La embarcación zarpó del muelle de Westminster a las tres en punto de la tarde y comenzó su perezosa travesía río abajo, dirección Greenwich. Una multitud de turistas japoneses se aglomeraba en cubierta, apretando los disparadores de sus cámaras fotográficas cual si de cerradas ráfagas de ametralladora se tratara, con el fin de retener la huidiza imagen del edificio del Parlamento.
Cuando el barco se aproximó a la mitad del río, un hombre vestido con un ligero traje gris se levantó con calma de su asiento y se dirigió hacia popa, donde se quedó de pie, contemplando la agitada estela que la embarcación dejaba en las aguas del Támesis. Pocos minutos después, otro hombre, que llevaba un ligero impermeable de verano, se levantó de un banco diferente y se acodó a su lado.
—¿Qué tal andan las cosas por la Embajada? —preguntó Sam McCready en voz baja y serena.
—No demasiado bien —contestó Recuerdo—. Ya se ha confirmado el hecho de que una acción de contraespionaje a gran escala se halla en marcha. De momento, eso está afectando sólo a mis empleados jóvenes. Pero en forma intensiva. Cuando hayan acabado con ellos, el foco de búsqueda se dirigirá más hacia arriba…, a mí. Estoy ocultando pruebas lo mejor que puedo, pero hay algunos asuntos para los que tendría que hacer desaparecer carpetas enteras, y eso me ocasionaría más perjuicio que beneficio.
—¿Cuánto tiempo crees que puedes quedarte todavía?
—Unas pocas semanas todo lo más.
—Ten mucho cuidado, querido amigo. Nunca pecarás por exceso de prudencia. En modo alguno queremos otro Penkovsky.
A principios de los años sesenta, el coronel Oleg Penkovsky, del Servicio de Inteligencia militar soviético, trabajó para los británicos durante dos años y medio que bien pueden ser calificados de gloriosos. Hasta entonces, y durante muchos años después, fue el agente soviético más valioso jamás reclutado, y el que más daño hizo a la Unión Soviética. En aquel breve espacio de tiempo hizo llegar a los británicos más de cinco mil documentos calificados top secret, lo que culminó con el informe secreto vital acerca de la existencia de misiles soviéticos en Cuba en 1962, información que permitió al presidente Kennedy jugar magistralmente sus cartas contra Nikita Kruschev. Pero Penkovsky se quedó más tiempo de lo conveniente. Habiéndole apremiado para que huyera, insistió en permanecer allí unas cuantas semanas más. Fue descubierto, torturado e interrogado, sometido a juicio y fusilado. Recuerdo sonrió.
—No te preocupes, que no habrá otro affair Penkovsky. No se repetirá. ¿Y cómo te van las cosas?
—No muy bien. Creemos que Orlov ha denunciado a Calvin Bailey.
Recuerdo emitió un silbido de asombro.
—¿Tan alto? Bien, bien. ¿Conque el mismísimo Calvin Bailey? Así que él era el objetivo del «Proyecto Potemkin». Sam, tienes que converceles de su equivocación, de que Orlov miente.
—No puedo —dijo McCready—. Ya lo he intentado. Pero se han desbocado.
—Tienes que intentarlo de nuevo. Ahora está en juego una vida humana.
—¿No pensarás realmente que…?
—¡Oh, sí, mi viejo amigo, claro que lo pienso! —replicó el ruso—. El director de la CIA es un hombre apasionado. No creo que esté dispuesto a permitir que se produzca otro escándalo monumental, más grande que todos los escándalos juntos que hubo anteriormente, y mucho menos si perjudica la carrera de su Presidente. Optará por imponer silencio. Para siempre. Pero, por supuesto, no se saldrá con la suya. Se imaginará que una vez perpetrado el hecho, el asunto nunca saldrá a relucir. Pero nosotros sabemos que se equivoca, ¿no es cierto? Los rumores empezarán a correr muy pronto, porque la KGB se preocupará de que proliferen. Son muy buenos en ese campo.
»Lo irónico de todo este asunto es que Orlov ha ganado ya. Si Bailey es detenido y llevado a juicio, con la gigantesca y dañina publicidad que eso implica, Orlov ha ganado. Si Bailey es silenciado y la noticia sale a relucir, la CIA sufrirá un gran descalabro en su moral y en su imagen, con lo que Orlov ha ganado. Si Bailey es expulsado sin derecho a pensión, él proclamará su inocencia y la controversia durará años. Y, de nuevo, Orlov será el ganador. Tienes que disuadirlos.
—Ya lo he intentado. Pero siguen pensando que la mercancía de Orlov es inmensamente valiosa y pura. Creen en él.
El ruso se quedó mirando las espumosas aguas por debajo del castillo de popa mientras la embarcación pasaba por delante de la zona de reurbanización portuaria, en la que se veía un gran número de grúas y montones de escombros de las tiendas abandonadas y semidemolidas.
—¿Te he hablado alguna vez de mi teoría del cenicero?
—No —contestó McCready—, no creo que lo hayas hecho.
—Cuando daba clases en la escuela de entrenamiento de la KGB, les decía a mis alumnos que cogiesen un cenicero de cristal y lo rompiesen en tres pedazos. Si a continuación recogemos uno de ellos, sólo sabremos que tenemos un pedazo de vidrio. Si recogemos dos, sabremos que tenemos las dos terceras partes de un cenicero, pero no podremos echar dentro las colillas de nuestros cigarrillos. Para disponer del artículo entero y poder utilizarlo, necesitamos los tres pedazos del cenicero.
—¿Y entonces?
—Pues que entonces todo cuanto Orlov ha facilitado representa uno o dos pedazos de diversos ceniceros enteros. Hasta ahora no ha entregado ni un solo cenicero completo a los norteamericanos. Algo realmente secreto que la Unión Soviética venga ocultando desde hace años y que no desee que se sepa. Di a los estadounidenses que le sometan a una prueba definitiva. Fracasará. Pero cuando me vaya, traeré el cenicero completo. Entonces lo creerán.
McCready se quedó pensativo. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Conocerá Orlov el nombre del quinto hombre?
Recuerdo se puso a pensar en lo que su amigo le había preguntado.
—Es probable que sí, aunque no puedo estar seguro —contestó al fin—. Orlov pasó muchos años en el Directorio de Ilegales. Yo, nunca. Siempre pertenecí al servicio de espionaje operativo de Embajadas. Los dos hemos estado en la Sala Conmemorativa; eso forma parte habitual del entrenamiento. Pero, de los dos, sólo él ha podido ver el Libro Negro. Oh, sí, tiene que saber el nombre.
En lo más profundo del corazón del edificio número dos de la plaza Yerzinsky, donde está el cuartel general de la KGB, se encuentra la llamada Sala Conmemorativa, una especie de santuario dentro de una edificación atea en el que se rinde culto a los grandes precursores de la presente generación de altos agentes de la KGB. Entre los retratos de personas reverenciadas que cuelgan de sus paredes se encuentran los de Arnold Deutsch, Teodor Maly, Anatoli Gorsky y Yuri Modin, quienes fueron sucesivamente agentes reclutadores y controladores y formaron parte de la red de espionaje más dañina que pudo ser reunida jamás por la KGB entre los británicos.
Los reclutamientos se llevaron a cabo sobre todo entre un grupo de jóvenes estudiantes de la Universidad de Cambridge a mediados y a finales de la década de los treinta. Todos habían estado coqueteando con el comunismo, como también hicieron muchos otros que después lo abandonaron. Pero cinco de ellos continuaron y se dedicaron a servir a Moscú de un modo tan brillante y eficaz, que han llegado a ser conocidos hasta el día de hoy como los Cinco Magníficos o las Cinco Estrellas.
Uno de ellos fue Donald Maclean; el cual dejó Cambridge para entrar en el Ministerio de Asuntos Exteriores. A finales de los años cuarenta se encontraba en la Embajada británica en Washington, donde desempeñó un papel fundamental en la entrega a Moscú de centenares de documentos en los que se consignaban los secretos de la nueva bomba atómica que Estados Unidos estaba fabricando en colaboración con Gran Bretaña.
Otro fue Guy Burgess, fumador y bebedor empedernido, y rabioso homosexual, que se las ingenió de algún modo para no ser expulsado del Foreign Office a causa de sus vicios. Servía de enlace y garantizaba la comunicación entre Donald Maclean y sus amos moscovitas.
Ambos fueron descubiertos al fin en 1951, pero pudieron evitar ser detenidos gracias a que alguien les avisó en secreto y huyeron a Moscú.
El tercero fue Anthony Blunt, también homosexual, hombre de una inteligencia extraordinaria y con un gran talento para el espionaje, que puso a disposición de Moscú. Se preocupó también por explotar su otro talento para la historia del arte y se convirtió en conservador de la colección de arte privada de la Reina y en caballero del reino. Él fue la persona que avisó a Burgess y a Maclean del arresto inminente, en 1951. Habiendo salido airoso de una serie de investigaciones, fue descubierto al fin, por lo que le despojaron de su título y cayó en desgracia, pero todo eso no sucedió hasta bien entrada la década de los ochenta.
De todos ellos, el que obtuvo mayor éxito fue Kim Philby, el cual entró en el Servicio Secreto de Inteligencia británico y llegó a dirigir el Departamento Soviético. La huida de Burgess y de Maclean en 1951 hizo que las sospechas también recayeran sobre él. Fue interrogado, no confesó nada, lo apartaron del servicio y, finalmente, huyó a Moscú desde Beirut, en 1963.
Los retratos de los cuatro colgaban de las paredes de la Sala Conmemorativa. Pero el grupo había estado compuesto por cinco personas, y el quinto retrato no era más que un recuadro en negro. La identidad real del quinto hombre sólo se podía encontrar en el Libro Negro. La razón era sencilla.
Confundir y desmoralizar al adversario es uno de los principales fines estratégicos de la guerra que se libra en el oculto mundo del espionaje, y la causa de la retardada creación del departamento de maniobras de diversión que dirigía McCready. Desde principios de los años cincuenta, los ingleses sabían que había existido un quinto hombre en aquella red de espionaje reclutada hacía ya tanto tiempo, pero nunca habían podido enterarse de quién se trataba. Moscú sacaba provecho de todo.
A lo largo de todos aquellos años, treinta y cinco en total, y para satisfacción de Moscú, el enigma estuvo atormentando al Servicio Secreto británico, acosado también por una Prensa ávida de sensacionalismos y por una larga serie de libros.
Las sospechas recayeron sobre una docena de agentes de comprobada lealtad y largos años de servicio, los cuales tuvieron que presenciar cómo sus carreras se frenaban en seco y sus vidas eran destrozadas. El principal sospechoso fue el último Sir Roger Hollis, que ascendió hasta el puesto de director general del MI-5, que se convirtió en el blanco de las manías persecutorias de otro hombre de carácter tan obsesivo como James Angleton, del funesto Peter Wright, el cual trató de hacer una fortuna con un libro terriblemente aburrido en el que sacaba a relucir de nuevo sus quejas egocentristas acerca de su pequeña pensión (lo mismo que hace cualquiera) y su convencimiento de que Roger Hollis había sido el Quinto Hombre.
Otras personas también fueron sospechosos, incluidos los dos lugartenientes de Hollis, e, incluso, personaje de tan profundo patriotismo como Lord Victor Rothschild. Todo aquello no eran más que tonterías, pero el rompecabezas seguía. ¿Vivía el quinto hombre aún? ¿Quizá todavía en funciones? ¿Ocupando un alto cargo en el Gobierno? ¿Era un honrado funcionario público o pertenecía a algún Servicio Secreto? Y de ser así, sería desastroso. El asunto podría acallarse si se identificaba de una vez por todas a aquel quinto hombre que había sido reclutado hacía tanto tiempo. Como era lógico, la KGB había estado guardando celosamente ese secreto durante treinta y cinco años.
—Pide a los norteamericanos que pregunten a Orlov cómo se llamaba el quinto hombre. No lo revelará. Pero yo lo averiguaré, y lo traeré conmigo cuando me pase a vuestro lado.
—Nos enfrentamos a la cuestión del tiempo —dijo McCready—. ¿Cuánto puedes resistir aún?
—Unas cuantas semanas como mucho, quizá menos.
—Ellos no esperarán, si estás en lo cierto con respecto a la reacción del director de la CIA.
—¿No tienes otra manera de convencerles de que se queden quietos? —preguntó el ruso.
—La hay. Pero tendrías que darme tu permiso.
Recuerdo le escuchó durante algunos minutos. Luego asintió con la cabeza.
—Si ese tal Roth te da su solemne palabra de honor de que no dirá nada, y si confías en que la mantendrá, entonces, sí.
Cuando a la mañana siguiente, Joe Roth abandonó la terminal del aeropuerto, habiendo volado toda la noche desde Washington, se encontraba atontado por el viaje en avión y no estaba del mejor humor.
Había bebido demasiado durante el viaje y no le divirtió en absoluto que una caricatura de voz con acento irlandés le hablara al oído.
—Muy buenos y santos días, Mr. Casey, y bien venido de nuevo entre nosotros.
Roth se volvió. Sam McCready se encontraba a su lado. Era evidente que el muy hijo de puta estaba enterado desde hacía mucho tiempo de lo del pasaporte a nombre de Casey, y que había ordenado comprobar las listas de pasajeros en la terminal de Washington para estar seguro de que lo encontraría en el vuelo indicado.
—Sube —dijo McCready cuando salieron a la calle—. Te llevaré hasta Mayfair.
Roth se encogió de hombros. «¿Por qué no?» Se preguntó qué demonios sabría el otro o qué se figuraría. El agente británico mantuvo la conversación a un nivel de charla insustancial hasta que llegaron a las afueras de Londres. Cuando abordó el tema con seriedad, lo hizo de pronto.
—¿Cuál ha sido la reacción del director de la CIA? —le preguntó.
—No sé de qué me estás hablando.
—No. Venga, Joe. Orlov ha denunciado a Calvin Bailey. Eso es una gilipollez. ¿No os lo habréis tomado en serio?
—Estás muy equivocado, Sam.
—Hemos recibido una nota en Century House. Mantened apartado a Bailey de todo material confidencial. Eso significa que está bajo sospecha. ¿Y quieres hacerme creer que no es porque Orlov lo ha acusado de ser un agente soviético?
—Es sólo rutina, ¡por el amor de Dios! Algo relacionado con el mantenimiento de demasiadas amantes.
—Podría decirte que me lamieses el culo —replicó McCready—. Calvin puede ser muchas cosas, pero lo cierto es que no es ningún tenorio. Prueba con otra mentira.
—¡No me presiones, Sam! No abuses demasiado de nuestra amistad. Ya te lo dije en otra ocasión; se trata de un asunto interno de la Compañía. ¡Déjame en paz!
—¡Joe, por el amor de Dios! Las cosas han ido demasiado lejos. Se escapan de las manos. Orlov os ha mentido y temo que vayáis a hacer algo terrible.
Joe Roth perdió los estribos.
—¡Para el coche! —gritó—. ¡Para esta mierda de coche!
McCready frenó el «Jaguar» junto al bordillo de la acera. Roth cogió su equipaje del asiento de atrás asió el pestillo de la portezuela. McCready le agarró del brazo.
—Joe, mañana a las dos y media. Tengo algo que quiero mostrarte. Te recogeré a la puerta de tu casa a las dos y media.
—¡Piérdete! —exclamó el norteamericano.
—Tan sólo unos pocos minutos de tu tiempo. ¿Es demasiado pedir? Por los viejos tiempos, Joe, por todo lo que hemos hecho juntos.
Roth se desprendió de su amigo, descendió del coche y se alejó por la calle en busca de un taxi.
Pero allí se encontraba McCready al día siguiente, a las dos y media de la tarde, esperándole en la acera, delante del bloque de apartamentos en el que vivía. Permaneció sentado en el «Jaguar» hasta que Roth subió en él y se alejaron del lugar sin decir una palabra. Su amigo estaba todavía enojado y receloso. El trayecto que recorrieron no llegó a los ochocientos metros. Roth pensó que le conducía a su propia Embajada, tan cerca habían llegado de la plaza Grosvenor, pero McCready detuvo el coche en Mount Street, una manzana más allá.
A la mitad de Mount Street se encuentra uno de los restaurantes de pescado más exquisitos de Londres, el «Scott’s». A las tres en punto un distinguido caballero, que vestía un traje gris claro, salió por la puerta del restaurante y se quedó en el umbral de la entrada. De inmediato, una limusina negra de la Embajada soviética se acercó para recogerlo.
—Dos veces me preguntaste si teníamos un agente infiltrado en la KGB en Moscú —dijo McCready en tono sereno—. Te respondí que no. Y no te mentía. No del todo. Nuestro hombre no se encuentra en Moscú; está aquí, en Londres. Lo estás viendo en este momento.
—No creo lo que estoy viendo —susurró Roth—. Ése es Nikolai Gorodov. Es el director de toda la maldita rezidentura de la KGB en Gran Bretaña.
—En carne y hueso. Y trabaja para nosotros, desde hace cuatro años. Vosotros habéis recibido todo su material, con la fuente camuflada, pero puro. Y él afirma que Orlov está mintiendo.
—Pruébalo —dijo Roth—. Siempre estás diciendo que Orlov ha de probar lo que nos cuenta. Ahora pruébalo tú. Dame una prueba de que ese hombre es vuestro.
—Si Gorodov se rasca la oreja izquierda con la mano derecha antes de meterse en el coche, significará que trabaja para nosotros —dijo McCready.
La limusina negra se detuvo delante de la puerta del restaurante. Gorodov no miró ni por un instante hacia el «Jaguar». Pero alzó la mano derecha, la cruzó por delante del pecho, se rascó el lóbulo de la oreja izquierda y se metió en el coche. El vehículo de la Embajada se alejó.
Roth agachó la cabeza y hundió el rostro entre las manos. Respiró hondamente varias veces y luego levantó la cabeza.
—Tengo que decírselo al director de la Agencia —dijo—. Personalmente. Volaré a Washington.
—Ése no ha sido el trato —dijo McCready—. Di mi palabra a Gorodov, y tú me has dado la tuya hace diez minutos.
—Tengo que decírselo al director de la Agencia —repitió Roth—, o, de lo contrario, la suerte estará echada. Ahora ya no puedo retroceder.
—Entonces, retrásalo. Puedes decir que has conseguido otras pruebas, o inventarte algún pretexto para postergarlo. Quisiera hablarte de la teoría del cenicero.
Le habló entonces de la conversación que había mantenido con Recuerdo dos días antes, en la embarcación que surcaba el Támesis.
—Pregunta a Orlov por el nombre del quinto hombre. Lo sabe, mas no querrá decírtelo. Pero Recuerdo lo averiguará y nos lo dirá cuando se pase a nuestro lado.
—¿Cuándo será eso?
—Muy pronto. Dentro de unas pocas semanas, todo lo más. En Moscú andan con la mosca detrás de la oreja. El círculo se está cerrando.
—Una semana —dijo Roth—. Bailey saldrá para Salzburgo y Viena dentro de una semana. No tiene que llegar a Viena. El director se imagina que huirá por la frontera húngara.
—¿Y por qué no le llamáis con carácter de urgencia? Eso es, ordenadle que vuelva a Washington. Si obedece, eso bien merece un retraso. Si se niega, tiraré la toalla.
Roth consideró la proposición.
—Lo intentaré —dijo—. Ante todo iré a Alconbury. Y mañana, cuando regrese de la base, si Orlov se ha negado a decirme el nombre del quinto hombre, enviaré un cable al director comunicándole que los británicos nos han dado pruebas recientes de que Orlov puede estar mintiendo y le pediré que Bailey regrese a Langley de inmediato. A guisa de prueba. Estoy seguro de que el director acabará dando su consentimiento. Y con eso tendremos un retraso de algunas semanas.
—Suficiente, viejo amigo —dijo McCready—. Más que suficiente. Recuerdo se habrá pasado ya con nosotros para entonces y podremos arreglar todas las cosas con vuestro director. Confiá en mí.
Roth se encontraba en Alconbury poco después de la puesta del sol. Encontró a Orlov en su habitación, tumbado en la cama, leyendo y escuchando música. Ya había agotado el tema de Simon y Garfunkel —Kroll le dijo que los hombres del equipo de vigilancia ya se sabían casi de memoria cada palabra de los veinte éxitos musicales— y se había pasado a los Seekers. Cuando Roth entró en la habitación, Orlov apagó el tocadiscos, en el que sonaba Mornigtown, y se sentó sobre la cama dirigiéndole una sonrisa.
—¿Cuándo regresaremos a Estados Unidos? —preguntó—. Aquí me aburro. Incluso en el rancho estaba mejor, pese a todos los riesgos.
Orlov había engordado de tanto permanecer tumbado y sin posibilidad de hacer ejercicio. Su alusión al rancho era una broma. Después de aquel simulacro de atentado, Roth, durante un tiempo, mantuvo la versión de que había sido obra de la KGB, que Moscú debía de haberse enterado de los detalles del rancho por Urchenko, el cual había sido interrogado en ese lugar antes de que cometiese la estupidez de volver con la KGB. Pero después reveló a Orlov que había sido una jugarreta de la CÍA para comprobar las reacciones del desertor ruso. Al principio, Orlov se enfureció («¡Hijos de puta, creí que iba a morir!», gritó). Pero después se echó a reír al recordar el incidente.
—Muy pronto —contestó Roth—. Muy pronto habremos terminado aquí.
Esa noche cenó con Orlov y le habló de la Sala Conmemorativa en Moscú. Orlov asintió.
—Por supuesto, ya lo creo que he estado en ella. Todos los agentes iniciados son llevados allí. Para ver a los héroes y admirarlos.
Roth encauzó la conversación hacia los retratos de las Cinco Estrellas. Masticando un trozo de solomillo, Orlov denegó con la cabeza.
—Cuatro —le corrigió—. Sólo hay cuatro retratos. Los de Burgess, Philby, Maclean y Blunt. Cuatro estrellas.
—¿Pero no hay acaso un quinto marco que no contiene más que un papel negro? —inquirió Roth.
Orlov había comenzado a masticar mucho más despacio.
—Sí —admitió tras tragar el trozo de carne—. Un marco pero sin retrato.
—¿Así que había un Quinto Hombre?
—Aparentemente.
Roth no cambió el tono de la conversación, mas se quedó vigilando a Orlov por encima del tenedor.
—Pero tú eras todo un comandante en el Directorio de Ilegales. Has tenido que leer el nombre impreso en el Libro Negro.
Algo extraño relampagueó en los ojos de Orlov.
—Nunca me mostraron ningún Libro Negro —replicó Orlov con toda calma.
—¡Peter! ¿Quién era el Quinto Hombre? ¡Su nombre, por favor!
—No lo sé, amigo mío. Te lo juro. —Sonrió de nuevo de ese modo tan caluroso y atractivo que le caracterizaba—. ¿Quieres interrogarme con el detector de mentiras?
Roth le devolvió la sonrisa, pero pensó: «¡No, Peter!, porque creo que puedes engañar a esa máquina cada vez que te lo propongas». Decidió volver a Londres a la mañana siguiente y enviar un mensaje pidiendo un aplazamiento y que se llamase a Bailey a Washington para probarlo. Si había el más ínfimo elemento de duda —pese a la forma exhaustiva con que Kellogg creía haber comprobado el caso—, y ahora aparecía ese elemento de duda, él no cumpliría la orden, ni siquiera por obediencia al director de la CIA ni pensando en su propia y brillante carrera. Algunos precios que había que pagar resultaban en realidad demasiado elevados.
A la mañana siguiente llegaron las limpiadoras. Eran señoras de Huntingdon, las mismas que se empleaban en el resto de la base. Cada una de esas mujeres había sido investigada por los Servicios de Seguridad y llevaba una tarjeta de identificación especial para entrar en el área acordonada. Roth y Orlov, sentados frente a frente, se encontraban tomando el desayuno en el comedor, mientras intentaban hablar por encima del ruido de una enceradora giratoria que alguien estaba manejando fuera en el pasillo. El insistente zumbido del aparato se acercaba y se alejaba conforme la mujer de la limpieza lo llevaba de un lado a otro.
Orlov se enjugó los restos de café de los labios, se excusó de que tenía que ir al servicio y salió de la sala. En lo que le quedaba de vida, Roth jamás volvería a burlarse de la creencia en un sexto sentido. Pocos segundos después de que Orlov hubiese salido, Roth advirtió un cambio en el ruido de la enceradora. Salió al corredor para ver la causa. La máquina estaba abandonada, con sus cepillos cepillando el suelo en el mismo sitio y el motor emitiendo un continuo y agudo alarido.
Había visto a la limpiadora cuando él se dirigía al comedor para desayunar con Orlov; se trataba de una señora delgada, con la bata de trabajo, rulos en el cabello y un pañuelo cubriéndole la cabeza. Para dejarlo pasar, la mujer se había echado a un lado y había continuado su faena sin levantar la mirada, Y ahora había desaparecido. Al final del pasillo, la puerta del servicio de caballeros se bamboleaba aún lentamente.
—¡Kroll! —gritó Roth con todas sus fuerzas mientras se precipitaba hacia el final del pasillo.
La mujer se encontraba de rodillas en el suelo, en el centro del servicio de caballeros, con el cubo de plástico junto a ella y las botellas de detergentes y bayetas esparcidas a su alrededor. En la mano derecha empuñaba una pistola «Sig Sauer» con silenciador, que las bayetas habían ocultado. En el extremo más alejado del recinto se abrió la puerta de uno de los cubículos y Orlov salió. La asesina, arrodillada alzó el arma y apuntó.
Roth no sabía ruso, pero conocía unas pocas palabras. Gritó «¡Stoi!» con todas sus fuerzas. La mujer giró sobre sus rodillas. Roth se lanzó al suelo. Oyó un «plop» y sintió la onda expansiva cerca de su cabeza. Todavía estaba tumbado sobre las baldosas cuando hubo un ruido atronador a sus espaldas y sintió los efectos de más ondas expansivas a su alrededor. Y es que los lavabos cerrados no son lugares para disparar un «Magnum» del cuarenta y cuatro.
Detrás de él se encontraba Kroll, en el umbral de la puerta, empuñando su revólver con ambas manos. No necesitaba efectuar un segundo disparo. La mujer yacía de espaldas sobre las baldosas, una mancha roja en su pecho hacía juego con las rosas de su bata de trabajo. Poco después descubrirían que la verdadera señora de la limpieza se encontraba en su casa en Huntingdon, atada y amordazada.
Orlov seguía aún ante la puerta del cubículo, con el rostro pálido como la cera.
—¿Más juegos? —vociferó—. ¡Ya está bien de juegos de la CIA!
—Nada de juegos —replicó Roth, al tiempo que le levantaba del suelo—. Esto no ha sido un juego. Ha sido la KGB.
Orlov miró de nuevo y vio que el oscuro charco rojizo que se extendía ahora sobre las baldosas no era un efecto especial de Hollywood. No en esta ocasión.
Roth necesitó dos horas para conseguir un avión que trasladase de inmediato a Orlov y al resto del equipo de vuelta a Estados Unidos, y para asegurarse de que, una vez allí, serían llevados en seguida al rancho. Orlov abandonó la base muy contento, llevándose su magnífica colección de canciones. Cuando el avión de transporte militar estadounidense despegó hacia Estados Unidos, Roth se montó en su automóvil y se dirigió a Londres. Estaba profunda y amargamente enfadado.
En parte se culpaba a sí mismo. Habría debido saber que después de haber sido descubierto Bailey, la base de Alconbury no podía ser considerada por mucho tiempo como un lugar seguro para Orlov. Pero con la interferencia de los británicos había estado tan atareado que el asunto se le había ido de la mente. Nadie es infalible. Se preguntó extrañado por qué Bailey no habría avisado a Moscú para que organizasen el asesinato de Orlov, antes de que ese coronel de la KGB hubiese tenido la oportunidad de mencionar su nombre. Quizás había confiado en que Orlov jamás le nombraría, pues no tendría esa información. Ése fue el error de Bailey. Nadie es infalible.
Cuando llegó a la Embajada sabía muy bien lo que tenía que hacer. La pelota se encontraba ahora en el campo de McCready. Si éste quería sostener su teoría de que Gorodov era un desertor de verdad y Orlov sólo un farsante, y que, por lo tanto, Bailey estaba fuera de toda sospecha, ya que, siendo una persona inocente, había sido víctima de una pérfida maquinación, tan sólo había una cosa que el británico pudiese hacer. Tenía que organizar las cosas para que Gorodov se pasase ya, de modo que Langley hablara con él y aclarase las cosas de una vez por todas. Se dirigió a su despacho para llamar por teléfono a McCready a la Century House. En el corredor se tropezó con su jefe de departamento.
—¡Ah!, por cierto —dijo Bill Carver—, nos acaba de llegar algo, por cortesía de Century. Parece que nuestros amigos de Kensington Palace Gardens están moviendo las cosas. Su rezident, Gorodov, ha salido en avión para Moscú esta mañana. Lo tienes sobre tu escritorio.
Roth no hizo la llamada. Se sentó frente a su escritorio. Se sentía aturdido. Así que habían tenido razón, él y su director y su Agencia. Pero, en lo hondo de su corazón, sintió lástima de McCready. Haberse equivocado de tal modo, haber sido engañado de una manera tan miserable durante cuatro años tenía que representar un golpe terrible. Y en lo que respectaba a él mismo, lo cierto era que se sentía aliviado de un modo muy extraño, pese a lo que le quedaba por hacer. Ahora no tenía dudas, ni la más mínima. Los dos acontecimientos ocurridos en una sola mañana habían servido para disipar de su cabeza cualquier resto de duda. El director de la CIA estaba en lo cierto. Lo que había que hacer tenía que ser hecho.
Pero todavía sentía lástima por McCready. «Seguro que en la Century House le estarán dando ahora una buena reprimenda», pensó.
Y se la estaban dando, o se la daba, mejor dicho, Timothy Edwards.
—Lamento mucho tener que decirte esto, Sam, pero estamos ante un fracaso total. Precisamente acabo de ver al Jefe y hemos intercambiado algunas palabras, y la conclusión a la que hemos llegado es que podemos plantearnos con toda seriedad la posibilidad de que Recuerdo haya sido un leal agente soviético durante todo este tiempo.
—No lo ha sido —replicó McCready categórico.
—Eso es lo que tú dices, pero las evidencias actuales parecen apuntar claramente a la posibilidad de que nuestros primos estadounidenses estén en lo cierto y nosotros hayamos sido embaucados. ¿Sabes cuáles serán las consecuencias de todo esto?
—Puedo imaginármelo.
—Tendremos que analizarlo todo de nuevo, y evaluar cada maldita cosa que Recuerdo nos haya dado durante estos cuatro años. Es una empresa endemoniada. Y, peor aún, nuestros primos han compartido toda nuestra información, así qué tendremos que decírselo para que ellos, a su vez, revisen todo de nuevo. Reparar los daños será labor de muchos años. Y aparte de todo, se trata de una vergüenza mayúscula. El Jefe no está muy satisfecho que digamos.
Sam dio un suspiro. Siempre ocurría lo mismo. Cuando la mercancía de Recuerdo era la auténtica sal de la vida, dirigirlo era una operación propia del Servicio. Pero ahora se trataba de un error cometido única y exclusivamente por el Manipulador.
—¿Te hizo saber de algún modo que tuviese la intención de regresar a Moscú?
—No.
—¿Cuándo pensaba finiquitar sus cosas y venirse con nosotros?
—Dentro de dos o tres semanas —contestó McCready—. Pensaba comunicarme el momento en que su situación se volviese desesperada y entonces saltar la valla.
—Pues bien, no lo ha hecho. Ha vuelto a su casa. Y es de suponer que voluntariamente. Los del servicio de vigilancia de aeropuertos nos informan que pasó por Heathrow sin ninguna coacción. Ahora hemos de pensar que Moscú es su verdadera patria.
»Y para colmo tenemos ese maldito asunto de Alconbury. ¿Qué clase de espíritu maligno te ha poseído? Dijiste que se trataba de una prueba. Pues bien, ahí la tienes, Orlov la ha pasado con sobresaliente. Esos hijos de puta han intentado matarle. Hemos tenido mucha suerte de que tan sólo muriese la asesina. Y eso es algo que no podemos contar a nuestros primos. Jamás. ¡Ya puedes enterrarla!
—Sigo sin creer que Recuerdo nos haya mentido.
—¿Y por qué no? Ha vuelto a Moscú.
—Tal vez trate de conseguir un último maletín lleno de documentos para dárnoslo.
—Correría un peligro terrible. Tiene que estar loco. ¡Con el cargo que ocupa!
—Pues es la verdad. Quizá se trate de un equívoco. Pero él es así. Hace años prometió que nos traería un último paquete con un gran regalo antes de venirse con nosotros. Estoy convencido de que ha ido a buscarlo.
—¿Sustentas con alguna prueba ese notable exceso de confianza?
—Instinto.
—¿Instinto? —remedó Edwards en tono sarcástico—. No podemos llevar a cabo con éxito ninguna empresa basándonos en el instinto.
—Colón lo hizo —replicó McCready—. ¿Puedo hablar con el Jefe?
—Así que apelando al César, ¿eh? Serás bien recibido. Pero no creo que logres nada.
Sin embargo, McCready lo logró. Sir Christopher escuchó atentamente lo que le proponía.
—¿Y suponiendo que sea leal a Moscú después de todo? —preguntó.
—En ese caso, lo sabré en breves instantes.
—Pueden encarcelarte —dijo el Jefe.
—No lo creo. No parece que Gorbachov desee de momento una confrontación diplomática.
—Y tampoco la tendrá —aseguró el Jefe, categórico—. Si vas, lo harás por tu cuenta.
Así que Sam McCready se dispuso a viajar en esas condiciones. Lo único que deseaba era que Gorbachov no estuviese enterado de las mismas. Necesitó tres días para hacer sus planes.
Cuando McCready se encontraba en su segundo día de preparativos, Joe Roth llamó por teléfono a Calvin Bailey.
—Calvin, acabo de regresar de Alconbury. Creo que deberíamos de hablar.
—Por supuesto, Joe, ven a verme.
—Lo cierto es que de momento no corre mucha prisa. ¿Por qué no me invitas a cenar para mañana?
—Ah, muy bien, es una buena idea, Joe. De todos modos, Gwen y yo andamos muy mal de tiempo en estos días. Hoy, por ejemplo, hemos almorzado en la Cámara de los Lores.
—¿De verdad?
—Como lo oyes, Joe. Con el jefe del Alto Estado Mayor.
Roth no salía de su asombro. En Langley, Bailey era una persona fría y distante, con tendencia al escepticismo. No había más que dejarlo suelto en Londres y ya era como un niño en una tienda de juguetes. ¿Y por qué no? Dentro de seis días se encontraría a salvo en Budapest, tras haber cruzado la frontera.
—Calvin, conozco una hostería maravillosa subiendo por el Támesis, en la localidad de Eton. Sirven un exquisito menú de pescado. Se dice que el rey Enrique VIII solía enviar una embarcación a Ana Bolena para que la remontase río arriba cuando quería encontrarse con ella a escondidas en aquel lugar.
—¿En serio? ¿Es tan antigua? Bien, escucha, Joe, mañana por la noche vamos al «Covent Garden». Pero el jueves podría ser.
—De acuerdo. Quedamos para el jueves, Calvin. Como tú quieras. Estaré esperándote a las ocho a la puerta tu casa. Hasta el jueves entonces.
Al día siguiente, Sam McCready terminó sus preparativos y se dispuso a dormir en esa noche que quizá fuere la última que pasara en Londres.
Por la mañana, tres hombres aterrizaban en Moscú en vuelos diferentes. El primero fue el rabino Birnbaum. Llegaba de Zurich en un avión de la «Swissair». El policía que se ocupaba del control de pasaportes en Scheremetievo pertenecía al Directorio de Policías fronterizos de la KGB; era un joven de cabellos tan rubios como la mies, ojos azules y mirada fría. Inspeccionó al rabino de pies a cabeza y, a continuación, concentró toda su atención en el pasaporte. Se trataba de un estadounidense llamado Norman Birnbaum y tenía cincuenta y seis años.
Si el policía hubiese sido algo mayor, hubiera recordado cuando en Moscú, y prácticamente en toda Rusia, había muchos judíos ortodoxos que se parecían al rabino Birnbaum. Era un hombre fuerte que vestía traje negro y camisa blanca con corbata negra. Lucía una poblada barba canosa y bigote. Cubría su cabeza con un sombrero negro y llevaba unas gafas de cristales tan gruesos, que las pupilas se le dilataban y distorsionaban cuando se esforzaba por ver a través de aquellos lentes. A ambos lados del rostro, como si saliesen del ala del sombrero, le caían sendos bucles de cabellos ensortijados. El rostro que se veía en la fotografía del pasaporte era el mismo de aquel hombre, pero sin el sombrero.
El visado estaba en orden y había sido expedido por el Consulado General de la Unión Soviética en Nueva York. El policía le miró de nuevo.
—¿Cuál es el motivo de su visita a Moscú?
—Deseo visitar a mi hijo durante algunos días. Trabaja aquí, en la Embajada de Estados Unidos.
—Un momento, por favor —dijo el policía. Se levantó de su asiento y se retiró. Detrás de una puerta de cristal, el rabino pudo verlo mientras deliberaba con un oficial de más alta graduación, que se puso a examinar el pasaporte.
Los rabinos ortodoxos eran muy raros en un país en el que la última escuela rabina había sido abolida hacía ya algunas décadas. El joven oficial regresó.
—¡Espere un momento, por favor! —le ordenó, e hizo señas al siguiente en la cola para que se acercara.
Hubo algunas llamadas telefónicas. Alguien en Moscú consultó una lista en la que venía la relación del personal diplomático acreditado. El oficial de mayor graduación regresó poco después con el pasaporte y susurró algo al oído del joven. Al parecer existía un Roger Birnbaum, el cual aparecía como miembro del Departamento de Contabilidad de la Embajada de Estados Unidos. Lo que no se decía en la lista era que su auténtico padre vivía retirado en Florida, y que la última vez que había estado en una sinagoga había sido con motivo de la consagración religiosa de su hijo, cuando éste cumplió los trece años de edad, es decir, hacía unos veinte años. Por señas indicaron al rabino que podía pasar.
Luego le registraron la maleta en la aduana. Llevaba la muda habitual de camisas, calcetines y calzoncillos, otro traje negro, útiles de aseo y una edición del Siddur en hebreo. El policía de la aduana lo hojeó, sin entender ni una palabra. A continuación dejó pasar al rabino.
Birnbaum cogió el autobús de «Aeroflot», que lo condujo hasta el centro de Moscú mientras soportaba alguna que otra mirada de curiosidad o de burla. Desde el edificio de la terminal de autobuses anduvo hasta el «Hotel Nacional», en Manege, donde entró en el servicio de caballeros y usó el urinario hasta que el otro ocupante que había se fue. Entonces se ocultó en el cubículo de uno de los retretes.
El disolvente del pegamento lo llevaba en su frasco de colonia. Cuando salió de los lavabos, todavía llevaba la chaqueta negra, pero sus pantalones reversibles eran ahora de un color gris claro. El sombrero descansaba dentro de su maleta, junto con las pobladas cejas, los largos bigotes canosos y la cerrada barba, objetos a los que hacían compañía la camisa y la corbata. Sus cabellos, en vez de grises, eran ahora de un color castaño claro y vestía puesto un jersey de cuello alto, de un amarillo chillón, que antes llevaba debajo de la camisa. Salió del hotel, sin que nadie le prestara atención, cogió un taxi y se hizo conducir hasta la puerta de la Embajada británica, situada en el terraplén enfrente del Kremlin.
Dos jóvenes de las milicias rusas, que montaban guardia ante la puerta, en territorio soviético, le pidieron la identificación. Les mostró el pasaporte británico y sonrió con expresión afectada al joven que lo examinaba. Éste se sintió azorado y se lo devolvió rápidamente. Muy irritado, hizo señas al homosexual británico de que penetrase en el territorio de su Embajada y enarcó las cejas, echando a su compañero una expresiva mirada mientras el inglés obedecía sus órdenes. Instantes después, éste había cruzado la puerta y desaparecía tras los muros de la Embajada.
El rabino Birnbaum no era en realidad ni judío, ni estadounidense, ni homosexual. Su verdadero nombre era David Thornton y era uno de los mejores maquilladores de artistas de la cinematografía británica. La diferencia que existe entre el maquillaje para teatro y el que se necesita para el cine consiste en que en el teatro las luces son muy intensas y la distancia entre los actores y el público es considerable. En el cine también hay luces, pero puede ocurrir que el cámara necesite tomar primeros planos y acerque el objetivo hasta pocos centímetros del rostro. De ahí que el maquillaje para el cine tenga que ser más sutil, más realista. David Thornton había trabajado durante años para los estudios «Pinewood», donde seguía siendo uno de los maquilladores más solicitados. Pertenecía también a ese grupo de expertos al que el Servicio Secreto de Inteligencia británico podía recurrir en cualquier momento cada vez que necesitaba a alguno de ellos.
La segunda persona en llegar tenía vuelo directo desde Londres, y viajaba con la «British Airways». Se trataba de Denis Gaunt, exactamente igual a sí mismo; salvo en el hecho de que tenía el cabello canoso y se veía quince años más viejo de lo que era en realidad. Llevaba un estrecho maletín de cuero con cerradura de combinación, sujeto a la muñeca izquierda por unas esposas, y lucía una corbata azul en la que tenía estampada la figura de un galgo, el distintivo de uno de los cuerpos de Mensajeros de la Reina.
Todos los países disponen de correos diplomáticos que se pasan la vida acarreando documentos de una Embajada a otra y volviendo con más documentos a sus respectivas naciones. De acuerdo a lo establecido en el Tratado de Viena, se les considera personal diplomático y sus equipajes no son registrados. El pasaporte de Gaunt estaba expedido a otro nombre, pero era un documento británico perfectamente válido. Lo presentó y pasó por los distintos controles sin impedimento alguno.
A la entrada del aeropuerto, un funcionario de la Embajada lo estaba esperando en un «Jaguar» para conducirlo a la Embajada británica, a donde llegó una hora después de Thornton. Así que pudo entregar a éste todos los instrumentos necesarios para el ejercicio del arte del maquillaje, los cuales había transportado en su propia maleta.
La tercera persona en pisar suelo moscovita fue Sam McCready, que llegó desde Helsinki en un vuelo de la «Finnair». Él también llevaba un pasaporte británico válido expedido a un nombre falso, y él también se había maquillado. Pero debido al calor que hacía dentro del avión, algo había salido mal.
Su rubia peluca se había ladeado un poco y, por debajo de ella, asomaba un mechón de cabellos oscuros. La goma de pegar que sujetaba su rubio bigote parecía haberse derretido, y, en uno de los extremos, su bien recortado bigote se había levantado, y le caía un poco sobre el labio superior.
El policía del control de entrada se quedó mirando la fotografía en el pasaporte y luego escudriñó el rostro del hombre que tenía frente a él. Los rostros eran idénticos, cabellos, bigote, todo. Nada hay de ilegal en el hecho de llevar una peluca, ni siquiera en Rusia; es algo que muchos hombres calvos hacen. ¿Pero un bigote que se afloje de pronto? El policía del control de pasaportes, que no era el mismo que había visto al rabino Birnbaum, ya que Scheremetiévo es un aeropuerto muy grande, también fue a consultar a un oficial superior, el cual contempló al pasajero a través de un espejo unidireccional.
Al otro lado de ese mismo espejo, un fotógrafo sacó varias fotografías del pasajero, se impartieron una serie de órdenes y varias personas pasaron de hallarse en condición de espera a encontrarse en estado de alarma operativo. Cuando Sam McCready hubo terminado en el control de aduanas y salió del aeropuerto, dos automóviles «Moscovitch», sin distintivo oficial, lo estaban esperando. También él fue recogido por un coche de la Embajada —de no tan alta categoría como un «Jaguar»—, y conducido hasta el edificio de la Embajada británica, aunque, en esta ocasión, el automóvil de la Embajada fue seguido durante todo el trayecto por dos vehículos de la KGB, cuyos ocupantes se encargaron después de dar aviso a sus superiores del Segundo Directorio Principal.
A últimas horas de la tarde, las fotografías de aquel extraño pasajero llegaban a la localidad de Yazenevo, donde tiene su sede el cuartel general del aparato de contraespionaje de la KGB, el llamado Primer Directorio Principal. Acabaron su recorrido sobre el escritorio del subdirector, el general Vadim V. Kirpichenko. El general se las quedó mirando, leyó luego el informe sobre la peluca y el extremo del bigote suelto, cogió las fotos y bajó con ellas hasta el laboratorio fotográfico.
—A ver si podéis quitarle esa peluca y el bigote —ordenó el general.
Los técnicos se pusieron a trabajar con el aerógrafo. Cuando el general vio el resultado final, estalló en estruendosas carcajadas.
—¡Que me lleven todos los diablos si éste no es Sam McCready! —murmuró.
Informó al Segundo Directorio Principal de que sus propios hombres se encargarían de seguir al sospechoso e impartió las órdenes.
—Hay que vigilarle las veinticuatro horas del día. Si establece contacto con alguien, detened a los dos. Si recoge algo de un buzón falso, detenedlo. Si se tira un pedo apuntando hacia el mausoleo de Lenin, detenedlo.
El general colgó el auricular y leyó de nuevo los datos del pasaporte de McCready. Se suponía que el hombre, un especialista en electrónica, había volado desde Londres vía Helsinki, para limpiar la Embajada de micrófonos ocultos y aparatos de escucha, una labor rutinaria.
—¿Pero qué demonios estás haciendo realmente aquí? —preguntó el general al rostro de la fotografía que tenía sobre su escritorio.
En la Embajada británica, McCready, Gaunt y Thornton comían a solas. Al embajador no le hacía mucha gracia el tener a esos tres extraños invitados, pero la petición le había llegado del gabinete del Consejo de Ministros, asegurándole que esa molestia no duraría más de veinticuatro horas. En lo que atañía a Su Excelencia, cuanto antes se marcharan esos tres fantasmas indeseados, tanto mejor.
—Espero que resulte —dijo Gaunt mientras tomaban el café—. Los rusos son extraordinariamente buenos jugando al ajedrez.
—Cierto —asintió McCready con toda calma—, pero mañana nos enteraremos de lo buenos que son con el truco de las tres cartas.