CAPÍTULO IV

Joe Roth estaba tumbado en el catre de su dormitorio, en el solitario edificio que se alzaba en los campos de Alconbury y se preguntaba una y otra vez qué podía hacer. Una misión que tan sólo seis semanas antes le había parecido una tarea fascinante y apropiada para impulsarle en su carrera a pasos agigantados se había convertido en una auténtica pesadilla.

Durante cuarenta años, desde su fundación en 1948, la CIA había estado persiguiendo de manera obsesiva un objetivo prioritario: mantenerse a sí misma pura de cualquier infiltración de un posible topo soviético. Con el fin de garantizar este objetivo habían sido gastados miles de millones de dólares en tomar medidas preventivas de contraespionaje. Todo el personal reclutado era examinado una y otra vez, sometido con regularidad al detector de mentiras, interrogado, inspeccionado y vuelto a inspeccionar.

Y el método había funcionado. Mientras que los británicos se veían conmocionados hasta en sus cimientos, a principios de los años cincuenta, por la traición de Philby, Burgess y Maclean, la Agencia permanecía pura. Y mientras que aquel caso seguía repercutiendo y dañando la imagen del SIS británico, en tanto que aquel hombre expulsado de sus filas gozaba de libertad y continuaba haciendo de las suyas en Beirut hasta que se trasladó definitivamente a Moscú en 1963, la Agencia se había mantenido inmaculada.

Cuando Francia, a comienzos de los años sesenta se vio sacudida por el affair Georges Paques y Gran Bretaña se conmocionaba de nuevo con el de George Blake, la CIA se mantenía impenetrable. Durante todo ese tiempo, el servicio de contraespionaje de la Agencia, la llamada Oficina de Seguridad, había estado dirigido por una persona notable, James Jesus Angleton, un hombre solitario, reservado y obsesivo que sólo vivía y respiraba para lograr una cosa: mantener a la Agencia libre de toda infiltración soviética.

Al final, Angleton fue víctima de su innata desconfianza. Empezó a creer que, pese a todos sus esfuerzos, un topo leal a Moscú se había introducido en el seno de la CIA. A pesar de las pruebas a las que sometía a su gente y de todas las pesquisas emprendidas, acabó por convencerse de que en las filas de la CIA se había introducido un traidor. Su razonamiento parecía ser el siguiente: si no hay un topo, podría haberlo. Así que tendría que haberlo; es decir, lo había. La caza desatada tras el supuesto Sacha empezó a consumir cada vez más tiempo y esfuerzos.

El paranoico desertor ruso Golitsin, que consideraba a la KGB responsable de todo lo malo que ocurría en el planeta, le dio la razón.

Las declaraciones de Golitsin sonaron como música celestial en los oídos de Angleton. La búsqueda de Sacha se incrementó.

Corrió el rumor de que su nombre empezaba por K. Aquellos agentes cuyos apellidos empezaban por K se vieron relegados de la noche a la mañana. Algunos presentaron la dimisión enfurecidos; otros fueron expulsados porque no pudieron probar su inocencia. Medidas todas que podrían ser calificadas de prudentes, pero que no contribuían en modo alguno a elevar la moral de los agentes de la CIA. Durante diez años más, desde 1964 a 1974, la caza continuó. Hasta que, por último, el director William Colby perdió la paciencia. Obligó a Angleton a aceptar la jubilación.

La Oficina de Seguridad pasó entonces a otras manos. Mantuvo sus obligaciones de conservar a la Agencia libre de toda penetración rusa, pero con un estilo de trabajo más benévolo y menos agresivo.

Por ironías del destino, los británicos, tras haber pasado por aquel período de traidores por causas ideológicas pertenecientes a la vieja generación, no volvieron a sufrir ningún escándalo de espionaje más en el seno de la comunidad de Inteligencia internacional. Entonces, el péndulo pareció apuntar hacia otra parte.

Estados Unidos, tan libre de traidores desde los últimos años de la década de los cuarenta, empezó a producir una multitud de ellos, no de personas que quisieran traicionar a su patria por motivos ideológicos, sino de sinvergüenzas dispuestos a venderla por dinero: Boyce, Lee, Harper, Walker y, por último, Howard, el cual había estado dentro de la CIA y había traicionado y denunciado a los agentes estadounidenses que trabajaban en su nativa Rusia. Denunciado por Urchenko, tras su rocambolesca deserción después de una anterior deserción, Howard logró escapar a Moscú antes de ser arrestado. Aquellos dos casos, el de la traición de Howard y el de la doble deserción de Urchenko, ambos ocurridos el año anterior, habían dejado a la Agencia muerta de vergüenza.

Pero todo aquello no había sido más que un juego de niños en comparación con las posibles consecuencias de la declaración de Orlov. Si lo que decía era verdad, la sistemática búsqueda del traidor podía desgarrar en pedazos a la Agencia. Si lo que el ruso decía era cierto, reparar los daños causados podía convertirse en una empresa de muchos años, pues tendrían que introducir de nuevo a millares de agentes, cambiar claves y códigos, transformar las redes en el extranjero y revisar todo el sistema de alianzas, lo que podría durar unos diez años y costar miles de millones de dólares. La reputación de la Agencia quedaría por los suelos y tendrían que pasar muchos años antes de que fuese restaurada.

La cuestión a la que Roth estuvo dándole vueltas en la cabeza durante toda la noche mientras se revolvía en su lecho era: «¿A quién demonios puedo dirigirme?» Poco antes del amanecer tomó una decisión. Se levantó de la cama, se vistió e hizo la maleta.

Antes de partir fue a echar un vistazo a Orlov, el cual se hallaba profundamente dormido, y dijo a Kroll:

—Vigílalo bien en mi lugar. Nadie puede entrar ni salir de aquí. Ese hombre ha adquirido de repente un valor incalculable.

Kroll no entendió el porqué, pero se apresuró a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. Era un hombre que siempre cumplía las órdenes y nunca las discutía. Para decirlo con las palabras del poeta, cumpliría con su deber o moriría.

Roth viajó hasta Londres en su automóvil. Evitó la Embajada de Estados Unidos como la peste, y fue directamente a su apartamento para coger un pasaporte en el que figuraba un nombre distinto al suyo. Se aseguró una de las últimas plazas que quedaban en el avión para Boston de una compañía aérea privada británica y en el aeropuerto de Logan logró hacer transbordo a un avión que partía para el Washington National. Aun habiendo ganado las cinco horas por la diferencia horaria, ya había anochecido cuando llegó a Georgetown en un coche de alquiler. Lo dejó estacionado junto a la acera y bajó caminando por la calle K hasta el final de la misma, en las inmediaciones del campus de la Universidad de Georgetown.

La casa que estaba buscando era un elegante edificio de rojos ladrillos y que sólo se distinguía de los otros que lo rodeaban por los amplios sistemas de seguridad que inspeccionaban la calle y cualquier objeto o persona que se aproximara a la casa. Le salieron al paso cuando cruzaba la calle en dirección al portal, y les mostró su identificación de la CIA. En la puerta de entrada manifestó su deseo de ver al hombre por el que había ido hasta allí. Le dijeron que el caballero en cuestión se encontraba cenando, pero que podrían transmitirle su mensaje. Minutos después era introducido en la casa y conducido hasta una artesonada biblioteca en la que se aspiraba él aroma de los libros encuadernados en cuero y del humo de los cigarros puros. Se dejó caer en un sillón y se dispuso a esperar. Al poco rato, la puerta se abría y el director de la Agencia Central de Inteligencia entraba en el aposento.

Pese a que no tenía la costumbre de recibir en su casa a jóvenes agentes de la CIA, a menos que él los hubiese invitado a comparecer, el director se acomodó en un mullido sillón de cuero, indicó con un gesto a Roth que se sentara frente a él y, con voz serena le preguntó cuál era el motivo de su vista. Roth, muy calmado, se lo explicó:

El director de la Agencia tenía más de setenta años, edad poco habitual para ese cargo, pero también él era un hombre poco común. Había servido en la OSS durante la Segunda Guerra Mundial, introduciendo agentes en la Francia ocupada por los nazis y en Holanda. Una vez acabada la guerra, y habiendo sido desmantelada la OSS, el hombre volvió a la vida privada; se hizo cargo de la pequeña fábrica del padre, y logró convertirla en un complejo gigantesco. Cuando la CIA fue creada como organización sucesora de la Oficina de Servicios Estratégicos, le ofrecieron la oportunidad de entrar en la organización a las órdenes del primer director de la misma, Allen Dulles, pero él no aceptó.

Años después, siendo ya un hombre adinerado y uno de los mayores colaboradores del Partido Republicano, se encontró de repente ligado a un antiguo actor de cine que se presentaba a las elecciones para gobernador de California. Y cuando Ronald Reagan alcanzó la presidencia del país y se instaló en la Casa Blanca, pidió a su amigo de confianza que se encargase de dirigir la CIA.

El director de la CIA era católico, viudo desde hacía tiempo, de una estricta moralidad puritana, y conocido en los pasillos de Langley como al «viejo rufián hijo de puta». No carecía de talento e inteligencia, pero su pasión era la lealtad. Había tenido buenos amigos que habían sido torturados en las mazmorras de la Gestapo porque alguien los había traicionado, y la traición era lo que no estaba dispuesto a tolerar bajo ninguna circunstancia. Hacia los traidores sólo sentía una repugnancia visceral. En la mente del director de la CIA no podía existir el perdón para ellos.

Escuchó el relato de Roth con gran atención mientras mantenía la vista perdida en los leños artificiales del calentador de gas instalado en la chimenea, donde no ardía llama alguna en esa noche calurosa de verano. Nada había en su rostro que revelase lo que estaba pensando y sintiendo, salvo un ligero temblor en los músculos que rodeaban la papada.

—¿Ha venido usted directamente aquí? —preguntó cuando Roth terminó de hablar—. ¿No ha hablado con nadie más?

Roth le explicó de qué manera había llegado hasta él, como un ladrón introduciéndose de noche en su propio país, con pasaporte falso y dando un buen rodeo. El anciano, asintió con la cabeza; también él, en otros tiempos, había entrado así en la Europa dominada por Hitler. Se levantó del sillón y fue a llenarse una copa en el barrilillo de caoba, lleno de coñac, que tenía en un antiguo anaquel, deteniéndose junto a Roth para darle unas amistosas palmaditas en el hombro.

—Lo has hecho muy bien, hijo mío —le dijo. Luego le ofreció una copa de coñac, pero Roth sacudió la cabeza—. Diecisiete años has dicho, ¿no?

—Según Orlov. Todos mis superiores hasta Frank Wright llevan al menos ese tiempo en la Agencia. No sabía, pues, a quién podía dirigirme.

—No, por supuesto que no.

El director de la CIA regresó a su sillón y se quedó sumido en sus propios pensamientos. Roth no le interrumpió:

—De eso ha de encargarse la Oficina de Seguridad —dijo el anciano al fin—. Pero no el jefe de la misma. No dudo de su total lealtad; sin embargo, es un hombre que lleva veinticinco años en la Agencia. Lo enviaré de vacaciones. Hay un joven muy brillante que trabaja de ayudante suyo. Un antiguo abogado. No creo que lleve con nosotros más de quince años.

El director de la CIA avisó a un ayudante y le ordenó hacer algunas llamadas telefónicas. Se confirmó entonces que el subdirector de la Oficina de Seguridad tenía cuarenta y un años y que había entrado en la Agencia al terminar la carrera de abogado, hacía unos quince años. Le telefonearon a su casa en Alexandria para que acudiera a Georgetown. Se llamaba Max Kellogg.

—Menos mal que no trabajaba en la época de Angleton —dijo el director de la CIA—, su apellido empieza por K.

Max Kellogg, aturdido y receloso, llegó poco después de medianoche. Se encontraba a punto de irse a la cama cuando le llamaron por teléfono y se quedó sorprendido al oír la voz del director de la CIA en persona.

—Cuéntaselo —ordenó el director.

Roth repitió su historia. El abogado judío escuchó todo el informe sin pestañear, no pasó nada por alto, hizo un par de preguntas suplementarias y no tomó nota.

—¿Y por qué se me elige a mí, señor? —preguntó al director—. Harry está en la ciudad.

—Tú llevas con nosotros sólo quince años —replicó el anciano.

—¡Ah!

—He decidido mantener a Orlov, Trovador o como quiera que le llamemos, en la base de Alconbury —dijo el director de la CIA—. Es probable que allí estará a salvo, quizá más que si lo traemos aquí. Rehuye a los ingleses, Joe. Diles que Trovador nos ha sorprendido con más información y que ésta sólo incumbe a Estados Unidos. Asegúrales que volveremos a facilitarles el acceso a la fuente cuando hayamos verificado los últimos datos.

»Tú saldrás en avión por la mañana… —prosiguió el director, consultando su reloj de pulsera—, esta misma mañana, en un vuelo directo a Alconbury. No te andes con miramientos. Es demasiado tarde para eso. Los riesgos son enormes. Orlov lo entenderá. Cógelo aparte. Sácale todo. Quiero saber dos cosas, en seguida: si eso es verdad, y de ser así, ¿quién es?

»Y a partir de ahora, vosotros dos trabajaréis para mí, sólo para mí. Me informaréis directamente. Sin reservas. Sin objeciones. Todo me lo diréis a mí. Yo me ocuparé de organizar las cosas desde aquí.

En los ojos del anciano, las luces que preceden al combate destellaban de nuevo.

Roth y Kellogg trataron de dormir un poco en el avión «Grumman» que les condujo desde Andrews Field hasta Alconbury. Se sentían andrajosos y cansados cuando llegaron. El cruce del espacio aéreo de Oeste a Este es el peor. Por fortuna, los dos hombres evitaron el alcohol y bebieron sólo agua. Apenas se dieron un respiro para lavarse un poco y cepillarse la ropa antes de dirigirse a la habitación del coronel Orlov. Cuando entraban en el aposento, Roth escuchó los familiares acordes de una canción de Arthur Garfunkel que sonaba en el tocadiscos.

«Muy apropiado —pensó Roth, sombrío—, pues la verdad es que hemos venido para hablar de nuevo contigo, pero esta vez no habrá ni un momento de silencio».

Sin embargo, Orlov era ahora la cooperación hecha persona. Parecía haberse resignado y hecho a la idea de que ya había divulgado hasta la última partícula de su precioso «seguro». Había entregado el precio de la novia en su totalidad. La única cuestión que quedaba por saber era si el pretendiente estaría conformé con la dote.

—Nunca supe su nombre —dijo Orlov en el cuarto de los interrogatorios.

Kellogg había decidido tener desconectados todos los micrófonos y los magnetófonos. Llevaba su propia grabadora portátil y la utilizaba junto con sus notas a mano. No quería que se hiciese una copia de la grabación ni que estuviese presente ningún otro miembro de la CIA. Los técnicos habían sido despedidos; Kroll y otros dos agentes más custodiaban el pasillo ante la puerta de la habitación, que había sido insonorizada. La última misión que los técnicos tuvieron que cumplir fue la de eliminar los micrófonos ocultos y certificar que estaba «limpia». Todos se extrañaron mucho de las nuevas disposiciones.

—Puedo afirmarlo bajo juramento. Se le conocía sólo como el agente Halcón y el general Drozdov lo dirigía personalmente.

—¿Dónde y cuándo fue reclutado?

—Creo que en Vietnam, en el sesenta y ocho o en el sesenta y nueve.

—¿Cree?

—No, sé que fue en Vietnam. Yo trabajaba en Planificación y estábamos llevando a cabo una operación de gran envergadura en aquel país, en Saigón y en sus alrededores. Los auxiliares se reclutaban en la zona, eran vietnamitas, por supuesto, del Vietcong, pero también teníamos allí a nuestra propia gente. Uno de ellos informó que los del Vietcong le habían llevado a ver a un norteamericano que se sentía insatisfecho. Nuestro residente local cultivó el trato de aquel hombre y logró que cambiara de bando. A finales de 1969, el general Drozdov fue a Tokio a hablar con el norteamericano. Entonces le pusieron el nombre de Halcón.

—¿Cómo sabes eso?

—Había que arreglar ciertos detalles, establecer líneas de comunicación, transferir fondos… Yo era el responsable.

Los tres hombres estuvieron hablando durante una semana. Orlov recordó los nombres de los Bancos a los que se había estado enviando el dinero durante años, y hasta recordó los meses (aunque no los días exactos) en los que se habían hecho las transferencias. Las sumas se incrementaban con el paso del tiempo, quizás en atención a los ascensos y a la mejora de la mercancía.

—Cuando me trasladaron al Directorio de Ilegales y me pusieron bajo las órdenes de Drozdov, mi relación con el caso Halcón prosiguió. Pero, esta vez, mi colaboración no tenía nada que ver con las transferencias bancarias, era más de carácter operativo. Si Halcón nos comunicaba el nombre de un agente que operaba contra nosotros, yo me encargaba de informar al departamento apropiado, por lo general a los de Acción Ejecutiva, llamados también de «Asuntos Resbaladizos», y ellos se encargaban de liquidar al agente enemigo si se encontraba fuera de nuestro territorio, o de detenerlo, si estaba dentro. Ése fue el procedimiento que utilizamos con los cuatro anticastristas cubanos.

Max Kellogg anotaba todo cuanto se decía y lo controlaba con sus grabaciones durante la noche.

—Hay una sola explicación que permita hacer coincidir todas estas declaraciones —dijo a Roth—. No sé cuál es, pero las cintas nos darán la respuesta. Ahora es cuestión de entablar comparaciones. De pasarse horas y horas verificando y comprobando. Y esto sólo puedo hacerlo en Washington, en el Registro Central. Tengo que volver a Estados Unidos.

Al día siguiente cogió un avión de vuelta, pasó cinco horas con el director de la CIA en su mansión en Georgetown y luego se encerró en su propio despacho con las grabaciones. Tenía carta blanca, por orden expresa del director de la CIA en persona. Nadie podía negar nada a Kellogg. Pese al secreto con el que se había rodeado todo el asunto, los rumores empezaron a propalarse por Langley. Algo se estaba cociendo. Algún escándalo se había producido y ese escándalo debía de estar relacionado con la seguridad interna. Empezó a cundir el pánico. Esas cosas jamás pueden ser mantenidas en secreto.

En Golders Hill, al norte de Londres, hay un parquecillo —una especie de apéndice al parque de Hampstead Heath, mucho más grande— que contiene un jardín zoológico en el que se exhiben ciervos, cabras, patos y otras aves. McCready se encontró con Recuerdo en ese lugar el mismo día que Max Kellogg regresaba en avión a Washington.

—Las cosas no andan muy bien en la Embajada —dijo Recuerdo—, El hombre de la rama interna de contraespionaje y seguridad, por orden de Moscú, ha comenzado a preguntar por algunos expedientes que se remontan a años atrás. Pienso que se trata de una investigación sobre la seguridad interna, probablemente de todas las Embajadas soviéticas en Europa Occidental. Tarde o temprano le tocará el turno a la de Londres.

—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?

—Es posible.

—Dímelo —pidió McCready.

—Me ayudaría mucho si les pudiese pasar alguna información que fuese realmente de interés; algunas buenas noticias sobre Orlov, por ejemplo.

Cuando el agente que se tiene destacado en un país extranjero ha cambiado de bando, se vuelve sospechoso si deja de conseguir información valiosa año tras año. Por eso, sus nuevos jefes acostumbran a revelarle auténticos secretos, con el fin de que los transmita a casita y así dé prueba fehaciente de lo buen chico que es.

Recuerdo había dado a McCready los nombres de todos los agentes soviéticos en Gran Bretaña de los que él tenía conocimiento, lo que representaba la mayoría de ellos. Por razones obvias, los ingleses no los habían detenido a todos, ya que de, hacerlo, el juego hubiese acabado. Algunos habían sido apartados del acceso al material confidencial, no de un modo manifiesto, sino poco a poco, dentro del contexto de los cambios «administrativos». Otros hasta habían sido promovidos a cargos más altos, pero en los que no estaban en contacto con material secreto. Y otros recibían la información que pasaba por sus escritorios después de que hubiera sido manipulado, por lo que ocasionarían a sus patronos más daños que beneficios.

Recuerdo había recibido el permiso de «reclutar» algunos nuevos agentes para probar su fidelidad a Moscú. Uno de ellos era un oficinista que trabajaba en el Registro Central del SIS, un hombre de una lealtad a toda prueba hacia Gran Bretaña, pero dispuesto a hacerse pasar por traidor. En Moscú quedaron encantados al enterarse del reclutamiento del agente Glotón. Y así se acordó que, dos días después, Glotón haría llegar a Recuerdo una copia del memorándum que obraba en poder de Denis Gaunt y en el que se decía que a Orlov lo tenían escondido en la base militar de Alconbury, donde los norteamericanos lo tenían guardado a cal y canto, habiendo llegado incluso a negar el acceso a los británicos.

—¿Cómo andan las cosas con Orlov? —inquirió Recuerdo.

—Todo se ha silenciado de repente —contestó McCready—. Pude entrevistarme con él medio día, y nada más. Creo que sembré ciertas dudas en la mente de Joe Roth, cuando estuve en la base y aquí, en Londres. Luego regresó a Alconbury, habló de nuevo con Orlov y de repente salió disparado hacia Estados Unidos con un pasaporte falso. Quizá pensó que no nos daríamos cuenta. Parecía tener mucha prisa. Y no ha vuelto desde entonces, al menos no lo ha hecho a través de un aeropuerto regular. Tal vez haya ido directamente a Alconbury en un vuelo militar.

Recuerdo dejó de tirar migas de pan a los patos y se volvió a mirar a McCready.

—¿Han hablado contigo desde entonces?, ¿te han invitado a volver a la base?

—No. Y ya ha transcurrido una semana. Silencio total.

—En ese caso, él ha dicho ya la Gran Mentira, que era a lo que venía. De ahí que la CIA se encuentre ahora atareada consigo misma.

—¿Tienes alguna idea de lo que podría ser?

Recuerdo suspiró.

—Si yo fuese el general Drozdov, pensaría como un hombre de la KGB. Hay dos cosas que la KGB ha estado persiguiendo siempre. Una de ellas es conseguir que estalle una guerra cruenta entre la CIA y el SIS británico. ¿Han comenzado ya a combatirte?

—No, han estado muy amables. Sólo que nada comunicativos.

—Pues entonces se trata de la segunda cosa. El otro sueño de la KGB consiste en desgarrar a la CIA desde su interior. En destruir su moral. Enemistar a los compañeros entre sí. Orlov denunciará a alguien como agente de la KGB en el seno de la CIA. Se llegará a una acusación formal. Te lo advierto, el «caso Potemkin» es un asunto planificado desde hace mucho tiempo.

—¿Pero cómo desenmascararlo si ellos no hablan con nosotros?

Recuerdo empezó a caminar de vuelta hacia su automóvil. De repente volvió la cabeza y dijo por encima del hombro:

—Busca al hombre al que la CIA haga el vacío de pronto. Ése será el hombre, y ese hombre será inocente.

Edwards se horrorizó.

—¿Permitir que Moscú se entere de que ahora tienen escondido a Orlov en la base de Alconbury? Si en Langley se llegan a enterar de esto, se formará la de Dios es Cristo. ¿A santo de qué vamos a hacer eso?

—Es una prueba. Creo en lo que Recuerdo me dice. Es mi amigo. Confío en él. Así que creo igualmente que Orlov es un farsante. Si no hay ninguna reacción de Moscú, si no hacen nada para atentar contra la vida de Orlov, ésa será la prueba. Los mismos norteamericanos tendrán que rendirse ante la evidencia. Se enfadarán, por supuesto, pero se darán cuenta de la lógica que ese acto encerraba.

—Y si por casualidad atacan y matan a Orlov, ¿serás tú el que vaya a contárselo a Calvin Bailey?

—No lo harán —replicó McCready—. Tan cierto como que la noche sigue al día, no lo harán.

—Y hablando del rey de Roma, pronto vendrá a visitarnos. De vacaciones.

—¿Quién?

—Calvin. Con su mujer y su hija. Encontrarás una carpeta sobre tu escritorio. Quiero que la Firma se encargue de brindarle cierta hospitalidad. Hay que concertar una serie de cenas con personas a las que él desea ver. Ha sido un buen amigo de Gran Bretaña desde hace muchos años. Es lo mínimo que podemos hacer.

McCready bajó las escaleras con aire displicente, se dirigió a su despacho y abrió la carpeta. Denis Gaunt estaba sentado frente a él.

—Es un amante de la ópera —dijo McCready, leyendo el informe—. Imagino que podemos conseguirle entradas para el «Covent Garden», el «Glyndebourne» y toda esa clase de lugarcejos.

—¡Dios mío, y yo no puedo ir al «Glyndebourne»! —exclamó Gaunt con envidia—. Hay una lista de espera de por lo menos siete años.

El suntuoso palacio, en el corazón del condado de Sussex, rodeado de preciosas campiñas, y que es la sede de uno de los teatros de la ópera más distinguidos de toda la nación, ha sido, y sigue siéndolo, el sueño de cualquier amante de la ópera en una noche de verano.

—¿Te gusta la ópera? —preguntó McCready.

—Por supuesto que sí.

—¡Estupendo! Puedes servir de nodriza a Calvin y a Mrs. Bailey mientras estén aquí. Consigue entradas para el «Covent Garden» y para el «Glyndebourne». Utiliza el nombre de Timothy. Que le den un buen palco, insiste en ello. Este maldito trabajo ha de tener también algunos alicientes, aunque el diablo me lleve si algún día me aprovecho de ellos.

McCready se levantó para irse a almorzar. Gaunt cogió la carpeta.

—¿Y para cuándo tiene que ser? —preguntó.

—Para dentro de una semana —contestó McCready desde el umbral de la puerta—. Llámale por teléfono. Infórmale de lo que hayas organizado. Pregúntale por sus obras favoritas. Ya puestos a hacer las cosas, hagámoslas bien.

Max Kellogg se encerró entre sus archivos y convivió con ellos durante diez días. Su mujer, en Alexandria, fue informada que su esposo se encontraba de viaje fuera de la ciudad, y ella lo creyó. Kellogg se hacía traer la comida a su despacho, aunque se mantenía casi exclusivamente con una dieta consistente en café y una gran cantidad de cigarrillos largos con filtro.

Dos archiveros habían sido puestos a su disposición personal. Nada sabían acerca de sus investigaciones, se limitaban a llevarle todos los expedientes que él iba solicitando, uno tras otro. De viejas carpetas, almacenadas en recónditos lugares desde hacía largo tiempo, ya que eran de poca importancia, sin apenas relevancia, surgían amarillentas fotografías. Al igual que todos los servicios de espionaje, la CIA jamás tira nada a la basura, por muy insignificante y atrasado que parezca; uno nunca puede saber si llegará el día en que ese detalle minúsculo, ese recorte de periódico o esa foto podrán ser necesitados. Y muchos de esos detalles insignificantes se necesitaban ahora.

Cuando estaba a mitad de sus investigaciones, dos agentes fueron enviados a Europa. Uno de ellos visitó Viena y Francfort, el otro, Estocolmo y Helsinski. Ambos iban provistos de sendos documentos que los identificaban como agentes de la DEA y llevaban cartas del Secretario del Tesoro de Estados Unidos en las que se solicitaba a los Bancos su cooperación. Horrorizados ante la idea de haber sido utilizados como centro para el blanqueo de dinero negro proveniente de la droga, un Banco importante en cada una de las cuatro ciudades convocó una reunión de sus directores y decidió abrir sus archivos.

Los cajeros eran llamados a comparecer en los despachos de los directores, donde el agente les enseñaba una fotografía. Se anotaron las fechas de las transacciones y los movimientos de las cuentas bancarias. Uno de los cajeros no pudo recordar nada. Los otros tres asintieron con la cabeza. Los agentes recogieron fotocopias de las cuentas, de los justificantes de las sumas depositadas y de las transferencias efectuadas. También muestras de firmas de una variedad de nombres para su análisis grafológico posterior en Langley. Y una vez que recolectaron todo aquello que habían ido a buscar, regresaron a Washington y depositaron sus trofeos sobre la mesa de Max Kellogg.

De una primera selección compuesta por más de veinte agentes de la CIA que habían prestado sus servicios en Vietnam durante el período significativo de tiempo —y Kellogg había ampliado ese período añadiendo dos años más por delante y otros dos por detrás al espacio de tiempo que había indicado Orlov—, pronto fue eliminada una primera docena de ellos. Del resto, uno tras otro pasó por el cedazo.

Ellos o no habían estado en la ciudad señalada en la fecha indicada, o no podían haber divulgado cierta clase de información porque jamás la habían conocido, o no habían realizado cierto tipo de cita por haberse encontrado en esos momentos en la otra parte del mundo. Todos, excepto uno.

Antes de que los agentes volviesen a Europa Kellogg sabía ya quién era su hombre. Las evidencias suministradas por los Bancos no hicieron más que confirmar sus sospechas. Cuando lo tuvo todo listo, una vez finalizado su trabajo, volvió a la casa del director de la CIA en Georgetown.

Tres días antes de que Kellogg fuese a ver al director de la CIA, Calvin y su esposa, en compañía de su hija Clara, volaron de Washington a Londres. Bailey adoraba Londres; en realidad, era un anglófilo empedernido. La historia de la ciudad le entusiasmaba.

Le agradaba visitar los viejos castillos y las majestuosas mansiones construidas en pasadas épocas; recorrer los frescos claustros de las viejas abadías y los centros de estudio. Se instaló con su familia en un apartamento en Mayfair, propiedad de la CIA y reservado para los visitantes encumbrados; alquiló un automóvil y se dirigió a Oxford, evitando la autopista y metiéndose por serpenteantes carreteras comarcales, haciendo un alto por el camino en la localidad de Bisham, donde se detuvo a comer al aire libre, en la terraza de la hostería «El Toro», cuyas vigas habían sido colocadas mucho antes de que la reina Isabel I viniese al mundo.

En su segundo día en Inglaterra, Joe Roth fue por la noche a visitarlo, invitado a tomar una copa. Fue la primera vez que vio a la increíblemente sencilla Mrs. Bailey y a Clara, una desgarbada niña de ocho años a la que los dientes le sobresalían, tenía unas largas trenzas color jengibre y llevaba gafas. Nunca había visto antes a la familia de Bailey; su superior no era esa clase de personas que uno asociaría a las partidas de cartas hasta altas horas de la noche y a las comilonas campestres al aire libre con las chuletas asándose sobre las brasas. Sin embargo, la habitual frialdad de Calvin Bailey parecía haberse desvanecido, lo que quizá podía deberse al hecho de que estaba gozando de unos días de vacaciones durante los que asistiría a la ópera y a los conciertos y visitaría las galerías de arte que tanto admiraba, o quizá también a la perspectiva de un futuro ascenso; en todo caso, eso era algo que Roth no hubiese podido decir.

A sus treinta y nueve años, Roth era lo bastante joven como para desear abrir su pecho a otro ser humano. Le hubiera gustado hablar con Bailey del alboroto que Orlov había organizado con su noticia bomba, pero las órdenes del director de la CIA eran terminantes. De momento, a nadie le estaba permitido conocer lo que pasaba, ni siquiera a Calvin Bailey, director de Operaciones Especiales, hombre leal y de confianza de la Agencia, con un largo y distinguido historial a sus espaldas, en el que no escaseaban los méritos. Cuando se hubiese demostrado con pruebas fehacientes que la denuncia de Orlov era falsa, o que era verdadera, el director de la CIA en persona se encargaría de informar a ese hombre, que ocupaba uno de los cargos más altos entre los agentes de mayor graduación de la Agencia. Pero hasta entonces; silencio. Podía hacer preguntas, mas no dar respuestas, y, desde luego, no voluntariamente. Así que Roth mintió.

Contó a Bailey que los interrogatorios a los que Orlov era sometido iban por buen camino, pero a un ritmo mucho más lento. Por supuesto, todo lo que Orlov recordaba con claridad ya había sido comunicado. Ahora de lo que se trataba era de ir extrayendo de su memoria detalles cada vez más pequeños. Estaba cooperando mucho y los británicos se sentían francamente contentos con él. Ahora había que revisar de nuevo aquellos aspectos que ya habían sido tratados con anterioridad. Ésa era una tarea que requería mucho tiempo; pero cada vez que repasaban algo ya analizado, aparecían algunos detalles nuevos, a veces minúsculos, pero siempre valiosos.

Cuando Roth estaba apurando su copa, Sam McCready llamó a la puerta del apartamento. Denis Gaunt le acompañaba y hubo nuevas presentaciones. Roth tuvo que admirar la desenvoltura de su colega británico. McCready, haciendo gala de unos modales exquisitos, felicitó a Bailey por el éxito extraordinario con Orlov, y le presentó todo un menú de propuestas que el SIS había elaborado para hacer más placentera la estancia de Bailey en Gran Bretaña.

Bailey se mostró encantado con las entradas para la ópera en el «Covent Garden» y el «Glyndebourne». Esos acontecimientos significarían el punto culminante de la visita de doce días que la familia Bailey dispensaba a Londres.

—¿Y después de vuelta a los Estados Unidos? —preguntó McCready.

—No. Aún haremos una escapada a París, Salzburgo y Viena, y luego a casa —contestó Bailey.

McCready hizo un gesto de comprensión. Tanto en Salzburgo como en Viena, el arte de la Ópera había alcanzado un grado de perfección apenas comparable con cualquier otro en el mundo.

La reunión se convirtió en una velada tranquila y agradable. La obesa Mrs. Bailey andaba pesadamente de un lado a otro sirviendo las bebidas. Clara se despidió de ellos antes de irse a la cama. Los tres visitantes se marcharon poco después de las nueve de la noche.

Ya en la acera, McCready preguntó a Roth en voz baja:

—¿Qué tal marchan las investigaciones, Joe?

—Te has obsesionado con una bobada —contestó Roth.

—Ten mucho cuidado —replicó McCready—, os estáis dejando embaucar de lo lindo. Os están tomando el pelo.

—Pues eso es lo que pensamos de vosotros, Sam.

—¿A quién ha engatusado él de nuevo, Joe?

—¡Déjame en paz! —replicó Roth irritado—. A partir de ahora, el Trovador es algo que incumbe sólo a la Compañía. Nada tiene que ver con vosotros.

Joe Roth dio media vuelta y se dirigió con rápidos pasos hacia Grosvenor Squar.

Dos días después, Max Kellogg se reunía de noche con el director de la CIA en la biblioteca de la mansión de éste, junto con expendientes, notas, copias de cuentas bancarias y fotografías. Entonces le contó lo que había averiguado.

Tenía un cansancio de muerte, se encontraba exhausto después de haber realizado una labor que, en condiciones normales, hubiera requerido un equipo de hombres y el doble de tiempo. Se le veía demacrado y con ojeras.

El director de la CIA estaba sentado al otro lado de la vieja mesita de caoba, que había sido colocada entre los dos para disponer sobre ella todo el cúmulo de papeles que Kellog había llevado consigo. El anciano parecía hundido dentro de la chaqueta de terciopelo de su esmoquin; mientras las luces de las lámparas sacaban extraños reflejos de su calva cabeza y de su rostro fruncido, por debajo de las oscuras cejas sus ojillos se movían nerviosos, posándose en Kellogg para, de inmediato, clavarse en los documentos testimoniales, eran como los de una vieja lagartija.

—¿No puede haber dudas? —preguntó cuando Kellogg acabó su exposición.

Kellogg denegó con la cabeza.

El Trovador nos facilitó veintisiete indicios que pueden servir de pruebas. Veintiséis de ellos coinciden.

—¿Todos de carácter circunstancial?

—Inevitablemente. Si exceptuamos el testimonio de los tres cajeros de Banco. Los tres lo identificaron; en base a fotografías, por supuesto.

—¿Se puede declarar a alguien culpable basando la acusación en pruebas circunstanciales?

—Por supuesto que sí, señor. Hay muchos precedentes y es un caso ampliamente documentado. No siempre se necesita un cadáver para detener a alguien por asesinato.

—¿No se requiere una confesión?

—No es imprescindible. Y puede decirse con certeza que no directamente. Se trata, a fin de cuentas, de un agente muy astuto, muy hábil, muy duro y de gran experiencia.

El director de la CIA suspiró.

—Ve a casa, Max. Vuelve a tu hogar con tu esposa. No digas nada. Te llamaré cuando te necesite de nuevo. No vuelvas a la oficina hasta que yo no te lo ordene. Tómate unas vacaciones. Descansa.

El anciano hizo un gesto de despedida con la mano y le señaló la puerta. Max Kellogg se levantó y salió de la biblioteca. El director llamó a un ayudante y le ordenó que enviase un telegrama en clave a Londres, a nombre de Joe Roth, clasificado «tan sólo para sus ojos». El texto rezaba, escueto:

Regresa de inmediato. Misma ruta. Preséntate a mí. Mismo sitio.

El mensaje estaba firmado con la palabra en clave que le diría a Roth que provenía del director de la CIA en persona.

Las sombras sobre Georgetown se aumentaron en aquella noche de verano, al igual que, cada vez más, las sombras se extendían por los pensamientos del anciano. El director de la CIA permaneció a solas en su biblioteca; meditaba sobre los viejos tiempos, recordando a amigos y a compañeros, a hombres y mujeres, todos ellos jóvenes brillantes, que él mismo había enviado al otro lado del Atlántico, y que habían muerto durante los interrogatorios por culpa de un soplón, de un traidor. No existían las excusas en aquellos tiempos, no había ningún Max Kellogg que se preocupase de buscar las pruebas contundentes después de un trabajo abrumador. Y tampoco existía el perdón en aquellos días; al menos, no para un denunciante. Se quedó mirando fijamente la fotografía que tenía delante.

—¡Hijo de puta! —exclamó, pronunciando con lentitud cada palabra—. ¡Hijo de perra, traidor!

Al día siguiente, un mensajero entró en el despacho de Sam McCready, en la Century House, y le dejó un mensaje del departamento de claves sobre el escritorio. McCready estaba muy ocupado, por lo que hizo un gesto a Gaunt, indicándole que lo abriera. Éste lo leyó, emitió un silbido y se lo pasó. Se trataba de una orden de la CIA impartida desde Langley. Durante sus vacaciones en Europa, a Calvin Bailey le estaba prohibido el acceso a toda información de índole confidencial.

—¿Orlov? —preguntó Gaunt.

—Por supuesto —contestó McCready—. ¿Qué demonios habrá hecho para convencerlos?

En ese momento, McCready tomó su propia decisión al respecto. Utilizó un buzón falso para enviar un mensaje a Recuerdo, pidiéndole una entrevista lo antes posible.

A la hora del almuerzo, en uno de esos mensajes de rutina que enviaba la división de Vigilancia de Aeropuertos, perteneciente al MI-5, le informaron de que Joe Roth había salido de nuevo de Londres en dirección a Boston, utilizando el mismo pasaporte falso.

Esa misma noche, habiendo ganado cinco horas al cruzar el Atlántico, Joe Roth se encontraba sentado ante la mesita de la biblioteca, en la mansión del director de la CIA. Éste se había sentado frente a él y tenía a Max Kellogg a su derecha. El anciano tenía una expresión siniestra, mientras que Kellogg se veía simplemente nervioso. Cuando llegó a su casa, en la ciudad de Alexandria, se metió en la cama y aún le dio tiempo de dormir veinticuatro horas hasta que recibió la llamada en la que se le ordenaba regresar a Georgetown. Había dejado todos sus documentos en la casa del director, pero los tenía de nuevo ante él.

—Comienza de nuevo, Max. Desde el principio. Explicándolo todo como me lo contaste a mí.

Kellogg echó una mirada a Roth, se ajustó las gafas y cogió un pliego de encima del montón de legajos.

—En mayo del sesenta y siete, Calvin Bailey fue enviado a Vietnam en calidad de jefe provincial, de G-12. Aquí está el nombramiento. Fue asignado, como puedes ver, al llamado «Programa Fénix». Ya habrás oído hablar de él, ¿no, Joe?

Roth asintió con la cabeza. Cuando la guerra del Vietnam estaba en todo su apogeo, los norteamericanos desencadenaron una operación de gran envergadura con la que pretendían contrarrestar los drásticos efectos que el Vietcong se había asegurado entre la población local mediante su política de sádicas ejecuciones públicas, de carácter selectivo. La idea era aplicar el terrorismo contra los norvietnamitas, identificando y eliminando a los activistas del Vietcong. En eso consistía el «Programa Fénix». El número de personas sospechosas de pertenecer al Vietcong que fueron enviadas a reunirse con su Creador, sin que pudieran acogerse al postulado de la presunción de inocencia o al derecho a tener un juicio justo, es algo que jamás ha llegado a establecerse con exactitud. Algunos han arrojado el cálculo de unas veinte mil personas, que la CIA reduce a ocho mil.

Aún más problemática sigue siendo la cuestión de saber con certeza cuántos de aquellos sospechosos pertenecían realmente al Vietcong, ya que pronto se convirtió en práctica habitual entre los vietnamitas el denunciar a cualquier persona contra la que se sintiese alguna clase de rencor. La gente era denunciada por motivos que obedecían a las luchas irreconciliables entre familias o entre clanes, a las disputas sobre límites territoriales o, simplemente, a casos de deudas, que quedaban zanjadas si el acreedor moría.

Por regla general, la persona denunciada pasaba a manos de la Policía Secreta vietnamita o del Ejército, la ARVN. La forma de llevar los interrogatorios y los métodos utilizados en las ejecuciones eran una prueba evidente del ingenio oriental.

—Había allí jóvenes norteamericanos, recién llegados de Estados Unidos —prosiguió Kellogg—, los cuales tuvieron que presenciar actos que nadie debiera haber presenciado. Algunos desertaron, otros necesitaron ayuda psiquiátrica. Y hubo una persona que cambió de modo de pensar y abrazó precisamente la ideología de los hombres a los que había sido enviado a combatir. Calvin Bailey fue esa persona, al igual que George Blake cuando cambió su modo de pensar en Corea. No tenemos pruebas de que haya ocurrido realmente así, ya que no podemos saber qué ocurre dentro de una mente humana, pero la evidencia de lo que sigue nos permite suponer que nuestra hipótesis cae dentro de lo que podríamos calificar de «completamente razonable».

»En marzo de 1968 se produjo lo que, en mi opinión, fue la experiencia cumbre. Bailey se encontraba presente en la aldea de My Lai justamente cuatro horas después de la masacre. ¿Te acuerdas de My Lai?

Roth asintió de nuevo con la cabeza. Todo aquello formaba parte de la historia. Y Roth conocía la historia contemporánea de su nación. El 16 de marzo de 1968, una compañía de Infantería del Ejército estadounidense entró en una pequeña aldea llamada My Lai, donde se sospechaba que algunos miembros del Vietcong o simpatizantes de esa organización podían estar ocultos. Qué fue exactamente lo que les hizo perder el control y actuar como seres enloquecidos es algo que sólo pudo establecerse más tarde, y de modo inadecuado. Cuando no recibieron respuestas a sus preguntas, comenzaron a disparar, una vez que habían empezado no pudieron detenerse hasta que unos cuatrocientos cincuenta civiles desarmados, entre hombres, mujeres y niños, yacían acribillados en el suelo, formando montones de cadáveres mutilados. Tuvieron que transcurrir dieciocho meses antes de que la noticia se filtrase en la sociedad estadounidense, y tres años más hasta el día en que el teniente William Calley tuvo que comparecer ante un Consejo de Guerra. Pero Calvin Bailey lo había sabido a las cuatro horas, y lo había visto todo.

—Aquí está el informe que presentó en aquella época —dijo Kellogg, pasando por encima varias páginas—, escrito de su puño y letra. Como puedes ver, está redactado por un hombre sacudido por una tremenda conmoción. Por desgracia parece ser que esa experiencia convirtió a Bailey en un simpatizante del comunismo.

»Seis meses después, Bailey informó que había reclutado a dos primos vietnamitas, Nguyen Van Troc y Vo Nguyen Can, y que había logrado infiltrarlos en el mismo Servicio de Inteligencia del Vietcong. Fue un golpe maestro, el primero de muchos. De acuerdo con las declaraciones de Bailey, estuvo dirigiendo a esos hombres durante dos años. De acuerdo con las de Orlov, ocurrió todo lo contrario. Ellos le estuvieron dirigiendo a él. Mira esto.

Kellogg pasó dos fotografías a Roth. En una de ellas se veía a dos jóvenes vietnamitas, tomados en un primer plano y con la jungla de fondo. Uno de ellos estaba marcado con una cruz en el rostro, para indicar que ya había muerto. La otra fotografía, tomada mucho después en una terraza con sillas de mimbre, mostraba a un grupo de oficiales vietnamitas en un ambiente relajado, mientras les estaban sirviendo el té. El camarero miraba hacia la cámara y sonreía.

—La persona que servía el té acabó en un campo de refugiados en Hong Kong, tras haber huido en un barco. La fotografía era su posesión más preciada, pero los británicos se la quitaron porque estaban interesados en el grupo de oficiales. Fíjate en el hombre que está a la izquierda del camarero.

Roth lo miró. Aquel hombre era Nguyen Van Troc, diez años más viejo, pero la misma persona, sin duda alguna. En sus hombreras se veía el distintivo de un oficial de alta graduación.

—En la actualidad es subdirector del Servicio de Contraespionaje vietnamita —dijo Kellogg—. Y con esto hemos comprobado uno de los cargos.

»Y a continuación tenemos lo que afirmó el Trovador de que nuestro hombre pasó al servicio de la KGB precisamente en Saigón. El Trovador nombró a un hombre de negocios de nacionalidad sueca, ya muerto, que era el residente de la KGB en Saigón en el año de 1970. Desde 1980 sabemos que ese hombre de negocios no era lo que pretendía ser; por otra parte, el Servicio de Contraespionaje sueco descubrió hace ya tiempo la falsedad de su biografía ficticia. El hombre jamás vino de Suecia, así que lo más probable es que viniese de Moscú. Bailey pudo haberse entrevistado con él cada vez que hubiese querido.

»Y ahora pasemos a Tokio. El Trovador aseguró que Drozdov en persona estuvo en esa ciudad en ese mismo año, en 1970, cuando se encontró con nuestro hombre y le puso el nombre de Halcón. No podemos probar que Drozdov se hallara allí en esa fecha, pero el Trovador estaba muy seguro de esos datos. Y Bailey viajó a Tokio aquel año. Aquí tienes su orden de traslado en la «Air America», las líneas aéreas de la CIA. Todo encaja. Regresó a Estados Unidos en 1971 convertido ya en agente de la KGB.

A partir de entonces, Calvin Bailey había ocupado dos cargos en América Central y en Sudamérica y tres en Europa, un continente este último que había visitado en muchas ocasiones conforme ascendía dentro de la jerarquía y tuvo que hacer viajes de inspección a las estaciones de la CIA en el extranjero.

—Sírvete un trago tú mismo, Joe —refunfuñó el director de la CIA—, que ahora se pone peor.

El Trovador mencionó cuatro Bancos a los cuales su departamento en Moscú hizo transferencias en metálico para el traidor. Incluso nos dio las fechas de esas transferencias. Tenemos las cuatro cuentas, una en cada uno de los Bancos mencionados por el Trovador; en Francfort, Helsinski, Estocolmo y Viena. He aquí los comprobantes de los pagos, sumas elevadas y en metálico. Todos ellos fueron hechos al mes de haber sido abiertas las cuentas. A cuatro cajeros se les mostró una fotografía del sospechoso; tres de ellos lo identificaron como el hombre que había abierto las cuentas. Ésta es la fotografía.

Kellogg le pasó una fotografía de Calvin Bailey. Roth se quedó contemplando el rostro como si fuese el de un extraño. No podía creerlo. Había comido con ese hombre, bebido con él, reunido con su familia. El rostro de la fotografía le devolvía la mirada con absoluta inexpresividad.

El Trovador nos mencionó cinco aspectos confidenciales que la KGB conocía y que no tenía por qué saber. Y nos indicó también las fechas en que esas informaciones llegaron a poder de los rusos. Cada una de esas cuestiones secretas era conocida exclusivamente por Calvin Bailey y por otras pocas personas.

»Incluso los éxitos de Bailey, esos golpes de mano que le aseguraron el ascenso en la Compañía, Moscú se los suministró, no fueron más que sacrificios auténticos de la KGB para fortalecer la posición de su agente en nuestra Organización. El Trovador mencionó cuatro operaciones que fueron dirigidas por Bailey con notable éxito. Y está en lo cierto. Pero también afirmó que todas esas operaciones fueron realizadas con el consentimiento de Moscú, y mucho me temo que sea cierto, Joe.

»Tenemos un total de veinticuatro elementos concretos que Orlov nos ha facilitado, y veintiuno de ellos coinciden con nuestro hombre. Tendríamos ahora otros tres, mucho más recientes. Joe, cuando Orlov te telefoneó aquel día en Londres, ¿qué nombre usó?

Hayes —contestó Roth.

—Tu nombre en clave. ¿Cómo lo sabía?

Roth se encogió de hombros.

—Y, por último, llegamos a los recientes asesinatos de los agentes mencionados por Orlov. Bailey te dijo que le llevases a él antes que a nadie el material de Orlov, y que se lo entregases en mano, ¿no es así?

—Sí. Pero eso era algo de lo más normal. Se trataba de un proyecto de Operaciones Especiales, y el material sería estrictamente confidencial. Bailey quería ser el primero en verificarlo.

—Cuando Orlov denunció al inglés Milton-Rice, ¿no fue Bailey el primero en enterarse?

Roth asintió con la cabeza.

—¿Y los británicos, tres días después?

—Sí.

—Y Milton-Rice fue asesinado antes de que los ingleses pudiesen echarle el guante. Lo mismo que ocurrió con Remyants. Lo siento mucho, Joe. Está más claro que el agua. Hay demasiadas pruebas.

Kellogg cerró su última carpeta y dejó a Roth absorto en la contemplación del material que tenía frente a él; las fotografías, los recibos bancarios, los pasajes de avión, las órdenes de traslado. Todo aquello parecía un endemoniado rompecabezas que hubiese sido resuelto sin que quedase ninguna pieza por encajar. Incluso la motivación, esa tremenda experiencia en Vietnam, era lógica.

Kellogg recibió la orden de retirarse. El director de la CIA miró a Roth fijamente desde el otro lado de la mesa.

—¿Qué estás pensando, Joe?

—¿Sabe que los ingleses piensan que el Trovador es un farsante? —contestó Roth—. La primera vez que vine le comuniqué cuál es el punto de vista de Londres.

El director de la CIA, profundamente irritado, hizo un gesto de impaciencia, dando un manotazo como si quisiera alejar algo de sí.

—¡Pruebas, Joe! Les pediste pruebas concretas. ¿Te dieron alguna?

Roth hizo un gesto con la cabeza en señal de negación.

—¿Acaso te dijeron que tienen un agente que ocupa un alto cargo en Moscú y que ha denunciado al Trovador?

—No, señor. Sam McCready lo negó.

—¡Pues entonces no hablan más que mierda! —gritó el director de la CIA—. Carecen de pruebas, Joe, sólo es el resentimiento por no ser ellos los que tienen al Trovador. Aquí sí hay pruebas, Joe. Páginas y páginas enteras de pruebas.

Roth se quedó mirando los papeles con expresión de incredulidad. Enterarse de repente que había estado colaborando con un hombre que llevaba ya muchos años abocado a la tarea de traicionar a su patria era como si le hubiesen asestado un duro golpe en el estómago.

Se sentía enfermo.

—¿Qué quiere que haga, señor? —preguntó con voz serena.

El director de la CIA se levantó del sillón y comenzó a pasear por su elegante biblioteca.

—Soy el director de la Agencia Central de Inteligencia. Nombrado por el propio Presidente. Y como tal tengo la misión de proteger a este país con todas mis fuerzas y lo mejor que pueda. De todos sus enemigos. Con el Presidente, pero también sin él. No puedo, y no quiero, ir ahora a verle y decirle que nos encontramos ante otro escándalo mayúsculo que hará aparecer a todas las traiciones anteriores como inocentes juegos de niños. Y mucho menos después de la reciente serie de fallos en nuestro sistema de seguridad.

»No lo expondré al escarnio de la Prensa y a la mofa de las demás naciones. No habrá detención, ni tampoco juicio, Joe. El juicio ha sido celebrado ya, aquí, y emitido el veredicto. La sentencia la he de dictar yo, ¡que Dios me ayude!

—¿Qué quiere que haga, señor? —repitió Roth.

—En un último análisis, Joe, podría obligarme a mí mismo a no preocuparme por la traición a la confianza depositada en él, los secretos divulgados, la pérdida de prestigio, el gran daño moral que nos inflige, el escarnio de los medios de comunicación y las burlas de los demás países. Pero no puedo expulsar de mi mente las imágenes de los agentes denunciados, sus viudas y sus huérfanos. Para el traidor, sólo puede dictarse un sentencia, Joe.

»No volverá aquí, jamás. No pondrá los pies en este país, nunca más. Será condenado a la oscuridad eterna. Volverás a Inglaterra y antes de que pueda llegar a Viena y atraviese la frontera con Hungría, que es seguramente lo que tendrá planeado desde que el Trovador se ha pasado a nosotros, harás lo que hay que hacer.

—No estoy muy seguro de que yo sea capaz de ello, señor.

El director de la CIA se inclinó por encima de la mesa y extendió el brazo, cogió a Roth por la barbilla, le alzó el rostro y miró con expresión inquisidora los ojos de aquel hombre joven. Los suyos eran duros como la obsidiana.

—Lo harás, Joe. Lo harás porque yo te lo ordeno como director de la CIA, porque a través de nuestro Presidente hablo en nombre de este país, y porque tienes que hacerlo por tu patria. Vuelve a Londres y haz lo que hay que hacer.

—Sí, señor —dijo Joe Roth.