Las formas de tratar a un desertor, o su «manejo», varía de un caso a otro, según el estado de ánimo del sujeto en cuestión y las costumbres del Servicio Secreto que le ha dado acogida y que se encarga de los interrogatorios. El único elemento que tienen en común todos esos casos es que siempre se trata de un asunto delicado y complejo.
Ante todo, el desertor ha de recibir alojamiento, éste debe estar en un entorno que no parezca amenazador pero que impida su huida, a menudo por su propio bien. Dos años después de lo de Orlov, los Estados Unidos cometieron un grave error con Vitali Urchenko, otro de esos desertores que optan por pasarse sin contactos previos. Dispuestos a crear una atmósfera de normalidad absoluta, los estadounidenses se lo llevaron a comer a un restaurante de la zona residencial de Georgetown, en el distrito de Columbia, no lejos de la ciudad de Washington. El hombre cambió entonces de parecer, se escapó saltando por la ventana del servicio de caballeros, regresó caminando a la Embajada soviética y se entregó. Aquello no le salió bien; fue devuelto a Moscú, donde lo sometieron a brutales interrogatorios antes de fusilarlo.
Aparte las tendencias autodestructivas que el desertor pueda tener, y de las que tendrá que ser protegido, habrá que protegerle también de las posibles represalias. La Unión Soviética, y la KGB en particular, se distinguen por su notoria actitud implacable ante aquellos que consideran traidores, a los que procuran dar caza y liquidar siempre que puedan hacerlo. Cuanto más alto sea el grado del desertor, tanto más grave será el delito de traición, y la persona que ostenta un alto cargo en la KGB está considerada como poseedora de la más alta graduación. Porque los que pertenecen a la KGB forman parte de la flor y nata de la sociedad, y disfrutan de todos los privilegios y lujos en un país en que la inmensa mayoría de sus habitantes pasa hambre y frío. La renuncia a ese modo de vida, el más encopetado que la Unión Soviética puede ofrecer, equivale a dar muestras de una ingratitud que sólo se puede castigar con la pena de muerte. El rancho ofrecía, en apariencia, esa clase de seguridad necesaria.
El principal factor en la complicación de las cosas es el estado mental del desertor. Una vez pasados los primeros momentos de euforia por haber logrado escapar a Occidente, con sus correspondientes descargas de adrenalina, muchos empiezan a desarrollar síntomas de reflexión. Toman conciencia de la tremenda magnitud del paso dado; del hecho de haber perdido para siempre esposa, familia, amigos y patria. Esto puede conducir a una depresión, similar a la del drogadicto, el cual, después de haberse «colocado», comienza la «bajada», precursora del «mono».
Para contrarrestarlo, casi todos los interrogatorios comienzan con un examen lento de la vida del desertor —un currículum completo—, desde el nacimiento y la infancia hasta llegar al momento de la deserción. El hecho de narrar los primeros años de vida, las descripciones del padre y de la madre, de los compañeros de la escuela, de los juegos en los parques durante el invierno, de los paseos por el campo en verano, no sólo no provoca más nostalgia y mayor depresión, sino que tiene un efecto sedante. Mientras tanto, se anota todo, hasta el más ínfimo detalle, hasta el más mínimo gesto.
Algo por lo que los interrogadores muestran siempre gran interés es qué causas movieron al desertor a dar ese paso. ¿Por qué decidió pasarse? (Hay que señalar que la palabra «deserción» jamás es utilizada, ya que implica deslealtad en lugar de la razonable decisión de cambiar los propios puntos de vista).
En ocasiones, el desertor miente sobre sus motivaciones. Entonces puede declarar que ha sufrido una desilusión profunda ante la corrupción, el cinismo y el nepotismo del sistema al que servía y que ha abandonado. Para muchos, ésta es una razón auténtica; de hecho, es la más común para la mayoría. Pero no siempre es la verdadera. Puede ocurrir que el desertor haya metido mano en la caja de caudales y sepa que deberá enfrentarse a un duro castigo por parte de la KGB. O quizá se encontraba a punto de ser llamado a comparecer en Moscú para dar cuenta de una vida de enredos amorosos. O tal vez haya sido degradado, aunque también el odio a un determinado superior puede ser la razón principal de su deserción. Es posible que el Servicio Secreto que acoge al desertor esté enterado de las causas reales que indujeron al hombre a dar ese paso. Entonces, las excusas serán escuchadas con suma atención y gran simpatía, aun cuando se sepa que son falsas. Y todo será anotado. Puede ocurrir que el hombre falsee la verdad sobre sus motivaciones por un prurito de vanidad, pero no por ello mentirá necesariamente sobre los secretos del espionaje. ¿O acaso también…?
Otros urden las mentiras por vanagloria, buscando así incrementar su propia importancia en su vida pasada, con el fin de impresionar a sus anfitriones. Éstos comprobarán cada detalle, y, tarde o temprano, conocerán los verdaderos motivos, el status quo real del huésped. Pero, de momento, se le escucha con aire de simpatía. El análisis y la verificación de los hechos vendrán después, como en un tribunal de justicia.
Cuando el interrogatorio sobre los temas concretos del espionaje haya finalizado, comenzarán las trampas. Los agentes interrogadores harán muchas preguntas, muchísimas, cuyas respuestas conocen de antemano. Y si ellos no las conocen, los analistas, trabajando durante las noches con las grabaciones, no tardarán en hallar esas respuestas al establecer comparaciones y comprobaciones. A fin de cuentas, ya ha habido antes muchos desertores, y los Servicios Secretos occidentales disponen de un inmenso caudal de conocimientos sobre la KGB, el GRU, el Ejército soviético, la Armada y las Fuerzas Aéreas, y hasta del mismo Kremlin, para sacar sus propias conclusiones.
Si se advierte que el desertor ha mentido en lo concerniente a asuntos de los que tenía que saber la verdad, según sus declaraciones anteriores, se convertirá inmediatamente en sospechoso. Puede haber mentido para darse importancia, para impresionar, o porque, en realidad, jamás ha tenido acceso a esa información, aunque haya afirmado continuamente que lo tenía; o porque lo ha olvidado; o…
No es nada fácil mentir al Servicio Secreto anfitrión durante las largas y arduas sesiones de ininterrumpida charla. Los interrogatorios pueden prolongarse durante meses, incluso años, dependiendo de la cantidad de asuntos expuestos por el desertor y que no parecen susceptibles de una verificación ulterior.
Si algo de lo que un nuevo desertor dice está en contradicción con la verdad comúnmente aceptada, puede ocurrir que esa verdad comúnmente aceptada sea falsa. Entonces, los analistas vuelven a comprobar las fuentes originales de su información. Es posible que hayan estado equivocados durante todo ese tiempo y que el nuevo desertor tenga razón. Los temas cuestionados serán dejados aparte mientras se llevan a cabo las comprobaciones, y luego volverán a ser abordados. Una y otra vez.
A menudo, el desertor no se da cuenta de la trascendencia que tiene una pequeña pieza de información que él transmite como de pasada y a la que no atribuye una particular importancia. Pero, para sus anfitriones, esa aparente bagatela puede ser la pieza perdida del rompecabezas que les ha estado confundiendo durante mucho tiempo.
Aparte del interés por descubrir quiénes conocen ya las respuestas, se desea saber también para quiénes son valiosas las respuestas verdaderas. Ése es el auténtico hallazgo. ¿Puede ese nuevo desertor contarnos algo que no sepamos? De ser así, ¿cuánta importancia tiene?
En el caso del coronel Piotr Alexándrovich Orlov, la CIA llegó a la conclusión en menos de cuatro semanas de que habían topado casualmente con un auténtico filón de oro puro. La «mercancía» del hombre era fantástica.
Ante todo, el coronel se mostró frío y sereno desde un comienzo. Narró a Joe Roth la historia de su vida desde su nacimiento en una humilde choza en las inmediaciones de Minsk, poco después de acabar la guerra, hasta el día que decidió, seis meses antes en Moscú, que no podía soportar por más tiempo una sociedad y un Gobierno a los que había llegado a despreciar. Jamás negó que seguía sintiendo un profundo amor por su patria, por la madre Rusia, y daba muestras de la emoción normal ante el hecho inexorable de haberla abandonado para siempre.
Declaró que su matrimonio con Gaia, una famosa directora de teatro en Moscú, estaba acabado desde hacía unos tres años, y que lo único que quedaba de esa relación era el nombre, y admitió, con el enfado propio de tales casos, las diversas aventuras que su mujer había tenido con apuestos actores jóvenes.
Pasó tres pruebas distintas con el detector de mentiras, relativas a sus antecedentes, experiencias personales, carrera, vida privada y a los cambios en sus convicciones políticas. Y empezó a revelar información de primer orden.
Por una parte, su carrera había sido muy variada. Durante los cuatro años que pasó en el Tercer Directorio, o Directorio de las Fuerzas Armadas, operando dentro del Estado Mayor de Planificación Central en el Cuartel General del Ejército, donde se había hecho pasar por el comandante Kuchenko del Servicio de Inteligencia militar, había ido acumulando amplios conocimientos acerca de las distintas personalidades de los altos cargos militares, de la distribución de las divisiones del Ejército y de las escuadrillas de las Fuerzas Aéreas, así como de la ubicación y características de los barcos de la Armada, tanto en el mar como en los astilleros.
Proporcionó fascinantes revelaciones sobre los reveses sufridos por el Ejército Rojo en Afganistán, habló de la insospechada desmoralización de las tropas soviéticas en aquel teatro de operaciones, y de la creciente desilusión de Moscú con el dictador títere afgano Babrak Kamal.
Antes de haber trabajado para el Tercer Directorio, Orlov había estado en el Directorio de Ilegales, ese departamento adjunto al Primer Directorio y que es responsable del control de los agentes «ilegales» en todo el mundo. Los «ilegales» son los más secretos de todos los agentes que espían contra su propio país (si es que tienen la nacionalidad del país al que delatan) o de todos aquellos que viven en un país extranjero en las condiciones más rigurosas de cobertura. Ésos son los agentes que no gozan de protección diplomática, por lo que su descubrimiento y captura no suele terminar en un mero castigo de ser declarado persona non grata y ser expulsado del país, sino en esa terapia mucho más dolorosa del arresto, los interrogatorios duros y, a veces, la ejecución.
Aun cuando sus conocimientos en ese ámbito se remontaban a cuatro años atrás, Orlov parecía poseer una memoria enciclopédica y empezó a poner al descubierto las muchas redes de espionaje que él mismo había ayudado a organizar y a dirigir, sobre todo en la América Central y en Sudamérica, zonas en las que se había especializado.
Cuando un nuevo desertor llega y las informaciones que ofrece dan origen a fuertes controversias, suelen formarse dos campos contrarios entre los agentes del Servicio Secreto anfitrión: el de aquellos que creen y apoyan al nuevo desertor y el de los que dudan de lo que dice y se oponen a él. En la historia de la CIA el caso más notorio al respecto fue el de Golitsin y Nosenko.
En 1960, Anatoli Golitsin desertó, y convirtió en la misión de su vida el convencer a la CIA de que la KGB había sido directamente responsable de todas las calamidades ocurridas en el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Para Golitsin no había infamia ante la que la KGB se detuviera o que no estuviese dispuesta a preparar. Esto sonaba a música en los oídos de una facción dura de la CIA, encabezada por el jefe del Departamento de Contraespionaje, James Angleton, el cual llevaba advirtiendo de lo mismo a sus superiores desde hacía muchos años. Golitsin se convirtió en una auténtica estrella, y fue colmado de condecoraciones.
En noviembre de 1963, el presidente Kennedy fue asesinado, aparentemente por un fanático de izquierdas, casado con una rusa, y que se llamaba Lee Harvey Oswald, personaje que había desertado en cierta ocasión para irse a la Unión Soviética, país en el que vivió durante más de un año. En enero de 1964, Yuri Nosenko, desertó, confesó haber sido el agente encargado del caso Oswald en Rusia y declaró que la KGB consideraba a éste una auténtica sabandija, por lo que había roto todos los contactos con él y nada tenía que ver con el asesinato de Kennedy.
Golitsin, apoyado por Angleton, denunció de inmediato a su compatriota ruso, el cual fue sometido a unos interrogatorios severos, pero se negó a modificar sus declaraciones. Aquella controversia dividió a la Agencia en dos bandos durante algunos años, y sus repercusiones se prolongaron a lo largo de dos décadas. Según como sea el desenlace a la pregunta ¿Quién tenía razón y quién estaba equivocado?, se hacen carreras o se deshacen, ya que es proverbial que empiecen a subir aquellos que se apuntan el mayor éxito.
En el caso de Piotr Orlov no se formó ninguna facción hostil y la gloria coronó la cabeza del director del Departamento de Proyectos Especiales, Calvin Bailey, que lo había reclutado.
Un día después de que Joe Roth comenzase a compartir su vida con el coronel Orlov, en el sur de Virgina, Sam McCready cruzó las enormes puertas del Museo Británico, situado en el corazón del barrio londinense de Bloomsbury, y se encaminó hacia la sala de lectura, un amplio recinto circular con techo abovedado.
Dos hombres jóvenes lo acompañaban, uno de ellos era Denis Gaunt, en quien McCready depositaba cada vez más su confianza, y el otro uno llamado Patten. Ninguno de esos dos hombres que integraban el equipo de guardaespaldas vería el rostro de Recuerdo; no tenían necesidad alguna de ello y, además, podía resultar peligroso. Su misión consistía en quedarse holgazaneando cerca de la entrada, echando un vistazo a los periódicos allí expuestos, y asegurarse de que su jefe de departamento no sería molestado por intrusos.
McCready se dirigió a una mesa de lectura oculta entre estantes de libros y preguntó con toda cortesía al hombre que estaba allí sentado si no le importaba aceptar su compañía. Aquél, inclinado sobre un grueso volumen del que tomaba algunas notas de vez en cuando, le indicó por señas que tomara asiento en la silla que tenía enfrente y se sumió de nuevo en la lectura. McCready esperó en silencio. Había elegido el libro que deseaba leer, y, pocos momentos después, uno de los empleados de la sala de lectura se le acercó, le entregó el volumen solicitado y se alejó en seguida con el mayor sigilo. El hombre que se encontraba al otro lado de la mesa mantuvo la cabeza gacha. Cuando se quedaron solos, McCready inició la conversación.
—¿Qué tal estás, Vitali?
—Bien —murmuró el otro, mientras anotaba algo en su cuadernillo de apuntes.
—¿Hay noticias nuevas?
—Tendremos visita la semana que viene. En la Residencia.
—¿De la Central de Moscú?
—Sí. El general Drozdov en persona.
El rostro de McCready permaneció impasible. Continuó absorto en su libro y sus labios apenas se movieron. Nadie situado fuera de aquel enclave delimitado por estanterías de libros podría haber escuchado ni el más leve murmullo, y nadie hubiera podido entrar en aquel enclave, pues Gaunt y Patten se hubiesen dado cuenta en seguida. Sin embargo, Sam McCready se había asombrado al escuchar ese nombre. Drozdov, un hombrecillo bajo y rechoncho que tenía una semejanza asombrosa con el difunto presidente Eisenhower, era el jefe del Directorio de Ilegales, y rara vez se aventuraba a salir de la Unión Soviética. El hecho de que fuera a meterse en la misma boca del lobo londinense era de lo más insólito y podía significar algo muy importante.
—¿Es eso bueno o malo? —preguntó McCready.
—No lo sé —respondió Recuerdo—. De hecho, resulta muy extraño. No es mi superior inmediato, pero él no podría venir sin haberlo acordado antes con Kriujkov.
(El general Vladimir Kriujkov, presidente de la KGB desde 1988, era el jefe del espionaje en él extranjero, y, por lo tanto, dirigía el Primer Directorio).
—¿Querrá hablar contigo de sus «ilegales» introducidos en Gran Bretaña?
—Lo dudo. Le gusta dirigir directamente a sus ilegales. Puede ser algo relacionado con Orlov. Ha habido un lío de mil demonios en torno a esa cuestión. Los otros dos agentes del GRU que venían con la delegación todavía están siendo sometidos a interrogatorios. Lo mejor que les puede pasar es que una corte marcial los juzgue por negligencia. O, quizá…
—¿Alguna otra razón para su visita?
Recuerdo suspiró y alzó los ojos por primera vez. McCready le devolvió la mirada. Con el correr de los años se había hecho amigo del ruso, confiaba en él y creía cuanto le decía.
—Sólo es un presentimiento —dijo Recuerdo—. Tal vez haya venido a inspeccionar la Residencia. Pero no sé nada en concreto. Se trata de mi olfato. Es posible que sospeche algo.
—Vitali, esto no puede durar eternamente. Ya lo sabemos. Tarde o temprano, las piezas encajarán. Hay demasiadas filtraciones, excesivas coincidencias. ¿Quieres pasarte ahora? Puedo arreglarlo. Tú tienes la palabra.
—Todavía no. Pronto quizá, pero no por ahora. Puedo conseguir más. Si tienen pensado organizar la operación aparte de Londres, sabré que se llevan algo entre manos. Habrá tiempo entonces, al menos el suficiente para irme. Pero no ahora. Y, por cierto, no interceptéis a Drozdov. Si vuestra gente se muestra suspicaz, Drozdov se dará cuenta de que algo se está cociendo.
—Será mejor que me digas cuándo vendrá, no sea que ocurra un accidente de verdad en Heathrow —dijo McCready.
—Vendrá como un hombre de negocios suizo —repuso el ruso—. De Zurich. Con un vuelo de la «British Airways», el martes.
—Tomaré mis precauciones para que no lo molesten en lo más mínimo —dijo McCready—. ¿Sabes algo de Orlov?
—Todavía no —contestó Recuerdo—, Le conozco de oídas, mas nunca me he encontrado con él. Pero me sorprende que haya desertado. Gozaba de la máxima confianza allí.
—Igual que tú —replicó McCready.
El ruso sonrió.
—Por supuesto —dijo—. No se trata de una cuestión de gustos. En fin, intentaré informarme de todo lo que pueda sobre él. ¿Por qué te interesa tanto?
—Nada concreto —contestó McCready—; como tú dices, se trata de mi olfato. La forma que utilizó para venir, sin dar tiempo a Roth para que hiciese averiguaciones. En un marinero que salta de un barco, eso es normal, pero muy raro en un coronel de la KGB. Podía haber logrado un mejor acuerdo.
—Coincido contigo —dijo el ruso—. Haré lo que pueda.
La posición del soviético en la Embajada era tan delicada, que cualquier encuentro personal implicaba un gran riesgo, de ahí que fuesen poco frecuentes. Acordaron celebrar el siguiente en un pequeño y mugriento café de Shoreditch, en el East End londinense. A principios del siguiente mes, en mayo.
A finales de abril, el director de la Agencia Central de Inteligencia tuvo una reunión en la Casa Blanca con el Presidente. Nada había de inusitado en ello, ya que solían verse con cierta regularidad, a veces con otras personas en las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional, o bien en privado. Pero en esa ocasión el Presidente se mostró inusualmente afable con la CIA. La gratitud de que había dado muestras un gran número de Agencias y Departamentos de Inteligencia a raíz de las informaciones que la CIA les había suministrado gracias al flujo de conocimientos que llegaba constantemente del rancho ubicado en los bosques del sur de Virginia alcanzaba ahora niveles tan elevados como el del Salón Ovalado.
La carrera del director de la CIA, un hombre de carácter fuerte, se remontaba a los días de la OSS, en la Segunda Guerra Mundial, además de ser un fiel colega de Ronald Reagan. También era una persona muy correcta que no veía razón alguna para rehusar los honores de esos halagos generalizados al jefe del Departamento de Proyectos Especiales como responsable de la captación del coronel Orlov. Cuando regresó a Langley, lo primero que hizo fue llamar a Calvin Bailey a su despacho.
Bailey encontró al director junto a la ventana panorámica que ocupaba casi toda una pared del despacho que el director de la Agencia tenía en la última planta del edificio que sirve de cuartel general a la CIA. El jefe estaba contemplando el valle que se extendía a sus pies, donde el verde follaje de los árboles, vestidos ahora con sus hojas de primavera, había terminado por tapar la vista que se tenía del río Potomac en el invierno. Cuando Bailey entró, él director se volvió hacia él, recibiéndolo con una amplia sonrisa.
—¿Qué quieres que te diga? Las felicitaciones nos llueven por todas partes, Cal. Los del Departamento de la Armada irradian felicidad, dicen que aún lograrán muchas cosas. Los mexicanos están encantados; acaban de desmantelar una red de espionaje compuesta por diecisiete agentes y se han incautado de cámaras fotográficas, aparatos de radio…, una gran cantidad de cosas.
—Gracias —dijo Calvin Bailey en tono comedido.
Bailey estaba considerado como un hombre precavido, poco inclinado a las francas exhibiciones de efusividad.
—En fin, el caso es —prosiguió el director de la CIA— que Frank Wright, como todos sabemos, se jubilará a finales de este año, por lo que necesitaré un nuevo subdirector de Operaciones. Y pudiera ser, Calvin, sólo pudiera ser, que yo supiese quién ocupará su lugar.
Pese a la calma imperturbable que caracterizaba a Bailey, en su impasible rostro los ojos lanzaron unos destellos extraños como si la perspectiva del placer los animase. Dentro de la CIA, incluso el cargo de director se debe siempre a un nombramiento de carácter político, al menos así ha ocurrido desde hace tres décadas. Por debajo de él se encuentran las dos divisiones principales de la Agencia: la de Operaciones (DDO), dirigida por el subdirector de Operaciones, y la de Inteligencia (análisis), dirigida por el subdirector de Inteligencia (DDI). Esos dos puestos son los más altos a los que un profesional puede aspirar. El subdirector de Operaciones se encarga de dirigir todas las actividades de la Agencia que están relacionadas con la recogida de información, mientras que el subdirector de Inteligencia se ocupa del análisis de la información en bruto con el fin de ponerla en una forma presentable y utilizable para los fines de Inteligencia.
Una vez que el director hubo terminado con sus cumplidos, volvió a referirse a asuntos más mundanos.
—Fíjate, se trata de los británicos. Como ya sabes, Margaret Thatcher estaba de lo más amable.
Calvin Bailey asintió con la cabeza. Todo el mundo estaba al corriente de las estrechas relaciones amistosas existentes entre la Primera Ministra británica y el Presidente estadounidense.
—Mrs. Thatcher trajo consigo a su Christopher… —Y aquí el director de la CIA mencionó el nombre del que por entonces era jefe del SIS británico—. Tuvimos algunas reuniones muy buenas. Nos han pasado una mercancía realmente fabulosa. Se lo debemos, Cal. Favor por favor. Me gustaría reparar lo ocurrido. Han expresado dos deseos. Dicen que están muy agradecidos por toda la información del Trovador que les hemos pasado, pero señalan que en lo que se refiere a los agentes soviéticos que operan en Inglaterra, por muy valiosa que pueda ser esa información, sólo son nombres en clave. ¿No podría el Trovador dar los nombres actuales de algunos agentes, o de los agentes de enlace…, algo que les permitiera la identificación de los espías enemigos en su propio suelo?
Bailey se quedó reflexionando unos instantes.
—Ya le hemos preguntado antes sobre ese asunto —dijo—. Y hemos enviado a los británicos todo lo que les concierne, aunque sólo sea remotamente. Le preguntaremos de nuevo, encargaré a Joe Roth de que le insista a ver si puede recordar algún nombre concreto, ¿de acuerdo?
—Perfecto, perfecto —dijo el director de la CIA—. Una última cuestión: nos han solicitado el acceso personal. Y quieren que sea allí. En estos días. Estoy dispuesto a concedérselo. Pienso que podemos permitirnos ese lujo.
—Yo preferiría que permaneciese aquí, donde está más seguro.
—También podemos garantizar su seguridad en otra parte. Fíjate, podríamos trasladarle a una base norteamericana. A Upper Heyford, Lakenheath o Alconbury. A cualquiera de ellas. Podrán verlo y hablar con él bajo nuestra supervisión, después, nos lo traeremos de vuelta.
—No me gusta la idea —dijo Bailey.
—Mira, Cal… —comenzó a decir el director de la CIA con un cierto tono de dureza en la voz—, ya he dado mi consentimiento. Así que toma las medidas necesarias.
Calvin Bailey condujo su automóvil en dirección al rancho para poder hablar personalmente con Joe Roth. Se reunieron en las habitaciones privadas de éste, situadas sobre el pórtico central de la casa del rancho. Bailey encontró a su subordinado cansado y con ojeras. Interrogar a un desertor es una tarea fatigosa, que presupone muchas horas de trabajo con él, seguidas de largas noches en vela, preparando los cuestionarios que habrán de ser utilizados al día siguiente. El descanso no es algo que suela estar en el orden del día, y cuando el desertor, como ocurre con frecuencia, ha entablado una relación de amistad con el agente que dirige los interrogatorios, no resulta nada fácil dar tiempo libre a ese agente y remplazado por otro.
—En Washington están muy satisfechos —le dijo Bailey—. Más que satisfechos, encantados. Todo lo que nos cuenta es verificado. Los desplazamientos del Ejército soviético, así como los de la Armada y los de las Fuerzas Aéreas, han sido confirmados por otras fuentes, entre ellas las de los satélites. Niveles de armamento, capacidad de maniobra, cuarteles en Afganistán… han sido muy encomiados por el Pentágono. Todo lo has hecho bien, Joe. Muy bien.
—Todavía queda un largo camino por recorrer —dijo Roth—. Aún han de aparecer muchas más cosas. Y así tiene que ser, pues ese hombre es una enciclopedia ambulante, con una memoria fenomenal. A veces se atasca en algún detalle, que, por regla general, recuerda después. Pero…
—¿Pero…, qué? Fíjate, Joe, está acabando con años de paciente trabajo de la KGB en América Central y en Sudamérica. Nuestros amigos en aquellos países están desmantelando una red de espionaje tras otra. Todo va bien. Sé que estás cansado. Mantente en la brecha.
Bailey contó entonces a Roth lo que el director de la CIA le había insinuado acerca de su posible empleo como subdirector de Operaciones. Por regla general Bailey no era hombre inclinado a las confidencias, pero no había razón alguna para que no le diese a su subordinado lo que él mismo había recibido del director de la Agencia.
—Si eso ocurre, Joe, el cargo de director del Departamento de Operaciones Especiales también quedará vacante. Y mi recomendación tendrá gran peso. Y será para ti, Joe. Quiero que lo sepas.
Roth se mostró agradecido, aunque no entusiasmado. Parecía más que cansado. Algo le rondaba por la cabeza.
—¿Está causando problemas? —preguntó Bailey—, ¿tiene todo lo que desea?, ¿necesita compañía femenina?, ¿y tú? Éste es un lugar muy aislado. Lleváis más de un mes aquí. Esas cosas pueden solucionarse.
Bailey sabía que Roth, a sus treinta y nueve años, estaba divorciado y vivía solo. Es legendario el alto índice de divorcios de la Agencia. Como dicen en Langley: son gajes del oficio.
—No, ya se lo he ofrecido. Él se limitó a denegar con la cabeza. Juntos nos matamos a trabajar. Eso ayuda. También corremos por el bosque hasta que apenas podemos mantenernos en pie. Jamás me he encontrado en tan buenas condiciones físicas. Él es mayor que yo, pero está mucho más fuerte. Y ésa es una de las cosas que me preocupa, Calvin. No tiene ni una grieta, jamás manifiesta la menor debilidad. Si se emborracha, trato de sonsacarle, pero nunca se pone sentimental cuando piensa en su patria, ni pierde la compostura…
—¿Has tratado de provocarlo? —preguntó Bailey.
Provocar la cólera en un desertor, para desencadenar una explosión de emociones en él, puede tener un efecto relajante y servir de terapia. Eso de acuerdo con los psiquiatras asesores de los Servicios de Inteligencia, en todo caso.
—Sí. Me he burlado de él, llamándole traidor y renegado. Pero nada. Se limitó a derribarme al suelo y a reírse de mí. Y, a continuación, me obligó a seguir con lo que denomina «el trabajo»: desenmascarar a agentes de la KGB infiltrados por todo el mundo. Es un profesional auténtico.
—Por eso es el mejor de todos los que hemos tenido hasta ahora, Joe. No te desanimes. Deberías estar agradecido…
—Calvin, ésa no es la principal razón de mis preocupaciones. Me gusta como persona. Incluso le respeto. Nunca me hubiese imaginado que respetaría a un desertor. Pero hay algo más. Está ocultando algo.
Calvin Bailey se puso rígido.
—Las pruebas del detector no dicen lo mismo —replicó con mucha serenidad.
—No, señor, no lo dicen. Y por eso no puedo estar seguro de tener razón. Sólo lo presiento. Hay algo que no quiere decir.
Bailey se incorporó y miró con fijeza a Roth a los ojos. Muchas cosas dependían de la respuesta a la pregunta que iba a hacerle.
—Joe, bajo tu punto de vista, ¿existe alguna posibilidad de que, pese a todas las pruebas realizadas, pueda ser un farsante, un anzuelo que nos ha tendido la KGB?
Roth lanzó un suspiro de alivio. Lo que le había estado preocupando salía por fin a relucir.
—Lo ignoro. No lo creo, pero lo ignoro. En lo que a mí respecta, creo que hay un margen de duda del diez por ciento. Tengo el presentimiento de que nos oculta algo. Y si estoy en lo cierto, no soy capaz de saber de qué se trata.
—Entonces descúbrelo, Joe. Descúbrelo —dijo Calvin Bailey. No necesitaba señalar que si había algo turbio en el coronel Piotr Orlov, dos carreras en la CIA irían a parar al cubo de la basura. Bailey se puso de pie.
—Personalmente pienso que no tiene importancia, Joe. Pero haz lo que tengas que hacer.
Roth encontró a Orlov en sus habitaciones, tumbado en un sofá escuchando su música favorita. Pese al hecho de que era prácticamente un prisionero, el rancho estaba equipado con todas las comodidades de un excelente club de campo. Además de las carreras por el bosque, siempre acompañado por cuatro de los jóvenes atletas de Quantico, el ruso tenía acceso al gimnasio, a la sauna y a la piscina, un excelente chef y un bar muy bien equipado, del que se servía con gran frugalidad.
Desde su llegada había confesado que le gustaban los cantantes de baladas de los años sesenta y principios de los setenta. Y cada vez que visitaba al ruso, Roth se había acostumbrado a oír a Simon y Garfunkel, a los Seekers o los lentos acordes melosos de Presley.
Esa noche, cuando penetró en la habitación, escuchó la fresca voz infantil de Mary Hopkin llenando el lugar con sus acordes. Era una de sus canciones famosas. Orlov estaba estirado sobre el sofá con expresión complacida. Al verlo, el ruso señaló el tocadiscos.
—¿Te gusta? Escucha…
Roth se puso a escuchar.
—Qué días aquellos, amor mío, de los que pensábamos que jamás pasarían…
—Sí, es muy bonito —dijo Roth, que prefería el jazz en su corriente más tradicional.
—¿Sabes qué es?
—Una chica inglesa, ¿no es así? —contestó Roth.
—No, no. No se trata de la cantante, sino de la tonada. Pensarás que es una tonadilla inglesa, ¿verdad? De los Beatles quizá.
—Algo así —asintió Roth, sonriendo también.
—Pues estás equivocado —replicó Orlov con expresión triunfal—. Se trata de una vieja canción rusa. Dorogoy dlinnoyu da nochkoy lunayu. «Por un largo camino en una noche de luna». ¿La conocías?
—No, de verdad que no la conocía.
La elegante tonadilla sonó hasta el fin y Orlov apagó el tocadiscos.
—¿Quieres que hablemos algo más? —preguntó el ruso.
—No —dijo Roth—. Sólo he entrado para ver si te encontrabas bien. Me voy a la cama. Ha sido un día muy largo. Por cierto, pronto volveremos a Inglaterra. Demos a los británicos la oportunidad de hablar contigo. Imagino que estarás de acuerdo.
Orlov frunció el entrecejo.
—El trato que hicimos fue que yo vendría aquí. Sólo aquí.
—Ya lo sé, Peter. Pero estaremos muy poco tiempo, y será en una de las bases de las Fuerzas Aéreas estadounidenses. A todos los efectos será como si permaneciéramos en Estados Unidos. Y yo iré contigo para protegerte de esos feroces hijos de la pérfida Albión.
Orlov ni siquiera sonrió ante la expresión utilizada por Roth.
—¿Piensas acostarte ya? —preguntó Roth.
—Me quedaré despierto un rato. Leyendo y escuchando música —respondió el ruso.
De hecho, las luces de las habitaciones de Orlov permanecieron encendidas hasta la una y media de la madrugada. Cuando el comando asesino de la KGB, asestó su golpe mortal, faltaban unos pocos minutos para las tres.
Más tarde explicaron a Orlov que los asesinos habían silenciado a dos guardianes en las inmediaciones de la casa utilizando poderosas ballestas, luego habían atravesado el césped por la parte de atrás de la mansión sin ser detectados para, por último, introducirse en el edificio por las ventanas de la cocina.
Lo primero que Roth y Orlov oyeron en la planta de arriba fue una ráfaga de metralleta en el vestíbulo de la planta baja, seguida de ruido de pasos que se precipitaban escaleras arriba. Orlov se despertó con la celeridad de un felino, saltó de la cama y cruzó sus dependencias en menos de tres segundos. Abrió la puerta que daba al pasillo y alcanzó a divisar fugazmente la figura del vigilante de Quantico que hacía la guardia nocturna, cuando giraba bruscamente al final del rellano y se precipitaba hacia el piso de abajo por la escalera principal. Una figura borrosa, vestida con un mono negro ajustado y el rostro cubierto por un pasamontañas de los que se utilizan para esquiar, disparó una breve ráfaga desde la mitad del tramo de la escalera. El agente recibió la descarga en el pecho. Se desplomó contra la barandilla, con toda la parte delantera empapada en sangre. Orlov cerró la puerta de golpe y se volvió hacia el dormitorio.
Sabía que las ventanas no se abrirían; no tenía escapatoria. Tampoco estaba armado. Entraba en el dormitorio justo cuando el hombre vestido de negro se precipitaba desde el pasillo por la puerta de entrada a sus habitaciones, seguido por un estadounidense. Lo último que Orlov vio antes de empujar la puerta de su dormitorio tras de sí, fue que el asesino de la KGB se volvía y ametrallaba al agente norteamericano que iba pisándole los talones. El asesinato dio tiempo a Orlov para cerrar la puerta y echar la llave.
Pero sólo se trató de un respiro momentáneo. Pocos segundos después, la cerradura volaba por los aires y la puerta era abierta de un puntapié. A la mortecina luz que llegaba desde el corredor a través del cuarto de estar, Orlov vio cómo el hombre de la KGB tiraba al suelo la metralleta, ya descargada y empuñaba una «Makarov» automática de nueve milímetros que sacó de su cinturón. No pudo ver el rostro que se escondía detrás de la máscara, pero sí oyó la palabra en ruso y el desdén con que fue pronunciada.
La figura vestida de negro empuñó la «Makarov» con las dos manos apuntó al rostro de Orlov y escupió:
—Predatel!
Sobre la mesilla de noche había un cenicero de cristal. Orlov nunca lo había usado, ya que, al contrario que la inmensa mayoría de los rusos, no era fumador. Pero el cenicero seguía allí. En un último gesto de desesperación, cogió el cenicero y lo lanzó al rostro del asesino ruso. Y al hacerlo, le contestó con rabia:
—Padla!.
El hombre de negro se echó a un lado para esquivar el pesado cenicero de cristal que volaba hacia él. Ese movimiento le retrasó una fracción de segundo. El tiempo necesario para que el jefe de los agentes de seguridad de Quantico entrara en el cuarto de estar y disparase por dos veces su pesado «Magnum» del cuarenta y cuatro contra la espalda del hombre vestido de negro, que se encontraba en él umbral de la puerta del dormitorio. El ruso fue lanzado hacia delante mientras su pecho explotaba, salpicando de sangre las sábanas y la colcha de la cama. Orlov se lanzó hacia el hombre que se desplomaba para arrebatarle la «Makarov» de la mano, pero ya no era necesario. Nadie en el mundo puede recibir el impacto de dos proyectiles de «Magnum» en la espalda y seguir luchando.
Kroll, el hombre que había disparado, cruzó el cuarto de estar y penetró en el dormitorio. Estaba pálido de ira y excitación.
—¿Se encuentra bien? —preguntó entre resuellos, y cuando Orlov le respondió que sí con un gesto, el agente añadió—: Otro hijo de puta. Había dos de ellos. Dos de mis hombres han sido abatidos, aunque quizás haya más ahí afuera.
En ese momento Joe Roth, en pijama, entró en el dormitorio.
—¡Dios mío, Peter, cuánto lo siento! Tenemos que irnos de aquí. Ahora mismo. En seguida.
—¿Y adónde? —preguntó Orlov—. Creí haberte oído decir que ésta era una casa segura. —Estaba pálido pero sereno.
—Pero, por lo visto, no lo bastante segura. Al menos ya ha dejado de serlo. Ya investigaremos y descubriremos el porqué. Más adelante. Ahora vístete. Recoge tus cosas: ¡Kroll, quédese con él!
A sólo unos treinta kilómetros del rancho había una base militar de las Fuerzas Aéreas. Langley arregló las cosas con el comandante de la base. En menos de dos horas, Roth, Orlov y los agentes que quedaban del equipo de Quantico habían ocupado toda una planta en el edificio de la residencia del cuartel. Miembros de la Policía Militar rodearon el edificio. Roth no tuvo necesidad de conducir hasta la base. Fueron trasladados en un helicóptero, que aterrizó en el jardín adyacente al club de oficiales, y despertó a todos los que aún dormían en la base.
Sólo era un alojamiento temporal. Ese mismo día, antes de que se hiciese de noche, ya se habían instalado en otra de las casas clandestinas de la CIA, situada en Kentucky, mucho mejor protegida que la anterior.
Mientras el grupo de Roth y Orlov se encontraba en la base militar, Calvin Bailey regresó al rancho. Quería un informe exhaustivo de lo sucedido. Había hablado con Roth por teléfono para que le diese su versión de los hechos. Primero escuchó a Kroll, pero la declaración que realmente deseaba escuchar era la del ruso encapuchado con el pasamontañas negro que había apuntado a Orlov con el cañón de su pistola «Makarov».
El joven oficial de los Boinas Verdes se estaba frotando la magullada mano de la que Orlov le había arrancado la pistola cuando él se desplomó al suelo. Ya se había limpiado del cuerpo el líquido viscoso y coloreado que simulaba ser sangre humana, se había despojado del mono negro con los dos agujeros en la espalda y se había quitado los tirantes con los saquitos cargados de sangre artificial, que habían servido para salpicar la cama.
—¿Cuál es el veredicto? —preguntó Bailey.
—Tiene que ser auténtico —contestó el oficial de los Boinas Verdes, que hablaba ruso—. O eso, o le importa un bledo morir o seguir viviendo. Algo que dudo. A la mayoría de los hombres le importa.
—¿No sospechó de usted? —preguntó Bailey.
—No, señor. Le miré fijamente a los ojos. Estaba convencido de que iba a morir. Lo único que le preocupaba era combatir. Es todo un tipo.
—¿Alguna otra posibilidad? —inquirió Bailey.
El oficial se encogió de hombros.
—Tan sólo una. Si es un farsante y pensó que iba a ser liquidado por los de su propio bando, tendría que haber gritado algo al particular. Presumiendo que le importe en algo su vida, eso haría de él el hombre más valiente que he conocido en mi vida.
—Creo que ya tenemos la respuesta —decía Bailey a Roth por teléfono poco después—. El hombre es legal, y esto tiene carácter oficial. Intenta que recuerde algún nombre… para los británicos. Partiréis el martes de la semana que viene en un jet militar. A la base de Alconbury.
Roth pasó dos días con Orlov en su nueva residencia, repasando los detalles desperdigados en las declaraciones del coronel acerca de sus días en el Directorio de Ilegales concernientes a los agentes soviéticos infiltrados en Gran Bretaña. Como quiera que, por aquel entonces, Orlov se había especializado en el ámbito de Centroamérica y Sudamérica, las islas británicas no eran algo que le hubiesen preocupado principalmente. Pero, a pesar de todo, siguió rebuscando en su memoria. Sin embargo, lo único que recordaba eran nombres en clave. Hasta que, de repente, algo afloró a su memoria, al final del segundo día.
Un funcionario en el Ministerio de Defensa en Whitehall. Desconocía su nombre, pero sabía que el dinero le había sido ingresado siempre en el Midland Bank, de Croydon High Street.
—No es gran cosa —comentó el agente del Servicio de Seguridad, el MI-5, cuando le dieron la noticia. Estaba sentado en el despacho que Timothy Edwards tenía en el Cuartel General del servicio hermano, el SIS—. Puede haber cambiado de trabajo desde entonces —prosiguió—. Quizás haya abierto esa cuenta bajo un nombre falso. Pero lo encontraremos.
El agente regresó a Curzon Street, en Maifair, y empezó a tender sus redes. Los Bancos británicos no están autorizados a mantener una discreción absoluta sobre sus clientes, pero no por eso se muestran dispuestos a revelar a cualquiera detalles de las cuentas privadas de los mismos. Una institución que siempre encuentra la colaboración de los Bancos, dentro de los marcos legales, es la Inland Revenue.
La Inland Revenue estuvo de acuerdo en cooperar en la investigación, por lo que el director del Midland Bank, en Croydon High Street, situada en las afueras del sur de Londres, fue entrevistado con suma discreción. Era nuevo en su cargo, pero su ordenador, no.
Un agente del Servicio de Seguridad se había presentado a él haciéndose pasar por inspector de la Inland Revenue. Llevaba una lista de todos los funcionarios del Ministerio de Defensa y de los cargos que habían ocupado durante los últimos diez años. De modo sorprendente, el caso se solucionó con increíble rapidez. Un solo funcionario del Ministerio de Defensa tenía cuenta en el Midland Bank, de Croydon High Street. En realidad, el hombre había abierto dos cuentas, y ambas seguían en funcionamiento. Disponía de una cuenta corriente y otra de ahorros, con el dinero depositado a un interés mayor. Se hicieron sendas copias de los extractos de las mismas.
A través de los años, veinte mil libras en total habían sido ingresadas en su cuenta de ahorros, ingresos que había efectuado él en persona, siempre en metálico, y con cierta regularidad. Se llamaba Anthony Milton-Rice.
En la conferencia que se celebró en Whitehall esa misma noche estaban presentes el director y el subdirector general del MI-5 y el subcomisario de la Policía metropolitana encargado de la Rama Especial. En Gran Bretaña, el MI-5 no puede efectuar detenciones. Sólo la Policía puede hacerlo. Cuando el Servicio de Seguridad quiere poner a alguien a buen recaudo, llaman a la Rama Especial para que se encargue de tal honor. La reunión estaba presidida por el presidente del Comité Conjunto de Inteligencia, el cual empezó con una pregunta:
—¿Quién es exactamente Mr. Milton-Rice?
El subdirector general del MI-5 consultó sus notas.
—Funcionario público de segunda clase en la plantilla del Departamento de Compra de material.
—¿No es un cargo bastante insignificante?
—No obstante se trata de un trabajo muy delicado. Sistemas de armamentos, acceso a la evaluación de armas nuevas…
—¡Caramba! —murmuró el presidente—. Y bien, ¿qué deseáis?
—El caso es, Tony —dijo el director general—, que tenemos muy poco en lo que basarnos. Ingresos no justificados en su cuenta durante unos años. Eso no es causa suficiente para detenerle, no basta para condenarlo. Puede alegar que lo ha ganado en las carreras de caballos, que siempre va al hipódromo y que de ese modo consigue el dinero en efectivo. Y, por supuesto, es posible que confiese. Aunque también es posible que no lo haga.
El policía hizo gestos de aprobación. Sin una confesión pasaría muy malos ratos tratando de convencer al Ministerio Público de la Corona de que ordenase la instrucción pertinente sobre el caso. Tenía sus dudas acerca de que pudieran presentar como testigo al hombre que había denunciado a Milton-Rice.
—Lo primero que haremos será ponerle bajo vigilancia —dijo el director general—, las veinticuatro horas del día. Si contacta con los rusos, lo tendremos en el saco, con confesión o sin ella.
Eso fue lo acordado. El Departamento de Vigilancia del MI-5 (con su selecto equipo de agentes, los cuales, en su campo, son reconocidos por todos los Servicios de Inteligencia occidentales como los mejores «seguidores» del mundo) fue puesto en estado de alerta para que tendiese su invisible manto de vigilancia sobre Anthony Milton-Rice a partir de la mañana siguiente, desde el mismo momento en que se aproximase al Ministerio de Defensa, durante las veinticuatro horas de cada día.
Anthony Milton-Rice, como la mayoría de la gente con un trabajo regular, tenía hábitos regulares. Amante de la rutina, los días laborables salía de su casa en Addiscombe a las ocho menos diez y recorría a pie los ochocientos metros que le separaban de la estación de East Croydon, a menos de que estuviese lloviendo a cántaros, en cuyo caso, ese funcionario público solterón cogía el autobús. Todos los días cogía el mismo tren de cercanías, utilizaba su billete de abonado, viajaba hasta Londres y se apeaba en la estación Victoria. Desde allí tenía un corto trayecto en el autobús que baja por Victoria Street hasta la plaza del Parlamento. Allí se apeaba y cruzaba Whitehall hacia el edificio del Ministerio.
La mañana siguiente de la conferencia celebrada acerca de su persona, hizo lo mismo. No se fijó en el grupo de jóvenes que subió al tren en la estación de Norwood Junction. Sólo advirtió su presencia cuando entraron al vagón en que él iba apretujado entre los demás pasajeros. Las mujeres chillaron y los hombres dieron gritos de alarma cuando los adolescentes, entregados a una auténtica orgía de robos y asaltos fortuitos, que se suele llamar «desahogo», se precipitaron a través del vagón, arrancando a las mujeres los bolsos y las joyas, quitando a los hombres las carteras a punta de navaja, golpeando a cualquiera que pareciese resistirse y sin molestar a los que se dejaban saquear sin rechistar.
Cuando el tren entró silbando en la siguiente estación, aquella horda de unas dos docenas de jóvenes matones, que proclamaban a voz en grito su odio contra el mundo, salió del tren y se dio a la fuga, saltando las barreras y desapareciendo por las calles del Crystal Palace. Detrás quedaba un confuso grupo de mujeres histéricas, hombres perturbados y frustrados agentes de la Policía de transportes. No se practicó ninguna detención; el atropello había sido demasiado rápido e imprevisto.
El tren fue retenido en la estación, lo que ocasionó estragos ese día en los horarios de los pasajeros cuando otros trenes fueron a colocarse detrás, mientras los agentes de la Policía de transportes subían a tomar declaraciones. Cuando uno de los policías tocó en el hombro a un pasajero que, con una gabardina de color gris claro, dormitaba en un rincón, el hombre se inclinó lentamente hacia delante y cayó al suelo. Hubo más gritos cuando la sangre que le salía por la herida del puñal que le había atravesado el corazón empezó a manar por debajo de la encorvada figura. Mr. Anthony-Rice estaba bien muerto.
El «Ivan’s Cafe», nombre realmente apropiado para celebrar un encuentro con un ruso, estaba situado en Crondall Street, del barrio de Shoreditch, y Sam McCready, como siempre, fue el segundo en entrar, pese a que había sido el primero en llegar a la calle donde se encontraba aquel local. Porque, si alguno de los dos había sido seguido, lo más probable era que el perseguido fuese Recuerdo, no él. Así que siempre se quedaba en su automóvil una media hora antes de que el ruso se presentase y luego aguardaba un cuarto de hora más para cerciorarse de que su agente en la Embajada soviética no había sido seguido.
McCready entró en el «Ivan’s Cafe», se hizo servir una taza de té en el mostrador y se dirigió hacia una pared junto a la que estaban colocadas dos mesas contiguas. Recuerdo ocupaba una de ellas, la de la esquina, y parecía ensimismado en la lectura del Sporting Life. McCready abrió el Evening Standard y se enfrascó de inmediato en su lectura.
—¿Qué tal fue todo con el bueno del general Drozdov? —preguntó en un murmullo. Su voz se perdió entre la algarabía de los contertulios y en los silbidos de la tetera.
—Amable y enigmático —contestó el ruso, mientras estudiaba la relación sobre el estado físico de los caballos que participarían en la carrera de las quince y treinta en el hipódromo de Sandown—. Me temo que el motivo de su visita era controlarnos. Me enteraré de más cosas si los del Sector K deciden visitarnos, o si mi propio hombre del Sector K empieza a desarrollar una actividad frenética.
El Sector K es la rama interna de la KGB especializada en el contraespionaje y la seguridad, encargada no tanto del espionaje como de vigilar a los demás agentes de la KGB y tratar de descubrir las posibles filtraciones internas.
—¿Has oído hablar de un hombre llamado Anthony Milton-Rice? —preguntó McCready.
—No. Nunca. ¿Por qué?
—¿No lo controlabas a través de tu rezidenstia? ¿Un funcionario del Ministerio de Defensa?
—Nunca he oído hablar de él. Su mercancía jamás ha pasado por mis manos.
—Pues bien, ahora está muerto. Ya es demasiado tarde para preguntarle quién era su contacto. Si tenía alguno. ¿Podría haber recibido las órdenes directamente de Moscú a través del Directorio de Ilegales?
—Si trabajaba para nosotros, ésa sería la única explicación posible —respondió el ruso entre murmullos—. Pero nunca lo hizo en la sección británica. Al menos no ha sido controlado por la estación londinense. Como te he dicho, nunca hemos comerciado con esa mercancía. Tiene que haber estado en contacto con Moscú a través de un agente de enlace que no perteneciese a la Embajada. ¿Por qué ha muerto?
McCready suspiró.
—Lo ignoro.
Pero lo que sí sabía era que, a pesar de que parecía tratarse de una notable coincidencia, alguien tenía que haberse ocupado de que se produjera. Alguien que, al tanto de los hábitos del funcionario público, había enviado a aquellos asesinos al tren que el hombre solía coger todas las mañanas, los había pagado, dándoles instrucciones para que montasen aquella actuación… Y lo más probable era que Milton-Rice ni siquiera hubiese trabajado para los soviéticos. Pero entonces, ¿cuál era el porqué de aquella denuncia?, ¿de dónde procedía ese dinero? O quizás era cierto que Milton-Rice había estado espiando para Moscú, pero a través de un enlace que Recuerdo no conocía, alguien que informaba al Directorio de Ilegales en Moscú. Y lo cierto era que el general Drozdov acaba de estar en la ciudad. Y él era el responsable de los ilegales…
—Lo denunciaron —dijo McCready—. A nosotros. Y a continuación fue asesinado.
—¿Quién lo denunció? —preguntó Recuerdo.
El ruso removió el té con la cucharilla, aun cuando no tenía la menor intención de beberse esa dulzona mezcla lechosa.
—El coronel Piotr Orlov —contestó McCready en voz muy baja.
—¡Anda! —exclamó Recuerdo en un ligero murmullo—. Tengo algo para ti sobre eso. Piotr Alexándrovich Orlov es leal y fiel agente de la KGB. Su deserción es tan falsa como un billete de tres dólares. No es más que un agente infiltrado para pasar información falsa. Un hombre de una extraordinaria preparación, y muy bueno en su trabajo.
—Pues ahora eso está causando problemas —sentenció McCready.