CAPÍTULO III

Timothy Edwards escuchaba atentamente. El relato de los hechos y el análisis que de los mismos le hizo McCready se prolongaron durante media hora. Cuando hubo terminado, Edwards le preguntó, sin perder su calma habitual:

—¿Y estás completamente seguro de que puedes confiar en Recuerdo?

McCready esperaba esa pregunta. Recuerdo llevaba trabajando cuatro años para los ingleses, desde el día que, en Dinamarca, se aproximó por primera vez a un agente del Servicio Secreto de Inteligencia británico y le ofreció sus servicios como agente in situ. Sin embargo, no podía olvidar que se trataba de un mundo repleto de sombras e incertidumbres. Siempre cabía la posibilidad, aunque muy remota, de que Recuerdo fuese un agente doble y que siguiese siendo leal a Moscú. Es decir, que precisamente él fuese aquello de lo que ahora acusaba a Orlov.

—Han transcurrido cuatro años ya —contestó McCready—. Durante cuatro años hemos estado comprobando todas las informaciones de Recuerdo y las hemos comparado con todo lo que sabíamos. Son auténticas.

—Sí, por supuesto —replicó Edwards sin alterarse—. Pero, por desgracia, si nuestros primos llegasen a enterarse de lo que aquí estamos hablando, dirían todo lo contrario: que nuestro hombre miente y que el suyo dice la verdad. En Langley están enamorados de ese Orlov.

—Pienso que no les deberíamos de decir nada sobre Recuerdo —argumentó McCready, el cual se sentía en el deber de proteger al ruso de la Embajada en el Kensington Palace Gardens—. Y dicho sea de paso, Recuerdo presiente que el tiempo se le acaba. Presiente que en Moscú han empezado a sospechar que tienen una filtración en alguna parte. Si esas sospechas se convierten en convencimiento, sólo será cuestión de tiempo que logren localizarlas en su estación londinense. Cuando Recuerdo venga a refugiarse definitivamente con nosotros, podremos arreglar las cosas con nuestros primos. Pero, de momento, sería muy peligroso aumentar el círculo de los que le conocen.

Edwards tomó una decisión.

—Estoy de acuerdo, Sam. Pero he de ir a hablar con el jefe. Esta mañana se encuentra en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Lo cazaré más tardé. Mantente en contacto.

Durante la hora del almuerzo, mientras Edwards tomaba una frugal comida con el jefe en un restaurante situado en la última planta de un edificio oficial, una versión militar del «Grumman Gulfstream III» aterrizaba en la base de las Fuerzas Aéreas estadounidenses en Alconbury, justo al Norte de la ciudad de Huntingdon, en el condado de Cambridgeshire. Había despegado a medianoche de la base de la guardia Aérea Nacional de Trenton, en Nueva Jersey, sus pasajeros habían llegado de Kentucky, abordado el avión al amparo de la oscuridad y alejados de los edificios de la base.

Al elegir Alconbury, Calvin Bailey había hecho una buena elección. La base era la sede del escuadrón de combate 527, llamado el «Escuadrón Agresor», de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, cuyos pilotos tripulaban los cazabombarderos «F-5» con una misión muy específica en su vida. Eran llamados los Agresores porque los «F-5» tienen una configuración similar a la de los «Mig-29» rusos y porque desempeñaban el papel de atacantes soviéticos en los simulacros de combate aéreo que realizaban contra sus compañeros estadounidenses y británicos. Los pilotos estudiaban con asiduidad todas las tácticas soviéticas de combate aéreo y las practicaban introduciéndose tanto en su papel, que incluso sólo hablaban en ruso cuando tenían que comunicarse entre ellos en el aire. Los proyectiles y los misiles que utilizaban estaban preparados para dar en el blanco o errar el tiro tan sólo desde un punto de vista «electrónico», pero el resto del material que utilizaban, como las insignias y los uniformes, era de fabricación rusa, incluidas la jerga y el tipo de maniobras.

Cuando Roth, Orlov, Kroll y el resto de los que componían el grupo bajaron del «Grumman», todos llevaban los uniformes de los pilotos del «Escuadrón Agresor». Cruzaron la pista de aterrizaje sin que nadie se fijase en ellos y pronto se hallaron instalados en el lugar que les había sido asignado, un edificio aislado que servía de almacén y que estaba separado del resto de las edificaciones de la base, pero que había sido equipado con dormitorios, baños y cocina, con sala de conferencia y una habitación provista de todos los equipos de grabación electrónicos que necesitaban para llevar a cabo los interrogatorios al coronel Orlov. Roth se entrevistó con el comandante de la base y acordó con él que permitiría la entrada a la base al grupo británico a la mañana siguiente. Y a continuación, algo afectados por el viaje en avión, el grupo estadounidense decidió retirarse a dormir algo.

El teléfono en el despacho de McCready sonó a las tres de la tarde y Edwards le pidió verse de nuevo.

—Nuestra solicitud ha sido aprobada y concedida —dijo Edwards—. Nos reservaremos la opinión de que Recuerdo dice la verdad y que los norteamericanos están tratando con un agente doble. O sea, que nuestro problema consiste en que no podremos enterarnos todavía de las intenciones que el coronel Orlov pueda tener, cualesquiera que éstas sean. Según parece, de momento el material que entrega es excelente, lo que dificultaría qué nuestros primos llegasen a creernos, sobre todo cuando el jefe está completamente de acuerdo en la necesidad de no revelar la existencia de Recuerdo, cuya identidad ha de permanecer en secreto. Y bien, ¿cómo sugieres que deberíamos de proceder?

—Deja que lo coja por mi cuenta —dijo McCready—. Tenemos derecho a interrogarlo directamente. Le podríamos hacer algunas preguntas. Joe Roth es el encargado del caso y conozco muy bien a Joe. No tiene un pelo de tonto. Quizá pueda acorralar a Orlov, ponerlo entre la espada y la pared, apretarle bien las tuercas antes de que Roth grite: ¡Basta! Tal vez siembre algunas dudas en ellos y consiga que nuestros primos empiecen a acariciar la idea de que a lo mejor ese hombre no es lo que representa.

—Conforme —dijo Edwards—. Te encargarás de él. —Edwards dio a entender que era decisión suya; pero, en realidad, el mismo jefe había sugerido durante el almuerzo que McCready podría encargarse de interrogar a Orlov.

McCready se levantó temprano a la mañana siguiente para ir en coche a la base de Alconbury. Denis Gaunt conducía. Edwards había logrado que se aceptase la propuesta de McCready de que Gaunt asistiera a los interrogatorios. En el asiento de atrás iba una dama del MI-5. El Servicio de Seguridad había reclamado con carácter de urgencia su derecho a tener a alguien de su personal en la reunión con el ruso, ya que de las preguntas que se le hicieran, una parte importante cubriría el ámbito específico de la actuación de los agentes soviéticos que operaban en suelo británico y en contra de Gran Bretaña, lo que caía dentro de la jurisdicción del Servicio de Seguridad. Alice Daltry tendría algo más de treinta años, era bonita y brillante en su trabajo. Parecía sentirse algo intimidada ante McCready, por el que sentía un profundo respeto. En ese hermético mundo en el que imperaba el principio de no saber más de lo necesario se había corrido la voz, sin embargo, de lo sucedido con el general Pankratin el año anterior.

El automóvil llevaba teléfono de seguridad. Similar al teléfono común de un automóvil, era un poco más grande y podía ser utilizado en clave para comunicarse con Londres, pues la conversación se codificaba y descodificaba de forma automática. Y es que de la conversación con Orlov podrían surgir algunos puntos que fuese necesario consultar con Londres.

Durante casi todo el trayecto, McCready guardó silencio y se limitó a mirar a través del parabrisas y contemplar el paisaje campestre que se extendía ante sus ojos a esas primeras horas de la mañana veraniega, sorprendiéndose una vez más de la belleza de Inglaterra en esa época del año.

En su mente iba repasando las cosas que Recuerdo le había dicho. Según lo que el ruso le había contado en Londres, éste había colaborado años antes, aunque de forma marginal, en los primeros pasos preparatorios de una gran operación de desinformación, de la cual Orlov no podía ser más que el fruto final. Aquella operación había recibido entonces el nombre en clave de «Proyecto Potemkin».

«Un título irónico —pensó McCready—, uno de esos rasgos de humor macabro que siempre tiene la KGB». No cabía la menor duda de que ese nombre no había sido elegido en recuerdo del acorazado Potemkin, ni tampoco del mariscal Potemkin, cuyo apellido había dado nombre al barco de guerra. Pero sí en conmemoración de las famosas «Aldeas de Potemkin».

En tiempos pasados, la emperatriz Catalina la Grande, representante de las tiranías despóticas e inhumanas que la tan sufrida Rusia ha tenido que soportar siempre, fue en cierta ocasión a visitar la recientemente conquistada provincia de Crimea. Por miedo a que la soberana contemplara el triste espectáculo de aquellas masas famélicas y tiritantes, apelotonadas en sus destartaladas chozas que poco podían protegerlas del frío, su primer ministro, Potemkin, envió carpinteros, albañiles y pintores para que fuesen por delante de la ruta imperial y construyesen y pintasen bellas fachadas de limpias y sólidas casitas de campo, con alegres campesinos sonrientes en sus ventanas. La anciana y miope emperatriz se divirtió al contemplar aquellas escenas de dicha bucólica y regresó a su palacio. Después, los obreros desmantelaron las fachadas y dejaron de nuevo al descubierto las miserables aldehuelas que había detrás. Aquella superchería recibió el nombre de «Aldeas de Potemkin».

—El objetivo es la CIA —le había dicho Recuerdo.

Pero no sabía cuál era ni cómo se iba a llevar a efecto. El proyecto no había sido controlado por su departamento, al que sólo se dirigieron para solicitar una asistencia complementaria.

—De todos modos, ése tiene que ser Potemkin que ha venido a culminar la operación —le había dicho el ruso—. Y la prueba la tendremos en dos partes. Primera, ninguna información aportada por Orlov ocasionará un daño grande e irreversible a los intereses soviéticos. Y, segundo, ya verás cómo se producirá una enorme pérdida de moral en el seno de la CIA.

«De momento, la segunda profecía no se ha cumplido», se dijo McCready. Habiéndose recobrado del innegable revés que habían sufrido con el caso Urchenko el año anterior, sus amigos norteamericanos estaban pasando ahora por un período de euforia, debido en buena parte al nuevo tesoro que habían encontrado. Así que McCready decidió concentrarse en el primer supuesto.

McCready mostró un documento de identidad (no expedido a su nombre verdadero) en la puerta de entrada de la base aérea y preguntó por Joe Roth a través de cierta extensión telefónica. Pocos minutos después Roth se presentaba en un jeep de las Fuerzas Aéreas.

—¡Sam, qué alegría verte de nuevo!

—Lo mismo te digo, Joe. Desapareciste como si te hubieses largado de repente de vacaciones.

—Sam, lo siento. No tuve elección, ni oportunidad de explicarme. Era una cuestión de coger al tipo y salir corriendo con él o de rechazarlo.

—Está bien, no te preocupes —se apresuró a decir McCready—, todo ha sido explicado. Y las cosas han quedado aclaradas. Deja que te presente a mis dos compañeros.

Roth entró en el automóvil y saludó a Gaunt y a Daltry con sendos apretones de manos. Se sentía relajado y efusivo. No pensaba en problemas y estaba contento de que los británicos compartiesen con los estadounidenses esa bolsa de caramelos. Aclaró lo de los permisos de entrada para el grupo británico con el oficial de guardia y a continuación cruzaron la base en el automóvil en dirección al edificio aislado en el que se había instalado el equipo de la CIA.

Al igual que ocurre con muchas edificaciones destinadas a ofrecer un servicio, el viejo almacén no tenía valor arquitectónico alguno, pero era eminentemente funcional. Un único corredor lo atravesaba de parte a parte y a todo lo largo del mismo, a izquierda y derecha, se veían las puertas de los dormitorios, el comedor, las cocinas, los lavabos y las salas de conferencias. Doce policías militares de las Fuerzas Aéreas estaban apostados alrededor del edificio, todos armados y, como McCready pudo advertir, pendientes sólo de la vigilancia de ese único objetivo.

Roth les condujo hasta una habitación situada en el centro del edificio. Las ventanas estaban cerradas y tapadas; la única iluminación era eléctrica. Unas mullidas poltronas formaban un cómodo grupo en el centro de la habitación; adosadas a las paredes había mesas y sillas para el personal encargado de levantar actas y tomar notas.

Con gesto afable, Roth indicó al grupo de agentes británicos que tomara asiento en las poltronas y pidió a uno de los suyos que les sirviese café.

—En fin, chicos, voy a traer al Trovador —dijo—, a menos de que antes queráis descansar un poco.

McCready denegó con la cabeza.

—También podríamos descansar con él, Joe.

Cuando Roth salió del aposento, McCready hizo señas a Gaunt y a Daltry para que se sentaran en las sillas junto a la pared. El mensaje era: Oíd y escuchad, pero no intervengáis. Joe Roth había dejado la puerta abierta. Del corredor le llegó a McCready la machacona melodía de Bridge Over Troubled Waters. La canción se detuvo cuando alguien apagó el tocadiscos. Instantes después Roth regresaba acompañado por un hombrecillo rechoncho y de mirada torva, que llevaba zapatillas de deporte, pantalones holgados y un jersey de polo.

—Sam, permíteme que te presente al coronel Piotr Orlov. Peter, éste es Sam McCready.

El ruso contempló a McCready con mirada inexpresiva. Había oído hablar de él. La gran mayoría de los agentes de alta graduación de la KGB había oído hablar de Sam McCready. Sin embargo no hizo el menor signo de que lo conociera de oídas. McCready cruzó de un par de zancadas la alfombra que había en el centro de la habitación y le tendió la mano.

—Mi querido coronel Orlov. Es un placer conocerle —dijo McCready, con una calurosa sonrisa.

Les sirvieron el café y tomaron asiento. McCready y Orlov lo hicieron frente a frente, y Roth a un lado. Sobre una de las mesas junto a la pared un magnetófono empezó a funcionar. No había ningún micrófono en la mesita del café. Sólo hubiese servido de distracción. De todos modos, la grabadora no dejaría nada sin registrar.

McCready comenzó a hablar en tono afable, con expresiones lisonjeras, y así continuó durante la primera hora. Las respuestas de Orlov brotaban con fluidez y facilidad. Pasada la primera hora, McCready se veía cada vez más confuso, o al menos, lo aparentaba.

—Todo está muy bien, es un material maravilloso —dijo—. Pero tengo un pequeño problema; bien, en realidad estoy convencido de que a todos nos ocurre lo mismo. Lo que usted nos ha dado son sólo nombres en clave. Tenemos a un tal agente Ánade en alguna dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores; a otro agente llamado Cernícalo, que puede ser un oficial de la Armada o un civil que trabaja para la Armada. Y como usted puede darse cuenta, coronel, nada de lo que usted dice nos sirve para detectar a una persona, y mucho menos para detenerla.

—Mr. McCready, como ya he explicado varias veces aquí, y en Estados Unidos, mi período de trabajo en el Directorio de Ilegales se remonta a cuatro años atrás. Y yo estaba especializado en Centroamérica y Sudamérica. No tenía acceso a los expedientes de los agentes que operaban en Europa Occidental, Gran Bretaña o Estados Unidos. Esos agentes estaban rodeados de una extraordinaria protección, como seguirán ahora, con toda seguridad.

—¡Ah, sí, por supuesto, tonto de mí! —exclamó McCready—. Pero yo me refería al tiempo que usted pasó en Planificación. Por lo que sabemos, ello implica la preparación de biografías ficticias, de «leyendas» para las personas que van a ser infiltradas o simplemente reclutadas. Así como los sistemas para organizar los contactos, pasar la información… y pagar a los agentes. Y eso incluye los Bancos que han de utilizarse, las sumas pagadas, los períodos durante los que se efectuaron los pagos, los costos de mantenimiento, etcétera. Y según parece, todo eso, coronel…, usted lo ha olvidado.

—La época en que estuve en Planificación fue anterior a la que pasé en el Directorio de Ilegales —replicó Orlov—. Y de aquello hace más de ocho años. Las cuentas bancarias son numeradas, imposibles de recordar.

En esa ocasión se advertía un cierto nerviosismo en la voz del coronel. El hombre comenzaba a enfurecerse. Roth había empezado a fruncir el ceño:

—O quizá con un sólo número —murmuró McCready como si estuviese pensando en voz alta—. O incluso no haya más que un Banco.

—¡Sam! —exclamó Roth de repente, inclinándose hacia delante—, ¿qué estás insinuando?

—Simplemente intento comprobar si algo de lo que el coronel Orlov nos ha contado estas seis últimas semanas va a significar un daño grande e irreparable para los intereses de la Unión Soviética.

—¿Pero de qué demonios habla? —gritó Orlov, poniéndose de pie y ya enfadado—. Durante días enteros he estado ofreciendo detalles sobre la planificación militar soviética, los desplazamientos de tropas, las armas, los estados de alerta y la idiosincrasia de una multitud de personas. Detalles sobre la guerra en Afganistán. Redes de espionaje en Centroamérica y en Sudamérica, las cuales ya han sido desmanteladas. Y ahora usted viene y me trata como a un… como a un criminal.

Roth también se había puesto de pie.

—Sam, ¿puedo hablar contigo un momento? En privado. Afuera. —Se dirigió a la puerta.

Orlov volvió a tomar asiento y se quedó mirando el suelo con expresión desconsolada. McCready se levantó y siguió a Roth. Daltry y Gaunt permanecieron sentados frente a sus mesas, mientras contemplaban la escena con los ojos muy abiertos. El joven agente de la CIA que operaba la grabadora la desconectó. Roth no dejó de caminar hasta que no salió al descampado que había detrás del edificio. Entonces se volvió hacia McCready.

—¡Sam! ¿Qué demonios te crees que estás haciendo?

McCready se encogió de hombros.

—Sólo intento establecer la buena fe de Orlov —contestó—. Por eso estoy aquí.

—Vamos a aclarar las cosas de una vez por todas —replicó Roth con acritud—. Tú no estás aquí en absoluto para establecer la buena fe del Trovador. Eso se ha hecho ya. En Estados Unidos. Una y otra vez. Estamos satisfechos, el hombre es auténtico, se esfuerza todo lo posible por recordar. Tú estás aquí, por cortesía del director de la CIA, para compartir el material del Trovador. Eso es todo.

McCready se quedó mirando con expresión soñadora los ondulantes campos de trigo que se extendían al otro lado de la alambrada de la base.

—¿Y cuánto crees que vale ese material en realidad, Joe?

—Mucho. Como él ha dicho, se trata de pormenores sobre los desplazamientos de tropas soviéticas, el armamento que utilizan, las redes de espionaje, la planificación…

—Todo lo cual puede ser cambiado con gran rapidez y facilidad —murmuró Sam—. En el caso de que sepan que él iba a contártelas.

—Y lo de Afganistán —insistió Roth.

McCready guardó silencio. No podía contar a su colega de la CIA lo que Recuerdo le había dicho en el bar hacía tan sólo veinticuatro horas, pero aún podía escuchar en su mente aquella voz que murmuraba a su lado:

—Sam, ese hombre de Moscú, ese Gorbachov, sabéis muy poco de él todavía. Pero yo lo conozco. Cuando estuvo aquí para visitar a Mrs. Thatcher, antes de que lo nombrasen Secretario General del Partido, cuando sólo era otro miembro más del Politburó, yo fui el encargado de velar por su seguridad. Hablamos largo y tendido. Es un hombre poco común, muy abierto, franco. Me habló acerca de la perestroika, y del glasnot. ¿Y sabes lo que eso significará, amigo mío? Pues que dentro de dos años, en 1988 o quizás en el 89, todos esos detalles militares no tendrán ya la menor importancia. Él no se está preparando para atacar a través de la meseta central de Alemania. Está dispuesto a transformar toda la economía y la sociedad soviéticas. Fracasará, por supuesto, pero lo intentará. Retirará sus tropas de Afganistán, y de Europa Central. Todo lo que Orlov está contando a los norteamericanos será sólo material de archivo dentro de dos años. Pero la Gran Mentira, cuando llegue su hora, será muy importante. Durante una década, amigo mío. Espera que la Gran Mentira llegue. El resto no es más que un sacrificio de índole menor calculado por la KGB. Mis antiguos colegas saben jugar muy bien al ajedrez.

—¿Y las redes de agentes de Sudamérica? —inquirió Roth—. ¡Maldita sea, Sam! Los compañeros de México, Chile y Perú están encantados. Han apresado a un montón de agentes soviéticos.

—Todos gente reclutada en esos mismos países, simples agentes auxiliares —replicó McCready—. No hay ni un solo ruso de nacimiento entre ellos. Redes envejecidas, casi descubiertas, con agentes anquilosados, soplones de baja estofa. Todos ellos reemplazables.

Roth se le quedó mirando con expresión de incredulidad.

—¡Dios mío! —exclamó—. Piensas que es un impostor, ¿verdad? Crees que se trata de un agente doble. ¿Por qué, Sam? ¿No tendrás una fuente de información, un agente del que nada sabemos?

—En absoluto —repuso McCready categórico.

No le hacía ninguna gracia mentir a Roth, pero las órdenes eran las órdenes. De hecho, la CIA había recibido siempre el material proporcionado por Recuerdo, pero en forma solapada y atribuyéndoselo a siete fuentes distintas.

—Lo único que quería era apretarle un poco las clavijas. Tengo la impresión de que trata de ocultar algo. Tú no eres tonto, Joe. Creo que en el fondo de tu corazón tienes el mismo presentimiento que yo.

El dardo dio en el blanco. Eso era exactamente lo que Roth pensaba. Hizo un gesto de asentimiento.

—De acuerdo, Sam. Vamos a tratarle con dureza. A fin de cuentas, no ha venido a pasar unas vacaciones. Y el tipo es duro. Volvamos adentro.

Reanudaron el interrogatorio a las doce menos cuarto. McCready volvió a abordar el tema de los agentes soviéticos en Gran Bretaña.

—Ya les he revelado la identidad de uno de ellos —dijo Orlov—. Si es que pueden dar con él en base a esos datos. El agente al que llamaban Juno. El que tenía su cuenta en el Banco Midland, de Croydon Street.

—Ya lo hemos localizado —replicó McCready con voz serena—. Se llama…, mejor dicho, se llamaba Anthony Milton-Rice.

—Pues bien, ahí lo tienen ustedes —dijo Orlov.

—¿Qué quieres decir con eso de «se llamaba»? —intervino Roth.

—Está muerto.

—Yo no lo sabía —dijo Orlov—. Aquello fue hace varios años.

—Ése es otro de mis problemas —dijo Sam McCready en tono pesaroso—. El hombre no murió hace varios años, sino ayer por la mañana. Asesinado, liquidado justo una hora antes de que pudiésemos establecer un equipo de vigilancia a su alrededor.

Entonces se produjo un silencio embarazoso. De nuevo, Roth se puso de pie; se sentía ultrajado. Dos minutos después, los dos hombres se hallaban otra vez en el descampado de la parte de atrás del edificio.

—¿Pero qué coño piensas que estás haciendo, Sam? —estalló Roth—. Podrías habérmelo dicho.

—Quería ver cómo reaccionaba Orlov —replicó Sam con brusquedad—. Pensé que si te lo decía, tú mismo le darías la noticia. ¿Te has fijado en su reacción?

—No, yo miraba hacia ti.

—Pues no la hubo —dijo McCready—. Yo imaginaba que se sorprendería de lo lindo. Que se preocuparía al menos. Que pensaría en las posibles implicaciones.

—Tiene nervios de acero —dijo Roth—. Es todo un profesional. Si él no quiere entrever algo, no advertirás nada. Ah, otra cosa, ¿es cierto eso de que el hombre ha muerto o sólo era un truco?

—Él está bien muerto, Joe. Fue apuñalado por un miembro de una banda de adolescentes enfurecidos cuando se dirigía a su trabajo. Nosotros lo llamamos «arrebatos de ira»; vosotros, «estallidos de salvajismo». Lo cual nos plantea un problema, ¿no es así?

—¿Quizás una filtración en el extremo británico?

McCready sacudió la cabeza con gesto de escepticismo.

—No hubo tiempo. Y se necesita bastante para preparar un asesinato como ése. No conocimos la identidad real del hombre hasta la noche anterior, tras veinticuatro horas de pesquisas policiales. Lo asesinaron ayer por la mañana. No hubo tiempo. Dime una cosa, ¿qué ocurre en realidad con el material de Trovador?

—Primero pasa a Calvin Bailey, directamente y en persona. Luego, a los analistas. Y, por último, a los consumidores.

—¿Cuándo os comunicó Orlov lo del espía en nuestro Ministerio de Defensa?

Roth se lo explicó.

—Cinco días —murmuró McCready—. Cinco días antes de que nos llegase. Tiempo suficiente…

—¡Eh tú! —protestó Roth—, a ver si te paras un momento…

—Lo que nos da tres posibilidades —continuó McCready—. Se trata de una singular coincidencia, y en nuestra profesión no podemos permitirnos el lujo de creer demasiado en las coincidencias o hay una filtración entre tu persona y el operador del teletipo o había estado planificado con anterioridad. Quiero decir, que el asesinato había sido preparado para un día y a una hora determinados. De repente, un cierto número de horas antes de esa fecha anticipada, al coronel Orlov se le refresca la memoria. Y de ese modo, antes de que nuestros chicos puedan ponerle la mano encima, el agente denunciado está muerto.

—No creo que tengamos una filtración en la Agencia —se apresuró a replicar Roth—, y tampoco creo que Orlov sea un farsante.

—Entonces, ¿por qué no lo ha confesado todo? Volvamos con él —propuso cordial Sam.

Cuando regresaron, Orlov se encontraba alicaído. Era evidente que se sentía conmocionado por la noticia de que el espía británico denunciado por él había sido luego liquidado de un modo tan conveniente. Cambiando de tono, McCready le habló con gran cortesía.

—Coronel Orlov, usted es un extranjero en un país extranjero. Le atormentarán las dudas acerca de su futuro. Y por eso querrá reservarse cierta información, como un seguro de vida. Podemos entenderlo. Yo también lo haría si estuviese en Moscú. Todos necesitamos asegurarnos. Pero el caso es que Joe me ha informado que el prestigio del que usted goza en la Agencia es tan alto que ya no necesita ningún seguro. Ahora, ¿hay algunos otros nombres reales que pueda comunicarnos?

Se produjo un silencio sepulcral en la habitación. Poco a poco, Orlov movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Hubo un suspiro general entre los presentes.

—Peter —dijo Roth en tono persuasivo—, éste es el momento de hablar.

—Remyants —murmuró Piotr Orlov—, Gennadi Remyants.

La exasperación de Roth fue casi palpable.

—Ya conocemos a Remyants —replicó, mirando a McCready—. Es el representante de «Aeroflot» en Washington. Ésa es su cobertura. El FBI lo descubrió y le hizo cambiar de bando hace dos años. Desde entonces trabaja para noso…

—Estás equivocado —lo interrumpió Orlov, alzando la mirada—. Remyants no es un agente doble. En Moscú habían preparado lo de su deserción. Su detención por el FBI era algo calculado. Su cambio de bando no fue más que una farsa. Todo lo que confesó había sido cuidadosamente preparado en Moscú. Costará millones a Estados Unidos reparar en su día los daños causados. Remyants es comandante de la KGB y miembro del Directorio de Ilegales. Dirige cuatro redes de espionaje diferentes en el territorio estadounidense y conoce la identidad de todos los agentes que las integran.

Roth emitió un silbido.

—Si eso es cierto, estamos ante un auténtico filón. Si es cierto, claro está.

—Pues sólo hay un medio para poder dilucidarlo —sugirió McCready—. Detén a Remyants, atibórrale de pentotal y a ver qué sale de ahí. Por lo demás, creo que es hora del almuerzo.

—Acabas de tener dos buenas ideas en menos de diez segundos —reconoció Roth—. Muchachos, no tengo más remedio que ir a Londres para telefonear a Langley. Nos tomaremos un descanso de veinticuatro horas.

Joe Roth consiguió línea directa con Calvin Bailey a las ocho de la noche —hora de Londres—, las tres de la tarde en Washington. Roth se encontraba a varios metros de profundidad, en el gabinete de mensajes cifrados, el cual se hallaba en los sótanos del edificio de la Embajada de Estados Unidos, en Grosvenor Square; Bailey se encontraba en su despacho en Langley. Los dos hablaban con lentitud, pronunciando todas las palabras con claridad, ya que sus voces tenían que ser procesadas con los métodos tecnológicos de la criptografía digital para que pudiesen atravesar con seguridad el océano Atlántico.

—He pasado la mañana con los británicos en Alconbury —dijo Roth—. Ha sido su primera reunión con el Trovador.

—¿Y cómo ha ido?

—Muy mal.

—¿No me estarás tomando el pelo? ¡Desagradecidos hijos de puta! ¿Y qué ha salido mal?

—Escúchame, Calvin, quien se ocupó del interrogatorio fue Sam McCready. Y ya sabes que no es ni antinorteamericano ni estúpido. Él opina que el Trovador no es más que un farsante, un agente doble.

—Pues bien, que se vaya a hacer puñetas. ¿Le has hablado de las muchas pruebas que ha pasado el Trovador?; ¿de que estamos satisfechos de los resultados obtenidos y consideramos que dice la verdad?

—Sí, con todo lujo de detalles. Pero se aferra a su punto de vista.

—¿Te ha dado pruebas concretas que justifiquen esas absurdas fantasías?

—No. Se limitó a decirme que eran el resultado del análisis al que los británicos han sometido la mercancía entregada por el Trovador.

—¡Pero qué demonios, eso es cosa de locos! La mercancía que el Trovador nos ha estado suministrando durante más de seis semanas ha sido algo fabulosa. En fin, ¿de qué se queja Mr. McCready?

—Hemos hablado de tres temas distintos. Sobre las informaciones de carácter militar del Trovador dice que Moscú bien podría cambiarlo todo, cuanto más si están enterados de qué es lo que el Trovador nos está contando, algo que han de saber al dedillo si ellos son los que nos lo han enviado.

—¡Y una mierda! Sigue.

—Cuando abordé lo de Afganistán, guardó silencio. Pero conozco a Sam. Se comportó como si supiese algo que yo ignoro, y que él no me puede decir. Todo cuanto pude sacarle fueron suposiciones. Me dio a entender que los británicos están convencidos de que los soviéticos se retirarán de Afganistán en un futuro no muy lejano. Y que si eso ocurre, todo lo que el Trovador nos ha contado acerca de la guerra en Afganistán quedará para engrosar los archivos. ¿Disponemos de algún análisis similar?

—Joe, no hay la mínima evidencia de que los rusos tengan la intención de abandonar Kabul, ni ahora ni en un futuro más o menos cercano. ¿Y qué más no satisfacía a Mr. McCready?

—Me dijo que, en su opinión, esas redes soviéticas que han sido desmanteladas en la América Central y en Sudamérica no eran más que redes envejecidas y casi descubiertas, tales fueron sus palabras, y que estaban compuestas por agentes auxiliares reclutados en esos mismos países, sin que hubiese ni un solo ruso de nacimiento entre ellos.

—Fíjate, Joe, el Trovador ha puesto al descubierto una docena de redes dirigidas por Moscú en cuatro países situados al sur de Estados Unidos. Por supuesto que los agentes habían sido reclutados entre la población local. Ya han sido debidamente interrogados, no con muy buenos modales, debo reconocerlo. Claro que todos estaban fuera del ámbito de las Embajadas soviéticas. Pero veinte diplomáticos rusos han caído en desgracia y han sido devueltos a su país. El Trovador ha echado por tierra años de trabajo de la KGB en este continente. McCready no dice más que idioteces sin sentido.

—En algo tiene razón. Todo lo que el Trovador ha dado acerca de los agentes soviéticos aquí se reduce a nombres en clave. Nada que permita identificar a un solo agente ruso en este país. Con excepción de uno. Y está muerto. ¿Has oído hablar del caso?

—Por supuesto. Una mala suerte endiablada. Una desgraciada coincidencia.

—Sam piensa que no se trata de una coincidencia. Cree que el Trovador sabía que ese hombre sería asesinado en una fecha determinada, por lo que retuvo esa información hasta que fue demasiado tarde para que los británicos pudiesen echar el guante a ese hombre, aunque también opina que podríamos tener alguna filtración.

—¡Me cago en ambas ideas!

—Él se inclina por la primera posibilidad. Está convencido de que el Trovador trabaja para Moscú.

—¿Y Mr. Sam Sabelotodo McCready te ha ofrecido alguna prueba concreta que justifique su hipótesis?

—Ninguna. Le pregunté si tenía algún agente en Moscú que hubiese denunciado al Trovador. Me respondió que no. Insistió en que se basaba en los análisis de la mercancía efectuados por su propia gente.

Se produjo un largo silencio, como si Bailey se hubiese sumido en sus pensamientos. Después preguntó:

—¿Crees que te ha dicho la verdad?

—Francamente, no. Creo que estaba mintiendo. Sospecho que ellos tienen a un agente infiltrado del que no sabemos nada.

—Pero entonces, ¿por qué los ingleses no nos dicen la verdad?

—Lo ignoro, Calvin. Si tienen un agente que ha denunciado al Trovador, ellos lo niegan.

—Está bien, escúchame Joe. Di a Sam McCready de mi parte que desembuche o que cierre el pico. Tenemos un éxito fabuloso con el Trovador y no estoy dispuesto a tolerar que una campaña de difamación urdida en la Century House lo eche todo por tierra. ¡No sin pruebas de peso, y eso quiere decir de verdadero peso! ¿Me has entendido, Joe?

—Perfectamente.

—Y una cosa más, Joe; aun en el caso de que les hayan comunicado que Orlov es un farsante, ésa es la práctica habitual de la central moscovita. Moscú lo ha perdido, nosotros lo tenemos, a los ingleses les pasó por delante de las narices. Y como es lógico, ahora Moscú deja escapar la filtración a los británicos de que nuestro triunfo es infundado y no sirve para nada. Y éstos, por su parte, se inclinan a creerles debido a la frustración que sienten por no haber sido ellos los que consiguieron al Trovador. En lo que a mí respecta, estoy convencido de que la información confidencial que los británicos han recibido es un caso típico de desinformación. Si tienen un hombre, el suyo miente mientras que el nuestro es honrado.

—Muy bien, Calvin. Si el tema sale a relucir de nuevo, ¿puedo decirle eso a Sam?

—Por supuesto. Es el punto de vista oficial de Langley, y así lo defenderemos.

Ninguno de los dos hombres se molestó en recordar que, a partir de ese momento, la reivindicación de Orlov se encontraba ligada al futuro de sus respectivas carreras dentro de la Agencia.

—Sam pudo apuntarse un tanto —dijo Joe Roth—. Trató al Trovador con gran dureza. Tuve que sacarlo dos veces del cuadrilátero. Pero logró que el Trovador revelase un nuevo nombre. Gennadi Remyants.

—Nosotros dirigimos a Remyants —replicó Bailey—. Sus mercancías pasan por mi escritorio desde hace ya dos años.

Roth le contó entonces lo que Orlov había revelado acerca de la lealtad que Remyants seguía manteniendo por Moscú y le habló de la propuesta de McCready, el cual consideraba que la forma más simple de dilucidar todo ese asunto consistía en encerrar a Remyants y arrancarle la verdad. Bailey permaneció callado. Por fin dijo:

—Es posible. Tenemos que pensarlo. Hablaré con el director y con el FBI. Si decidimos seguir ese camino, te lo haré saber. Mientras tanto mantén a McCready alejado del Trovador, Da un descanso a esos dos.

Joe Roth invitó a McCready a desayunar con él a la mañana siguiente, invitación que McCready aceptó. La cita, en el apartamento de Roth.

—No te atormentes por eso, Sam —le había dicho Roth—. Ya sé que en los alrededores hay algunos hoteles excelentes y que el tío Sam bien podía permitirse el lujo de costear un desayuno para dos personas, pero el caso es que yo también estoy en condiciones de preparar un desayuno bastante aceptable. En fin, dime lo que prefieres: ¿zumo, huevos, galletas, té, café…?

Al otro extremo de la línea se escucharon las risotadas de McCready.

—Zumo y café serán más que suficientes.

Cuando McCready llegó al apartamento de Roth, encontró a éste atareado en la cocina; llevaba un delantal atado a la cintura sobre la camiseta y demostraba orgulloso sus talentos culinarios con la preparación de huevos fritos con jamón. McCready se ablandó y probó aquel desayuno.

—Sam —dijo Roth cuando los dos estaban sentados tomando el café—, me gustaría que revisases tu opinión sobre el Trovador. Anoche hablé con Langley.

—¿Con Calvin?

—Has acertado.

—¿Y cómo reaccionó?

—Estaba muy dolorido por tu actitud.

—¿Dolorido has dicho? —preguntó McCready—. Apostaría cualquier cosa a que usó algunas viejas expresiones anglosajonas para referirse a mi persona.

—Vale, lo hizo. No pareció muy satisfecho que digamos. Imaginó que os estábamos dando la generosa oportunidad de hablar con el Trovador. Tengo un mensaje para ti. El punto de vista oficial en Langley es el siguiente: nosotros, los estadounidenses, conseguimos al Trovador y en Moscú están locos de rabia por ello. Ahora tratan de desacreditarle haciendo llegar a Londres la mentira de que el Trovador es, en realidad, un agente de Moscú. Ése es el punto de vista de Langley. Lo siento, Sam; pero, esta vez, tú eres el equivocado. Orlov nos está contando la verdad.

—Joe, no somos una partida de imbéciles a este lado del océano. Y tampoco vamos a caer así como así en la trampa que cualquier recién llegado nos tienda con sus informaciones falsas. En el caso de que dispusiéramos de algún tipo de información, de una fuente cuya identidad no quisiéramos, o no pudiéramos, revelar, por ejemplo, esa fuente sería anterior a la deserción del coronel Orlov.

Roth dejó sobre la mesa su taza de café y se quedó mirando a McCready con la boca abierta. Tardó cerca de un minuto en recobrar el habla.

—¡Dios mío, Sam! —exclamó al fin—. ¿Tenéis un agente infiltrado en Moscú? ¡Por el amor de Dios, Sam, dime la verdad!

—No puedo —repuso Sam—, y de todos modos, no lo haríamos. Si tuviésemos a alguien en Moscú, no te hubiéramos contado nada.

En un sentido estricto, McCready no le estaba mintiendo, ya que Recuerdo no se encontraba en Moscú.

—Pues entonces lo siento mucho, Sam, pero Orlov se queda donde está. Es sincero. Opinamos que vuestro agente, ese que en realidad no existe, está mintiendo. Vosotros habéis sido los embaucados, nosotros no. Y éste es el punto de vista oficial. Orlov ya ha pasado por tres pruebas del detector, ¡por los clavos de Cristo! Es prueba más que suficiente.

Por toda respuesta, McCready sacó un pliego de papel del bolsillo interior de su chaqueta, lo desdobló y lo puso sobre la mesa, delante de Roth. Éste leyó en voz alta.

—Hemos descubierto que hay ciudadanos de Europa Oriental que pueden engañar al detector de mentiras en cualquier momento. Los estadounidenses no somos muy buenos en ello ya que hemos sido educados para decir la verdad y cuando mentimos resulta fácil descubrir que no somos sinceros. Pero hemos encontrado a una gran cantidad de europeos —aquí puntos suspensivos— que pueden engañar al detector sin que se produzca la más mínima oscilación extraña en los cuadros de control. Las personas que viven en esa parte del mundo se pasan la vida mintiendo sobre esto o aquello, hasta que al final adquieren tal pericia en el arte de la mentira, que pueden pasar cualquier prueba del detector que se les haga.

Roth soltó un bufido y tiró el papel sobre la mesa.

—Esto lo habrá escrito algún asno universitario sin la menor experiencia en lo que hacemos en Langley —sentenció.

—En efecto —asintió McCready en tono afable—, eso lo dijo Richard Helms hace dos años.

Richard Helms había sido uno de los directores legendarios de la Agencia Central de Inteligencia. Roth pareció algo conmocionado. McCready se levantó de la mesa.

—Joe, una de las cosas que Moscú ha estado persiguiendo siempre es que británicos y yanquis se peleen como perros y gatos. Y eso es lo que estamos haciendo ahora, y nuestro amigo Orlov no lleva ni cuarenta y ocho horas en este país. Piensa en esto.

En Washington, la CIA y el FBI habían estado de acuerdo en que el único camino posible para descubrir qué había de cierto en la declaración de Orlov sobre Remyants era arrestar a este último. Los preparativos se hicieron a lo largo del mismo día que Roth y McCready habían desayunado juntos, y la detención se fijó para esa misma tarde, cuando Remyants saliese de las oficinas de «Aeroflot», en el centro comercial de Washington, a eso de las cinco de la tarde, hora local, mucho después de que hubiese oscurecido en Londres.

El ruso salió del edificio algo después de las cinco de la tarde, anduvo calle abajo y se metió por una zona peatonal en dirección hacia el sitio donde había dejado su automóvil.

Las oficinas de «Aeroflot» habían estado bajo vigilancia, y Remyants, al salir, no advirtió la presencia de los seis agentes del FBI, todos bien armados, que le fueron siguiendo hasta el descampado que necesitaba cruzar para llegar hasta su coche.

Los agentes tenían la intención de detener al ruso cuando éste se hubiese sentado al volante. Todo sería rápido y discreto. Nadie se enteraría.

El descampado era una especie de parquecillo, con una serie de caminillos entre zonas de un césped pisoteado y lleno de basura, así como varios bancos, colocados allí para que los honrados ciudadanos de Washington pudieran sentarse a tomar el sol o a comerse los manjares que llevasen preparados. Los padres de la ciudad no habían previsto que, algún día, ese parquecillo se convertiría en lugar de reunión para que «camellos» y sus clientes, hicieran sus cambalaches. Cuando Remyants cruzaba el parquecillo en dirección a la zona de estacionamiento, uno de los bancos estaba ocupado por un negro y un hispano tratando de cerrar un trato. Cada uno de los comerciantes llevaba su propia escolta.

La pelea comenzó cuando el sudamericano lanzó un grito de rabia, se levantó del banco y enarboló un cuchillo. Entonces, uno de los guardaespaldas del negro sacó una pistola y le pegó un tiro al cubano. Entonces, ocho hombres más, pertenecientes a las dos bandas, sacaron sus armas y abrieron fuego contra sus adversarios. Los pocos ciudadanos honrados que había por allí, y que no estaban involucrados en el asunto, se pusieron a gritar y salieron corriendo. Los agentes del FBI, paralizados durante un instante ante la celeridad de todo lo ocurrido reaccionaron conforme al entrenamiento que habían recibido en Quantico, y se dejaron caer al suelo, rodaron sobre sí mismos y sacaron las pistolas de las cartucheras.

Remyants recibió un balazo en la nuca y cayó de bruces. Su asesino fue abatido de inmediato por un agente del FBI. Las dos bandas, la de los negros y la de los cubanos, huyeron en varias direcciones. Todo aquel fuego cruzado había durado siete segundos y dejado a dos hombres muertos en el suelo, un cubano y el ruso, alcanzado por uno de los disparos intercambiados entre las dos bandas.

El modo que tienen los norteamericanos de hacer las cosas está muy ligado a la tecnología, y a veces han sido criticados por eso, pero nadie puede negar los resultados cuando la tecnología actúa por todo lo alto.

Los dos hombres muertos fueron trasladados al depósito de cadáveres más cercano, donde los del FBI se encargaron de la vigilancia. La pistola que el cubano llevaba fue enviada de inmediato a los laboratorios de la Policía, pero no ofreció pista alguna. Se trataba de una «Star» checa, no registrada, quizás importada de Sudamérica. Sin embargo, las huellas dactilares del cubano dieron mejor fruto. Fue identificado como Gonzalo Appio, cuyo nombre se encontró en seguida en los archivos del FBI. Las comprobaciones realizadas en los ordenadores revelaron que también era conocido en los archivos de la DEA y que estaba fichado en el Departamento de Policía de Metro-Dade, que cubría el área de Miami.

Gonzalo Appio era conocido como traficante y asesino a sueldo. Años atrás, en el curso de su miserable vida, había sido uno de los llamados marielitos, esos cubanos que habían sido generosamente «liberados» por Fidel Castro cuando éste despachó desde el puerto de Mariel a Florida a los criminales, psicópatas, pederastas y otros maleantes y gente de baja estofa que tenía a buen recaudo en sus prisiones y asilos, engañando a Estados Unidos para que los acogieran.

Lo único que no se le podía probar a Appio, aun cuando el FBI lo sospechaba, era que se trataba de un pistolero a sueldo de la DGI, la Policía Secreta cubana dominada por la KGB. Las sospechas se basaban en la probable participación de Appio en el asesinato de dos conocidos locutores de radio anticastristas que trabajaban en Miami.

El FBI pasó su informe a Langley, donde ocasionó profundo desconcierto. Entonces, el subdirector de operaciones, Frank Wright, se saltó a Bailey a la torera y habló con Roth en Londres.

—Necesitamos saber qué está ocurriendo, Joe. Ahora mismo. De inmediato. Si hay algo de verdad en las sospechas de los ingleses acerca del Trovador, tenemos que saberlo. Sin miramientos, Joe. Usa el detector de mentiras, lo que sea. ¡Muévete y descubre por qué demonios están saliendo mal las cosas!

Antes de partir para Alconbury, Roth vio de nuevo a Sam McCready. No fue un encuentro feliz. Estaba amargado y de mal humor.

—Sam, si sabes algo, si realmente sabes algo, tienes que sincerarte conmigo. Te haré responsable de todo esto si hemos cometido un grave error en este caso porque no quieres colaborar con nosotros. Pero nosotros sí hemos colaborado contigo. Y ahora venga la verdad, ¿qué tenéis?

McCready se quedó mirando a su amigo con rostro inexpresivo. Había jugado demasiado al póquer como para que se le notase en el rostro aquello que no deseaba revelar. En realidad se encontraba ante un dilema. A nivel personal le hubiese gustado poderle hablar a Joe Roth de Recuerdo, dándole así la prueba concluyente que el otro necesitaba para perder su fe en Orlov. Pero Recuerdo se encontraba caminando sobre una cuerda muy floja, que el Servicio de Contraespionaje soviético estaba cortando debajo de sus pies, hebra tras hebra, y acabaría definitivamente con ella en el mismo instante que tuviese la evidencia de que había una filtración en alguna parte de Europa Occidental. No podía revelar la existencia de Recuerdo y, al mismo tiempo, ocultar el rango y posición de aquél. Por lo demás, tampoco se hubiese atrevido a hacerlo.

—Tenéis un problema, Joe —dijo McCready al fin—. No me eches a mí la culpa. He ido lo más lejos que he podido. Me parece que los dos estamos de acuerdo en que el asesinato de Milton-Rice puede haber sido una casualidad, pero no el de los dos.

—Quizás hayáis tenido una filtración vosotros mismo —replicó Roth, el cual lamentó al instante haber pronunciado esas palabras.

—Imposible —contestó McCready con calma—, teníamos que haber conocido entonces la hora y el lugar para dar el golpe en Washington. Y no lo sabíamos. O bien se trata de Orlov, que da los nombres siguiendo un esquema preestablecido, o hay una filtración entre vosotros. Ya sabes lo que yo pienso: es Orlov. Por cierto, ¿cuántas personas en vuestra organización tienen acceso a las mercancías de Orlov?

—Dieciséis —contestó Roth.

—¡Cristo! Podíais haber puesto también un anuncio en el New York Times.

—Yo, dos asistentes, los operadores de las grabadoras, los analistas…, poco a poco se va sumando. El FBI se hallaba al corriente de la detención de Remyants, pero no sabía nada de Milton-Rice. Unas dieciséis personas podrían haber estado enteradas de ambos casos a la vez. Me temo que tenemos alguna tuerca suelta; quizás a un nivel bajo, algún oficinista, un criptógrafo, un secretario…

—Y yo pienso que tenéis a un desertor farsante.

—Sea como sea, lo descubriré.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Sam.

—Lo siento, amigo mío, esta vez, no. Esto es un asunto interno de la CIA. Un problema casero. Ya nos veremos, Sam.

El coronel Piotr Orlov observó el cambio en la gente que le rodeaba desde el mismo momento que Roth volvió a la base de Alconbury. En cuestión de pocos minutos la jovial familiaridad se había evaporado. El personal de la CIA en el edificio adoptó una actitud rígida y ceremoniosa. Orlov esperó, paciente.

Cuando Roth se sentó frente a él en la habitación de los interrogatorios, dos ayudantes entraron empujando un carrito sobre el que llevaban un aparato. Orlov echó una ojeada al aparato. Ya lo conocía de antes. El detector de mentiras. Volvió la mirada hacia Roth.

—¿Algo anda mal, Joe? —preguntó en tono sereno.

—Sí, Peter, algo anda muy mal.

En pocas palabras Roth informó al soviético del fracaso en Washington. Algo relampagueó en los ojos de Orlov, ¿miedo?, ¿culpa? El aparato se encargaría de descubrirlo.

Orlov no protestó cuando los técnicos le ajustaron los pequeños discos sobre el pecho, las muñecas y la frente. Roth no manejaba el aparato; para eso tenían allí a un técnico. Pero sabía qué preguntas quería hacer.

El detector se parece mucho al electrocardiógrafo de cualquier hospital; de hecho, su funcionamiento es similar. El aparato registra los latidos del corazón, el pulso, la exudación…, todos los síntomas, en fin, que suelen manifestarse en cualquier persona que esté mintiendo en condiciones de presión, y la coacción mental se siente por el mero hecho de saber que uno está siendo sometido a prueba.

Roth empezó con unas preguntas muy simples cuyo único objetivo era el establecer una «norma» de respuesta, por lo que la fina pluma que se deslizaba sobre el rollo de papel en movimiento se puso a trazar perezosas curvas de ondulaciones suaves. Por tres veces había sido sometido Orlov a esa prueba, y en las tres ocasiones no había manifestado ninguno de los síntomas característicos del hombre que miente. Roth le preguntó sobre su vida en general, sus años en la KGB, la deserción, los informes que había facilitado… Y, a continuación, se endureció.

—¿Eres acaso un agente doble al servicio de la KGB?

—No.

La pluma seguía trazando curvas de ondulaciones suaves.

—¿Se puede confiar en todo lo que nos has dicho?

—Sí.

—¿Hay alguna información importante que no nos hayas dado?

Orlov permaneció callado. Se aferró a los brazos de su sillón.

—No.

La fina pluma osciló varias veces arriba y abajo antes de estabilizarse de nuevo. Roth lanzó una mirada al operador y recibió un gesto de confirmación. Entonces se levantó de la silla, se acercó al detector de mentiras, miró el papel y ordenó al técnico que desconectase la máquina.

—Lo siento, Peter, pero has respondido con una mentira.

Se produjo un largo y embarazoso silencio en el aposento. Cinco personas miraban fijamente al ruso, el cual, a su vez, contemplaba el suelo. Al fin alzó la mirada.

—Joe, amigo mío —dijo—, ¿puedo hablar contigo a solas? ¿Realmente a solas?, ¿sin micrófonos ocultos, sólo tú y yo?

Eso iba contra las reglas, e implicaba un riesgo. Roth pensó un momento: ¿Por qué?, ¿qué querría decirle ese hombre enigmático, que, por primera vez, había fallado a la prueba del detector de mentiras, y que no deberían escuchar siquiera los funcionarios del Servicio de Seguridad? Asintió bruscamente. Cuando se quedaron solos, con todo el sistema tecnológico desconectado, preguntó:

—¿Y bien?

El ruso dio un largo suspiro de alivio.

—Joe, ¿nunca te extrañaste por la forma en que llevé a cabo mi deserción? ¿Con tanta precipitación? ¿Sin darte la más mínima oportunidad de ponerte en contacto con Washington?

—Sí, por supuesto que me extrañó. Y te pregunté sobre ello. Y para serte sincero, nunca me sentí completamente satisfecho con tus explicaciones. ¿Por qué desertaste de ese modo?

—Porque no quería terminar como Volkov.

Roth se desplomó en su silla como si le hubiesen asestado un golpe en el estómago. Todos los que estaban en el «negocio» conocían los pormenores del lamentable caso Volkov. En los primeros días de setiembre de 1945, Konstantin Volkov, aparentemente el vicecónsul soviético en Estambul, se dirigió al consulado británico y, ante un asombrado funcionario declaró que, en realidad, era el subdirector de la KGB en Turquía, y que deseaba desertar. Entre otras cosas, ofreció desenmascarar a trescientos catorce agentes soviéticos en Turquía y a doscientos cincuenta en Gran Bretaña. Y, lo más importante de todo, afirmó que dos diplomáticos británicos en el Ministerio de Asuntos Exteriores estaban trabajando para los rusos y que había otro en un alto puesto del Servicio Secreto de Inteligencia británico.

La noticia fue comunicada a Londres mientras Volkov volvía a su consulado. En Londres, el asunto había pasado a manos del director de la Sección Rusa. Ese agente tomó las medidas necesarias y partió de inmediato para Estambul. Lo último que pudo verse de Volkov fue una figura fuertemente vendada que era introducida a toda prisa en un avión de transporte soviético con destino a Moscú, donde el hombre murió en la Lubianka después de haber sufrido salvajes torturas. El director de la Sección Rusa llegó a Estambul demasiado tarde. Lo cual no tiene nada de sorprendente, ya que él mismo había informado a Moscú desde su base en Londres. Se llamaba Kim Philby, y era el espía soviético que hubiese quedado al descubierto con las declaraciones de Volkov.

—¿Qué me estás tratando de decir exactamente, Peter?

—Tenía que entregarme como lo hice porque sabía que podía confiar en tu grupo. No estabas lo bastante encumbrado.

—¿Lo bastante encumbrado… para qué?

—Pues que no estabas lo bastante encumbrado como para que pudieses ser él.

—No he podido seguir lo que has dicho —dijo Roth, aunque no era cierto.

El ruso habló entonces con lentitud y claridad, como si se estuviese desembarazando de una pesada y angustiosa carga.

—La KGB tiene infiltrado un agente en la CIA desde hace diecisiete años. Y pienso que ya habrá subido muy alto.