CAPÍTULO V

La comandante Ludmilla Vanavskaya no pudo conciliar el sueño. Trató de dormir, pero permaneció despierta en la oscuridad, preguntándose, intrigada, cómo demonios era posible que los alemanes orientales, con su reputación de eficacia en el control de su propia población, pudiesen dejar escapar a un hombre como Morenz en un área de treinta kilómetros cuadrados. ¿Había hecho autoestop, robado una bicicleta?, ¿seguiría agazapado en el fondo de una zanja? ¿Qué diablos estaban haciendo los vopos en toda esa zona?

A las tres de la madrugada se había convencido a sí misma de que algo tenía que haber sido pasado por alto, alguna minúscula pieza de ese rompecabezas de cómo un hombre medio chiflado que andaba por una pequeña zona barrida por la Policía del Pueblo podía escapar a su detención.

A las cuatro se levantó de la cama y volvió a las oficinas de la KGB, donde importunó al personal de guardia con su petición de una línea de seguridad con el cuartel general de la SSD. Cuando la obtuvo, habló con el coronel Voss. El hombre no había abandonado su despacho todavía.

—Esa fotografía de Morenz —inquirió la comandante—, ¿era reciente?

—De hace un año aproximadamente —respondió Voss, intrigado.

—¿Cómo la consiguieron ustedes?

—A través de la HVA —contestó Voss.

Vanaskaya le dio las gracias y colgó.

Por supuesto, la HVA, la Hauptverwaltung Aufklärung, el Servicio Secreto de Inteligencia en el extranjero de Alemania Oriental, el cual, por obvias razones lingüísticas, se especializaba en tender redes de espionaje por todo el territorio de la República Federal Alemana. Era dirigido por el legendario general Marcus Wolf. Incluso la misma KGB, cuyo desprecio por los Servicios de Inteligencia de los países satélites era más que notorio, sentía por ese maestro de espías un respeto considerable. Marcus Mischa Wolf había perpetrado algunos brillantes golpes de mano contra los alemanes occidentales; uno de los más notables fue «colocar» un espía como secretario privado del canciller Willy Brandt.

La comandante llamó por teléfono y despertó al jefe del Tercer Directorio de la KGB en Berlín Oriental y le comunicó lo que quería, no sin dejar de mencionar el nombre del general Chaliapin. La estratagema le dio resultado. El coronel contestó que vería qué podía hacer. A la media hora, el coronel le devolvía la llamada.

—Parece ser que el general Wolf es ave madrugadora —le dijo—; tiene usted una cita con él en su despacho a las seis.

A las cinco de la mañana, los hombres del Departamento de Criptografía del cuartel general de comunicaciones del Gobierno británico de Cheltenham terminaban las tareas de decodificación del último paquete de mensajes de escasa importancia que se habían ido acumulando a lo largo de las últimas veinticuatro horas. Ahora, ya en forma de textos claros, serían transmitidos, a través de una serie de líneas de comunicación de alta seguridad, a diversos destinos: unos irían a parar a las oficinas del SIS, en la Century House; otros, a las del MI-5, en Curzon Street; algunos, al Ministerio de Defensa, en Whitehall. Muchos de esos mensajes serían «copiados» si se consideraba que podría resultar de interés a dos de esas instituciones o incluso a las tres a la vez. Los mensajes de Inteligencia urgentes se tramitaban con mucha más rapidez, pero las apacibles horas de la mañana eran un buen momento para enviar a Londres la información clasificada como de «bajo interés»; las líneas se encontraban mucho más desocupadas.

Entre ese material había un mensaje del miércoles por la noche, enviado desde Pullach al delegado del BND en la Embajada de la República Federal Alemana. Este país fue, y sigue siendo, por supuesto, un valioso y respetado aliado de Gran Bretaña. No hubo segunda intención por parte de Cheltenham cuando interceptó y descifró un mensaje confidencial de un país aliado a su propia Embajada. El código secreto había sido descubierto hacía ya algún tiempo. No se trataba de nada ofensivo, sino simplemente rutinario. Ese mensaje en particular fue a parar al MI-5 y al Departamento para asuntos de la OTAN de la Century House, donde se analizaban todas las relaciones de espionaje con los aliados de Gran Bretaña, excepto la CIA, la cuál tenía asignado su propio Departamento de enlace.

Había sido el director del Departamento para asuntos de la OTAN el primero en llamar la atención a Edwards sobre lo embarazoso que sería que McCready hubiera captado como su agente personal a un oficial de un Servicio Secreto aliado como era el BND. De todos modos, el jefe del Departamento para asuntos de la OTAN seguía siendo un amigo de McCready. Cuando leyó el mensaje de los alemanes a las diez de la mañana, decidió ponerlo en conocimiento de Sam. Por si se diese el caso… Pero no tuvo tiempo de hacerlo hasta el mediodía.

A las seis de la mañana la comandante Ludmilla Vanavskaya fue introducida en el despacho del general Marcus Wolf, dos plantas más arriba de donde el coronel Voss tenía su despacho. Al maestro de espías de Alemania Oriental le disgustaban los uniformes; llevaba puesto un traje oscuro, hecho a medida. También prefería el té al café, y le agradaba una clase de té particularmente aromática que recibía desde Londres de la casa «Fortnum and Mason». Ofreció una taza a la comandante soviética.

—Camarada general, esa fotografía reciente de Bruno Morenz proviene de su organización.

Mischa Wolf se la quedó mirando fijamente por encima del borde de su taza. Si tenía fuentes y contactos en el seno de las altas jerarquías de Alemania Occidental, como era en realidad, no estaba dispuesto a confirmárselo a aquella extranjera.

—¿Podría usted conseguir una copia del curriculum vitae de Morenz? —le preguntó la mujer.

Marcus Wolf se quedó pensando acerca de la solicitud que la joven le hacía.

—¿Para qué la quiere? —preguntó, afable.

La comandante le explicó lo que pensaba. Con todo detalle, violando incluso algunas normas.

—Sé que no es más que una simple sospecha —dijo ella—. Nada en concreto. La sensación de que aquí falta una pieza. Quizás algo perteneciente a su pasado.

Wolf hizo un gesto de asentimiento. Le agradaba ese modo de pensar. Muchos de sus mejores éxitos habían tenido su origen en una vaga idea, en la sospecha de que el enemigo debía de tener un talón de Aquiles y sólo hacía falta encontrarlo. El general se levantó, se dirigió a un archivador y sacó un fajo de ocho hojas. Se lo entregó sin decir ni una palabra. Allí estaba la biografía de Bruno Morenz. De los archivos de Pullach, el mismo expediente que Lothar Herrmann había estado estudiando el miércoles por la tarde. Vanavskaya exhaló un suspiro de admiración. Wolf sonrió.

Si Marcus Wolf había llegado a ese puesto en el mundo del espionaje no se debía tanto al hecho de sobornar o extorsionar a personalidades influyentes de Alemania occidental (cosa que también se podía hacer a veces, por supuesto), sino a su habilidad para introducir en los despachos de los peces gordos a mujeres solteras y de honradez a toda prueba, a personas de un estilo de vida intachable y con unos antecedentes libres de toda mácula. El general sabía muy bien que una secretaria que gozase de la confianza de su jefe veía tanto como éste, y, en ocasiones, mucho más.

A través de los años, la República Federal Alemana se había visto conmocionada por una serie de escándalos protagonizados por las secretarias particulares de personalidades de la política o de la defensa de la nación, cuando éstas o bien eran detenidas por el BFV o lograban huir a tiempo al Este. El general sabía que llegaría el día en que sacaría a Fräulein Erdmute Keppel de la oficina del BND en Colonia y la haría volver a su amada República Democrática Alemana. Pero hasta que ese momento llegase, Fräulein Keppel seguiría llegando a la oficina una hora antes que su jefe, Dieter Aust, y copiaría todo aquello que fuese de interés, incluyendo los expedientes personales de todos los empleados. Y durante el verano seguiría llevándose el almuerzo a un parque solitario, donde masticaría sus bocadillos vegetales con escrupulosa parsimonia, alimentaría a las palomas con pulcras migajas y, por último, tiraría la bolsa, en la que había llevado sus bocadillos, a la papelera más próxima al banco donde había estado sentada. La cual sería retirada pocos minutos después por el elegante caballero que había sacado a su perro a pasear. Durante el invierno, sin embargo, tornaría su almuerzo en una acogedora cafetería y tiraría su periódico en el cubo de la basura que se encontraba cerca de la puerta, de donde sería recogido por el barrendero.

Cuando volviese a Oriente, Fräulein Keppel se encontraría con una recepción estatal, además de la felicitación personal del ministro de Seguridad, Erich Mielke, o quizá del mismo jefe del partido, Erich Honecker, una medalla, una pensión estatal y un hogar confortable para descansar junto a los lagos de Fürstenwalde.

Pero, como es lógico, ni siquiera el propio Marcus Wolf podía ser clarividente. El hombre no podía saber que para 1990 la República Democrática Alemana habría dejado de existir, que Mielke y Honecker, destituidos de sus cargos, habrían caído en desgracia, que él habría sido jubilado y estaría escribiendo sus memorias por unos emolumentos sustanciosos, o que Fräulein Erdmute Keppel se encontraría pasando sus últimos años en Alemania occidental, en un lugar de reclusión mucho menos confortable que el piso que le había sido asignado en Fürstenwalde.

De pronto, la comandante Ludmilla Vanavskaya levantó la cabeza.

—Tiene una hermana —exclamó.

—Sí —dijo Wolf—. ¿Cree usted que esa mujer puede saber algo?

—No es más que una hipótesis —contestó la rusa—. Si pudiera ir a verla…

—Si le es posible obtener el permiso de sus superiores —le recordó Wolf, interrumpiéndola, afable—. Por desgracia, usted no trabaja para mí.

—Pero si pudiera ir, necesitaría cobertura. No rusa, ni de Alemania Oriental…

Wolf se encogió de hombros, aparentando modestia.

—Poseo ciertas historias listas para su uso. Por supuesto. Esto forma parte de nuestro comercio exterior…

A las diez de la mañana, un «LOT 104» de las líneas aéreas polacas despegaba del aeropuerto de Berlín Schönefeld. Había sido retenido durante diez minutos para que la comandante Ludmilla Vanavskaya pudiese subir a bordo. Como Wolf había apuntado, el alemán que hablaba la rusa era correcto y fluido, pero no tanto como para que pudiese hacerse pasar por alemana. Y la probabilidad de que se tropezase en Londres con alguien que hablase polaco era mínima. La comandante llevaba la documentación de una maestra de escuela polaca que iba a visitar a sus parientes. Situación creíble, ya que Polonia tenía un régimen de gobierno mucho más liberal.

El avión de línea polaco aterrizó a las once, habiendo ganado una hora debido a la diferencia horaria. La comandante Ludmilla Vanavskaya no necesitó más que treinta minutos para pasar por los controles de pasaporte y aduana, realizó dos llamadas telefónicas desde una cabina pública en el vestíbulo de la Terminal número dos, correspondiente a los vuelos internacionales, y cogió un taxi que la condujo a un barrio de Londres llamado Primrose Hill.

Al mediodía, el teléfono sonó en el despacho de Sam McCready. Acababa de colgar tras haber mantenido una conversación con los de Cheltenham. La respuesta: nada todavía. Habían pasado ya cuarenta y ocho horas, y Bruno Morenz seguía sin aparecer. La nueva llamada provenía del hombre del despacho para asuntos de la OTAN, situado en la planta de abajo.

—Aquí tengo una nota que llegó en la bolsa de la mañana —dijo—. Es posible que no signifique nada; en tal caso, tírala a la basura. De todos modos, te la envío en seguida con un mensajero.

El despacho llegó cinco minutos después. Cuando lo abrió y vio la hora de entrada, McCready blasfemó en voz alta.

La regla de no saber más que lo imprescindible funciona, por regla general, de un modo admirable en el mundo oculto del espionaje. Jamás se pasará una información concreta a aquellos que no necesitan saberla para el buen ejercicio de sus funciones. De ese modo, si hay una filtración, bien sea deliberada o debida a que alguien se va de la lengua por pura negligencia, el daño resultante se mantendrá siempre dentro de unos límites razonables. Sin embargo, a veces esta regla opera en sentido contrario. Una pieza de información que podría haber cambiado los acontecimientos no se transmite porque nadie lo cree necesario.

A la estación de las montañas del Harz que había detectado las comunicaciones sobre el Duendecillo y al departamento de escuchas de Cheltenham especializados en Alemania Oriental se les había transmitido la orden de comunicar a McCready, sin ninguna dilatación, cualquier información que pudiesen interceptar. Las palabras «Grauber» y «Morenz» actuaban como activadores del instantáneo procesamiento de la información. Pero a nadie se le había ocurrido alertar también a los centros de escucha que, dentro de las mismas estaciones, se especializaban en el registro de las comunicaciones diplomáticas y militares de los países aliados.

El mensaje que tenía sobre su escritorio estaba datado a las cuatro horas y veintidós minutos de la tarde del miércoles. Rezaba así:

De Herrmann

a Fietzaul:

De suma urgencia. Contactar con Mrs. A. Farquarson, Morenz de soltera, con probable residencia en Londres stop Preguntar si en los últimos cuatro días ha visto a su hermano o ha tenido noticias suyas fin.

«Nunca me dijo que tuviese una hermana en Londres. Nunca me dijo que tuviese una hermana», pensó McCready. Empezó a preguntarse entonces si no habría muchas otras cosas más que su amigo Bruno habría dejado de contarle acerca de su pasado. Cogió de una repisa una guía telefónica y se puso a buscar entre las personas que llevaban el apellido de Farquarson.

Por fortuna, no se trataba de un apellido demasiado común. Con el de Smith, el asunto hubiese sido completamente diferente. Había catorce Farquarson, pero ninguna Mrs. A. Empezó a llamar a uno detrás de otro. De los siete primeros, cinco dijeron que no conocían a ninguna Mrs. Farquarson. Dos no contestaron. Con el octavo tuvo suerte; el número correspondía a Robert Farquarson. Contestó una mujer.

—Sí, yo soy Mrs. Farquarson.

—¿Pero es usted Mrs. A. Farquarson?

—Sí.

La mujer parecía a la defensiva.

—Discúlpeme por molestarla, Mrs. Farquarson. Soy del departamento de Inmigración de Heathrow. ¿Tiene usted por casualidad un hermano llamado Bruno Morenz?

Un largo silencio.

—¿Se encuentra ahí, en Heathrow?

—No estoy autorizado para decírselo, señora. A menos de que usted sea su hermana.

—Sí. Yo soy Adelheid Farquarson. Bruno Morenz es mi hermano. ¿Puedo hablar con él?

—Me temo que de momento no será posible. ¿Seguirá usted en esa dirección, digamos…, dentro de un cuarto de hora? Se trata de un asunto importante.

—Sí, aquí estaré.

McCready pidió un coche con chófer a la central de vehículos y salió precipitadamente del despacho.

Era un gran apartamento tipo estudio en la última planta de una sólida mansión de estilo eduardiano detrás de la carretera de Regent’s Park. McCready subió y pulsó el timbre. Mrs. Farquarson lo recibió ataviada con una bata corta, como las que usan los pintores, y le hizo pasar a un estudio en el que reinaba la mayor confusión, con cuadros en los caballetes y bocetos esparcidos por el suelo.

Era una mujer muy atractiva, de cabello canoso como su hermano. McCready, supuso que tendría algo menos de sesenta años, mayor que Bruno. La mujer hizo sitio para que se sentara y sostuvo su mirada con gesto campechano. McCready advirtió que en una mesita cercana había dos tazas de café. Ambas vacías. Y mientras Mrs. Farquarson tomaba asiento, McCready se las ingenió para rozar una de las tazas. Aún estaba caliente.

—¿En qué puedo servirle, Mr…?

—Jones. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su hermano, Herr Bruno Morenz.

—¿Por qué?

—Es algo relacionado con inmigración.

—Me está mintiendo, Mr. Jones.

—¿Yo?

—Sí, mi hermano no ha venido a Inglaterra. Y si quisiera hacerlo, no tendría ningún tipo de problemas con la inmigración británica. Mi hermano es ciudadano de la República Federal Alemana. ¿Es usted policía?

—No, Mrs. Farquarson. Pero sí soy un amigo de Bruno. Desde hace ya muchos años. Hemos recorrido un largo camino juntos. Le ruego que me crea lo que le estoy diciendo porque es la pura verdad.

—Se encuentra en dificultades, ¿no es cierto?

—Sí, me temo que sí. Estoy tratando de ayudarle, si puedo, pero no va a resultar fácil.

—¿Qué ha hecho?

—Todo parece indicar que ha asesinado a su amante en Colonia. Y que ha huido. Me hizo llegar un mensaje. Me decía en él que no había tenido la intención de hacerlo. Luego desapareció.

La mujer se levantó de su asiento, se dirigió a la ventana y se quedó contemplando los árboles del parque de Primrose Hill, con las tonalidades propias del follaje en las postrimerías del verano.

—¡Ay, Bruno! —exclamó melancólica—. ¡Siempre tan loco! Mi pobre y asustadizo Bruno.

La mujer dio media vuelta y se le quedó mirando.

—Estuvo aquí un hombre de la Embajada alemana —le explicó—. Ayer por la mañana. Había llamado antes por teléfono, el miércoles por la noche, cuando yo estaba fuera. No me explicó lo que usted me ha contado…, sólo me preguntó si había tenido noticias de Bruno. Le dije que no. Y tampoco puedo ayudarle a usted, Mr. Jones. Probablemente usted sabrá mucho más que yo, si mi hermano le ha dejado un mensaje. ¿Tiene usted idea de dónde ha ido?

—Ahí radica el problema. Creo que ha cruzado la frontera. Se ha marchado a la Alemania Oriental. En algún lugar cercano a la ciudad de Weimar. Quizá para refugiarse en casa de algunos amigos. Sin embargo, por lo mucho que sé, jamás en su vida había estado en las inmediaciones de Weimar.

Mrs. Farquarson le miró sorprendida.

—¿Por qué dice eso? —preguntó—. Vivió allí dos años.

McCready conservó el gesto impasible, pero estaba asombrado.

—Lo siento. No lo sabía. Nunca me lo contó.

—No, seguro que no lo hizo. Detestaba aquel lugar. Fueron los dos años más desdichados de su vida. Jamás hablaba de aquel período.

—Creía que su familia era de Hamburgo, que ustedes habían nacido y crecido en esa ciudad.

—Sí, allí nacimos y nos criamos. Hasta 1943. En esa fecha, Hamburgo fue destruida por la RAF, cuando desencadenaron el gran bombardeo llamado Tormenta de fuego. ¿Ha oído hablar de aquello?

McCready hizo un gesto de asentimiento. Él tenía cinco años entonces. Royal Air Force había bombardeado el centro de Hamburgo con tal intensidad, que provocaron incendios incontenibles. El fuego consumió el oxígeno de los suburbios hasta crear un infierno devastador en el que las temperaturas aumentaron de tal forma, que el acero se fundió y corrió como agua, mientras el hormigón explotaba como bombas. Aquel infierno se extendió por la ciudad, convirtiendo en vapor todo aquello que encontraba a su paso.

—Aquella noche, Bruno y yo nos quedamos huérfanos. Cuando todo hubo pasado, las autoridades se encargaron de nosotros y nos evacuaron. Yo tenía quince años y Bruno diez. Fuimos separados. A mí me enviaron con una familia que vivía en las afueras de Gotinga. Y a Bruno, a la casa de un granjero, en las inmediaciones de Weimar.

»Después de la guerra le busqué y la Cruz Roja me ayudó en mi empeño y pudimos volver a reunimos. Regresamos a Hamburgo. Cuidé de él. Recuerdo que apenas hablaba de los años que tuvo que pasar en Weimar. Empecé a trabajar en las cantinas de la NAAFI británica, para mantener a Bruno. Aquellos tiempos fueron muy duros.

McCready hizo un gesto de asentimiento con la cabeza:

—Sí, lo siento —murmuró.

Ella se encogió de hombros.

—Era la guerra —prosiguió—. En fin, en 1947 conocí a un sargento británico. Robert Farquarson. Nos casamos y vinimos a vivir aquí. Murió hace ocho años. Cuando Robert y yo nos fuimos de Hamburgo, en 1948, Bruno tenía un puesto de aprendiz en una empresa que fabricaba instrumentos ópticos. Desde entonces no le habré visto más que tres o cuatro veces, y ni una sola vez en los últimos diez años.

—¿Le ha contado eso al hombre de la Embajada?

—¿A Herr Fietzau? No, no me preguntó por la infancia de Bruno. Pero se lo he contado a la mujer.

—¿A la mujer?

—Se fue de aquí hace tan sólo una hora. Era del Departamento de Pensiones.

—¿Pensiones?

—Sí. Me dijo que Bruno seguía trabajando en el ramo de la fabricación de instrumentos ópticos de precisión, para una empresa de Wurtzburgo llamada «BKI». Pero, según parece, la «BKI» ha sido adquirida por la firma británica «Pilkington Glass», y como ya se acerca la fecha de la jubilación de Bruno, necesitaba algunos datos sobre su vida para evaluar su cualificación. ¿No pertenecía a la empresa donde trabaja Bruno?

—Lo dudo. Es probable que sea de la Policía de Alemania Occidental. Me temo que ellos también están buscando a Bruno, pero no para ayudarle.

—Lo siento. Creo que me he comportado con gran insensatez.

—Usted no podía saberlo, Mrs. Farquarson. ¿Hablaba esa mujer bien el inglés?

—Sí, a la perfección, aunque con un ligero acento, polaco quizá.

McCready tenía muy pocas dudas acerca del país de procedencia de la dama. Había otros cazadores que iban persiguiendo a Bruno Morenz, muchos, pero sólo McCready y los de otro grupo sabían de la existencia de la «BKI» de Wurtzburgo. McCready se levantó.

—Haga un esfuerzo por recordar lo poco que usted le contó sobre aquellos años después de la guerra. ¿Hay alguien allí, aunque no sea más que una sola persona, a quien Bruno pueda dirigirse en estas horas de necesidad? ¿Para refugiarse?

La mujer se quedó reflexionando durante largo rato, haciendo un visible esfuerzo de concentración.

—Hay un nombre que él mencionó, el de una persona que había sido cariñosa con él. La maestra de la escuela primaria. La Fräulein…, ¡maldita sea…!, Fräulein Neuberg…, no…, ahora lo recuerdo: Fräulein Neumann. Ése era el apellido. Neumann. Pero lo más probable es que haya muerto. De eso hace cuarenta años.

—Una última pregunta. Mrs. Farquarson. ¿Le dijo esto a la dama de la empresa de instrumentos ópticos?

—No, de esto me acabo de acordar ahora mismo. Le dije únicamente que Bruno, al ser evacuado de niño, había pasado dos años en una granja situada a unos quince kilómetros de Weimar.

De vuelta en Century House, McCready pidió prestado al departamento de Alemania Oriental una guía telefónica de Weimar. Había varias personas con el apellido Neumann, pero tan sólo una precedida por Frl, abreviatura de Fräulein, «señorita». Tenía que ser una solterona sin duda alguna. Una jovencita no tendría su propio apartamento, y con teléfono, al menos no en Alemania Oriental. Debía de ser una mujer soltera y madura, con una profesión. Que esto fuese así no era más que una probabilidad muy remota, una conjetura harto arriesgada. Podría hacer que la llamase por teléfono alguno de los agentes in situ que tenía el Departamento de Alemania Oriental al otro lado del Muro. Pero los de la Stasi estaban por todas partes, husmeando cada cosa. Una única pregunta como: ¿Fue usted la maestra que, en la posguerra, dio clases a un niño pequeño llamado Morenz y ha estado él por su casa?, podía echarlo todo al traste. La siguiente visita de McCready fue a esa sección de la Century House cuya especialidad consiste en la preparación de documentos de identidad falsos.

Telefoneó a las oficinas de la «British Airways», pero no pudieron ayudarle. Sin embargo sí pudieron hacerlo los de la «Lufthansa». Tenían un vuelo a las cinco y cuarto de la tarde para Hannover. Pidió a Denis Gaunt que le llevase de nuevo a Heathrow.

Los proyectos mejor urdidos por ratones y por hombres, como el poeta escocés podría haber dicho, terminan a veces pareciéndose a la merienda de un perro chiflado. El vuelo de las líneas aéreas de regreso a Varsovia vía Berlín Oriental tenía prevista su salida para las tres y media. Pero cuando el piloto conectó los sistemas de control, una luz de alarma roja se encendió. Al final resultó ser un solenoide averiado, pero esto retrasó la hora del despegue hasta las seis. En la sala de espera de salida, la comandante Ludmilla Vanavskaya echó un vistazo al monitor en el que se transmitía la información televisada de los vuelos, advirtió que habría un retraso «por razones técnicas», blasfemó por lo bajo y volvió a ensimismarse en su libro.

McCready estaba a punto de salir de su despacho cuando sonó el teléfono. Durante unos segundos titubeó si contestaba o no, al fin decidió hacerlo. Podía ser algo importante. Era Edwards.

—Sam, alguien de Documentos Raros ha venido a verme. Y ahora escúchame, Sam: no tendrás mi permiso para ir a Alemania Oriental, no lo tendrás en absoluto. ¿Está claro?

—Perfectamente claro, Timothy, no podía estarlo más.

—Bien —replicó el asistente del Jefe, antes de colgar el teléfono.

Gaunt había escuchado la voz al otro extremo de la línea y lo que ésta había dicho.

A McCready empezaba a gustarle Gaunt. Sólo llevaba seis meses en su Departamento, pero ya había dado claras muestras de ser el poseedor de una mente brillante, así como una persona en la que uno podía confiar, además de muy capaz de guardar un secreto.

Sabía mantener la boca cerrada. Cuando dejaron atrás la plaza Hogarth, giraron por un montón de esquinas y se metieron en el denso tráfico de los viernes por la tarde en la carretera de Heathrow, Gaunt decidió abrir la boca.

—Sam, ya sé que te has metido en más sitios peligrosos que el brazo derecho de un pastor, pero has sido declarado proscrito en Alemania Oriental y el Jefe te ha prohibido que vuelvas allí.

—Una cosa es prohibir y otra es prevenir —dijo McCready.

Cuando Sam McCready atravesó el vestíbulo de salidas de la Terminal Dos para abordar el avión de la «Lufthansa» con destino Hannover, no se le ocurrió echar una mirada a la atractiva mujer de brillantes cabellos rubios y penetrantes ojos azules que estaba sentada, leyendo, a menos de dos metros de él. Y ella tampoco se fijó en aquel hombre de complexión mediana y finos cabellos castaños, que pasó por su lado envuelto en una gabardina gris y con aire desgarbado.

El avión de McCready mantuvo su horario previsto y aterrizó en Hannover a las ocho, hora local. La comandante Ludmilla Vanavskaya salió de Londres a las seis y aterrizó en el aeropuerto de Berlín-Schönefeld a las nueve. McCready alquiló un automóvil, y condujo más allá de Hildesheim y Salzgitter, hasta que llegó a su lugar de destino en los bosques de las afueras de Goslar. Vanavskaya fue recogida por un coche de la KGB, que la condujo al número veintidós de Normannenstrasse. Tuvo que esperar una hora para poder entrevistarse con el coronel Otto Voss, que estaba reunido con Erich Mielke, el ministro de la Seguridad del Estado.

McCready había llamado por teléfono desde Londres a su anfitrión, el cual le estaba esperando. El hombre salió a recibirle a la puerta de su sólida casa, un hermoso refugio de cazadores convertido en espléndida mansión situada en un claro de la ladera de una montaña, desde el que se divisaba, a la luz del día, un ancho valle poblado de coníferas. A sólo ocho kilómetros de distancia las luces de Goslar brillaban en la oscuridad. Si no hubiese caído ya la noche, McCready hubiera visto en la lejanía, hacia el Este, en la cima de un picacho de los montes del Harz, el tejado de una alta torre. Podía ser confundida con las torres que los cazadores utilizan, pero no lo era. Se trataba de una torre de vigilancia, y no había sido construida para dar caza al fiero jabalí, sino a mujeres y a hombres. El hombre al que McCready había ido a visitar había elegido ese cómodo hogar como lugar de retiro, aunque sin perder de vista la frontera que había hecho su fortuna.

Su anfitrión había cambiado mucho con los años, pensó McCready cuando el otro le hizo pasar a un saloncito de paredes recubiertas de madera, de las que colgaban cabezas disecadas de jabalíes y cornamentas de ciervos. Un brillante fuego chisporroteaba en la chimenea de piedra; a principios de setiembre, la noche ya era fría en la alta montaña.

El hombre que había salido a recibirle había engordado con los años; el que antes fuera enjuto era ahora obeso. Seguía siendo bajo, por supuesto, y su redondo y enrojecido rostro, con su cabellera blanca como el azúcar, le hacía parecer más inofensivo que nunca. Si no se le miraba a los ojos. Ojos astutos, taimados, que habían visto demasiado, y hecho muchos negocios en asuntos de vida o muerte, y que había vivido en el arroyo, logrando sobrevivir. Un perverso niño de la guerra fría, que en sus buenos tiempos había sido el rey indiscutible de los bajos fondos berlineses.

Durante veinte años, desde la construcción del Muro de Berlín en 1961 hasta su destrucción, Andre Kurzlinger había sido un Grenzgänger; literalmente: «el que camina a través de la frontera», el que se gana la vida cruzándola clandestinamente. La construcción del muro echó los cimientos de su fortuna. Antes de que lo levantaran, el ciudadano de Alemania Oriental que quería fugarse a Occidente no tenía más que viajar hasta Berlín Oriental, y, desde allí, darse un paseo hasta Berlín Occidental. Después, el 21 de agosto de 1961, durante la noche, fueron colocados aquellos grandes bloques de hormigón armado que hicieron de Berlín la Ciudad Dividida. No faltaron los intentos por saltar el muro; algunos con éxito. Muchos fueron sorprendidos en el intento, retenidos por la fuerza y enviados a prisión durante mucho tiempo. Otros fueron abatidos con ráfagas de ametralladora en la misma alambrada, donde quedaron colgando como armiños hasta que retiraron sus cadáveres. Para la inmensa mayoría, cruzar la frontera era una hazaña única e irrepetible, en la que, por regla general, se dejaba la vida. Para Andre Kurzlinger, estraperlista y gángster berlinés hasta entonces, cruzarla se convirtió en su profesión.

Se dedicó a pasar gente… por dinero. Cruzaba la frontera disfrazado del modo más diverso, o enviaba emisarios, para negociar el precio. Algunos pagaban en marcos orientales, una gran suma de marcos orientales. Con ese dinero, Kurzlinger compraba las únicas tres cosas que eran de buena calidad en Berlín Oriental: maletas húngaras de piel de cerdo, discos checoslovacos de música clásica y habanos cubanos. Estos productos eran tan baratos, que incluso deduciendo los costos del contrabando permitían a Kurzlinger obtener pingües beneficios.

Otros refugiados acordaban pagarle en marcos occidentales una vez hubieran llegado a la parte occidental y hubiesen encontrado un trabajo. Muy pocos le fallaban. Kurzlinger era meticuloso en extremo para cobrar sus deudas; empleaba a varios socios para asegurarse de que los refugiados no le engañaban.

Se rumoreaba que trabajaba para los Servicios de Inteligencia Occidentales. No era cierto, aun cuando a veces sacaba a alguien por encargo de la CIA o del SIS. También los rumores le acusaban de ser uña y carne con la gente de la SSD o de la KGB. Tampoco esto era verdad, dado que Kurzlinger causaba un daño considerable a la Alemania Oriental. Lo que sí era cierto es que había sobornado a más guardias fronterizos y agentes comunistas de los que él mismo podía recordar. Se decía que era capaz de oler a un agente sobornable a un centenar de leguas de distancia.

Pese a que Berlín era su coto de caza, Kurzlinger también trazaba líneas a través de la frontera entre las dos Alemanias, con lo que abarcaba una zona de operaciones que iba desde el mar Báltico hasta Checoslovaquia. Cuando al fin se retiró con una considerable fortuna, eligió para asentarse la Alemania Occidental, y no Berlín Occidental. Pero aun así no pudo apartarse mucho de aquella frontera. Su casa, en lo alto de los montes del Harz, estaba situada a tan sólo ocho kilómetros de la línea fronteriza.

—Bien, Herr McCready, mi querido amigo Sam, esta vez sí ha transcurrido una gran cantidad de tiempo.

Kurzlinger se encontraba de pie, de espaldas al fuego. Un caballero retirado vistiendo una chaqueta de esmoquin de terciopelo. Un largo camino le separaba de aquel rapazuelo callejero de mirada animal, que se debatía por salir del fango y que empezó a conseguirlo en 1945 proporcionando chicas a los soldados estadounidenses a cambio de cajetillas de «Lucky Strike».

—¿Tú también estás jubilado?

—No, Andre, todavía tengo que seguir trabajando para ganarme las habichuelas. No soy tan inteligente como tú, como puedes ver.

A Kurzlinger le agradó la respuesta. Apretó un timbre y en seguida se presentó un criado llevándoles un exquisito vino de Mosela en copas de cristal.

—Y bien, ¿qué puede hacer un pobre anciano por el todopoderoso Servicio de Inteligencia de Su Majestad? —preguntó Kurzlinger, contemplando las llamas a través del vino.

McCready le dijo lo que quería. El hombre siguió contemplando el fuego, pero frunció los labios y sacudió la cabeza.

—Ya estoy fuera de todo eso, Sam. Retirado. Y ahora me dejan en paz. Ambas partes. Pero ya sabes, me han advertido, como supongo que te habrán advertido a ti, de que si empiezo de nuevo, vendrán por mí. Una operación rápida, en la que se pasa al otro lado de la frontera y se regresa antes del amanecer. Me cogerán aquí mismo, en mi propia casa. Lo dicen de veras. En mis buenos tiempos les hice mucho daño, como bien sabes.

—Lo sé —respondió McCready.

—Y además, los tiempos cambian. Si estuviésemos en aquella época, en Berlín, claro que podría ayudarte a pasar al otro lado. En el campo tenía mis senderos de conejo. Pero todos han ido siendo descubiertos. Y clausurados. Las minas que yo desconecté fueron remplazadas. Los guardias a los que yo había sobornado han sido trasladados; ya sabes que nunca conservan durante mucho tiempo a los mismos guardias en esta frontera. Constantemente los están llevando de un lado para otro. Todos mis contactos han desaparecido. Ya es demasiado tarde.

—Necesito pasar al otro lado —dijo McCready con lentitud—, porque tenemos a un hombre allí. Está enfermo, muy enfermo. Pero si puedo traérmelo, es probable que eso arruinase la carrera de la persona que ahora dirige el Abteilung II, Otto Voss.

Kurzlinger no se movió, pero su mirada se tornó muy fría. Hacía muchos años, tal como McCready sabía, Kurzlinger había tenido un amigo. Un amigo muy íntimo en verdad, quizás el más íntimo que tuvo en su vida. El hombre fue sorprendido cuando intentaba cruzar la frontera. Después se supo que había levantado las manos. Pero Voss disparó contra él de todos modos. Primero le atravesó las rodillas, luego los codos y después los hombros. Por último le disparó al estómago. Con balas explosivas.

—Ven —dijo Kurzlinger—. Vamos a cenar. Te presentaré a mi hijo.

El apuesto joven, rubio y de unos treinta años, que se sentó con ellos en la mesa, no era hijo de Kurzlinger, por supuesto. Pero éste lo había adoptado formalmente como tal. De vez en cuando, el hombre mayor le sonreía y el hijo adoptivo le correspondía con una mirada de adoración.

—Saqué a Siegfried del Este —explicó Kurzlinger, como si tan sólo quisiera mantener la conversación—. No tenía a dónde ir, así que…, ahora vive aquí, conmigo.

McCready siguió comiendo. Sospechaba que había algo más.

—¿Oíste hablar alguna vez del Arbeitsgruppe Grenzen? —preguntó Kurzlinger mientras cogía un racimo de uvas.

McCready había oído hablar de esa organización. El Grupo Operativo de Frontera, con hondas raíces en la SSD, aunque apartado de todos los Abteilungen con sus designaciones en números romanos, era un grupo muy pequeño y que estaba especializado en un asunto realmente grotesco.

En casi todas las operaciones, si Marcus Wolf quería introducir un agente en el Oeste, podía hacerlo a través de un país neutral, con lo que el agente adoptaba su nueva «historia» durante esa estadía temporal. Pero, a veces, la SSD o la HVA quería poner a un hombre al otro lado de la frontera en una operación «negra». Para conseguirlo, los alemanes orientales abrían una «ruta de conejo» a través de sus propias defensas de Este a Oeste. Aunque muchas de esas rutas eran abiertas en sentido contrario para sacar de Occidente a personas de las que se suponía que no deberían estar allí. Cuando los de la Stasi querían abrir una ruta de conejo para sus propios fines, usaban a los especialistas del Grupo Operativo de Fronteras, el AGG. Esos ingenieros zapadores, trabajando en el silencio de la noche (ya que el Servicio de Protección de Alemania Federal también vigilaba la zona fronteriza), escondiéndose prácticamente bajo el filo de una navaja, trazaban una delgada línea a través de los campos minados, sin dejar rastro alguno en los lugares por los que habían pasado.

Tras los campos de minas venía la franja roturada de doscientos metros de ancho, donde el prófugo sería atrapado entre los haces luminosos de los focos y las ráfagas de ametralladora. Y al final, en el lado occidental, se encontraba la valla. Los expertos del Grupo Operativo de Fronteras la dejarían intacta, ya que abrirían un hueco para que el agente pasase y luego lo repararían, entrelazando de nuevo los alambres que antes habían cortado. Los focos, que por las noches siempre estaban orientados hacia el Oeste, iluminarían un lugar distinto al utilizado por los expertos, y la franja roturada los ocultaría bajo la espesa hierba que solía crecer a todo su largo y ancho, en especial a finales de verano. Por la mañana, la hierba se habría enderezado por sí sola, cubriendo todas las huellas de las pisadas que la surcaron.

Cuando los alemanes orientales hacían esto, tenían la cooperación de sus propios guardias fronterizos. Pero forzar la frontera era harina de otro costal; en ese caso no se contaría con la cooperación de Alemania Oriental.

—Siegfried solía trabajar para el AGG —dijo Kurzlinger—. Hasta que decidió usar una de sus propias rutas de conejo. Como es lógico, los de la Stasi la clausuraron de inmediato. Siegfried, nuestro amigo necesita pasar al otro lado. ¿Podrías ayudarle?

McCready se preguntó si había juzgado a su hombre sin equivocarse. Pensó que había acertado. Kurzlinger odiaba a Voss por lo que había hecho, y los deseos de venganza de un homosexual que había padecido por la muerte de su amado no podían ser subestimados.

Siegfried se quedó meditando un buen rato.

—Por ahí tiene que haber una ruta —dijo el joven al fin—. Pensaba utilizarla yo mismo, por lo que no presenté el informe pertinente. Sin embargo, el caso es que después salí por otra ruta distinta.

—¿Dónde está? —preguntó McCready.

—No muy lejos de aquí —contestó Siegfried—. Entre Bad Sachsa y Ellrich.

El joven fue a buscar un mapa y señaló en él las dos pequeñas localidades al sur del Harz: Bad Sachsa, en Alemania Occidental, y Ellrich, en la Oriental.

—¿Me dejas ver los documentos que piensas utilizar? —preguntó Kurzlinger.

McCready le entregó su documentación. Y Kurzlinger se la pasó luego a Siegfried, que la examinó con sumo detenimiento.

—Son muy buenos —dijo el joven—, pero necesitará un pase para el ferrocarril. Yo tengo uno. Y todavía está en vigor.

—¿Cuál es la mejor hora para emprender la marcha? —preguntó McCready.

—Las cuatro. Antes de que amanezca. A esa hora es cuando más oscuridad hay y los guardias están cansados. Utilizan menos sus focos para barrer la franja roturada. Necesitaremos monos de camuflaje, por si nos atrapan con sus luces. El camuflaje puede salvarnos la vida.

Estuvieron discutiendo los detalles durante una hora.

—Tiene que entender una cosa, Herr McCready —dijo Siegfried—, de mi fuga hace ya cinco años. Tal vez no pueda recordar por dónde pasé. Dejé un hilo de pescar en el suelo cuando tracé el camino a través de la zona minada. Es posible que no lo encuentre. Si no puedo, tendremos que regresar. Meterse por el campo de minas sin conocer el camino que yo tracé es caminar a una muerte segura. O quizá mis antiguos compañeros lo hayan encontrado, cerrándolo entonces. En ese caso nos volveremos…, si aún estamos a tiempo.

—Entiendo —dijo McCready—. Le estoy muy agradecido.

—A la una, Siegfried y McCready salieron de la casa dispuestos a emprender el viaje de dos horas que harían con lentitud conduciendo por las carreteras de montaña. Kurzlinger se quedó de pie, delante de la puerta.

—Cuida de mi muchacho —pidió—. Esto sólo lo hago por otro chico que Voss me quitó hace muchos años.

—Si logras cruzar la frontera —dijo Siegfried cuando iban en el coche—, haz a pie los diez kilómetros que te faltan hasta Nordhausen. Da un rodeo y evita la localidad de Ellrich, allí hay guardias, y los perros ladrarán. Coge el tren en Nordhausen hasta Erfurt y allí el autobús a Weimar. Los dos medios de transporte estarán llenos de obreros.

Condujeron muy despacio al cruzar la pequeña ciudad de Bad Sachsa, sumida en el sueño, y estacionaron en las afueras. Siegfried se internó en la oscuridad provisto de una brújula y de una linterna diminuta. Una vez que hubo encontrado su pista, se internó por el bosque de pinos en dirección Este. McCready lo siguió.

Cuatro horas antes, la comandante Ludmilla Vanavskaya se encontraba con el coronel Voss en su despacho.

—Según lo que su hermana me dijo, hay un lugar en el que puede esconderse en la zona de Weimar.

La comandante le relató a continuación lo que la hermana de Bruno Morenz le había contado acerca de la evacuación de éste durante la guerra.

—¿Una granja? —inquirió Voss—. ¿Y cuál de ellas? Las hay a centenares en esa zona.

—Ella no sabía el nombre. Lo único que me dijo fue que debería de encontrarse a unos quince kilómetros de Weimar, todo lo más. Tienda su cerco, coronel. Envíe tropas. Antes de que el día termine, lo habrá capturado.

El coronel Voss llamó por teléfono al Abteilung XIII, el Servicio de Inteligencia y Seguridad del Ejército Nacional del Pueblo, NVA. Como quiera que la autorización para toda la operación provenía directamente del ministro Erich Mielke, en el Servicio de Inteligencia militar no hubo oposición. Unas cuantas llamadas telefónicas pusieron en estado de alerta al Cuartel General de la NVA en Karlshorst, y, antes de que empezase a amanecer, las tropas partían hacia el Sur, en dirección a Weimar.

—Ya está cerrado el círculo —dijo Voss a eso de la media noche—. Las tropas formarán un amplio círculo alrededor de Weimar, dividiéndose la zona por sectores, e irán avanzando hacia la ciudad, barriendo todo a su paso. Registrarán cada granja, cada establo, cuadras y cobertizos, todos los almacenes, las pocilgas, hasta que hayan completado un círculo con un radio de quince kilómetros. Sólo confío en que usted tenga razón, comandante Vanavskaya. Ahora hay una gran cantidad de hombres involucrados en la operación.

Para aprovechar las pocas horas que le quedaban, el coronel Voss se dirigió hacia el Sur en su coche privado. La comandante Vanavskaya lo acompañó. El barrido de la zona comenzaría al rayar el alba.