de su mujer o el de su abuela materna.

»Drozdov preparó a un actor, un hombre que era el vivo retrato de Bailey, y lo tuvo siempre dispuesto para volar hasta la ciudad requerida, donde abriría una cuenta bancada, de tal modo que luego el cajero reconociera a Bailey como a su cliente. Más tarde se despositaban grandes sumas en esas cuentas, siempre en metálico y siempre por un hombre con un fuerte acento eslavo.

»Una serie de informaciones que provenían de las más varia das fuentes: conversaciones aisladas, comunicaciones de radio interceptadas, grabaciones de llamadas telefónicas, publicaciones técnicas (y es que algunas de las publicaciones técnicas que aparecen en Estados Unidos son increíblemente reveladoras) le fueron atribuidas a Bailey. Incluso grabaciones de conversaciones confidenciales sostenidas en la propia Embajada de ustedes en Moscú. ¿Sabía usted eso? ¿No? Bien, ya tendremos tiempo de hablar de ello con más detenimiento.

»Lo único que Drozdov tuvo que hacer fue cambiar las fechas. Algunos secretos de Inteligencia de los que no logramos enterarnos hasta principios de los años ochenta fueron presentados por Orlov como si los hubiésemos sabido desde mediados de la década de los setenta, y su revelación atribuida a Bailey. Y siempre se cambiaron las fechas, para dar la impresión de que nos habíamos enterado de aquellas cosas mucho antes de lo que nos hubiera sido humanamente posible, a menos que tuviésemos a un traidor dentro de la CIA. Así fue como se hizo.

»No obstante, hace dos años, todavía seguía faltándole algo a Drozdov. Necesitaba datos sobre los chismorreos en los pasillos del Langley, seudónimos que sólo fuesen conocidos dentro de sus muros, su propio nombre profesional de Hayes, Mr. Roth. Por entonces, Edward Howard desertó y huyó a Rusia, y Drozdov tuvo todo cuanto necesitaba. De ese modo pudo recolectar nuevos datos hasta entonces ignorados por él, tenían una estrecha relación con la figura de Bailey, lo que le permitió entrenar a Orlov para que éste declarase que se le había permitido participar, hasta un cierto punto, en los planes de la KGB para la promoción de su agente Halcón. Desde luego, los éxitos logrados por Halcón no se debieron a la complicidad de Moscú, sino que fueron triunfos auténticos logrados por Bailey mediante trabajo y esfuerzo.

»Y, por último, se dio orden a Orlov de desertar, presentando su huida de un modo tan rocambolesco que él pudiera aducir luego que tenía miedo de ser detectado y traicionado por Halcón si no actuaba de otro modo. Por la misma razón necesitaba pasarse a los norteamericanos, y no a los británicos. Éstos le hubieran interrogado acerca de otras cuestiones.

»Se pasó, y denunció a dos agentes de la KGB justo antes de que los liquidaran. Todo esto estaba previsto. Pero con ello se dio la impresión de que había una cierta filtración en Washington, como si alguien estuviese enviando a Moscú los detalles del interrogatorio a Orlov. Cuando todo estaba ya preparado para que el enemigo picase el anzuelo, salió al fin con la noticia de que había un espía soviético entre las altas jerarquías de la CIA. ¿Fue así?

Roth hizo un gesto de asentimiento. Se veía ojeroso y demacrado.

—¿Y lo de la tentativa de asesinato contra Orlov en Alconbury? —preguntó Roth—. ¿a qué se debió?

—Un seguro extra para Drozdov. Él nada sabía de mí, por supuesto. Lo que pretendía era incrementar un poco más las pruebas a su favor. El asesino era uno de los mejores, una dama extraordinariamente peligrosa. Recibió instrucciones de herir, no de matar, y escapar luego.

Se hizo entonces un profundo silencio en la sala. Joe Roth contemplaba su vaso fijamente. Hasta que se levantó de repente.

—Tengo que irme —dijo en tono escueto.

McCready lo acompañó hasta el pasillo y luego bajó con él la escalera. Al llegar al vestíbulo, dio unas palmaditas al norteamericano en la espalda.

—¡Ánimo, Joe! ¡Qué demonios!, en este juego todos nos equivocamos. Mi Firma ha cometido errores bastante gordos en el pasado. Míralo desde el lado bueno. Ahora puedes ir a la Embajada y enviar un mensaje al director de la Agencia diciéndole que las cosas han cambiado. Bailey está fuera de toda sospecha.

—Pienso que será mejor que regrese a Estados Unidos en avión y se lo comunique personalmente —murmuró Roth, y salió fuera.

McCready lo acompañó hasta el comienzo de los escalones de la fuente, pero Roth no le dijo ni una sola palabra más.

Cuando McCready regresó a su apartamento, los dos guardaespaldas se hicieron a un lado para dejarle pasar y cerraron la puerta cuando él entró. En el cuarto de estar encontró a Gorodov sentado y contemplando en actitud meditabunda un ejemplar del Evening Standard, que había cogido para echarle un vistazo mientras esperaba. Sin decir nada, lo extendió sobre la mesa y señaló algunos párrafos de la página cinco. McCready lo cogió.

En el día de hoy, buzos de la Policía han rescatado de las aguas del Támesis el cadáver de un turista norteamericano en la esclusa de Teddington. De acuerdo con un portavoz oficial, se cree que el hombre cayó al río ayer por la noche en algún lugar de las inmediaciones de Eton. El ahogado ha sido identificado como Calvin Bailey, un funcionario público estadounidense que se encontraba de vacaciones en Londres.

Según las declaraciones ofrecidas por la Embajada de Estados Unidos, Mr. Bailey había ido a cenar a Eton con un amigo, el subsecretario de su Embajada. Después de la cena, Mr. Bailey se sintió algo indispuesto y salió a dar un paseo para tomar algo de aire fresco. Su amigo se quedó en el restaurante mientras pagaba la cuenta. Cuando salió a reunirse con Mr. Bailey, no lo encontró. Después de esperarle durante una hora llegó a la conclusión de que Mr. Bailey debía de haber decidido regresar solo a Londres. Tras realizar una llamada telefónica y comprobar que no había sido así, el amigo lo consultó con la Policía de Eton. Se llevó a cabo una búsqueda por la ciudad en la oscuridad, pero sin resultado alguno.

Esta mañana, un portavoz de la Policía de Eton declaró que, al parecer, Mr. Bailey fue a dar un paseo por un caminillo a la orilla del río, desde donde se suelen llevar a la sirga las embarcaciones, y envuelto en las tinieblas de la noche, tropezaría y caería al río. Hay que decir que Mr. Bailey no sabía nadar. Mrs. Gwen Bailey no estuvo en condiciones de hacer ningún comentario. Sigue aún viviendo en el apartamento que había alquilado el matrimonio, donde los médicos la han sometido a un tratamiento a base de calmantes.

McCready dejó caer el periódico y se quedó mirando hacia la puerta.

—¡Ay, pero qué idiota —murmuró— qué maldito pobre idiota!

Joe Roth cogió el primer avión que salía por la mañana hacia Washington y al llegar al aeropuerto se fue directamente a la mansión de Georgetown. Allí presentó su renuncia, que entraría en vigor veinticuatro horas después. Al retirarse dejó detrás de sí a un hombre torturado y abatido. Pero antes de irse había hecho una solicitud. El director de la CIA le había dado su conformidad.

Roth llegó al rancho ese mismo día a altas horas de la noche.

El coronel Orlov estaba todavía despierto; se encontraba solo en su cuarto, jugando al ajedrez con un miniordenador. El coronel era muy bueno jugando al ajedrez, pero el ordenador lo era más. El ordenador jugaba con las blancas; Orlov tenía el juego de piezas contrarias, que en vez de ser negras, eran de un color rojo oscuro. En el tocadiscos tenía puesto un disco de los Seekers de 1965.

Kroll entró el primero en la habitación, se puso a un lado y se colocó cerca de la pared. Roth lo siguió y cerró la puerta a sus espaldas. Orlov los miró extrañado.

Con rostro impenetrable y mirada inexpresiva, Kroll lo contempló con fijeza. Se advertía un bulto bajo su axila izquierda. Orlov se dio cuenta de ese detalle e interrogó a Roth con los ojos. Pero ninguno de los dos estadounidenses pronunció ni una palabra. Roth no hizo más que dirigirle una mirada dura y fría. La extrañeza desapareció del rostro de Orlov, y, en su lugar, apareció una expresión mezcla de entendimiento y resignación. Nadie habló.

La límpida y cristalina voz de Judith Durham llenó el aposento:

Adiós, que te vaya bien, dulce amor mío,
ésta ha de ser nuestra última despedida…

Kroll alargó el brazo hacia el tocadiscos.

—La comedia se ha terminado —dijo. Oprimió un botón y el silencio se apoderó de la habitación. Orlov pronunció una palabra en ruso, la segunda que decía desde su llegada a Estados Unidos.

—¿Kto?

Lo que significa: «¿Quién?»

—Gorodov —respondió Roth.

Fue como una patada en el estómago. Orlov cerró los ojos y sacudió la cabeza como si se resistiese a creer.

Volvió la vista al tablero que tenía sobre la mesa y colocó el índice sobre la corona de su rey. Le asestó un golpecito y lo soltó. El rey rojo se tambaleó hacia un lado y cayó sobre el tablero, la señal de un jugador que admite la derrota. El precio de la novia había sido pagado y aceptado, pero no había boda. El rey rojo rodó un poco por la superficie del tablero y se quedó inmóvil.

Y el coronel Piotr Alexandrovich Orlov, hombre muy valiente y un patriota, se levantó y ascendió por entre las tinieblas para ir a reunirse con el todopoderoso Dios que lo había creado.