Siegfried estaba tumbado boca abajo al borde de una hilera de árboles y estudiaba los oscuros contornos del bosque que se extendía a partir de unos trescientos metros de distancia del territorio de Alemania Oriental. McCready se encontraba a su lado.
Cinco años antes, también en la oscuridad, Siegfried había trazado su ruta de conejo a partir de la base de un pino particularmente alto, situado en la parte Este, y orientándose hacia un alto peñasco de reluciente blancura que había en la cima de una colina en la parte occidental. Y ahora tenía un problema: siempre había pensado que vería la roca desde el Este, cuando brillaba pálida bajo la mortecina luz que precede al amanecer; jamás había pensado que podría necesitar verla desde el otro. Y el peñasco estaba muy por encima de él, tapado por los árboles. El único modo de que le fuera visible sería desde una posición dentro de la «tierra de nadie». Estimó su línea imaginaria lo mejor que pudo, cruzó arrastrándose los últimos diez metros de Alemania Occidental y comenzó a cortar con suma cautela los gruesos alambres de la alta valla.
Cuando tuvo hecho su agujero, alzó la mano e hizo señas a McCready para que se acercara. Éste también se arrastró hasta la valla. Sam se había pasado los últimos cinco minutos vigilando las torretas de los guardias fronterizos de Alemania Oriental, y estudiando los movimientos de los focos cuando efectuaban el barrido de la zona. Siegfried había elegido muy bien su punto de partida, justo entre dos torres de vigilancia. A esto se añadía una circunstancia favorable: con el crecimiento de los árboles durante el verano, algunos pinos habían extendido sus ramas por encima del campo de minas algo más de un metro; lo suficiente como para que uno de los focos se viese bloqueado en parte por ese aumento de la vegetación. En el otoño, los podadores recortarían esas ramas, pero no ahora.
El otro foco abarcaba con su haz el camino que ellos pensaban seguir, pero el hombre que lo manejaba debía de estar cansado o aburrido, ya que empleaba algunos minutos en cada ciclo de iluminación. Cuando empezaba de nuevo, siempre apuntaba hacia otra dirección. Entonces efectuaba el barrido hacia el camino elegido por ellos, retrocedía y se apartaba. Si el guardia se mantenía fiel a ese patrón, tendrían unos cuantos segundos de aviso.
Siegfried agachó la cabeza y se deslizó a través del agujero, McCready lo siguió, llevando consigo su saco de yute. Luego el alemán se volvió y enderezó los alambres cortados, colocándolos de nuevo en su sitio. Nadie advertiría el desperfecto si no se acercaba mucho a ese lugar; en cuanto a los guardias, jamás cruzaban la frontera para inspeccionar la alambrada, a menos que se hubiesen dado cuenta de que alguien había abierto un hueco en la misma. A ellos, tampoco les gustaba el campo de minas.
Había que vencer la tentación para no cruzar a la carrera el centenar de metros de anchura que tendría la franja roturada, ahora completamente cubierta por una espesa capa de hierba con tallos de gran altura, cardos y ortigas que crecían a intervalos entre la hierba. Pero quizás hubiera alambres ocultos que activarían las alarmas. Era mucho más seguro arrastrarse. Así que siguieron avanzando de ese modo. Cuando ya estaban a mitad del trayecto, se encontraron con que las sombras de unos árboles les protegían del foco que tenían a su izquierda, pero el haz del de su derecha se les acercaba. Los dos hombres se quedaron rígidos en sus monos verdes, con el rostro pegado contra la tierra. Ambos se habían pintado de negro la cara y las manos; Siegfried, con crema para los zapatos, y McCready con corcho ahumado, que eliminaría con mayor facilidad cuando estuviera al otro lado.
La pálida luz se posó sobre ellos, titubeó, se apartó y se alejó de nuevo. Unos diez metros más adelante Siegfried encontró uno de los alambres de las trampas e hizo señas a McCready para que diese un rodeo. Otros cuarenta metros más y alcanzaron el campo de minas. Allí, los cardos y la hierba les llegaban hasta el pecho. Nadie intentaba segar el campo de minas.
El alemán miró hacia atrás. Por encima de las copas de los árboles, McCready pudo divisar el blanco peñasco, que proyectaba un pálido sendero entre las tinieblas del bosque de pinos. Siegfried volvió la cabeza y reconoció el árbol gigantesco situado al otro extremo del sendero proyectado por la roca. Se alzaba a unos diez metros a la derecha de su línea; Se arrastró de nuevo a lo largo del borde del campo de minas. Cuando se detuvo, se puso a palpar con sumo cuidado entre los altos tallos de hierba. Al cabo de dos minutos, McCready escuchó un resoplido de triunfo. Siegfried sostenía entre el índice y el pulgar un fino hilo de pesca. Tiró de él cuidadosamente. Si el otro extremo estaba suelto la misión habría terminado. El hilo se puso tirante y ofreció resistencia.
—Sigue este hilo —susurró Siegfried—. Te conducirá a través del campo de minas hasta el túnel que pasa por debajo de la alambrada. El sendero no tiene más de sesenta centímetros de ancho. ¿Cuándo estarás de vuelta?
—Dentro de veinticuatro horas —respondió McCready—. O de cuarenta y ocho. Después de ese plazo, olvídalo. No volveré. Te haré una señal con mi linterna desde la base del árbol grande antes de emprender el regreso. Manténme la valla abierta.
McCready desapareció por el campo de minas, arrastrándose sobre el vientre, oculto entre las altas hierbas y la espesa maleza. Siegfried esperó a que la luz del foco pasase por encima de él una última vez y se arrastró de regreso al Oeste.
McCready avanzó a gatas por el campo de minas, siguiendo el camino que el hilo de nailon le marcaba. De vez en cuando tiraba de él para asegurarse de que aún estaba firme. Sabía que no vería ninguna mina. Las que allí había no eran las grandes tipo placa, que podían lanzar un camión por los aires, sino minas pequeñas, hechas de plástico y fabricadas contra las personas, invisibles a los detectores de metales, que algunos, en sus intentos de huida, habían tratado de utilizar sin éxito. Las minas estaban enterradas, y se activaban por la presión en la superficie. No explotarían si un conejo o un zorro pasaba por encima, pero eran lo suficientemente sensibles como para detectar un cuerpo humano. Y lo bastante potentes como para arrancar una pierna de cuajo, esparcir los intestinos por el aire o vaciar la cavidad pectoral. Con frecuencia no mataban al instante, y dejaban al frustrado prófugo malherido, gritando inútilmente en la oscuridad, hasta que los guardias, acompañados de guías, acudían después de la salida del sol para retirar el cadáver.
McCready vio por encima de su cabeza las enmarañadas ondas de los alambres de espino que marcaban el final del campo de minas. El hilo de pescar lo condujo hasta una depresión plana por debajo de la alambrada. Se dio entonces la vuelta para quedar tumbado de espaldas, con el saco empujó los alambres hacia arriba, valiéndose de los hombros y presionando en el suelo con los talones. Palmo a palmo fue deslizándose por debajo de la alambrada. Por encima de su rostro podía ver las relucientes púas, que hacían esa clase de alambre más doloroso que la navaja de un barbero.
La alambrada tenía una anchura de diez metros, y una altura de dos y medio. Cuando al fin salió a la Zona Oriental, advirtió que el hilo de nailon estaba atado a una fina estaquilla que casi se había salido del suelo. Un tirón más y se hubiera desprendido del todo, haciendo fracasar toda la operación. Enterró bien la estaquilla, la cubrió con un montón de agujas de pino y se fijó en la posición que ocupaba, justo enfrente a la cara posterior del gran pino. Sacó la brújula, la mantuvo delante de él y prosiguió su avance.
Se arrastró siguiendo un ángulo de noventa grados, hasta que llegó a los límites de un sendero. Allí se despojó del mono, lo enrolló alrededor de la brújula y lo ocultó bajo una capa de agujas de pino unos doce metros en el interior del bosque. No podía dejarlo en el sendero abierto al descubierto porque si pasaba algún perro, olería la ropa, con toda seguridad. Partió una rama por encima de su cabeza y la dejó colgando de un saliente en la corteza. Nadie se daría cuenta, pero él, sí.
A su vuelta, sólo tendría que encontrar el sendero y la rama partida para recobrar el mono y la brújula. Un ángulo de doscientos setenta grados le llevaría de nuevo al pino gigante. Dio media vuelta y anduvo hacia el Este. Mientras caminaba, iba tomando nota mental de cada marca: árboles caídos, montones de troncos, revueltas y encrucijadas. Después de un kilómetro y medio salió a una carretera y algo más adelante vio la aguja de la iglesia luterana de Ellrich.
Tal como Siegfried le había advertido, rehuyó esa carretera y se internó por campos de trigo, ya segados, hasta que dio con la carretera que iba a Nordhausen, unos ocho kilómetros más arriba. Eran las cinco en punto de la madrugada. Caminó por el borde de la carretera, dispuesto a lanzarse a la cuneta si un vehículo aparecía en cualquier dirección. Más hacia el Sur confió en que el raído chaquetón, los pantalones de pana, las botas y la gorra con visera, indumentaria habitual de muchos obreros agrícolas alemanes, le harían pasar inadvertido. De todos modos, la población en aquella comarca era tan reducida, que todo el mundo se conocía. Tampoco tenían por qué preguntarle hacia dónde se dirigía, ni mucho menos de dónde venía. A sus espaldas no había ningún lugar del que pudiese venir, a excepción de la localidad de Ellerich o de la frontera.
En las afueras de Nordhausen tuvo un golpe de suerte. Detrás de la cerca medio derruida de una casa a oscuras había una bicicleta apoyada contra un árbol. Mohosa pero utilizable. Sopesó el riesgo que supondría apoderarse de ella con la ventaja de cubrir una cierta distancia más de prisa que sobre dos piernas. Si su pérdida permanecía sin descubrirse durante una media hora, habría merecido la pena. Así que cogió la bicicleta y caminó con ella un centenar de metros, después se montó y se dirigió hacia la estación de ferrocarril. Eran las seis menos cinco. El primer tren para Erfurt saldría en quince minutos.
En el andén de la estación, varias docenas de obreros esperaban para dirigirse hacia el Sur, a su trabajo. McCready colocó sobre la taquilla algo de dinero, compró un billete y se dirigió al tren, que llegaba arrastrado por una vieja locomotora, pero a su hora. Acostumbrado al servicio de cercanías de los ferrocarriles británicos, McCready agradeció esa puntualidad. Dejó su bicicleta en consigna, en el vagón de equipajes, y fue a sentarse en los bancos de madera. El tren se detuvo de nuevo en Sonderhausen, en Greussen y en Straussfurt antes de llegar a Erfurt a las seis horas y cuarenta y un minutos. McCready recogió la bicicleta y pedaleó por las calles que le conducirían hacia la parte oriental de la ciudad, de cuyas afueras partía la carretera nacional número siete en dirección a Weimar.
Poco después de las siete y media, a pocos kilómetros al este de la ciudad, un tractor le adelantó. Arrastraba un remolque plano y lo conducía un hombre algo mayor. Había llevado un cargamento de remolacha azucarera a Erfurt y regresaba a su granja. El anciano aminoró la marcha y se detuvo.
—Steig mal rauf! —le gritó el campesino, tratando de hacerse oír por encima de los gruñidos del destartalado motor, que expulsaba densas nubes de humo negro.
McCready hizo un gesto de agradecimiento, subió la bicicleta al remolque y se montó en el tractor. El ruido del motor impedía toda conversación, algo que no podía menos que favorecer a McCready, pues, pese a que hablaba un alemán bastante fluido, no poseía ese fuerte acento de la Baja Turingia. En todo caso, el viejo granjero también se sentía feliz de poder chupetear a sus anchas su pipa apagada y conducir. A unos quince kilómetros de Weimar, McCready advirtió la muralla de soldados.
Estaban en la carretera, varias docenas de ellos, y también esparcidos por los campos, a derecha e izquierda. Pudo ver los cascos que protegían sus cabezas, deslizándose entre los maizales. A la derecha se abría un sendero que conducía a una granja. McCready miró hacia ellos. A unos diez metros, toda una fila de soldados avanzaba en dirección a Weimar. El tractor aminoró la marcha y se detuvo ante la barrera. Un sargento se puso a gritar al conductor, ordenándole que apagase el motor. El viejo le devolvió los gritos:
—Si lo hago, lo más probable es que no pueda volver a arrancar. ¿Me empujarán tus muchachos?
El sargento lo reconsideró, se encogió de hombros e hizo señas al viejo granjero para que le mostrase sus documentos. Los inspeccionó, se los devolvió y se acercó adonde estaba sentado McCready.
—Documentación —le dijo.
McCready le entregó su documento de identidad. En él decía que era Martin Kroll, trabajador del campo y empadronado en la circunscripción administrativa de Weimar. El sargento, que era un hombre de ciudad, nacido en Schwerin, al norte de Alemania, se puso a olfatear.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Remolacha azucarera —se apresuró a contestar McCready, el cual no pensaba confesar voluntariamente que era un invitado en el tractor, si nadie se lo preguntaba.
Tampoco le explicó que antes de transportar la remolacha azucarera el remolque había servido para llevar una carga mucho más olorosa. El sargento frunció la nariz, le devolvió la documentación y les hizo señas para que siguieran camino. De Weimar se acercaba un camión que prometía ser mucho más interesante; además, a él le habían ordenado que prestase atención a la gente que trataba de salir del cerco, en especial si se trataba de un hombre de cabello gris y acento renano, no que se ocupase de un maloliente tractor que entraba en el cerco. El tractor siguió por la carretera hasta llegar a un desvío, a unos cinco kilómetros de Weimar, donde se metió por un camino comarcal. McCready saltó a tierra, bajó la bicicleta, dio las gracias con gestos al viejo granjero y pedaleó hacia la ciudad.
Al llegar a las afueras de Weimar, Sam McCready tuvo que avanzar pegado a la cuneta para evitar que los camiones cargados de tropas con los uniformes verde y gris del Ejército Nacional del Pueblo, el NVA. También se divisaban algunas salpicaduras de verde brillante, correspondiente a los agentes de la Policía del Pueblo, los vopos. Grupos de ciudadanos de Weimar se agolpaban en las esquinas, mirando con curiosidad. Alguien sugirió que era un ejercicio militar; nadie le llevó la contraria. A fin de cuentas, las maniobras son propias de los militares. Era normal, pero no usual en el centro de la ciudad.
A McCready le hubiese gustado llevar un plano de la ciudad, pero no podía permitirse el lujo de que le vieran estudiando uno. No era un turista. Había memorizado su ruta en el plano que había sacado prestado del departamento de Alemania Oriental en Londres, y que había estudiado en el avión durante su viaje a Hannover. Entró en la ciudad siguiendo la Erfurterstrasse, pedaleó todo recto en dirección al casco antiguo y vio, frente a él, el edificio del Teatro Nacional. El asfaltado pavimento se convirtió en adoquinado. Giró a la izquierda para meterse por la Heinrich Heine Strasse y continuó hasta la plaza Karl Marx. Allí desmontó y se puso a empujar la bicicleta, con la cabeza gacha, cuando unos coches de los vopos pasaron por su lado en ambas direcciones.
En la plaza Rathenau se puso a buscar la Brennerstrasse, y la encontró en el extremo más alejado de la plaza. Si la memoria no le fallaba, Bockstrasse tendría que estar a la derecha. Y, en efecto, así era. El número catorce correspondía a un viejo edificio que, desde hace muchísimo tiempo hubiese necesitado alguna que otra reparación, al igual que casi todas las casas en el paraíso de Herr Honecker. La pintura y el revocado de las paredes se caían a pedazos y los nombres escritos junto a los ocho timbres estaban borrosos. Pero logró descifrar con algún esfuerzo un único nombre, al del apartamento número tres: Neumann. Metió la bicicleta por el gran portalón de entrada, la dejó en el vestíbulo, de suelo enlosado, y subió las escaleras. Había dos apartamentos en cada planta. El número tres estaba un piso más arriba. Se quitó la gorra, se arregló un poco la chaqueta y pulsó el timbre. Eran las nueve menos diez.
Durante un buen rato nada sucedió. Pero pasados dos minutos, se escuchó el ruido de unos pies que se arrastraban y la puerta se abrió poco a poco. Fräulein Neumann era muy vieja, iba vestida de negro, tenía el cabello blanco y caminaba apoyándose en dos bastones. McCready calculó que le faltaría muy poco para cumplir los noventa. La mujer se le quedó mirando.
—Ja? —preguntó.
A McCready se le iluminó la cara con una sonrisa, como si la hubiese reconocido.
—¡Oh, sí, es usted, Fräulein! Ha cambiado, por supuesto. Pero no mucho más que yo. Ya no se acordará de mí. Soy Martin Kroll. Usted me dio clases en la escuela primaria, hace unos cuarenta años.
La anciana se limitó a mirarle con sus brillantes ojos azules detrás de unas gafas de montura de oro.
—Yo me encontraba en Weimar en aquellos años. Vengo de Berlín, ¿sabe usted? Vivo allí. Y me pregunté si usted seguiría aquí. En la guía telefónica encontré su nombre. Así que vine para ver qué tal le va. ¿Me permite entrar?
La anciana se apartó a un lado y McCready entró. Un recibidor sombrío y mohoso por los años. La anciana, arrastrando los pies debido a la artrosis de las rodillas y los tobillos, le condujo hasta su sala de estar, cuyas ventanas daban a la calle. McCready esperó a que la anciana se sentara para tomar asiento en una silla.
—¿Así que le di clases en aquella época, en la vieja escuela primaria de la Heinrich Heine Strasse? ¿Cuándo fue eso exactamente?
—Bien, tuvo que ser en los años cuarenta y tres y cuarenta y cuatro. Nuestra casa había sido bombardeada. En Berlín. Así que fui evacuado aquí junto con otros niños. Tuvo que ser en el verano del cuarenta y tres. Estaba en una clase con…, ¡ay, los nombres…!, bueno, me acuerdo de Bruno Morenz. Era mi compañero de juegos.
La anciana se le quedó mirando un buen rato, luego se puso de pie. McCready la imitó. La mujer se deslizó hasta la ventana y miró hacia la calle. Un camión lleno de vopos pasaba traqueteando. Todos iban sentados muy rígidos. Llevaban las cartucheras al cinto, en las que llevaban sus pistolas «AP9» de fabricación húngara.
—Siempre los uniformes —murmuró la anciana como si hablase consigo misma—. Primero los nazis, ahora los comunistas. Y siempre los uniformes y las pistolas. Primero la Gestapo y ahora la SSD. ¡Ay, Alemania!, ¿qué hemos hecho para merecernos ambas cosas?
La mujer se apartó de la ventana y se volvió hacia McCready.
—Usted es inglés, ¿verdad? Siéntese, haga el favor.
McCready se alegró de poder hacerlo. Se dio cuenta de que, pese a su avanzada edad, la dama conservaba aún una mente afilada como una navaja.
—¿Por qué dice una cosa así? —preguntó McCready con acento indignado.
La anciana no se inmutó ante aquella muestra de indignación.
—Por tres razones. Me acuerdo de todos los niños a los que di clases en aquella escuela durante la guerra y después de la guerra, y no había ningún Martin Kroll entre ellos. Y, en segundo lugar, la escuela no estaba en esa calle. Heine era judío, y los nazis se encargaron de hacer desaparecer su nombre de calles y monumentos.
McCready se hubiese dado de bofetadas. Tenía que haber sabido que el nombre de Heine, uno de los más grandes poetas de Alemania, no había sido rehabilitado hasta después de la guerra.
—Si usted grita o da la voz de alarma —dijo él, sereno—, yo no le haré daño. Pero ésos vendrán por mí, me llevarán y me fusilarán. La elección es suya.
La anciana anduvo cojeando hasta su sillón y se sentó.
—En 1934, yo era catedrática en la Universidad Humboldt, en Berlín. Más joven que el resto de los catedráticos, y la única mujer. Los nazis llegaron al poder. Yo los despreciaba. Y así lo manifesté. Me imagino que he de considerarme afortunada, pues podrían haberme enviado a un campo de concentración. Pero se mostraron indulgentes; me enviaron aquí, para que diese clases en la escuela primaria a los hijos de los trabajadores del campo.
»Después de la guerra no regresé a la Humboldt. En parte, porque me parecía que los niños de aquí tenían más derecho a las clases que yo pudiera darles que los espabilados jóvenes de Berlín, y, en parte, porque tampoco se me apetecía enseñar la versión comunista de las mentiras. ¿Responde esto a su pregunta?
—¿Y si me llegan a detener de todos modos y les hablo de usted?
La anciana sonrió por primera vez.
—Mi querido joven, cuando una tiene ochenta y ocho años, no hay nada que le puedan hacer a una que Dios Nuestro Señor no vaya a hacer muy pronto. ¿Por qué ha venido a verme?
—Bruno Morenz. ¿Se acuerda de él?
—¡Oh, sí, claro que me acuerdo! ¿Tiene problemas?
—Sí, Fräulein Neumann, y muy graves. Se encuentra aquí, no muy lejos de esta casa. Vino con una misión…, mía. Cayó enfermo, de la cabeza. Ha perdido completamente los nervios, tiene que estar escondido por ahí afuera, en alguna parte. Necesita ayuda.
—La Policía y todos esos soldados, ¿están aquí por Bruno?
—Sí. Si le encuentro antes que ellos, quizá pueda ayudarle. Llevármelo a tiempo.
—¿Y por qué ha venido a verme?
—Hablé con la hermana de Bruno en Londres, me dijo que él le había contado muy pocas cosas de los dos años que pasó aquí durante la guerra. Sólo que había sido muy desdichado y que su único amigo había sido su maestra de escuela, Fräulein Neumann.
La anciana se balanceó hacia delante y hacia atrás durante un rato.
—Pobre Bruno —dijo al fin—, pobre niño asustadizo. Siempre tan atemorizado. De los gritos y de los castigos.
—¿Por qué tenía Bruno miedo, Fräulein Neumann?
—Provenía de una familia socialdemócrata de Hamburgo. El padre había muerto, durante un bombardeo; pero, antes de que eso ocurriera debió de haber hecho en su hogar algún comentario ofensivo sobre Hitler. Bruno estaba alojado en la casa de un granjero a las afueras de la ciudad, un hombre brutal que bebía mucho. Por añadidura, un nazi fanático. Un buen día, por la noche, Bruno tuvo que haber dicho algo que había aprendido de su padre porque el granjero se quitó la correa y le dio una paliza con ella. Le golpeó duramente. A partir de entonces, aquello se convirtió en una rutina. El pobre Bruno solía salir huyendo de la casa.
—¿Y en dónde se escondía, Fräulein Neumann? ¡Por favor, dígamelo!
—En el pajar. En una ocasión me lo enseñó. Cuando fui a la granja a recriminar al granjero. Había un pajar solitario, al otro lado de los campos de heno, lejos de la casa y de los demás pajares. Bruno hacía un agujero en las balas de heno colocadas en lo alto del pajar. Solía esconderse allí, donde permanecía hasta que el granjero caía sumido en su acostumbrado sueño de borracho.
—¿Dónde estaba situada la granja exactamente?
—La aldehuela se llamaba Marionhain. Creo que todavía existe. Eran unas cuatro granjas agrupadas. Ahora habrán sido colectivizadas. Se encuentra entre los pueblos de Ober Grünstedt y de Nieder Grünstedt. Salga por la carretera en dirección a Erfurt. A unos seis kilómetros gire a la izquierda por un camino de tierra. Tiene que haber un letrero. La granja se llamaba Finca de Müller, pero lo más probable es que la hayan cambiado de nombre. Quizás ahora tenga un número. Pero si todavía existe, busque un pajar que se encuentra a unos doscientos metros del grupo de casas, al final de los campos de heno. ¿Cree que podrá usted ayudarle?
McCready se levantó.
—Si Bruno está allí, Fräulein Neumann, trataré de ayudarle. Le juro que lo intentaré por todos los medios. Le doy las gracias por su ayuda.
Cuando llegaron a la puerta, McCready se volvió hacia la anciana.
—Usted me ha hablado de tres razones que la habían llevado a creer que yo era inglés, pero sólo ha mencionado dos.
—¡Ah, sí! Usted va vestido como un obrero del campo y sin embargo, afirma que viene de Berlín. Allí no hay granjas. Lo que significa que ha de ser un espía, o bien trabaja para ésos… —dijo la dama, volviendo la cabeza hacia la ventana, por donde entraba el ruido de otro camión que pasaba por la calle—, o para los del otro lado.
—Podía haber sido un agente de la Stasi.
La anciana sonrió de nuevo.
—No, mister inglés, me acuerdo muy bien de los oficiales británicos que estuvieron aquí en 1945, durante un breve tiempo, antes de que los rusos llegasen. Ustedes eran mucho más educados.
El camino de tierra que salía de la carretera principal se encontraba exactamente donde la anciana había dicho que debería de estar, a la izquierda, y llevaba hacia una zona de ricos campos de labranza situada entre la N-7 y la autopista E-40. En un pequeño cartel se podía leer Ober Grünstedt. Se metió con la bicicleta por aquel camino hasta llegar a un cruce, a un kilómetro y medio de distancia. El camino se bifurcaba. A su izquierda estaba Nieder Grünstedt. McCready pudo ver la muralla de uniformes verdes que rodeaban la aldea. A su derecha se extendían los campos de maíz, aún no cosechados, cargados de espigas y de metro y medio de alto. Se inclinó sobre el manillar y se metió por el camino de la derecha. Bordeó Ober Grünstedt y vio un camino de tierra aún más estrecho que el anterior. Entró por él y cuando llevaba recorridos unos ochocientos metros divisó los tejados de un grupo de casas, graneros y establos, del típico estilo de Turingia, con los tejados sumamente empinados, altísimas torres y altos y anchos portalones para permitir la entrada a las carretas de heno a los grandes patios interiores de forma cuadrada. Marionhain.
McCready no quiso pasar la aldehuela. Podría encontrarse con campesinos que lo identificarían al instante como a un extranjero. Dejó la bicicleta en los maizales y se subió a un montículo para poder observarlo todo mejor. A su derecha vio un pajar, grande y solitario, construido con ladrillos y negras maderas embreadas, y se encontraba bastante apartado del grupo de graneros principal. Se agachó y, caminando casi en cuclillas, empezó a abrirse paso hacia el pajar, rodeando el lugar. En el horizonte, una oleada de uniformes verdes comenzó a moverse por los alrededores de Nieder Grünstedt.
El doctor Lothar Herrmann también estaba trabajando esa mañana. No solía hacerlo los sábados, por regla general, pero necesitaba estar ocupado en algo para distraerse y no darle vueltas a la situación tan embarazosa en la que se había metido. La noche anterior estuvo cenando con el Director General, la situación no resultó nada fácil.
Aún no se había efectuado detención alguna en relación con el caso del asesinato de Heimendorf. La Policía no había recibido todavía la información «requerida» acerca de una persona en particular a la que deseaban interrogar. Los agentes de la Brigada de Homicidios parecían encontrarse ante un muro impenetrable que se alzaba en torno a un juego de huellas dactilares y a dos balas disparadas por la misma pistola.
Se llevaron a cabo discretos interrogatorios a un cierto número de caballeros muy respetables, pertenecientes tanto al sector público como al privado, los cuales se vieron avergonzados por la situación en que se encontraban. No obstante, todos, sin excepción, cooperaron con la Policía en la medida de sus fuerzas. No pusieron objeción a dejarse tomar las huellas dactilares, ni a entregar armas para que fueran comprobadas, así mismo facilitaron los datos que permitieran verificar sus coartadas. Y el resultado de todo eso fue… nada.
El Director General se había mostrado comprensivo y pesaroso, pero inflexible. La falta de cooperación por parte del Servicio Secreto había ido ya demasiado lejos. El lunes por la mañana estaba dispuesto a ir él mismo en persona a las oficinas de la Cancillería Federal para entrevistarse con el Secretario de Estado, el cual tenía la responsabilidad en el aspecto político del BND. Sería una entrevista muy escabrosa, y él, el Director General, no estaba satisfecho. En absoluto.
El doctor Herrmann abrió la gruesa carpeta con las comunicaciones de radio mantenidas al otro lado de la frontera en el período comprendido del miércoles al viernes. Advirtió que parecía haber bastantes más que de costumbre. Algún tipo de alarma entre los vopos de la región de Jena. Cuando releía por encima los comunicados, la mirada del doctor Herrmann se detuvo en una frase que había sido utilizada en una conversación sostenida entre el vehículo de los vopos y la Central de Jena: «Grande, cabellos grises, acento renano…» El doctor Herrmann se quedó pensativo. Algo le vino a la memoria…
Su ayudante entró en ese momento en el despacho y dejó un telegrama sobre el escritorio, delante de su jefe. Si Herr Doktor insistía en trabajar el sábado por la mañana, bien podía ir procesando la información a medida que ésta llegaba. El telegrama se debía a la gentileza del Servicio de Contraespionaje, el BFV. En el despacho se comunicaba que un agente, particularmente observador, se había fijado en el rostro de un viajero que había llegado al aeropuerto de Hannover en un vuelo procedente de Londres, y que había entrado en Alemania bajo el nombre de Maitland. Como se trataba de un agente muy avispado, el hombre del Servicio de Contraespionaje buscó aquel rostro entre los de sus expedientes, y transmitió su identificación a la oficina central de Colonia. Desde allí fue transmitida a Pullach. El caballero Maitland era, en realidad Mr. Samuel McCready.
El doctor Herrmann se sintió muy ofendido. Era una gran descortesía por parte de un alto oficial del Servicio de Inteligencia de uno de los países de la OTAN el hecho de entrar en el país sin anunciarse. Y no tenía nada de usual. A menos que… Releyó las comunicaciones de Jena que habían sido interceptadas y el telegrama con la noticia de Hannover. «No se atrevería», pensó. Entonces otra parte de su cerebro le replicó: «Por supuesto que sí, el puñetero sería muy capaz de ello». El doctor Herrmann descolgó el teléfono y empezó a tomar sus disposiciones.
McCready salió del abrigo que los campos de maíz le deparaban, atisbó a derecha e izquierda, y cruzó a la carrera los escasos metros de hierba que le separaban del viejo pajar. La puerta rechinó sobre sus oxidados goznes cuando la empujó para entrar. A través de algunas rendijas entre las tablas penetraban los rayos de sol, haciendo danzar las motas de polvo que revoloteaban por el aire y permitiendo ver en la penumbra el contorno confuso de viejos carretones, barriles, aperos de labranza, arreos de caballerías y artesas mohosas. McCready alzó la mirada. La parte de arriba, a la que se accedía por una escalera de mano, estaba repleta de fardos de heno apilados. McCready subió por la escalera y llamó con voz sofocada.
—Bruno.
No obtuvo respuesta. Entonces pasó por entre los fardos de heno apilados, tratando de encontrar algún indicio de que habían sido removidos. Al fondo del pajar advirtió, entre dos fardos, lo que le pareció ser el trozo de un tejido impermeable. Con gran cuidado separó los fardos.
Bruno Morenz yacía en su escondite, tumbado de lado. Tenía los ojos abiertos, pero no hacía el menor movimiento. Cuando la claridad penetró en su escondrijo, se estremeció, sobresaltado.
—Bruno, soy yo, Sam. Tu amigo. Mírame, Bruno.
Morenz volvió el rostro hacia él. Tenía la tez grisácea y estaba sin afeitar. Llevaba tres días sin comer y sólo había bebido agua estancada de un tonel. Su mirada parecía perdida. Cuando vio a McCready, trató de enfocarla.
—¿Sam?
—Sí, Sam. Sam McCready.
—No les digas que estoy aquí, Sam. No me encontrarán si no les dices nada.
—No les diré nada, Bruno. Nunca.
A través de una grieta entre las tablas, McCready divisó la fila de uniformes verdes que avanzaba a través de los maizales, en dirección a Ober Grünstedt.
—Intenta sentarte, Bruno.
McCready le ayudó a ello y le recostó la espalda contra los fardos de heno.
—Tenemos que darnos prisa, Bruno. He venido a sacarte de aquí.
Morenz sacudió la cabeza con gesto torpe.
—No, Sam, quédate conmigo. Aquí estaremos a salvo. Nadie podrá encontrarnos nunca.
«No —pensó McCready—, un granjero borracho jamás te encontraría. Pero quinientos soldados, sí». Entonces intentó ayudar a Morenz a que se pusiese de pie, pero fue inútil, pesaba demasiado. Las piernas no le obedecerían. McCready le rodeó el pecho con sus brazos. Debajo del impermeable sintió un bulto. Le soltó, y Morenz se desplomó de nuevo sobre el manto de heno. Allí, se acostó otra vez, haciéndose un ovillo. McCready supo entonces que su amigo jamás conseguiría ir con él hasta la frontera en las inmediaciones de Ellrich, ni pasar por debajo de las alambradas de espino, ni atravesar el campo de minas. Estaba acabado.
A través de la rendija, más allá de los maizales con sus mazorcas brillando bajo los rayos del sol, divisó los verdes uniformes que ahora se extendían por entre las casas y los pajares de Ober Grünstedt. Marionhain será su siguiente objetivo.
—He estado visitando a Fräulein Neumann. ¿Te acuerdas de Fräulein Neumann? Es muy amable.
—Sí, muy amable. Ella puede saber que estoy aquí, pero no se lo dirá a nadie.
—Jamás lo dirá, Bruno. Jamás. Me dijo que tienes los deberes de casa para ella. Los necesita para corregirlos.
Entonces, Morenz sacó un grueso manual de tapas rojas de debajo del impermeable. En la cubierta de plástico estaban, estampadas en oro, la hoz y el martillo. Morenz tenía la corbata desanudada y la camisa abierta. De un cordel que llevaba alrededor del cuello le colgaba una llave. McCready cogió el manual.
—Tengo sed, Sam.
Del bolsillo trasero del pantalón McCready sacó una petaca de plata y se la dio. Morenz bebió el güisqui con gran avidez. McCready miró a través de la rendija. Los soldados habían terminado en Ober Grünstedt. Algunos bajaban por el sendero, otros se acercaban a través de los campos.
—Pienso quedarme aquí, Sam —dijo Morenz.
—Está bien —contestó McCready—, te quedarás aquí. Adiós, viejo amigo. Que duermas bien. Nadie volverá a molestarte nunca más.
—Nunca más —repitió el hombre en un murmullo antes de quedarse dormido.
McCready le sacó del cuello el cordel con la llave y metió el manual en su saco de yute. Después bajó por la escalera de mano y salió a esconderse entre los maizales. Dos minutos después el cerco se cerraba. Era mediodía.
Necesitó doce horas para regresar hasta el lugar donde se alzaba el pino gigante, en la zona fronteriza cercana al pueblo de Ellrich. Se puso el mono de camuflaje y esperó, agazapado debajo de los árboles, hasta que fueron las tres y media. Entonces dirigió su linterna hacia la roca blanca que se alzaba al otro lado de la frontera y la encendió tres veces consecutivas; después se deslizó por debajo de la alambrada, cruzó arrastrándose el campo de minas y siguió a través de la franja roturada. Siegfried le estaba esperando al otro lado de la valla.
Mientras iban en el automóvil de vuelta a Goslar, McCready examinó la llave que había quitado a Bruno. Era de acero y en el reverso tenía grabadas las palabras Flughafen Köln, «aeropuerto de Colonia». Después de un opíparo desayuno se despidió de Kurzlinger y de Siegfried y condujo su coche hacia el Sudoeste en vez de dirigirse al Norte, a Hannover.
A las trece horas del sábado, los soldados entraban en contacto con el coronel Voss, el cual llegaba en un automóvil oficial acompañado de una dama que vestía ropa de civil. Los dos subieron a lo alto del pajar por la empinada escalera de mano y examinaron el cadáver tendido en el heno. Se había efectuado un registro a fondo, el pajar había sido prácticamente desmenuzado, pero no se encontró ni el menor rastro de material escrito, ni mucho menos de un grueso manual. Aunque lo cierto era que tampoco tenían ni la más remota idea de qué estaban buscando.
Un soldado cogió una botellita de plata de la mano del muerto y se la pasó al coronel Voss. Éste la olió y murmuró entre dientes:
—Cianuro:
La comandante Vanavskaya se apoderó de la botellita y le dio la vuelta. En el dorso podía leerse: Harrods, London. La comandante utilizó una expresión muy impropia en una dama. El coronel Voss pensó que había sonado a algo así como «¡Grandísimo hijo de puta!»
Al mediodía, McCready entraba en el aeropuerto de Colonia con el tiempo suficiente para poder coger el vuelo de las trece horas para Inglaterra. Cambió su billete de avión de Hannover a Londres por otro de Colonia a Londres, se anunció como pasajero y se encaminó hacia los casilleros de la consigna automática, situados a un lado del vestíbulo. Sacó la llave de acero y la introdujo en la cerradura del compartimiento cuarenta y siete. Dentro había una bolsa de lona. McCready la cogió.
—Creo que yo me haré cargo de la bolsa, muchas gracias, Hérr McCready.
Éste dio media vuelta. A unos cuantos pasos de él se encontraba el subdirector del Directorio Operacional del BND. Dos caballeros de gran envergadura rondaban algo más allá. Uno de ellos se examinaba con detenimiento las uñas de los dedos, mientras que el otro hacía lo mismo con el techo, como si estuviese buscando alguna gotera.
—¡Vaya, doctor Herrmann, qué alegría verle de nuevo! ¿Qué le trae por Colonia?
—La bolsa… si tiene la amabilidad. Mr. McCready.
—Sam se la entregó. Herrmann se la pasó a uno de los hombres de su escolta. Podía permitirse el lujo de mostrarse afable.
—Vamos, Mr. McCready, nosotros, los alemanes, somos gente hospitalaria. Permítame que le escolte hasta el avión. Imagino que no deseará perderlo.
Se encaminaron hacia el control de pasaportes.
—En cuanto a un cierto colega mío… —insinuó Herrmann.
—No regresará jamás, doctor Herrmann.
—¡Oh, pobre hombre! Pero quizás haya sido mejor así.
Llegaron ante la ventanilla de la inspección de pasaportes. El doctor Herrmann sacó un carnet de su bolsillo, se lo mostró a los oficiales del Departamento de Inmigración y pasaron de largo sin más preámbulos. Cuando la salida del vuelo fue anunciada, los hombres escoltaron a McCready hasta la puerta del corredor de embarque.
—¡Mr. McCready!
Éste se volvió en el umbral de la puerta. El doctor Herrmann le dirigió una sonrisa.
—También nosotros sabemos cómo escuchar las conversaciones radiofónicas al otro lado de la frontera. Le deseo un buen viaje, Mr. McCready. Mis saludos a Londres.
La noticia llegó a Langley una semana después. El general Pankratin había sido trasladado. En el futuro dirigiría un grupo de campos de concentración para prisioneros militares en la provincia de Kazajstán.
Claudia Stuart se enteró de la noticia a través de su hombre en la Embajada de Estados Unidos en Moscú. Todavía estaba meciéndose en los laureles que le llovían desde las altas esferas a medida que los analistas iban estudiando el programa completo del Orden soviético de batalla. Así que estaba preparada para adoptar una actitud filosófica ante lo que le había ocurrido a su general soviético. Como apuntó a Chris Appleyard en el economato militar:
—Conservó el pellejo y el rango. Eso es mejor que extraer plomo en las minas de Yakutsia. Y en cuanto a nosotros…, bien, nos resulta más barato que un bloque de apartamentos en Santa Bárbara.