Los dos vopos se quedaron tan asombrados por lo sucedido que sólo pudieron reaccionar poco a poco. Nada en su entrenamiento o en su experiencia previa les había acostumbrado a esa clase de desobediencia civil. Habían sido asaltados y humillados frente a un gran número de personas, por lo que ambos estaban fuera de sí y consumidos de rabia. Una buena cantidad de gritos y maldiciones tuvo lugar antes de que los dos hombres decidiesen lo que tenían que hacer.
El policía que no había sido agredido dejó a su compañero, con la nariz rota, en el lugar del suceso, mientras se dirigía a la Comisaría. No tenían aparato de comunicación portátil ya que estaban acostumbrados a utilizar la emisora de radio del coche para dar los partes. Los requerimientos a la gente para que alguien les dejase usar el teléfono fueron acogidos con gestos de indiferencia y encogimientos de hombros. La clase trabajadora no tiene teléfono en el paraíso de los obreros y los campesinos.
El miembro del Partido, con su aplastado «Trabant», preguntó si podía marcharse, y de inmediato fue retenido a punta de pistola por Nariz Rota, el cual empezaba a sospechar que cualquiera de los de allí presentes podía haber tomado parte en la conspiración.
Su compañero, que ascendía por la carretera en dirección a Jena, vio un «Wartburg» venir hacia él, así que le hizo señas (también a punta de pistola) y ordenó al conductor que lo condujera en seguida a la Comisaría central de Jena. Llevaban recorridos unos dos kilómetros cuando vieron acercarse un vehículo de la Policía. El vopo que iba en el «Wartburg» hizo señas amistosas a sus compañeros para que se detuviesen y les relató lo que había ocurrido. Haciendo uso de la radio del vehículo policial, dieron parte del caso, explicaron la naturaleza de los diversos crímenes que habían sido perpetrados y recibieron orden de comunicar los hechos de inmediato a la Jefatura Central de Policía. Mientras tanto, nuevos vehículos policiales eran enviados como refuerzos al lugar del accidente.
La llamada a la Jefatura Central de Policía de Jena fue registrada a las doce horas y treinta y cinco minutos. Pero también había sido tomada, a muchos kilómetros de distancia, en lo alto de las montañas de Harz —al otro lado de la frontera—, por un puesto de escucha británico, cuyo nombre cifrado era Arquímedes.
A las trece horas, el doctor Lothar Herrmann, ya de vuelta a su despacho de Pullach, descolgó el teléfono y recibió la ansiada llamada del laboratorio de balística que el BND tenía en un edificio contiguo. En el laboratorio, situado junto al depósito de armas y al campo de tiro, tenían la previsora costumbre, cuando entregaban un arma de fuego a algún agente, de no limitarse a anotar y registrar el número de serie de la pistola, por ejemplo, sino que efectuaban dos disparos en un recinto cerrado y luego recogían las balas y las guardaban.
El técnico, en un mundo perfecto, hubiera preferido disponer de las balas auténticas que habían sido extraídas de los cadáveres de Colonia, pero se las arregló con las fotografías. Todos los cañones de las armas de fuego son diferentes entre sí en lo que respecta a ciertas peculiaridades ínfimas, por lo que cada vez que se dispara un proyectil, el cañón deja en las balas que han salido por él unos rasguños diminutos, llamados surcos. Son algo similar a las huellas dactilares. El especialista en balística había comparado las dos balas de muestra que aún se conservaban en el laboratorio de aquella «Walther» entregada hacía diez años con las de las fotografías que le habían dado y de cuya procedencia no tenía ni la menor idea.
—¿Un parecido perfecto? Ya veo. Gracias —dijo el doctor Herrmann.
Llamó entonces al departamento de huellas dactilares —el BND conservaba también un juego completo de huellas de cada uno de sus propios empleados y agentes, además de las de otras personas que caían en su foco de atención—, y recibió la misma respuesta. El doctor Herrmann dio un hondo suspiro y descolgó de nuevo el auricular. Ya no podía hacer nada más; tendría que dirigirse al propio Director General.
Lo que siguió a continuación fue una de las reuniones más difíciles de toda su carrera. El Director General vivía obsesionado con la idea de la eficacia de su Agencia y de la imagen que ofrecía, no sólo en las antesalas del poder en Bonn sino también ante toda la comunidad de los Servicios de Inteligencia de los países occidentales. Las noticias que Herrmann le traía le sentaron como una patada en el estómago. No dejó de acariciar la idea de que las balas de muestra y las huellas dactilares de Morenz podrían «perderse», pero la rechazó de inmediato. La Policía acabaría por capturar a Morenz tarde o temprano, los técnicos del laboratorio deberían declarar: el escándalo sería mucho peor.
El Servicio Secreto de Inteligencia de la República Federal Alemana ha de rendir cuentas sólo a la oficina del Canciller, y el director general del BND sabía que, más tarde o más temprano, y lo probable era que fuese más temprano, tendría que informar sobre las anomalías que se habían producido en sus dependencias. Le horrorizaba lo que se le venía encima.
—¡Encuéntralo! —ordenó a Herrmann—. Encuéntralo enseguida y recobra esas cintas.
Cuando el doctor Herrmann se disponía a salir del despacho del Director General, éste, que hablaba un inglés fluido, le hizo esta otra observación:
—Doctor Herrmann, los ingleses tienen un dicho que le recomiendo: Thou shall not kill, yet need not strive officiously to keep alive.
El Director le había dado la frase rimada en inglés. El doctor Herrmann la había entendido, pero le faltaba el significado de la palabra officiously. De regreso a su despacho consultó un diccionario y decidió que la palabra alemana unnötig (innecesario) era, probablemente, la mejor traducción. Durante toda una vida dedicada al BND, ésa había sido la insinuación más elocuente que le habían hecho. Llamó entonces por teléfono al registro central del Departamento de Personal.
—Necesito de inmediato el curriculum vitae de uno de nuestros agentes —ordenó—; se llama Bruno Morenz.
A las dos de la tarde, Sam McCready se encontraba todavía en lo alto de la montaña donde había llegado con Johnson a las siete de la mañana. De todos modos sospechaba que el primer encuentro en las afueras de Weimar tenía que haber fallado, aunque nunca se estaba seguro de lo ocurrido; Morenz podría haber cruzado la frontera de madrugada, pero no lo había hecho. Y, una vez más, McCready pasó revista al posible horario; encuentro a las doce, partida a las doce y diez, una hora y tres cuartos de viaje… Morenz tendría que aparecer en cualquier momento. Se lllevó de nuevo los prismáticos a los ojos y atisbó la lejana carretera al otro lado de la frontera.
Johnson estaba leyendo un periódico local, que había comprado en la estación de servicio de Frankenwald, cuando su teléfono sonó discretamente. Se lo llevó al oído, escuchó unos instantes y se lo pasó a McCready.
—El Cuartel General —dijo—, quieren hablar contigo.
Era un amigo de McCready, que le llamaba desde la estación de Cheltenhalm.
—Mira, Sam —dijo la voz—, creo saber dónde os encontráis. De repente ha habido un inusitado aumento de las comunicaciones de radio no lejos de donde estás. Quizá deberías llamar a Arquímedes. Ellos tienen muchos más datos que nosotros.
En ese momento la comunicación se cortó.
—Ponme con Arquímedes —dijo McCready a Johnson—. Con el agente de servicios de la sección de Alemania Oriental.
Johnson comenzó a marcar los números de inmediato.
A mediados de los años cincuenta, el Gobierno británico, actuando a través del Ejército británico del Rin, compró un viejo castillo en ruinas, situado en lo alto de las montañas del Harz, no muy lejos de la bella y pequeña localidad histórica de Goslar. El Harz es un macizo montañoso, compuesto por cimas escalonadas, densamente pobladas de bosques, a través del cual pasaba la frontera entre las dos Alemanias, con un trazado sinuoso, que ora serpenteaba por cerradas revueltas, ora se deslizaba por las laderas de las montañas, ora corría a través de los rocosos barrancos. Era la región favorita para los posibles fugados de la Alemania Oriental que deseaban probar suerte por allí.
El castillo de Löwenstein fue restaurado por los ingleses, de un modo muy llamativo, como lugar de retiro para los músicos de las bandas militares, que podían practicar su arte; lo que sólo era un ardid mantenido con la ayuda de grabaciones y potentes altavoces. Cuando repararon los tejados, los ingenieros enviados de Cheltenham instalaron algunas antenas muy sofisticadas, que fueron perfeccionadas con los años a medida que los conocimientos científicos avanzaban. Pese a que los dignatarios alemanes de la localidad habían sido invitados algunas veces para asistir a auténticos conciertos de música de cámara y militar, ejecutadas por bandas militares contratadas para tales ocasiones. Löwenstein era en realidad una estación filial de la de Cheltenham con el nombre secreto de Arquímedes. Su misión consistía en escuchar los interminables parloteos que rusos y alemanes orientales mantenían al otro lado de la frontera. He ahí el valor de las montañas; garantizaban la recepción perfecta.
—Sí, acabamos de retransmitir a Cheltenham —dijo el agente de guardia cuando McCreády le dio sus credenciales—, nos han dicho que puede usted llamarnos directamente.
Sam McCready habló durante varios minutos; al colgar el auricular estaba pálido.
—Por lo visto, los de la Policía de la Comisaría de Jena se han vuelto majaras —le dijo a Johnson—. Al parecer ha habido un accidente de tráfico a las afueras de Jena. Al Sur de la ciudad. Un coche de la República Federal Alemana, de marca desconocida, chocó contra un «Trabant». El alemán occidental golpeó a uno de los vopos que se ocupaban del accidente y salió huyendo… en el mismísimo coche de los vopos, para mayor sorpresa. Por supuesto, puede que no se trate de nuestro hombre.
Johnson hizo un gesto de asentimiento, aunque creía en esa posibilidad tanto como McCready.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó.
McCready estaba sentado en el «Range Rover», con la cabeza entre las manos.
—Esperar —contestó—. No podemos hacer nada más. Arquímedes nos llamará si hay noticias nuevas.
A esas horas, el «BMW» negro ya había sido conducido al garaje del Cuartel General de la Policía de Jena. Nadie se había preocupado por el asunto de las huellas dactilares, sabían a quién querían arrestar. El vopo de la nariz rota había sido vendado y ahora estaba prestando una larga declaración, así como su compañero. El conductor del «Trabant» había sido detenido e interrogado, al igual que una docena de mirones más. Sobre el escritorio del comandante de la Comisaría se encontraba el pasaporte expedido a nombre de Hans Gruber, documento este que había sido recogido del pavimento de la calle, donde el vopo de la nariz partida lo había dejado caer. Un grupo de inspectores había registrado hasta el menor resquicio en el maletín y la maleta del prófugo. El director del Departamento de Ventas al extranjero de las empresas «Zeiss» había sido conducido a las dependencias policiales de Jena, pese a sus protestas de que jamás había oído hablar de ese Hans Grauber, aunque tuvo que reconocer que, en el pasado, había mantenido relaciones comerciales con la «BKI» de Würzburg; Al enseñarle su firma falsificada en las cartas de presentación, alegó que parecía la suya, pero que no lo era. Su pesadilla no había hecho más que comenzar.
Debido a que el pasaporte era de Alemania Occidental, el comandante de la Policía del Pueblo hizo una llamada rutinaria a la oficina local de la SSD. No habían pasado diez minutos cuando éstos le telefonearon a su despacho.
—Queremos que carguen el coche en un remolque y lo lleven a nuestro garaje principal en Erfurt —le dijeron—. Y que no sigan llenándolo de huellas dactilares. También queremos todo lo que haya encontrado en el automóvil. Copias de todas las declaraciones de testigos, etcétera. ¡Inmediatamente!
El comandante sabía muy bien quién tenía la sartén por el mango en el país. Cuando los de la Stasi daban una orden, no había más remedio que obedecer. El «BMW» negro llegó al garaje principal de la SSD en Erfurt, debidamente cargado en un remolque, a las cuatro y media de la tarde y los mecánicos de la Policía Secreta se pusieron a trabajar. El comandante tuvo que admitir que los de la Policía Secreta tenían razón. De momento, nada en aquel asunto tenía sentido. El alemán del Oeste se hubiera encontrado con tener que pagar una multa bastante alta por haber conducido en estado de embriaguez; Alemania Oriental siempre necesitaba divisas fuertes. Pero ahora se enfrentaba a muchos años de cárcel. ¿Por qué habría huido? De todos modos, con independencia de lo que los de la Stasi quisiesen hacer con el automóvil, su misión consistía en encontrar a ese hombre. Ordenó a todos los coches de policía y a todos los hombres que andaban patrullando a pie a mil leguas a la redonda que estuviesen muy atentos para ver si daban con el paradero de Grauber y del coche de policía robado. Las descripciones tanto del hombre como del coche, fueron comunicadas por radio a todas las unidades, hasta Apolda, al norte de Jena, y Weimar, al Oeste. No se hizo llamamiento a través de los medios de comunicación, requiriendo la colaboración ciudadana. La ayuda a la Policía en un Estado policíaco es un raro artículo de lujo. Pero el frenético incremento de las comunicaciones radiofónicas fue seguido muy de cerca por Arquímedes.
A las cuatro de la tarde, el doctor Herrmann telefoneaba a Colonia y hablaba con Dieter Aust. No le informó de los resultados del laboratorio, así como tampoco le puso al corriente de lo que había recibido de Johann Prinz la noche anterior. Aust no necesitaba saberlo.
—Quiero que interrogue personalmente a Frau Morenz —le dijo—. ¿No tiene a una agente con ella? Pues bien, llámelas y que vayan a verle a usted. Si la Policía se presenta para interrogar a Frau Morenz, no haga nada por impedirlo, pero comuníquemelo en seguida. Trate de sacarle alguna pista sobre adónde puede haber ido Morenz: una casa de veraneo, el apartamento de una amante, la vivienda de algún pariente, todo lo que pueda. Utilice al personal a su servicio al completo para seguir cualquier pista que ella le dé. Y hágame saber los progresos.
—En Alemania no tiene más parientes que su mujer, una hija y un hijo —contestó Aust, que también se había estado interesando por la vida pasada de Morenz, al menos en los datos que los expedientes personales le revelaron. Creo que su hija es una hippie, vive en una comuna, en Düsseldorf. Tendré que hacerle una visita, por si acaso.
—Hágalo —dijo Herrmann, y colgó el teléfono. Y basándose en algo que acababa de leer en la carpeta de Morenz, el doctor Herrmann envió un mensaje cifrado, al que puso la categoría de «sumamente urgente», al agente que el BND tenía entre el personal de la Embajada alemana en la plaza Belgrave de Londres.
A las cinco de la tarde, el teléfono del equipo radiofónico que se encontraba en el portón del «Range Rover» comenzó a sonar. McCready atendió la llamada. Pensó que sería Londres o Arquímedes. La voz que escuchó era débil, ahogada, como si el que hablaba se estuviese asfixiando.
—¿Sam, eres tú, Sam?
McCready se puso rígido.
—Sí —respondió con brusquedad—, soy yo.
—Lo siento, Sam. Lo siento de veras. Lo he estropeado todo…
—¿Te encuentras bien? —preguntó McCready en tono apremiante.
Morenz estaba desperdiciando unos segundos de importancia vital.
—Kaput. Estoy acabado, Sam. Yo no quería matarla. La amaba, Sam. Yo la amaba…
McCready colgó rápidamente el teléfono, cortando la comunicación. Nadie podía realizar una llamada a Occidente desde una cabina telefónica de Alemania Oriental. Este país tenía rigurosamente prohibidas las comunicaciones con el exterior. Pero el SIS disponía de una casa de seguridad libre de toda sospecha, en la región de Leipzig, ocupaba por un «agente in situ», ciudadano de la Alemania Oriental, que trabajaba para Londres. Cualquier llamada a ese número, hecha desde dentro de Alemania Oriental, pasaba de inmediato por un equipo transmisor que enviaba el mensaje a un satélite, el cual lo transmitía a Occidente.
Pero las llamadas tenían que ser de cuatro segundos, ni uno más, con el fin de evitar que en Alemania Oriental pudiesen calcular la triangulación con respecto a la fuente del sonido y localizasen así la casa. Morenz había estado farfullando durante nueve segundos. Aun cuando McCready no podía saberlo, el escucha de guardia de la SSD había logrado detectar la región de Leipzig como fuente de la emisión cuando se cortó la comunicación. Otros seis segundos más y hubiesen dado con la casa y su ocupante. Le había dicho a Morenz que usase ese número de teléfono sólo en caso de extrema necesidad y durante un tiempo muy breve.
—Está destrozado —dijo Johnson—, hecho añicos.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó McCready angustiado—. Gimoteaba como un chiquillo. Se encuentra bajo los efectos de un fuerte colapso nervioso. Me habla de algo que ignoro. ¿Qué demonios ha querido decir con eso de «yo no quería matarla»?
Johnson se quedó pensativo.
—Viene de Colonia, ¿no?
—Eso ya lo sabes.
En realidad Johnson no lo sabía. De lo único que estaba enterado era de que había ido a recoger a McCready al aeropuerto de Colonia y al hotel «Holiday Inn». Nunca había visto al Duendecillo. Ni había tenido necesidad de ello. Johnson cogió el periódico local y señaló con el dedo el segundo artículo editorial de la primera página; el que Günther Braun había publicado en el Kölnischer Stadt-Anzeiger, recogido y reproducido por el Nordbayrischer Kurier, el periódico bávaro editado en Bayreuth. El artículo, fechado en Colonia, llevaba los siguientes titulares:
Una prostituta y su chulo
abatidos a tiros en su nido de amor
McCready lo leyó, dejó el periódico a un lado y escudriñó la lejanía, con la mirada clavada en el Norte.
—¡Ay, Bruno, mi pobre amigo! ¿Qué demonios has hecho?
Cinco minutos después, Arquímedes telefoneaba.
—Lo hemos oído —dijo el agente—. También, imagino, todo el mundo lo habrá escuchado. Lo siento. Está acabado, ¿no?
—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó Sam.
—Están empleando el nombre de Hans Grauber en sus comunicados —dijo Arquímedes—, y han desplegado un gran cerco policíaco por todo el sur de Turingia. Embriaguez, asalto con agresión y robo de un coche de la Policía. El automóvil que él conducía era un «BMW» negro, ¿no es así? Ya se lo han llevado al garaje principal de la SSD en Erfurt. Según parece, todas sus demás pertenencias han sido debidamente requisadas y enviadas a los de la Stasi.
—¿Puede decirme con toda exactitud a qué hora tuvo lugar ese accidente? —preguntó Sam.
El agente consultó a alguien.
—La primera llamada a Jena sé hizo desde un vehículo de la Policía, que estaba en movimiento. El que hablaba, parece ser el vopo al que habían golpeado, dijo, textualmente: «hace cinco minutos». Esta llamada fue registrada a las doce y treinta y cinco.
—Muchas gracias. —McCready cortó la comunicación.
A las veinte horas, uno de los mecánicos del garaje de Erfurt encontraba la cavidad secreta debajo de la batería. A su alrededor, otros dos mecánicos trabajaban en lo que había quedado del «BMW». Los asientos del sedán y toda la tapicería estaban esparcidos por el suelo; las ruedas habían sido desmontadas, así como los neumáticos y sus cámaras. Tan sólo el armazón permanecía en pie, y en él descubrieron la cavidad secreta. El mecánico llamó a un hombre que vestía ropas de civil, un comandante de la SSD. Ambos examinaron la cavidad y el comandante hizo un gesto de satisfacción.
—Un coche espía —dijo.
Siguieron trabajando con el vehículo hasta que apenas quedaba ya algo por desmontar. El comandante subió entonces a su despacho y llamó por teléfono al Cuartel General del Servicio de Seguridad del Estado, cuya sede era una inmensa y tétrica fortaleza, una vieja y lúgubre edificación de ladrillo situada en el número veintidós de Normannstrasse, en la barriada de Lichtenberg, en Berlín Oriental. El comandante sabía dónde tenía que emplazar esa llamada; pidió que le pusiesen directamente con el Abteilung II, el Spionage Abwehr o Departamento de Contraespionaje de la Stasi. Allí, el director del Departamento, el coronel Otto Voss, se encargó personalmente del caso. Su primera orden fue que cualquier cosa relacionada con el caso debería ser enviada a Berlín Oriental; la segunda era que todas aquellas personas que hubiesen visto el sedán «BMW» o a su ocupante desde la entrada de éste al país, empezando por los guardias del puesto fronterizo del río Saale, deberían ser trasladadas a Berlín para ser interrogadas exhaustivamente. Y en esta orden, más tarde, quedarían incluidos todo el personal de hotel «Oso Negro», los policías que patrullaban por la autopista —y que se habían quedado contemplando el «BMW»— en especial aquellos dos que habían provocado el fracaso del primer encuentro, y la pareja que se había dejado robar el vehículo oficial.
La tercera orden de Voss pretendía que acabara cualquier tipo de mención sobre el asunto por radio o por las líneas telefónicas no protegidas con medidas de seguridad. Una vez hecho esto, descolgó su teléfono interno y pidió que le comunicaran con el Abteilung VI, Departamento de puestos fronterizos y aeropuertos.
A las diez de la noche, Arquímedes telefoneaba a McCready por última vez.
—Me temo que todo se ha acabado —dijo el agente de servicio—. Aún no ha sido detenido, pero lo harán. Según parece, han descubierto algo en el garaje de Erfurt. Una asombrosa cantidad de comunicaciones radiofónicas, codificadas, entre Erfurt y Berlín Oriental. Un hermetismo total en sus canales de comunicación. ¡Ah!, y todos los puestos fronterizos están en estado de máxima alerta; las guardias han sido redobladas, las luces de los focos iluminan la frontera sin cesar. Han multiplicado todas las medidas de seguridad. Lo siento.
Incluso desde la cima de la montaña, McCready pudo darse cuenta de que desde hacía una hora la cantidad de luces de los coches que circulaban desde Alemania Oriental habían disminuido considerablemente, y que cada vez se hacían más distantes entre sí. Un par de kilómetros más allá deberían de estar deteniendo a los vehículos durante horas enteras, iluminándolos con sus lámparas de arco voltaico, registrándolos con tal minuciosidad que ni un ratón podría escapar a su examen.
A las diez y media de la noche, Timothy Edwards se encontraba al otro extremo de la línea.
—Escucha, Sam, todos aquí lo sentimos mucho, pero el asunto ha terminado —dijo—. Vuelve a Londres ahora mismo.
—Todavía no ha sido capturado, debería quedarme aquí. Tal vez pueda ayudarle. Aún no ha terminado todo.
—Aparte la gritería, sí ha concluido todo —insistió Edwards—. Hay algunos asuntos que hemos de discutir aquí. Y la pérdida del paquete no es el menos importante precisamente. Nuestros primos estadounidenses no son un grupo feliz, sólo por mencionar uno de los más importantes. Por favor, coge el primer avión que salga de Munich o de Francfort, el primer vuelo que encuentres para este próximo día.
La elección recayó otra vez sobre Francfort. Johnson lo llevó al aeropuerto a través de la noche y luego siguió con el «Range Rover» y el equipo hasta Bonn, donde el joven llegó agotado. McCready pudo dormir un par de horas en el aeropuerto y coger el primer avión que salía al día siguiente para Heathrow, donde aterrizó el jueves, poco después de las ocho de la mañana, habiendo ganado una hora con la diferencia horaria. Denis Gaunt fue a recibirlo y lo condujo directamente a la Century House.
La comandante Ludmilla Vanavskaya se levantó esa mañana más temprano que de costumbre, y, a falta de un gimnasio, realizó sus ejercicios diarios en su propia habitación, en uno de los barracones de la KGB. Sabía que su avión no saldría hasta el mediodía, pero quería pasar por el Cuartel General de la KGB con el fin de hacer la última revisión al itinerario del hombre al que estaba persiguiendo.
Sabía que éste había vuelto de Erfurt con el convoy militar a última hora de la tarde del día anterior, y que había pasado la noche en Potsdam, alojado en la residencia de oficiales. Al mediodía, los dos cogerían el mismo avión en Potsdam para regresar a Moscú. El general iría en los asientos delanteros, que se reservaban, incluso en los aviones militares a los privilegiados, los vlasti. Ella se haría pasar por una humilde mecanógrafa de la gigantesca Embajada que la Unión Soviética tenía en la avenida Unter den Linden, sede (soviética), real del poder en Alemania Oriental. No se encontrarían, él ni siquiera advertiría su presencia; pero, tan pronto como entrasen en el espacio aéreo soviético, el hombre estaría bajo vigilancia.
A las ocho cruzaba la entrada del Cuartel General de la KGB, cuyo edificio se encontraba a unos ochocientos metros del de la Embajada soviética, y se dirigía al Departamento de Comunicaciones. Desde allí podrían llamar a Potsdam para confirmar si no había habido cambio en el horario de vuelo. Mientras esperaba que le diesen la información, pidió un café en la cantina y compartió una mesa con un joven teniente que estaba visiblemente cansado y que bostezaba con frecuencia.
—¿Despierto toda la noche? —le preguntó.
—Pues sí. Turno de noche. Los Krauts han estado muy excitados durante todo este tiempo.
El joven no se dirigió a la mujer por su grado porque ésta llevaba ropas de civil y él no tenía forma de saber que era comandante. También utilizó un calificativo despectivo para referirse a los alemanes orientales. Pero ésa era una costumbre compartida por todos los rusos.
—¿Y por qué? —preguntó ella.
—¡Oh, bueno!, han interceptado un coche de Alemania Occidental y han encontrado dentro una cavidad secreta. Piensan que ha sido utilizado por algún agente secreto del otro lado.
—¿Aquí, en Berlín?
—No, en Jena.
—¿Dónde queda Jena… exactamente?
—Mira, cariño, mi turno ha acabado. Estoy a punto de irme a dormir.
La mujer le sonrió con dulzura, abrió su bolso y le mostró la carterita roja con su documento de identidad del servicio de Inteligencia. El teniente dejó de bostezar y se puso pálido como la cera. La presencia de todo un comandante del Tercer Directorio era una mala noticia. Le señaló lo que quería en un gran mapa que colgaba de la pared, al final de la cantina. Ella le dejó ir, y se quedó contemplando el mapa. Zwickau, Gera, Jena, Weimar, Erfurt… todos en una misma línea: la línea seguida por el convoy del hombre al que ella perseguía. Ayer… Erfurt. Y Jena sólo a veinte kilómetros… Cerca, condenadamente cerca.
Diez minutos después, un comandante soviético le estaba explicando el modo que los alemanes orientales tenían de operar.
—En estos momentos estará su Abteilung II —le dijo—. Lo dirige el coronel Voss. Otto Voss. Él se habrá hecho cargo del asunto.
La mujer utilizó el teléfono del despacho del comandante soviético, dio como referencia los nombres de algunos oficiales de rango superior y se aseguró una entrevista con el coronel Otto Voss en el cuartel general de la SSD en Lichtenberg. A las diez de la mañana.
A las nueve, hora de Londres, McCready tomó asiento a la mesa de la sala de conferencias de Century House, situada en la penúltima planta, es decir; debajo del despacho del Jefe. Claudia Stuart, sentada frente a él, le miraba con aire de reproche. Chris Appleyard, que había volado a Londres para escoltar personalmente el manual de guerra soviético en su viaje de regreso a Langley, fumaba y contemplaba el techo. Su actitud parecía decir: «Éste es un asunto Limey. Quien meta la pata, que la saque». Timothy Edwards estaba sentado a la cabecera de la mesa, como una especie de árbitro. Sólo había un orden del día tácito: evaluación de daños. La disminución de los daños, si había alguna, vendría después. No hacía falta informar a nadie de lo sucedido; todos habían leído ya el expediente con los mensajes interceptados y los análisis de la situación.
—Pues bien —dijo Edwards—, todo parece indicar que tu hombre, el Duendecillo, se ha desmoronado y ha hecho fracasar la misión. Vamos a ver si hay algo que podamos salvar de todo este lío…
—¿Por qué demonios lo enviaste, Sam? —preguntó Claudia, exasperada.
—Pues porque queríais que se realizase una misión —dijo McCready—. Porque vosotros mismos no podíais llevarla a cabo. Porque era una misión planeada de la noche a la mañana. Porque yo no podía ir. Porque Pankratin insistía en que fuese yo personalmente. Porque el Duendecillo era el único sustituto aceptable. Porque él aceptó hacerlo.
—Sin embargo, ahora se descubre que al parecer —dijo Appleyard, arrastrando con lentitud las palabras— acababa de asesinar a su amante prostituta y que estaba casi completamente agotado. ¿No advertiste nada?
—No. Parecía nervioso, pero controlado. El nerviosismo es algo normal…, hasta un cierto punto. Nada me contó de sus problemas personales, y yo no soy clarividente.
—Lo peor del caso es que ha visto a Pankratin —dijo Claudia—. Cuando los de la Stasi le cojan en sus manos y le «trabajen», hablará. Habremos perdido a Pankratin y sabe Dios cuántos daños más acarrearán los interrogatorios a los que le sometan en la Lubianka.
—¿Dónde está Pankratin ahora? —preguntó Edwards.
—De acuerdo con el horario previsto, en estos momentos debe de estar en el aeropuerto militar de Potsdam: desde allí volará a Moscú.
—¿No podéis acercaros a él y advertirle?
—¡No, maldita sea! Cuando llegue a Moscú, se tomará una semana de permiso. Junto con algunos amigos del Ejército, en el campo. No podemos enviarle un mensaje cifrado hasta que no esté de vuelta en Moscú… si es que vuelve alguna vez.
—¿Y qué ha pasado con el manual de guerra? —preguntó Edwards.
—Creo que lo tiene el Duendecillo —dijo McCready.
Todos se le quedaron mirando. Appleyard dejó el cigarrillo en el aire.
—¿Por qué? —inquirió.
—Un simple cálculo de tiempo —contestó McCready—. El segundo encuentro era a las doce. Supongamos que se fue de la zona de estacionamiento a eso de las doce y veinte. El accidente ocurrió a las doce y media. A los diez minutos, y a unos ocho kilómetros de distancia, al otro lado de Jena. Estoy convencido de que si hubiese tenido escondido el manual en el compartimiento secreto debajo de la batería, incluso en el estado en que estaba, hubiera aceptado ser detenido por embriaguez al volante, pasando la noche en el calabozo, y luego hubiese pagado su multa. Tenía grandes probabilidades de que los vopos no hubieran sometido nunca su automóvil a un registro meticuloso.
»Si el manual hubiese estado ya en el «BMW», me parece que hubiéramos encontrado algún tipo de pista al interceptar los comunicados de la Policía. Ellos habrían informado a la central de la SSD en un lapso de diez minutos, no de dos horas. Estoy convencido de que lo lleva consigo, debajo de su chaqueta, quizá. Por eso no podía ir a la Comisaría. Cuando le hicieran la prueba del alcohol, le hubiesen quitado la chaqueta. Por eso tuvo que huir.
Se produjo entonces un silencio que duró algunos minutos.
—Ahora todo vuelve a depender del Duendecillo —dijo Edwards, que prefería utilizar, al igual que los demás, el seudónimo operativo, aun cuando todos conocían ya el verdadero nombre del agente—. Pero ha de estar en algún sitio. ¿Adónde puede haber ido? ¿Tiene amigos por allí? ¿Algún refugio seguro? ¿Algo?
McCready denegó con la cabeza.
—Hay una casa franca en Berlín Oriental. La conoce de los viejos tiempos. Ya he tratado de averiguarlo, pero no se ha establecido contacto. En el Sur no conoce a nadie. Nunca había estado por esa zona.
—¿Puede esconderse en los bosques? —preguntó Claudia.
—No es el terreno apropiado. No son los montes del Harz, con sus bosques umbríos. Llanos campos de labranza, ciudades pequeñas, aldeas, villorrios, granjas…
—Vamos, que no es el lugar apropiado para un hombre fugitivo, ya entrado en años y que ha perdido la chaveta —comentó Appleyard.
—En ese caso lo hemos perdido —dijo Claudia—. A él, el manual de guerra y a Pankratin, gran negocio.
—Me temo que todo parece indicarlo así —dijo Edwards—. La Policía del Pueblo empleará tácticas de saturación. Bloqueará todas las carreteras, todas las calles y todos los caminos. Sin un refugio al que acudir, me temo que, para el mediodía, habrá sido capturado.
La reunión concluyó con esa desalentadora observación. Cuando los estadounidenses se marcharon, Edwards detuvo a McCready en el umbral de la puerta.
—Escucha, Sam, sé que no hay esperanza, pero sigue con el caso, ¿quieres? He hablado con los de Cheltenham, con el departamento de Alemania Oriental, y les he pedido que continúen con la vigilancia y se pongan en contacto contigo para informarte en el mismo instante en que logren escuchar alguna cosa. Cuando capturen al Duendecillo, y acabarán por capturarlo, quiero saberlo al instante. Y ahora tendremos que apaciguar a nuestros primos de algún modo, aunque sólo Dios sabe cómo.
De regreso en su despacho, McCready empezó a preguntarse qué pasaría por la cabeza de un hombre que había sufrido un colapso nervioso. Por su parte, nunca había contemplado ese fenómeno. ¿Qué sería de Bruno Morenz en esos momentos? ¿Cómo reaccionaría ante su situación?, ¿de un modo lógico?, ¿o absurdo? Descolgó el teléfono y pidió que le comunicaran con el psiquiatra asesor del Servicio Secreto, un eminente profesional, conocido irreverentemente como el Loquero. Localizó al doctor Alan Carr en su consultorio de la calle Wimpole. El doctor Carr le dijo que estaría muy ocupado toda la mañana, pero que le agradaría encontrarse con McCready para ir a almorzar y responder a sus preguntas. McCready se citó con el psiquiatra en el hotel «Montcalm» a la una de la tarde.
La comandante Ludmila Vanavskaya entraba, a las diez en punto, por la puerta principal del edificio del estado mayor del Servicio de Seguridad del Estado, en la calle Normannen, donde le indicaron que subiese a la cuarta planta, que era la ocupada por el Abteilung II, el departamento de Contraespionaje. El coronel Voss la estaba esperando. La condujo hasta su despacho privado y le indicó que tomase asiento en una silla enfrente de su escritorio. El hombre se sentó a su vez y pidió que les sirvieran café. Cuando el ayudante salía del despacho, el coronel preguntó con amabilidad:
—¿Qué puedo hacer por usted, camarada comandante?
El coronel sentía curiosidad por saber a qué se debería esa visita en un día que prometía ser enormemente agitado para él. Pero el requerimiento provenía del Comandante en Jefe del cuartel general de la KGB, y el coronel Voss era perfectamente consciente de quiénes llevaban la voz cantante en la República Democrática Alemana.
—Usted está al cargo de un caso de la región de Jena —le contestó Vanavskaya—. El de un agente de Alemania Occidental que huyó, después de un choque, abandonando su automóvil. ¿Podría ponerme al corriente de los últimos detalles?
Voss le expuso aquellos pormenores que no habían sido incluidos en el informe que ya conocían los rusos.
—Supongamos —dijo Vanavskaya cuando el otro hubo terminado— que ese agente, Grauber, haya venido para recoger o entregar algo… ¿Alguna cosa de las que se encontraron en el automóvil o en la cavidad secreta podía ser lo que él trajo o lo que trataba de sacar?
—Nada en absoluto. Todos sus documentos no eran más que parte de su biografía ficticia. La cavidad estaba vacía. Si trajo alguna cosa, ya la había entregado; si pretendía llevarse algo, aún no lo había recogido…
—O todavía lo llevaba encima.
—Es posible. Sí. En todo caso, lo sabremos cuando lo interroguemos. ¿Podría preguntarle por qué se interesa tanto en este caso?
Antes de contestar, la comandante Ludmilla Vanavskaya sopesó sus palabras con sumo cuidado.
—Existe una posibilidad, tan sólo una remota posibilidad, de que el caso en el que yo estoy trabajando actualmente coincida con el suyo.
Pese a la absoluta inexpresividad de su rostro, el coronel Otto Voss se estaba divirtiendo de lo lindo. ¿Así que esa guapa hurona rusa sospechaba que el alemán occidental podía haber entrado en la Zona Este con el fin de ponerse en contacto con una fuente de información rusa, y no con un traidor de Alemania Oriental? ¡Qué interesante!
—¿Tiene alguna razón especial para creer, coronel, que Grauber vino a establecer algún contacto o que sólo tenía que depositar algo en un buzón falso?
—Estamos convencidos de que vino con el fin de establecer contacto con alguien —contestó Voss—. El accidente se produjo a las doce y media del mediodía de ayer, pero él había pasado por la frontera el martes a las once de la mañana. Si lo único que tenía que hacer era recoger un paquete de un buzón falso, o depositarlo, no hubiese necesitado quedarse más de veinticuatro horas. Eso podría haberlo hecho el mismo martes, al anochecer. Pero lo cierto es que pasó la noche del martes al miércoles en el hotel «Oso Negro» de Jena. Por eso creemos que vino para establecer contacto con alguien.
A la comandante Ludmilla Vanavskaya el corazón le dio un vuelco en el pecho. Un contacto, en la zona de Jena y Weimar, en algún tramo de la carretera, probablemente en una por la que viajaba el hombre al que ella perseguía, y más o menos casi a la misma hora. «¡A ti vino a visitar, hijo de puta!»
—¿Han logrado identificar a Grauber? —preguntó la comandante—. Seguro que ése no es su verdadero nombre.
Disimulando su orgullo, Voss abrió una carpeta, sacó una lámina de ella y le tendió un retrato robot. Había sido dibujado con la ayuda de los dos policías de Jena, de los dos agentes que habían ayudado a Graubner a apretar la tuerca del coche y del personal del hotel «Oso Negro». El retrato era muy bueno. Sin decir ni una palabra, Voss le tendió una fotografía de gran formato. Los rostros de ésta y del retrato robot eran idénticos.
—Se llama Morenz —dijo Voss—. Bruno Morenz. Un agente que trabaja a tiempo completo para el BND, en su sede de Colonia.
Vanavskaya estaba atónita. ¿Así que se trataba de una operación de Alemania Occidental? Siempre había sospechado que su hombre trabajaba para la CIA, o para los británicos.
—¿Y aún no lo han detenido?
—No, comandante. Confieso que estoy sorprendido por la tardanza. Pero lo cogeremos. Encontraron abandonado el coche de la Policía, anoche, ya muy tarde. Los informes señalan que el depósito de la gasolina había sido agujereado. Estaba en las inmediaciones de Apolda, justo al norte de Jena. Eso significa que nuestro hombre va a pie. Tenemos una descripción perfecta de él: alto, corpulento, de cabello gris, y lleva un impermeable arrugado. No tiene documentación, su acento es renano. En lo físico, no está muy en forma que digamos. Caerá como fruta madura.
—Quisiera estar presente durante los interrogatorios —dijo Vanavskaya que no tenía nada de melindrosa. Ya había asistido antes a algunos interrogatorios.
—Si se trata de una solicitud oficial de la KGB, daré mi consentimiento, por supuesto.
—Lo será —dijo Vanavskaya.
—En ese caso, no se aleje mucho, comandante. Lo cogeremos, lo probable es que lo consigamos antes del mediodía.
La comandante Ludmilla Vanavskaya volvió al edificio de la KGB, canceló su vuelo de Potsdam a Moscú y utilizó una línea de seguridad para ponerse en contacto con el general Chaliapin. Este se mostró de acuerdo.
A las doce del mediodía, un avión de transporte «Antonov 32» de las Fuerzas Aéreas soviéticas despegó del aeropuerto de Potsdam en dirección a Moscú. El general Pankratin y otros altos oficiales del Ejército y de las Fuerzas Aéreas se encontraban a bordo, de regreso a la capital soviética. Algunos oficiales jóvenes iban en la parte de atrás, junto con las sacas del correo. En ese vuelo de regreso al hogar no se encontraba ninguna secretaria de la Embajada soviética, vestida con un traje oscuro. De todas formas, nadie la echó en falta.
—Se encuentra en lo que solemos llamar estado de disociación, o crepuscular, o de huida —dijo el doctor Carr, mientras se inclinaba sobre los entremeses compuestos por rodajas de melón y aguacates.
El doctor Carr había escuchado atentamente la descripción que McCready le hacía de un hombre anónimo que había sufrido un grave colapso nervioso. Nada sabía, ni tampoco lo había preguntado, acerca de la misión que ese hombre estaba realizando, ni de dónde había ocurrido ese colapso nervioso, salvo que había sido en territorio hostil. Les retiraron los platos vacíos y les sirvieron los lenguados, limpios de espinas.
—¿Disociación de qué? —preguntó McCready.
—De la realidad, por supuesto —contestó el doctor Carr—. Es uno de los síntomas clásicos de esa clase de síndrome. Es muy posible que haya mostrado algunos signos de desilusión consigo mismo antes de que se produjese el derrumbamiento final.
«Ya lo creo que ha habido signos», pensó McCready. Haciéndose creer a sí mismo que una hermosa prostituta se había enamorado de él, que podía comenzar una nueva vida junto a ella, escapando de todo; cargando a sus espaldas con un doble crimen.
—El de huida —prosiguió el doctor Carr mientras hundía el tenedor en el exquisito lenguado a la meunière— significa simplemente eso, huir. Escapar de la realidad, en especial de la realidad cruda y desagradable. Estoy convencido de que su hombre estará pasando ahora por unos momentos muy difíciles.
—¿Y qué hará? —le preguntó McCready—. ¿Adónde se dirigirá?
—Buscará refugio, un sitio en el que se sienta a salvo, donde pueda ocultarse; un lugar en que todos los problemas desaparezcan y la gente lo deje en paz. Puede regresar a un estado similar al de la infancia. En cierta ocasión tuve un paciente que atosigado por los problemas, se retiró a su dormitorio, se acostó, adoptó la posición fetal, se metió el dedo pulgar en la boca y se quedó allí. No quería levantarse. Vuelta a la infancia, como puede ver. Sentirse a salvo, en lugar seguro. Sin problemas. Éste es un lenguado excelente, por cierto. Sí, un poco más de ese Meursault borgoñón… Gracias.
«Todo eso estará muy bien —pensó McCready—, pero Bruno Morenz no tiene refugio alguno donde esconderse. Nacido y criado en Hamburgo, designado a Berlín, Munich y Colonia por razones de trabajo, no podía disponer de ningún lugar donde esconderse en las inmediaciones de Jena y Weimar». Bebió unos sorbos más de vino y preguntó:
—¿Y suponiendo que no tenga refugio adonde pueda ir a esconderse?
—En ese caso, me temo que estará deambulando sumido en un estado de confusión, incapaz de ayudarse a sí mismo. Según mi experiencia, si tiene algún lugar de destino podría actuar de forma lógica para alcanzarlo. Pero sin ese lugar… —prosiguió el doctor, haciendo una pausa para encogerse de hombros—, lo cogerán. Quizá ya le hayan detenido. O será al atardecer, a más tardar.
Sin embargo, no lo cogieron. A lo largo de la tarde la ira y la frustración del coronel Voss fueron en aumento. Las veinticuatro horas se habían convertido en treinta; miembros de la Policía uniformada y de la Secreta estaban presentes en todas las esquinas de las calles y bloqueaban todas las carreteras en la región comprendida entre las ciudades de Apolda, Jena y Weimar; y ese alemán occidental, corpulento y grandullón, de paso lerdo, enfermo, confuso y desorientado, se había evaporado.
Voss anduvo dando vueltas toda la noche por su despacho de la calle Normannen; Vanavskaya estuvo esperando, sentada al borde de su catre, en los acuartelamientos para mujeres célibes de los barracones de la KGB; algunos hombres permanecieron inclinados sobre sus aparatos de radio en el castillo de Löwenstein y en Cheltenham; en todas las carreteras del sur de Turingia se hacían señales luminosas a los vehículos para que se detuvieran; McCready consumía litros y más litros de café solo en su despacho de la Century House. Y… no pasaba nada. Bruno Morenz había desaparecido.