Al fondo, a la derecha del grupo de hombres, aún se extendían algunos jirones de niebla que se cernían sobre el terreno boscoso conocido como «Refugio del Zorro», y que presagiaba el advenimiento de un día caluroso y despejado.
Sobre el otero, desde donde se dominaba una superficie de terreno ondulado que dos generaciones de soldados conocían como la «Colina de las Ranas», los integrantes de aquel grupo mixto de oficiales iban ocupando sus posiciones respectivas para observar el desarrollo de unas maniobras militares cuyas fuerzas se medían a nivel de batallón. Ambos grupos estarían compuestos por soldados británicos, que, por razones de índole diplomática, no se dividirían en «británicos» y el «enemigo», sino en azules y verdes. Incluso la usual designación de «los rojos» había sido eliminada como deferencia a la composición de los oficiales que se hallaban en la cima del otero.
A lo largo del trecho de campo abierto en el extremo norte de la meseta de Salisbury, tan apreciada por el Ejército británico como el terreno ideal para efectuar las maniobras por su gran similitud con la meseta central alemana, sobre la que se presumía que sería librada la Tercera Guerra Mundial, habían sido apostados algunos árbitros, los cuales asignarían puntos a ambos bandos al finalizar, y esa puntuación sería la que decidiría el resultado de la batalla. Los hombres no morirían; ese día sólo se prepararían para ello.
Detrás del grupo de oficiales estaban aparcados los vehículos en los que habían llegado hasta allí; varios automóviles oficiales y un gran número de «Land Rover», mucho menos confortables, con pintura de camuflaje o simplemente de un color verde opaco. Los hombres del Cuerpo de Avituallamiento habían dispuesto ya las cocinas de campaña, imprescindibles para satisfacer las interminables demandas de humeantes tazas de té y café durante el día, y ahora se dedicaban a la tarea de desempacar los bocadillos y los fiambres para el refrigerio.
Los oficiales se arremolinaban en grupos o permanecían aparte, de pie, firmes e inmóviles, en las poses y con los ademanes que suelen adoptar, en cualquier lugar del mundo, los oficiales que pretenden estar observando algo. Algunos examinaban planos cubiertos con protectoras láminas de plástico transparente, sobre las que se podría escribir con bolígrafos especiales y borrarlo después. Otros inspeccionaban el terreno con sus potentes gemelos. Algunos conferenciaban entre sí con aire de extrema gravedad.
En el centro del grupo estaba el general británico de más alta graduación, el jefe del Comando Sur. A su lado se encontraba su invitado personal, el general de más alto rango del grupo de visitantes. Entre ambos, aunque conservando una cierta distancia detrás de ellos, se erguía un brillante y joven alférez, recién salido de una escuela de idiomas, que iba murmurando en los oídos de ambos hombres la traducción simultánea de cuanto decían.
El grupo de los oficiales británicos era el más numeroso de los dos, y estaba compuesto por una treintena de hombres. Todos ellos se distinguían por su aire de gravedad, como si fuesen muy conscientes de lo inusitado y transcendental de la ocasión. También irradiaban cierta actitud de desconfianza, dando la impresión de que no eran capaces de desprenderse de los hábitos adquiridos durante tantos años. Y es que aquél era el primer año de la Perestroika, y aunque los oficiales soviéticos ya habían sido invitados a presenciar algunas maniobras militares británicas en Alemania, ésa era la primera vez que se encontraban en el corazón de Inglaterra en calidad de invitados del Ejército británico. Los viejos hábitos se resisten a morir.
Los rusos estaban tan serios como los británicos, o quizás aún más. Hacían un total de diecisiete oficiales, cada uno de ellos había sido cuidadosamente seleccionado y examinado. Algunos hablaban un inglés pasable, y hasta lo entendían; cinco lo dominaban a la perfección y pretendían no entender ni una sola palabra.
De todos modos, el hecho de saber inglés no había sido prioritario en su selección. La capacidad fue lo primero que se tuvo en cuenta. Cada uno de los oficiales soviéticos era un experto en su campo, y estaba muy familiarizado con los equipos, las tácticas y las estructuras militares de los británicos. Su misión no consistía sólo en escuchar lo que se les dijera, ni mucho menos en darle crédito; también debían estudiar a fondo todo cuanto vieran, no pasar nada por alto e informar a su regreso de qué tal eran los británicos, qué tipo de equipo habían usado, cómo lo habían usado y cuáles eran sus puntos débiles, si es que los tenían.
Habían llegado la noche anterior después de haber estado en Londres un día, la mayor parte del cual lo habían pasado en su propia Embajada. La primera cena en el comedor de oficiales de la base militar de Tidworth había transcurrido con cortesía y corrección, quizás en un ambiente algo tirante, pero sin incidentes. Los chistes y las canciones vendrían más tarde, quizás en su segunda o tercera noche. Los rusos sabían muy bien que de los diecisiete que eran tendría que haber cinco de ellos al menos que se dedicasen a vigilar al resto, y, probablemente, los unos a los otros.
Nadie mencionó nada de eso a los británicos, así como éstos tampoco se molestaron en comunicar a los rusos que entre sus treinta miembros había cuatro que pertenecían al Servicio de Contraespionaje, es decir, que eran los guardianes. De todos modos, los guardianes británicos estaban allí sólo para vigilar a los rusos, no a sus paisanos y compañeros de profesión.
El grupo de los militares rusos estaba compuesto por dos generales; uno, cuyas insignias indicaban que era del cuerpo de Infantería motorizada, mientras el otro pertenecía a la División Acorazada; un coronel del Estado Mayor; un coronel, un comandante y un capitán del Servicio de Inteligencia militar, todos ellos «declarados», lo que significaba que admitían que lo eran; un coronel de las Fuerzas Aerotransportadas, cuya camisa de combate de cuello abierto dejaba ver el triangulo de una camiseta a rayas azules y blancas, que era el distintivo de las spetsnaz o Fuerzas Especiales; un coronel y un capitán de Infantería; un coronel y un capitán de la División Acorazada. A éstos se sumaban un teniente coronel del Estado Mayor conjunto, un comandante y dos capitanes; y terminaba la lista con un coronel y un comandante de Transmisiones.
El Servicio de Inteligencia militar soviético es conocido como el GRU, y los tres miembros «declarados» del GRU llevaban sus propias insignias. Sólo ellos sabían que el comandante de Transmisiones y uno de los capitanes del Estado Mayor conjunto eran también oficiales del Servicio de Inteligencia militar, pero «no declarados». Exceptuando esos cinco hombres, ninguno de los demás, rusos o británicos, estaba al tanto de ese hecho.
Los británicos, por su parte, no habían considerado necesario informar a los rusos de que veinte agentes del Servicio de Seguridad habían sido apostados alrededor del comedor de oficiales de Tidworth, y que permanecerían en sus puestos hasta que la delegación soviética hubiese partido para Londres y Moscú en la mañana del tercer día. Esos vigilantes se dedicaban a cuidar el césped y los macizos de flores, a servir las mesas o a abrillantar los objetos de bronce. Durante la noche se «relevarían» unos a otros, implantando turnos para no perder de vista el edificio del comedor y mantenerlo bajo vigilancia desde diversos puntos estratégicos repartidos en un amplio círculo. Como dijera el jefe del Estado Mayor al jefe del Comando Sur durante una reunión celebrada en el Ministerio de Defensa algunos días antes:
—En realidad, sería preferible no perder a ninguno de esos mierdas.
Tal como estaba previsto, el simulacro de guerra comenzó a las nueve de la mañana y se alargó durante todo el día. El lanzamiento de los efectivos del segundo batallón, del Regimiento de Paracaidistas, tuvo lugar inmediatamente después del almuerzo. Un comandante de las Fuerzas Paracaidistas se encontró al lado del coronel soviético de las Aerotransportadas, el cual estaba presenciando las maniobras con el más vivo interés.
—Veo —apuntó el ruso— que ustedes dan preferencia al mortero de campaña de dos pulgadas.
—Un instrumento muy útil y eficaz —asintió el inglés—, y en el que todavía se puede confiar.
—Estoy de acuerdo —dijo el ruso, despacio, con cierto acento extranjero—. Los usé en Afganistán.
—¿De veras? Pues yo los utilicé en las islas Malvinas —replicó el comandante del segundo de Paracaidistas, el cual también pensó, pero no lo dijo: «Y la diferencia consiste en que nosotros ganamos la guerra de las Malvinas en breve tiempo, mientras que vosotros la estáis perdiendo de mala manera en Afganistán».
El ruso se permitió a sí mismo una torva sonrisa. El británico le correspondió con otra similar. «Hijo de puta —dijo el ruso para sus adentros—, está pensando en lo mal que lo estamos haciendo en Afganistán».
Los dos hombres mantuvieron un duelo de sonrisas. En aquella época nadie podía saber que el nuevo y notable Secretario General del Partido en Moscú ordenaría al Ejército soviético que se retirara de aquel país y abandonara su aventura afgana. Aún eran los primeros días de la Perestroika, y los viejos hábitos se resisten a morir.
Aquella noche, la cena en la base de Tidworth fue mucho más relajada. El vino corrió a raudales, y fue notoria la presencia del vodka, una bebida que el Ejército británico rara vez toma. Por encima de la barrera idiomática se abrió paso un ambiente de jocosidad. Los rusos recibieron la señal del general de Infantería Motorizada. Éste parecía estar rebosante de alegría con la conversación (traducida) del general británico, por lo que sus hombres se relajaron. El comandante del Estado Mayor conjunto estaba escuchando a un oficial inglés de la División Acorazada cuando éste se puso a contarle un chiste, entonces soltó la carcajada antes de caer en la cuenta de que se suponía que no sabía ni una palabra de inglés y que tendría que haber esperado la traducción para reírse.
El comandante del segundo batallón del Regimiento de Paracaidistas, que se encontraba al lado del comandante «declarado» del Servicio de Inteligencia militar soviético, del GRU, pensó que podría practicar sus nociones de ruso.
—Govoritia vi pa angleeski? —preguntó el británico.
El ruso estaba encantado.
—Ochen malinko —contestó el ruso, para pasar en seguida a un inglés entrecortado—: Muy poco, lo siento. Me esfuerzo por estudiarlo en libros, pero mi inglés no es bueno.
—Mejor que mi ruso, estoy seguro —dijo el paracaidista—. A propósito, me llamo Paul Sinclair.
—¡Oh, lo siento, por favor! —respondió el ruso, estirando el brazo y ofreciéndole la mano—. Pavel Kuchenko.
Fue una buena cena que terminó con canciones en el bar antes de que los dos grupos de oficiales saliesen en tropel hacia sus habitaciones a las once de la noche. Algunos de ellos pensarían que a la mañana siguiente les permitirían quedarse en la cama, pero los ordenanzas habían recibido la orden de presentarse con tazas de té a las siete.
En realidad, el comandante Kuchenko estaba ya despierto a las cinco de la madrugada, y se pasó dos horas sentado y sin moverse detrás de las cortinas de encaje que cubrían las ventanas de su dormitorio de soltero. Permaneció allí, con todas las luces apagadas, vigilando el camino que pasaba por delante de la residencia de los oficiales, seguía hacia la entrada principal y desembocaba en la carretera de Tidworth. Advirtió, o creyó advertir, en la semipenumbra de esas primeras horas de la mañana, la presencia de tres hombres que podían ser vigilantes.
También vio, a las seis en punto, al coronel Arbuthnot cuando salía por la puerta principal de la residencia, situada casi debajo de su ventana, para emprender lo que parecía ser su carrera matutina. Tenía motivos para pensar que se trataba de un hábito regular, ya que había visto al viejo coronel haciendo lo mismo en la madrugada del día anterior.
El coronel Arbuthnot no era un hombre al que costase trabajo distinguir desde lejos, ya que le faltaba el brazo izquierdo. Lo había perdido años atrás cuando estaba patrullando junto con sus hombres en aquella extraña y ya casi olvidada guerra que se desarrolló en los montes de Dhofar, una campaña que fue librada por las fuerzas especiales británicas y el ejército reclutado por Omán para impedir que una revolución comunista derrocara al sultán de Omán y se hiciese con el control del estrecho de Ormuz. El sentimentalismo de un tribunal militar le había permitido seguir en el Ejército, y ahora era el encargado de Intendencia en la residencia de oficiales de Tidworth. Para mantenerse en forma, el coronel salía a correr todas las mañanas por la carretera de Tidworth y hacía unos ocho kilómetros antes de regresar. Era, por lo tanto, una figura harto habitual con su chándal blanco, la capucha por la cabeza y sujeta con un cordón azul y la manga izquierda prendida al costado de la chaqueta. Era la segunda mañana que el comandante Kuchenko lo vigilaba con suma atención.
El segundo día de maniobras transcurrió sin que se produjera incidente alguno, y, finalmente, los oficiales de ambas nacionalidades coincidieron por mayoría absoluta en la apreciación de que los árbitros habían hecho un buen trabajo al otorgar la victoria técnica a los verdes, los cuales acabaron por desalojar a los azules de las posiciones que éstos ocupaban en la Colina de las Ranas y protegieron el Refugio del Zorro de un contraataque. La tercera cena fue muy animada. Hubo gran variedad de canapés, después una interpretación muy aplaudida de Malinka a cargo del joven capitán del Estado Mayor conjunto, que no era un espía, pero tenía una preciosa voz de barítono. El grupo ruso se reuniría a las nueve de la mañana del día siguiente en el vestíbulo principal, después del desayuno, para coger el autobús que les conduciría hasta Heathrow. El autocar llegaría de Londres con dos miembros de la Embajada soviética, que los acompañarían hasta que hubiesen pasado por el control de pasaportes del aeropuerto. Mientras el joven capitán cantaba Malinka, nadie advirtió que alguien se deslizaba dentro de la habitación del coronel Arbuthnot, cuya puerta no estaba cerrada con llave, en la que permaneció unos sesenta segundos para salir después con el mismo sigilo con el que había entrado e ir a reunirse luego con el grupo de oficiales en el bar, haciendo ver que volvía de los lavabos.
A la mañana siguiente, cuando todavía faltaban diez minutos para las seis, una figura vestida con un chándal blanco, la capucha puesta y atada al cuello con un cordón azul, y la manga izquierda prendida a un costado de la chaqueta, bajó los escalones de entrada de la residencia de oficiales y se dirigió corriendo hacia la puerta principal del cuartel de Tidworth. La figura fue divisada por un vigilante que estaba apostado detrás del cristal de la ventana de una de las habitaciones superiores de otro edificio situado a unos doscientos metros. El hombre apuntó algo en una libreta, pero no emprendió acción alguna.
En la puerta de entrada al cuartel, el cabo de guardia salió de la garita, se cuadró y dirigió un saludo militar a la figura que se agachaba para pasar por debajo de la barra. El corredor, al no llevar gorra con visera, no podía devolver el saludo; pero levantó la mano derecha en señal de saludo, enfiló a continuación por la dirección habitual y salió corriendo hacia Tidworth.
A las seis y diez, el cabo levantó la cabeza, se quedó mirando fijamente y luego se volvió hacia su sargento.
—Acabo de ver pasar al coronel Arbuthnot —dijo.
—¿Y qué? —preguntó el sargento.
—Que es la segunda vez —replicó el cabo.
El sargento estaba cansado. Los dos serían relevados en veinte minutos. El desayuno les estaría esperando. El sargento se encogió de hombros.
—Habrá olvidado algo —comentó.
Después, durante las sesiones del consejo disciplinario, el sargento lamentaría haber hecho ese comentario.
El comandante Kuchenko recorrió unos dos kilómetros y fue a ocultarse detrás de unos árboles situados a un lado de la carretera, donde se quitó el chándal que había robado y lo escondió bien entre la maleza. Cuando volvió a la carretera llevaba holgados pantalones grises de franela, chaqueta de lana, camisa blanca y corbata. Sólo sus zapatillas deportivas desentonaban con su nueva indumentaria. Suponía, aun cuando no podía estar seguro de ello, que el coronel Arbuthnot vendría corriendo por la carretera un kilómetro y medio más allá, después de haber perdido diez preciosos minutos buscando su chándal habitual, hasta que llegase a la conclusión de que su ordenanza debía de habérselo llevado a la lavandería y no habría ido a recogerlo todavía. El coronel llevaba sus ropas de repuesto y no se había dado cuenta de que también le faltaba en el armario una camisa, una corbata, una chaqueta y unos pantalones.
Kuchenko podría haberse mantenido delante del coronel británico, conservando una prudente distancia hasta que Abuthnot decidiese dar media vuelta y emprender el camino de regreso; pero, de todos modos, vino a salir de ese dilema gracias a un automóvil que rodaba detrás de él y que sé detuvo a su lado. Kuchenko se inclinó y se asomó por la ventanilla del lado del conductor.
—Siento mucho molestarle —dijo—, pero mi coche se ha averiado. Algo atrás. Me estaba preguntando si había algún taller en North Tidworth donde pudiesen ayudarme.
—Es un poco temprano —le contestó el conductor—, pero puedo llevarle hasta allí. Suba.
El comandante de los paracaidistas se hubiese quedado muy sorprendido por el súbito dominio del inglés del que hacía gala Kuchenko. No obstante, aún se notaba el acento extranjero.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad? —preguntó el conductor cuando estaban hablando.
Kuchenko se echó a reír.
—No. Soy noruego. He venido a ver las catedrales británicas.
El amable conductor dejó a Kuchenko en el centro de la adormilada ciudad de North Tidworth cuando faltaban diez minutos para las siete. El conductor prosiguió su viaje en dirección a Marlborough. Jamás tuvo motivo alguno para mencionar aquel incidente, y tampoco nadie le preguntaría nunca por él.
En el centro de la ciudad, Kuchenko encontró una cabina telefónica y cuando sólo faltaba un minuto para las siete, marcó un número telefónico de Londres, tras haber metido una moneda de cincuenta peniques para hacer la llamada. Después del decimoquinto timbrazo, le contestaron.
—Quisiera hablar con Mr. Roth; con Mr. Joe Roth —dijo Kuchenko.
—Pues está hablando con Joe Roth —dijo la voz al otro extremo de la línea.
—¡Qué lástima! —replicó Kuchenko—. Fíjese, en realidad me hubiese gustado hablar con Chris Hayes.
En el pequeño pero elegante apartamento del barrio londinense de Mayfair, Joe Roth se puso rígido, y todas sus antenas profesionales entraron en estado de máxima alerta. Se había despertado hacía tan sólo veinte minutos, todavía estaba en pijama, sin afeitar, con el agua caliente cayendo en la bañera y preparándose el primer café del día. Había salido de la cocina y cruzaba la sala de estar, con un vaso de zumo en una mano y una taza de café en la otra, cuando sonó el teléfono. Era muy temprano todavía, incluso para él, y eso que no era hombre al que le gustase despertarse tarde, pese a que su cargo de asistente de Asuntos Públicos en la Embajada de Estados Unidos, que estaba a cuatrocientos metros de distancia, en la plaza de Grosvenor, no exigía de él que hiciese acto de presencia hasta las diez de la mañana.
Joe Roth era miembro de la CIA, pero no era el director de la Compañía en la central de Londres. Ese honor correspondía a William Carver, y éste se encontraba en la sede de la División para el hemisferio occidental, tal como correspondía al director de una Central de Inteligencia en país amigo. Y como tal, Carver estaba «declarado», lo que significaba que cualquiera podía saber quién era y qué trabajo realizaba. Carver se encontraría, ex officio, en la sede del Comité de Inteligencia Conjunto Británico, que es como se llama la representación oficial de la Compañía en Londres.
Roth provenía de la Oficina de Proyectos Especiales, un departamento que se había creado tan sólo hacía seis años con el fin de llevar a cabo, tal como su nombre indicaba, ciertos proyectos y algunas medidas activas que en Langley consideraban lo bastante delicados como para que fuese necesario preservar la facultad del director de la Central de poder proclamar su inocencia, incluso ante los aliados de Estados Unidos.
Todos los agentes de la CIA, con independencia del Departamento al que pertenezcan, tienen un nombre real y otro operacional o profesional. El nombre real lo es, en efecto, cuando se trata de Embajadas en países amigos; así que Joe Roth era realmente Joe Roth, y como tal estaba inscrito en la lista del cuerpo diplomático. Pero al contrario de Carver, Joe Roth era un agente «no declarado», excepto para un minúsculo comité compuesto por tres o cuatro agentes británicos del Servicio Secreto de Inteligencia. Así que su nombre profesional era conocido sólo por ese reducido grupo de personas, a las que habría que añadir a algunos de sus compañeros que operaban en Estados Unidos. El hecho de que le espetasen ese nombre por teléfono a las siete de la mañana, y que lo hiciese una voz con un acento extranjero, era como un timbre de alarma.
—Lo siento —replicó, prudente—, pero está hablando con Joe Roth. ¿Quién es usted?
—Escúcheme con atención, Mr. Roth o Mr. Hayes. Me llamo Piotr Alexándrovich Orlov. Soy coronel de la KGB…
—Escuche, si se trata de una broma…
—Mr. Roth, el hecho de que me dirija a usted por su nombre operativo no puede significar para usted ninguna broma. Y mi deserción y mi huida a Estados Unidos no supone ninguna broma para mí. Y eso es precisamente lo que le estoy ofreciendo. Quiero irme a América… de inmediato. Dentro de muy poco me será imposible regresar junto a los de mi bando. No me aceptarían excusa alguna. Poseo gran cantidad de información muy valiosa para su Agencia, Mr. Roth. Tiene que tomar su decisión rápidamente, pues, de lo contrario, volveré mientras todavía estoy a tiempo…
Roth había garabateado a toda prisa el nombre en una libreta de apuntes que había cogido de la mesita del café en la sala de estar. En la libreta tenía anotados todavía los tantos de la partida de póquer que había estado jugando hasta altas horas de la noche con Sam McCready. Al acordarse de su amigo, pensó: «Dios mío, si Sam estuviese oyendo esto ahora, se pondría fuera de sí». Roth interrumpió al ruso:
—¿Dónde se encuentra ahora exactamente, coronel?
—Dentro de una cabina telefónica en una pequeña ciudad situada cerca de la meseta de Salisbury —contestó la voz.
Desde un punto de vista gramatical, el inglés de aquella persona era casi perfecto. Tan sólo el acento resultaba claramente extranjero. Roth había sido entrenado para distinguir dejes dialectales, y localizarlos. Ese acento era eslavo, ruso probablemente. Todavía seguía pensando que esa llamada podía ser una de las endiabladas bromas de McCready y que, de repente, escucharía por el auricular una explosión de alegres carcajadas. Pero, por desgracia, no era el uno de abril, el día que los ingleses dedican a gastarse inocentadas los unos a los otros. Era el tres.
—Durante tres días —dijo la voz— he estado con un grupo de oficiales soviéticos presenciando unas maniobras del Ejército británico en la meseta de Salisbury, alojado en el cuartel de Tidworth. Allí me hice pasar por el comandante Pavel Kuchenko, del GRU. He salido a dar un paseo hace sesenta minutos. Si no estoy de vuelta dentro de una hora, ya no podré regresar. Para volver necesitaré una media hora. Así que tiene treinta minutos para hacerme saber su decisión, Mr. Roth.
—Está bien, coronel. Trataré de solucionar el asunto lo antes posible. Le ruego que me llame dentro de quince minutos. Tendrá la línea libre. Y también su respuesta.
—Quince minutos entonces. Y si no se decide, regresaré al cuartel —dijo la voz, antes de cortar la comunicación.
A Roth la cabeza le daba vueltas. Tenía treinta y nueve años y llevaba doce en la Agencia. Nunca le había ocurrido algo así. Pero también era verdad que había muchos que se pasaban toda una vida de trabajo en la Agencia y jamás llegaban a oler siquiera a un desertor de la Unión Soviética. Sabía que, en casi todos los casos, la gente se pasaba al otro bando después de haber realizado primero algunas tentativas de aproximación. Las deserciones solían producirse después de que el desertor se hubiera pasado un largo período de tiempo dándole vueltas al asunto y una vez que hubiese hecho ciertos preparativos. Se enviaban mensajes a los hombres conocidos de la Agencia en la zona. Se quería un encuentro previo, se deseaban discutir las condiciones. Por regla general se pedía al desertor en potencia que permaneciera en su puesto y que pasara un montón de información antes de dar el salto final al otro lado. Si el desertor se negaba a ello se le urgía para que acudiera con una gran cantidad de documentos al menos. El volumen total de lo que podía enviar antes de pasarse o de lo que podía llevarse consigo afectaría a su statu quo, sus pretensiones, su estilo de vida… Dentro del oficio, eso era lo que se llamaba el precio de la novia.
A veces, sólo a veces, podía presentarse lo que se denominaba un «caminante». El desertor se presentaba por las buenas, tras haber quemado sus naves, incapaz ya de volver. Esto dejaba un escaso margen de elección, o bien se aceptaba al hombre tal como era o se le internaba en un campamento para refugiados. Esto último se hacía sólo en muy contadas ocasiones, ni siquiera en aquellos casos de desertores más bien inservibles y de muy escaso valor, como alguien de la Marina mercante o algún miembro de base del Partido sin nada que ofrecer. Por regla general se recurría a esa medida extrema sólo si las pruebas realizadas con el detector de mentiras sobre las causas de la deserción demostraban que el hombre era un agente de desinformación. Estados Unidos rehusaría aceptarlo. Y lo normal, cuando esto ocurría, era que los rusos hiciesen de tripas corazón, fuesen a buscar a su hombre al campo de refugiados y se lo llevasen de vuelta a casa.
Roth recordaba que, en cierta ocasión, la KGB había logrado descubrir cuál era el campo de refugiados al que habían enviado a un desertor y lo había liquidado. Porque el hombre no había salido bien en las pruebas del detector de mentiras pese a que había dicho la verdad. El aparato había interpretado su nerviosismo como mentiras. Tuvo mala suerte. Claro está que aquello había ocurrido hacía muchos años. Los detectores de mentiras habían mejorado desde entonces.
Y ahora se encontraba con un hombre que decía ser coronel de la KGB y que quería pasarse así por las buenas. Sin advertencia previa. Sin regateos. Sin un maletín repleto de documentos frescos, extraídos del último correo recibido en la rezidentsia de la KGB. Y desertando además en el corazón de Inglaterra precisamente, no en Oriente Medio o en Iberoamérica. Y desertando para irse con los norteamericanos, no con los británicos. ¿O acaso se habría aproximado ya a éstos? ¿Habría sido rechazado por ellos? Roth iba analizando rápidamente las distintas posibilidades mientras los minutos transcurrían inexorables.
Las siete y cinco, las dos y cinco en Washington. Todos estarían durmiendo. Podía haber telefoneado a Calvin Bailey, el director de la Oficina de Proyectos Especiales, su jefe. En esos momentos estaría durmiendo, sin lugar a dudas, en Georgetown. Pero el tiempo…, no había tiempo. Apretó un botón en la pared y abrió un pequeño armario empotrado en el que tenía su ordenador personal. Se puso a teclear de inmediato y, con gran rapidez, se abrió paso hasta el ordenador central, en los sótanos de la Embajada en Grosvenor Square. Accionó el modo operativo y pidió al ordenador central que estableciese una lista de todos los altos oficiales de la KGB que fuesen conocidos en Occidente. A continuación le preguntó: ¿Quién es Piotr Alexándrovich Orlov?
Una de las cosas más extrañas que se dan dentro del mundo del espionaje es esa atmósfera propia del club privado que existe entre sus miembros. Los pilotos comparten también la misma especie de camaradería, pero a ellos les está permitido. Entre los paracaidistas ocurre lo mismo, y también entre los miembros de las Fuerzas Especiales.
Los profesionales tienen la tendencia a respetarse los unos a los otros, incluso por encima de rivalidades, oposición o franca hostilidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, los pilotos de la Luftwaffe y de la RFA rara vez se odiaban entre sí, dejaban esa clase de sentimientos para los fanáticos y los civiles. Los profesionales servían a sus jefes políticos y a sus burócratas con gran lealtad, pero, a la hora de tomarse unas jarras de cerveza, preferirán hacerlo, por regla general, con aquellos que compartan sus ocultas habilidades, aun cuando éstos pertenezcan al bando contrario.
En el mundo del espionaje se lleva una cuidadosa cuenta de quiénes son las personas que el adversario ha colocado en el teatro de operaciones en los últimos días. Los ascensos y los traslados en las Agencias aliadas, rivales o enemigas son registrados y archivados con suma atención. En cualquier capital del mundo, el residente de la KGB sabrá, seguramente, quiénes son los jefes de las delegaciones británica y estadounidense, y viceversa. En cierta ocasión, en la ciudad de Dar es Salam, el jefe residente de la KGB se acercó, en el transcurso de una fiesta, al director del SIS británico, llevando un güisqui con soda en la mano.
—Child —anunció el ruso con gran solemnidad—. Usted sabe quién soy yo y yo sé quién es usted. La nuestra es una profesión harto difícil. No deberíamos ignorarnos uno al otro.
Y los dos hombres brindaron por ello.
El potente ordenador de la CIA en Londres está directamente comunicado con Langley, en Virginia, así que, como respuesta a la pregunta de Roth, unos diminutos y singulares circuitos empezaron a recorrer las listas de los agentes de la KGB que la CIA conocía. Había centenares de «confirmados» y millares de «probables». La mayor parte de esa información había sido conseguida de las declaraciones de los mismos desertores, ya que una de las misiones de los agentes de recogida de información consiste en analizar siempre con el desertor recién llegado el quién es quién en esos últimos días, quién ha sido trasladado, degradado o promovido, etcétera. Estos conocimientos van aumentando con cada nuevo desertor.
Roth sabía que los británicos, en los últimos cuatro años, habían prestado una valiosa ayuda en ese sentido, revelando centenares de nombres, muchos de ellos nuevos, habiendo otros que eran confirmaciones o simples sospechas. Los británicos atribuían su conocimiento en parte a la interceptación de comunicaciones, en parte al análisis sagaz, y en parte también a desertores como Vladimir Kuzichkin, el hombre del Directorio de Agentes Ilegales que habían logrado sacar en secreto de Beirut. Una vez que el banco de datos de Langley hubo obtenido su peculiar información, no desperdició ni un instante en facilitar su respuesta. Letras verdes empezaron a parpadear en la pequeña pantalla del ordenador personal de Roth.
PIOTR ALEXÁNDROVICH ORLOV, KGB, CORONEL. EN LOS ÚLTIMOS CUATRO AÑOS AL PARECER EN EL TERCER DIRECTORIO, SE CREE QUE SE HACE PASAR POR COMANDANTE DEL GRU DENTRO DEL ESTADO MAYOR CONJUNTO DEL EJÉRCITO EN MOSCÚ. CARGOS ANTERIORES CONOCIDOS: OFICIAL DEL CENTRO DE PLANIFICACIÓN DE OPERACIONES DE MOSCÚ Y PRIMER JEFE DE DIRECTORIO (DIRECTORIO DE ILEGALES) EN YASENEVO.
Roth lanzó un silbido cuando la máquina terminó de comunicarle lo que tenía sobre un hombre llamado Orlov. Entonces apagó el ordenador. Lo que le había dicho la voz al teléfono cobraba ahora sentido. El Tercer Directorio o Directorio de las Fuerzas Armadas de la KGB era el departamento encargado de mantener en todo momento un ojo vigilante sobre la lealtad de las Fuerzas Armadas. La KGB solía infiltrar en ellas a sus agentes del Tercer Directorio presentándolos como oficiales del Servicio de Inteligencia militar. Con ese truco se daba una explicación plausible al porqué de su presencia en todas partes y a todas horas, siempre preguntando y vigilando. Si Orlov se había pasado realmente cuatro años dentro del Estado Mayor conjunto del Ministerio de Defensa soviético en calidad de comandante del Servicio de Inteligencia militar, ese hombre debía de ser una enciclopedia ambulante. Y eso sería también lo que habrían tenido en cuenta a la hora de designarlo como acompañante del grupo de oficiales soviéticos que habían sido invitados a presenciar las maniobras militares británicas en la meseta de Salisbury dentro de los marcos de los nuevos y recientes acuerdos entre la OTAN y el Pacto de Varsovia.
Roth echó una ojeada a su reloj de pulsera. Eran las siete y catorce minutos. No disponía de tiempo para llamar a Langley. Tenía sesenta segundos para tomar una decisión. «Hay demasiado riesgo —pensó—, dile que se vuelva a la residencia de oficiales, que se deslice sigilosamente en su habitación y acepte la sabrosa taza de té que le lleve el camarero británico. Y luego a Heathrow y de allí a Moscú. O trata de persuadirle para que se pase en Heathrow y así tendrás tiempo de ponerte en contacto con Calvin Bailey en Washington». Pero, en ese momento, sonó el teléfono.
—Mr. Roth, hay un autobús al lado de esta cabina. Es el primero de la mañana. Creo que está recogiendo al personal civil que realiza trabajos de limpieza en el cuartel de Tidworth. Tengo el tiempo justo para regresar a la hora prevista, si es que me veo en la obligación de…
Roth respiró hondo y retuvo el aire en los pulmones. «Hay que tomar una decisión inmediata, chico —se dijo—, y a toda prisa».
—OK, coronel Orlov, nos haremos cargo de usted. Me pondré en contacto con mis compañeros británicos; ellos le pondrán a salvo en menos de treinta minutos…
—¡No! —La respuesta del ruso fue brusca, en un tono que no admitía oposición—. Sólo me entregaré a los norteamericanos —insistió—. Quiero salir de este país y llegar cuanto antes a Estados Unidos. Ése es el trato, Mr. Roth. Y no aceptaré ningún otro.
—Pero, coronel…
—¡Le digo que no, Mr. Roth! Quiero que venga a recogerme usted. Dentro de dos horas. En el patio de la estación de Andover. Y desde allí me llevará a la base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Heyford. Me enviará a América en un avión de transporte. Ése es el único trato que estoy dispuesto a aceptar.
—De acuerdo, coronel. Lo haremos como usted quiere. Pasaré a recogerle.
Roth necesitó unos diez minutos para vestirse con ropas de calle, coger el pasaporte, la identificación de la CIA, dinero y las llaves del coche, y bajar hasta el sótano para meterse en su automóvil.
Un cuarto de hora después de haber colgado el teléfono, Roth ya se había abierto camino por Park Lane y se dirigía hacia el Norte por el Marble Arch para ir a meterse por Wayswater Road. Prefirió esa ruta al atasco seguro si cruzaba Knightsbridge y Kensington.
A las ocho ya había dejado atrás Heathrow y se había desviado hacia el Sur por la M-25, para luego seguir en dirección sudoeste por la M-3 y desviarse después a la izquierda para coger la A-303 hacia Andover. A las nueve y diez minutos entraba en el patio de la estación de ferrocarril. Una larga fila de vehículos pasaba por delante de la estación, dejando pasajeros y abandonando el patio en cuestión de segundos. Los pasajeros se apresuraban a coger los trenes de cercanías. Tan sólo una persona permanecía inmóvil. Estaba apoyada contra una pared, llevaba chaqueta de lana y unos holgados pantalones grises; estaba leyendo un periódico. Roth se le acercó.
—Me imagino que usted será la persona a la que he venido a recoger —dijo en tono afable.
El lector del diario alzó la vista. Sus ojos grises le contemplaron con serenidad. Tendría unos cuarenta y cinco años y las facciones de su rostro expresaban dureza.
—Eso depende de que usted lleve algún tipo de identificación —respondió el hombre.
Era la misma voz que le había hablado por teléfono. Roth le mostró su carnet de la CIA. Orlov lo examinó con detenimiento y asintió con la cabeza. Roth le indicó por señas dónde tenía su automóvil, que había dejado con el motor en marcha y bloqueando la salida de los otros vehículos. Orlov miró a su alrededor como si se estuviese despidiendo por última vez de un mundo que le era familiar. Luego subió al automóvil.
Roth había pedido al oficial de guardia de la Embajada que alertase a la base de Uper Heyford, anunciándoles que se presentaría allí con un invitado. Roth necesitó unas dos horas más para llegar a la base de las Fuerzas Aéreas norteamericanas situada en el Condado de Oxfordshire. Al llegar se dirigió directamente a la oficina del comandante de la base. Hubo que hacer dos llamadas a Washington y los de Langley se encargaron de aclarar las cosas con el Pentágono, desde donde enviaron instrucciones al comandante de la base. A las quince horas, de Upper Heyford salió un avión de comunicaciones en dirección a la base de las Fuerzas Aéreas norteamericanas en Andrews, en Maryland, con dos pasajeros extras a bordo.
Eso ocurría cinco horas después de que todos los demonios hubieran empezado a desencadenarse entre Tidworth y Londres.
Antes de esto se había producido un jaleo de padre y muy señor mío entre el Ejército británico, el Ministerio de Defensa, el Servicio de Seguridad y la Embajada rusa.
Alrededor de las ocho el grupo de oficiales soviéticos se reunió para desayunar en el comedor de la residencia de oficiales, en un ambiente de lo más relajado con respecto a sus camaradas británicos. A las ocho y veinte ya se habían reunido dieciséis de ellos. Se advirtió la ausencia del comandante Kuchenko, pero no hubo la menor señal de alarma.
Cuando faltaban unos diez minutos para las nueve, los dieciséis rusos se reunieron de nuevo en el vestíbulo principal, llevando esta vez sus equipajes, y de nuevo se advirtió la ausencia del comandante Kuchenko. Enviaron a un camarero para que le comunicara que tenía que darse prisa. El autocar les estaba esperando delante de la puerta.
El camarero regresó para comunicar que no había nadie en la habitación del comandante, aun cuando sus ropas todavía se encontraban allí. Una delegación compuesta por dos oficiales británicos y dos rusos subió a buscarle. Los oficiales comprobaron que la cama había sido usada por la noche, que en el cuarto de baño aún había señales de vapor y que todas las ropas de Kuchenko estaban allí, lo que indicaba que él debía encontrarse en algún lugar cercano, en pijama y bata. Fueron a mirar en el cuarto de baño que había al fondo del pasillo (sólo los dos generales rusos habían sido alojados en habitaciones con cuarto de baño), pero no lo encontraron. También registraron los servicios, pero todos estaban vacíos. Para entonces, los rostros de los dos soviéticos, uno de los cuales era el coronel del Servicio de Inteligencia militar, habían perdido todo rastro de afabilidad.
También los británicos comenzaban a preocuparse. Entonces se efectuó un registro a fondo de toda la residencia de oficiales, pero resultó ser igualmente infructuoso. Un capitán del Servicio de Inteligencia militar británico salió del edificio para ir a interrogar a los invisibles «vigilantes» del Servicio de Seguridad. En las anotaciones de éstos podía leerse que dos oficiales en traje de deporte habían salido a correr esa mañana, pero que sólo uno de ellos había regresado. Se realizó una llamada desesperada al puesto de guardia de la puerta principal. En el Diario de Noche estaba anotado que el coronel Arbuthnot había salido del cuartel y que había regresado.
Para resolver ese problema se sacó de su cama al cabo de guardia. Éste contó lo de la doble salida del coronel Arbuthnot, el cual, al serle presentada esa declaración, negó rotundamente haber salido por la puerta principal, entrado de nuevo y vuelto a salir. Un registro en la habitación del coronel reveló que faltaba el chándal blanco, una chaqueta, una camisa, una corbata y unos pantalones. El capitán del Servicio de Inteligencia militar sostuvo una apresurada conversación en susurros con el general británico de mayor graduación, el cual, poniéndose extremadamente serio, pidió a su colega soviético que lo acompañase a su despacho.
Cuando el general ruso salió de allí, tenía el rostro blanco y contraído por la ira y lo primero que hizo fue exigir que le pusieran un vehículo oficial a su disposición para que lo condujese a su Embajada en Londres. La noticia se extendió rápidamente entre los otros quince oficiales rusos, que se pusieron rígidos e inabordables. Eran las diez de la mañana. La larga lista de conversaciones telefónicas acababa de empezar.
El general británico despertó al jefe del Estado Mayor central en Londres y le dio un informe completo de la situación. El jefe de los «vigilantes» también dio otro informe completo de lo sucedido a sus superiores en el Cuartel General del Servicio de Seguridad, situado en Curzon Street, en Londres. Ese informe pasó al subdirector general, el cual sospechó en seguida que ahí se advertía la mano oculta del TSAR, abreviatura cariñosa que a veces utilizaban los hombres del Servicio de Seguridad para referirse a los del Servicio Secreto de Inteligencia. Eran las siglas de: Those Shits Across the River («Esos mierdas de al otro lado del río»).
Al sur del Támesis, en la penúltima planta de la Century House, Timothy Edwards, delegado del jefe, recibió una llamada de Curzon Street, pero pudo negar que el SIS hubiese tenido algo que ver con eso. Cuando colgó el teléfono, presionó el botón del interfono que tenía sobre su escritorio.
—¡Haga el favor de decir a Sam McCready que suba inmediatamente a verme! —vociferó.
A mediodía, el general ruso, acompañado del coronel del Servicio de Inteligencia militar, se reunía en la Embajada soviética, en Kensington Palace Gardens, con el agregado militar soviético, que se hacía pasar por general de División de Infantería, aun cuando tenía el mismo rango en el Servicio de lnteligencia militar. Ninguno de los tres oficiales sabía que el comandante Kuchenko era, en realidad, el coronel Orlov, de la KGB; conocimiento éste que sólo le estaba reservado a un número muy reducido de oficiales de alta graduación pertenecientes a la Junta de Jefes de Estado Mayor en Moscú. De hecho, los tres hombres se hubieran sentido aliviados si lo hubiesen sabido, ya que pocas cosas hay en este mundo que complazcan más a los soldados y oficiales del Ejército soviético que ver a los de la KGB quedar en ridículo. Los oficiales reunidos en la Embajada de Londres creían haber perdido a un comandante del Servicio de Inteligencia militar, y se sentían extraordinariamente desdichados ante la esperada reacción por parte de Moscú.
En Cheltenham, en el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno británico, el centro de escucha de la nación, se observó un súbito y frenético incremento de las comunicaciones radiofónicas entre la Embajada rusa y Moscú; comunicaciones en las que estaban utilizando los códigos diplomático y militar. Los especialistas de Cheltenham se apresuraron a informar de este hecho.
A la hora del almuerzo, el embajador soviético, Leonid Zamiatin, hizo llegar su más enérgica protesta al Foreign Office, alegando que había habido un secuestro, y exigiendo el acceso inmediato al lugar donde estaba retenido, en contra de su voluntad, el comandante Kuchenko. La protesta dirigida al Foreign Office actuó de rebote y, en seguida, tuvo repercusiones adversas en todas las Agencias de Inteligencia, las cuales se apresuraron a levantar al unísono sus manos inmaculadas, replicando a coro:
—Pero si nosotros no lo tenemos.
Mucho antes del mediodía, la cólera de los soviéticos era ya equiparable al desconcierto de los británicos. El método utilizado por Kuchenko (los ingleses seguían llamándole así) para pasarse al enemigo había sido del todo inusitado, por expresarlo de un modo elegante. Los que desertaban no lo hacían como si fuesen al bar a tomarse una cerveza; antes se procuraban un refugio, que, por regla general, tenían previsto con mucha anticipación. Si Kuchenko hubiese ido a presentarse a una Comisaría, el hecho ya se habría sabido, pues la Policía del Condado de Wiltshire hubiese informado a Londres de inmediato. Y ya que todas las Agencias británicas proclamaban su inocencia, quedaba la posibilidad de que el culpable se encontrase en cualquiera de las otras Agencias que operaban en suelo británico.
La posición de Bill Carver, el director de la delegación de la CIA en Londres, era harto difícil de sostener, por no decir imposible. Roth se había visto forzado a ponerse en contacto con Langley desde la base aérea con el fin de obtener el permiso para poder utilizar un avión de las Fuerzas Armadas estadounidenses, y Langley había informado a Carver. El norteamericano sabía muy bien las reglas del acuerdo angloamericano en este sentido: sería considerado una grave ofensa de los norteamericanos el hecho de que sacaran ilegalmente a un ruso de Inglaterra en las mismas narices de los británicos, sin decirles nada de lo que estaban haciendo. Pero a Carver le habían advertido que atrasara su respuesta hasta que el avión del MATS hubiese salido del espacio aéreo británico. Así que se refugió en el truco de estar inaccesible durante toda la mañana, y luego solicitó una entrevista urgente con Timothy Edwards para las tres de la tarde, la cual le fue concedida de inmediato.
Carver llegó con retraso a la cita: a unas tres manzanas de la Century House había estacionado su automóvil y se había quedado en él hasta que le informaron por el teléfono del vehículo de que el avión había despegado de la base. Cuando saludó a Edwards eran ya las tres y diez, y el jet estadounidense había sobrevolado el canal de Bristol al sur de Irlanda, y no se detendría hasta llegar a Maryland.
En el momento de verse frente a Edwards, Carver había recibido ya un exhaustivo informe de Roth, que un mensajero de la USAF le había llevado desde la base de Heyford a Londres. Roth le había explicado que el tal Kuchenko-Orlov no le había dejado más alternativa que aceptarlo sin más o dejar que se fuera y que Orlov estaba dispuesto a entregarse sólo a los norteamericanos.
Carver usó estos mismos argumentos para tratar de convencer a su interlocutor y restar importancia a la ofensa que eso podría significar para los británicos. Edwards había comprobado la información con McCready, y sabía quién era Orlov; el banco de datos norteamericano que Roth había consultado a eso de las siete de la mañana se había nutrido en primer lugar de los informes facilitados por el SIS británico. Personalmente, Edwards sabía muy bien que él hubiese actuado igual que Roth, aprovechando la ocasión y no dejando escapar la presa; pero, de todos modos, adoptó una actitud fría y reservada. Una vez recibió el informe de Carver, se apresuró a informar a los Ministerios de Defensa y de Asuntos Exteriores y al Servicio de Seguridad. Kuchenko (no vio la necesidad de decirle a todos que el verdadero nombre era Orlov, al menos de momento) se encontraba en el ámbito de soberanía de Estados Unidos, y fuera del alcance de cualquier control británico.
Una hora después, Mr. Zamyatin llegaba al Foreign Office, en King Charles Street, y era conducido de inmediato al despacho del propio ministro. Aun cuando se había propuesto aparentar que recibía las explicaciones con gran escepticismo, en su interior estaba preparado para creer lo que Sir Geoffrey le dijera, pues sabía que era un verdadero hombre de honor. Simulando que se encontraba aún hondamente ultrajado, regresó a la Embajada soviética y pasó su informe a Moscú. La delegación militar soviética emprendió el vuelo de vuelta a casa a altas horas de la noche, hondamente preocupados ante la perspectiva de los interminables interrogatorios que les tendrían preparados.
Por otra parte, en Moscú había estallado ya la gran batalla entre la KGB, que acusaba al GRU de no ejercer la suficiente vigilancia, y el GRU, que acusaba a la KGB de tener oficiales traidores en su plantilla. La esposa del coronel Orlov, profundamente perturbada por la noticia y que hizo angustiosas protestas de su inocencia, fue sometida a extensos interrogatorios, al igual que los compañeros de trabajo del coronel, sus amigos y sus contactos.
En Washington, el director de la Agencia Central de Inteligencia recibió una airada llamada por parte del secretario de Estado, el cual, a su vez, había recibido un afligido telegrama de Sir Geoffrey Howe por la forma de tratar ese asunto. Cuando el director de la CIA colgó el teléfono, alzó la vista por encima de su escritorio y se quedó mirando fijamente a dos hombres sentados frente a él, el subdirector del departamento de Operaciones y el jefe del departamento de Proyectos Especiales, Calvin Bailey. Fue a este último a quien se dirigió.
—Su joven Mr. Roth. La ha armado buena esta vez. ¿Y usted me asegura que actuó por cuenta propia?
—Así es. Pero, por lo que he podido saber, el ruso no le dio tiempo para utilizar los canales oficiales. Le puso en la disyuntiva de tomarlo o dejarlo.
Bailey era un hombre delgado y austero, no muy dado a entablar fuertes amistades personales dentro de la Agencia. La gente lo encontraba frío y reservado. Pero era muy bueno en su trabajo.
—Les hemos gastado una bonita mala pasada a los británicos. ¿Habría corrido usted el mismo riesgo? —preguntó el director de la CIA.
—Lo ignoro —respondió Bailey—. Y no podremos saberlo hasta que hablemos con Orlov. Hasta que conversemos de verdad con él.
El director de la CIA asintió con la cabeza. En el mundo del espionaje, al igual que en cualquier otro, la norma es muy simple. Si uno emprende un negocio arriesgado del que luego saca ricos dividendos, se convierte en un tipo listo, destinado a ocupar los más altos cargos. Pero si el negocio falla, siempre está la jubilación anticipada. El director de la CIA quería que Bailey se comprometiera.
—¿Se hace usted responsable de Roth?, ¿tanto en lo bueno como en lo malo?
—Sí —respondió Bailey—, me hago responsable. A fin de cuentas la suerte está echada. Ahora hay que averiguar qué hemos conseguido.
Cuando el avión de transporte de las Fuerzas Aéreas estadounidenses aterrizó en la base de Andrews, poco después de las seis de la tarde, hora de Washington, cinco limusinas de la Agencia estaban esperando en la pista de aterrizaje. Antes de que el personal de servicio hubiese tenido tiempo de desembarcar, los dos hombres, a quienes ninguno de los militares había reconocido ni volvería a ver en su vida, habían sido escoltados hasta fuera del avión para ser introducidos sin demora en las limusinas de ventanillas oscuras que esperaban en las inmediaciones. Bailey se encontró cara a cara con Orlov, le saludó fríamente con una ligera inclinación de cabeza y vio cómo lo conducían hasta el segundo coche. Entonces se volvió hacia Roth.
—Te lo doy, Joe. Llévatelo y arráncale sus secretos.
—Pero si yo no soy un interrogador —replicó Roth—. Ésa no es mi especialidad.
Bailey se encogió de hombros.
—Tú lo conseguiste. Te pertenece. Es posible que se encuentre más relajado contigo. Tendrás todo el respaldo técnico que necesites: traductores, analistas, especialistas en cualquier campo que ese hombre aborde… Y el detector de mentiras, por supuesto, empieza con el aparato. Llévate a tu hombre al rancho. Te están esperando. Y otra cosa, Joe, quiero saberlo todo, tal como vaya saliendo, al momento; sólo para mis ojos, y en persona, ¿de acuerdo?
Roth hizo un gesto de asentimiento.
Diecisiete horas antes, cuando se estaba apoderando de un chándal blanco en un dormitorio en Inglaterra, el coronel Piotr Orlov, alias Pavel Kuchenko, era todavía un honorable oficial soviético, con hogar, esposa, brillante carrera y patria. Y ya sólo era un fardo, un simple paquete que se cargaba en el asiento trasero de un sedán en un país extranjero, destinado a ser exprimido hasta la última gota y condenado a sentir irremediablemente, tal como le ocurría a todos, las primeras puntadas de remordimiento, de duda y, quizás, hasta de pánico. Roth se inclinó para meterse en el automóvil, al lado del ruso.
—Una última cosa, Joe. Si Orlov, al que desde ahora daremos el nombre de el Trovador, resulta ser un cero a la izquierda, el Director está dispuesto a hacerme picadillo. Pero treinta segundos antes, yo te habré hecho picadillo a ti. ¡Buena suerte!
El rancho era, y sigue siendo, una de las casas anónimas de la CIA, una granja auténtica del sur de Virginia de las que se dedican a la cría de caballos. No demasiado lejos de Washington, pero bien oculta en la profundidad de los bosques, cercada y vallada, con un acceso único por un camino particular, y custodiada por un equipo de jóvenes muy atléticos, que habían aprobado con sobresaliente los cursos de entrenamiento en Quantico sobre combate cuerpo a cuerpo y uso de armas.
A Orlov le designaron una cómoda habitación, pintada de alegres colores, con cuarto de baño y todos los requisitos habituales de un buen hotel: televisión, vídeo, tocadiscos, asientos cómodos y una mesa para comer. Allí le sirvieron la cena, su primera comida en Estados Unidos, y Joe Roth cenó con él. Durante el viaje en el avión, los dos hombres habían acordado que se llamarían por sus nombres, Peter y Joe, cuando se vieran. Y ahora todo parecía indicar que su acuerdo iba a ser duradero.
—Las cosas no van a ser fáciles siempre, Peter —dijo Roth, mientras observaba cómo se las arreglaba el ruso con una hamburguesa enorme.
Puede ser que Roth estuviera pensando en los cristales a prueba de balas en unas ventanas que no podían abrirse, en los espejos unidireccionales que había en todas las habitaciones y en las grabadoras que registraban cada palabra pronunciada en esa casa. El ruso hizo un gesto de asentimiento.
—Mañana empezaremos, Peter. Tenemos que conversar, que hablar de verdad. Primero te someterás a una prueba del detector de mentiras. Si la pasas, tendrás que contarme… muchas cosas. Todo, en realidad. Cualquier cosa que sospeches. Una y otra vez.
Orlov dejó el tenedor y sonrió.
—Joe, no olvides que somos personas que hemos pasado nuestra vida en este mundo tan extraño. No necesitas… —titubeó en busca de la frase adecuada— …andarte con rodeos. Tengo que justificar el riesgo que has corrido por mí al sacarme de Inglaterra. Darte lo que vosotros llamáis «el precio de la novia», ¿no?
Roth se echó a reír.
—Sí, Peter, eso es lo que necesitamos ahora. El «precio de la novia».
En Londres, el Servicio Secreto de Inteligencia británico no se había quedado de brazos cruzados. Timothy Edwards se enteró del nombre del oficial desaparecido —Pavel Kuchenko— gracias al Ministerio de Defensa. Y su propio banco de datos le reveló que ése era el nombre de cobertura del coronel Piotr Orlov, miembro del Tercer Directorio de la KGB. Fue entonces cuando citó a Sam McCready en su despacho.
—He apretado las tuercas a nuestros primos estadounidenses lo más fuerte que he podido. Les he dicho que estamos profundamente ofendidos, que eso representa un ultraje a cualquier nivel; en fin, todo ese tipo de cosas. Bill Carver siente una gran preocupación, se mortifica; ve peligrar su propia posición. En todo caso, está dispuesto a ejercer presión sobre Langley para que nos pasen una buena cantidad de información, conforme la vayan recibiendo. Quiero formar un pequeño grupo que se encargue de analizar la mercancía de Orlov cuando nos llegue. Me gustaría que te hicieses cargo de ello… bajo mi dirección.
—Te lo agradezco —dijo el Manipulador—, pero yo iría mucho más lejos: les pediría el acceso a la fuente. Podría ser que Orlov conociese cosas que son específicamente para nosotros. Esas cosas no les interesan a los de Langley. Quiero acceso a la fuente, acceso personal.
—Eso va a resultar difícil —replicó Edwards, reflexionando—. Casi seguro que ya lo tienen bien escondido en algún lugar de Virginia. Pero puedo preguntarles.
—Tienes derecho a hacerlo —insistió McCready—. En los últimos tiempos les hemos pasado una cantidad de mercancía enorme.
El pensamiento no expresado flotaba en el aire. Ambos sabían de dónde había salido casi toda la información obtenida durante los últimos cuatro años. Y estaba además el Manual de guerra soviético, que habían facilitado a Langley el año anterior.
—Y otra cosa —dijo Sam—. Me gustaría verificar a Orlov. Con Recuerdo.
Edwards miró a McCready fijamente. Recuerdo era un «beneficio» británico, un ruso que trabajaba para el SIS, pero que ocupaba un cargo tan alto y de tanta importancia, que tan sólo a cuatro hombres en la Century House les estaba reservado saber quién era, y no llegaba a la docena el número de personas que estaba al corriente nada más que de su existencia. Los que conocían la identidad de Recuerdo eran el Jefe, Edwards, el superintendente del bloque soviético y Sam McCready, el agente encargado del caso y de la «tutela» del ruso.
—¿Es eso prudente? —preguntó Edwards.
—Me parece que está justificado.
—Ten mucho cuidado.
A la mañana siguiente, un automóvil negro se encontraba visiblemente estacionado en un paso de cebra, por lo que el policía de tráfico no titubeó un momento en denunciarlo. Ya había terminado de rellenar el impreso de la multa y se disponía a sujetarlo con el limpiaparabrisas, metido en un sobre de plástico, cuando un hombre esbelto y elegante, vestido de traje gris, salió de una tienda cercana, se quedó mirando la multa y empezó a protestar. Era una de esas escenas comunes en las que nadie se fija, y mucho menos en una calle londinense.
Cualquier espectador que hubiera contemplado la escena a cierta distancia hubiese visto las gesticulaciones habituales del conductor y la expresión de indiferencia del policía de tráfico, el cual se encogía de hombros con calma imperturbable. Tirándole de una manga, el conductor apremió al agente para que se acercase a la parte de atrás del automóvil y viese la matrícula. Y al hacer esto, el policía de tráfico vio que junto al número de la matrícula, había una placa de identificación con las siglas C.D pertenecientes al Cuerpo Diplomático. Era evidente que el policía había pasado por alto esa señal, pero no por eso se mostró impresionado. Los representantes extranjeros del cuerpo diplomático bien podían gozar de inmunidad ante los tribunales, pero no ante las multas de tráfico. El agente hizo ademán de retirarse.
El conductor cogió el sobre del parabrisas y lo agitó en el aire, justo delante de la nariz del policía. Éste le hizo una pregunta. Para probar que era realmente diplomático, el conductor echó mano a su cartera, sacó un documento de identidad y obligó al policía a que lo mirara. El policía echó un vistazo al documento de identidad, volvió a encogerse de hombros y se alejó. En un ataque de rabia, el extranjero estrujó el sobre con la multa, hizo con él una pelota y la tiró dentro de su coche, a través de la ventanilla del conductor que había conservado abierta, antes de meterse en él y sumarse al tráfico.
Lo que un espectador no hubiera podido ver era el trozo de papel que estaba dentro del documento de identidad y en el que se leía: sala de lectura, Museo Británico, mañana, sin hora. Tampoco habría advertido que el conductor, tras haber recorrido unos dos kilómetros, alisaba el papel de la multa y leía en el reverso: El coronel Piotr Alexándrovich Orlov ha desertado y se ha pasado a los estadounidenses. ¿Sabe usted algo de él?
El Manipulador acababa de ponerse en contacto con Recuerdo.