CAPÍTULO III

Martes

—Se trata del cuarto de baño, tiene que ser el cuarto de baño —dijo el comisario Schiller, pocos segundos después de las siete de la mañana, cuando se adelantaba al soñoliento y malhumorado Wiechert para entrar en el apartamento.

—Pues a mí todo me pareció en orden —refunfuñó Wiechert—. A fin de cuentas, los chicos del equipo forense lo han registrado todo.

—Ellos buscaban huellas dactilares, no proporción en las medidas —replicó Schiller—. Fíjate en este armario empotrado en la pared del pasillo. Tiene dos metros de ancho. ¿No es así?

—Sobre poco más o menos.

—Ese lado de allá está al mismo nivel que la puerta del dormitorio de la puta. La puerta está al mismo nivel que la pared y el espejo que hay encima de la cabecera de la cama. Y ahora fíjate en que la puerta del cuarto de baño está más allá del armario empotrado. ¿Qué deduces de todo esto?

—Que tengo hambre —contestó Wiechert.

—Cállate. Observa que cuando entras al cuarto de baño y te vuelves hacia la derecha, tendría que haber dos metros hasta la pared del cuarto de baño. Ésa es la anchura exterior del armario, ¿correcto? Bien, compruébalo.

Wiechert entró en el cuarto de baño y miró hacia su derecha.

—Un metro —dijo.

—Exacto. Eso fue lo que me intrigó. Entre el espejo que hay detrás del lavabo y el espejo que hay detrás de la cabecera de la cama falta un metro de espacio.

Schiller se puso a fisgonear dentro del armario y a la media hora encontraba el pestillo de una puerta, una especie de nudo hábilmente disimulado dentro de un hueco practicado en la tabla de madera de pino. Cuando abrió esa pared del armario, Schiller divisó, a duras penas, un interruptor de luz en el interior. Usó un lápiz para accionarlo y se encendió una luz interior, una simple bombilla que colgaba del techo.

—¡Demonios! —exclamó Wiechert, mirando por encima del hombro de Schiller.

El compartimiento secreto medía unos tres metros de largo, lo mismo que el cuarto de baño, pero tan sólo unos noventa y dos centímetros de ancho. Y sin embargo, era más que suficiente. A su derecha tenían la parte posterior del espejo que había encima de la cabecera de la cama, en el cuarto de al lado, un espejo de cristal unidireccional, a través del cual se podía ver todo el dormitorio. Frente al centro del espejo, y de cara al dormitorio, en un trípode había una cámara de vídeo, uno de esos aparatos que forman parte de los equipos de alta tecnología y que daría, sin duda alguna, películas de una gran definición, pese a haber sido tomadas a través de un cristal y con escasa iluminación. El equipo de sonido era también uno de los mejores. Toda la parte interior de la pared del pasillo era una única estantería, desde el suelo hasta el techo, y cada uno de los estantes estaba lleno de cajas con cintas de vídeo. El lomo de cada una de ellas llevaba pegada una etiqueta con un número. Schiller retrocedió.

El teléfono, después de que los hombres del equipo forense lo hubiesen limpiado de huellas dactilares el día anterior, se podía usar. Telefoneó a la Dirección General de Policía y pidió que le pusieran directamente con Rainer Hartwig, el director de la Primera K.

—¡Mierda! —exclamó Hartwig cuando el comisario le hubo comunicado los detalles—. Muy bien hecho. Quédate allí. Te enviaré a dos hombres del departamento de Huellas.

Eran las ocho y cuarto de la mañana. Dieter Aust se estaba afeitando. En el dormitorio, la televisión estaba encendida con el espectáculo matutino. Después transmitieron las noticias. Aust podía escucharlas desde el cuarto de baño. No prestó mucha atención a una reseña acerca de un doble crimen en Hahnwald hasta que el locutor dijo:

—Una de las víctimas, la prostituta de lujo Renate Heimendorf…

En ese momento, el director de la oficina de Colonia del «BND» se hizo un corte profundo en la mejilla izquierda. En diez minutos se encontraba sentado al volante de su automóvil y se dirigía a toda velocidad a su despacho, al que llegó una hora más temprano que de costumbre. Eso desconcertó sobremanera a Fräulein Keppel, habituada a estar en la oficina una hora antes que su jefe.

—Ese número —dijo Aust—, el número de contacto que Morenz nos dejó antes de irse de vacaciones, ¿quiere tener la amabilidad de dármelo?

Cuando trató de ponerse en comunicación con su subordinado, escuchó el típico tono del aparato «descolgado». Verificó entonces el número con la telefonista de una popular colonia vacacional en la Selva Negra, pero ésta le informó de que esa línea parecía estar fuera de servicio. Dieter Aust ignoraba que uno de los hombres de McCready había alquilado el chalé y lo había dejado cerrado después de haber descolgado el teléfono. Sin saber qué hacer, y más como la corroboración de una conjetura, por demás aventurada, Aust marcó el número de teléfono del piso de Morenz en Porz, y para su gran asombro, se encontró hablando con Frau Morenz. Debían de haber regresado a casa antes de lo previsto.

—¿Podría hablar con su marido, por favor? Soy el director Aust, la llamo desde la oficina.

—Pero si está con usted, Herz direktor —le explicó la mujer, paciente—. Fuera de la ciudad. De viaje. Volverá mañana por la noche.

—¡Ah, sí, claro, ya lo veo! ¡Muchas gracias, Frau Morenz!

Colgó el teléfono, apesadumbrado. Morenz le había mentido. ¿Qué pretendería hacer? ¿Pasar un fin de semana con una amante en la Selva Negra? Era posible, pero no le gustaba nada el asunto. Entonces se puso en comunicación con Pullach, a través de una línea de seguridad, y habló con el subdirector del Directorio de Operaciones, la División para la que ambos trabajaban. El doctor Lothar Herrmann se mostró muy frío. Pero le escuchó con gran atención.

—Así que una prostituta asesinada. Y su chulo. ¿Cómo les mataron?

El director Dieter Aust consultó el Kölner Stadt-Anzeiger que tenía sobre el escritorio.

—A tiros.

—¿Tenía Morenz un arma? —preguntó la voz desde Pullach.

—Bueno…, eh…, me parece que sí.

—¿Dónde le fue expedida, por quién y cuándo? —preguntó el doctor Herrmann, para añadir de inmediato—: No importa. He de tenerlo por aquí. No se mueva de ahí, espere mi llamada.

A los diez minutos sonaba el teléfono.

—Se trata de una «Walther PPK», entregada por la Firma —dijo el doctor Herrmann—. En este centro. Había sido probada en el campo de tiro y en el laboratorio antes de dársela. De eso hace diez años. ¿Dónde está el arma ahora?

—Tendría que estar en su caja fuerte personal —contestó Aust.

—¿Y es así? —preguntó el doctor Herrmann con gran frialdad.

—La buscaré y le llamaré de nuevo —respondió el atemorizado Aust entre susurros. Él tenía la llave maestra para todas las cajas fuertes de su Departamento. Cinco minutos después hablaba de nuevo con el doctor Herrmann.

—No está —dijo—. Se la habrá llevado a su casa, por supuesto.

—Eso está terminantemente prohibido. Al igual que el mentir a un oficial superior, cualquiera que pueda ser la causa. Creo que lo mejor será que yo vaya a Colonia. Espéreme, por favor, en el próximo vuelo que llegue de Munich. No importa cuál sea, estaré en ese avión.

Antes de irse de Pullach, el doctor Herrmann hizo tres llamadas telefónicas. Como resultado de las mismas, un policía de la Selva Negra haría una visita de inspección al chalé designado como lugar de vacaciones, entraría al mismo con la llave que el arrendatario le había facilitado y constataría que si bien el auricular del teléfono no descansaba en su horquilla, la cama no daba muestras de haber sido utilizada: En modo alguno. Esto sería lo que comunicaría en su informe. El doctor Herrmann aterrizó en Colonia a las doce menos cinco.

Bruno Morenz metió el «BMW» por el conjunto de construcciones de hormigón armado que integraban el paso fronterizo de Alemania Oriental y alguien le hizo señas para que se colocase detrás de una larga fila de coches. Un guardia fronterizo, con uniforme verde, asomó el rostro por la ventanilla del conductor.

Aussteigen, bitte, Ihre papiere.

Morenz se apeó del coche y le tendió el pasaporte. Otros guardias se acercaron y rodearon el automóvil, lo que no dejaba de ser normal.

—Abra el capó, por favor, y el maletero.

Morenz hizo lo que le pedían; los otros iniciaron el registro. Un guardia introdujo debajo del coche una carretilla con un espejo encima. Otro se dedicó a examinar la caja del motor. Bruno hizo denodados esfuerzos para no mirar en esa dirección cuando uno de ellos se puso a inspeccionar la batería.

—¿Cuál es el motivo de su viaje a la República Democrática Alemana?

Bruno se volvió hacia el hombre que le había hablado. Unos ojos azules detrás de unas gafas sin montura se le quedaron mirando. Bruno le explicó que se dirigía a Jena con el fin de discutir una posible compra de instrumentos ópticos de la «Zeiss»; que si todo iba bien, regresaría esa misma noche; en caso contrario, volvería a reunirse por segunda vez con el director del departamento de Ventas al Extranjero en la mañana del día siguiente. Rostros impasibles. Le indicaron que pasase al salón de visitantes. «Deja que ellos encuentren los documentos por sí mismos —le había dicho McCready—. No les ofrezcas demasiado». Los agentes de la Aduana inspeccionaron minuciosamente su maletín, leyeron con atención las cartas entre la «Zeiss» y la «BKI» de Wurzburgo y registraron la maleta. Morenz rezó porque los sellos y el franqueo fuesen correctos. Lo eran. Entonces le devolvieron el equipaje. Morenz se lo llevó al coche. La inspección del automóvil había terminado. A un lado se encontraba un guardia fronterizo con un gigantesco perro alsaciano. Detrás de las ventanas del edificio, dos hombres vestidos de civil estaban vigilando. Eran de la Policía Secreta.

—Le deseo que disfrute de su visita a la República Democrática Alemana —le dijo el mayor de los guardias fronterizos, aun cuando no daba la impresión de que deseara lo que decía.

En ese momento se escucharon gritos y voces en las columnas de coches que se extendían a lo largo de las dos vías, separadas por una barrera de hormigón armado. El escándalo se había producido, al parecer, en la fila de los que salían. Todos volvieron para ver qué ocurría. Morenz se encontraba ya sentado al volante de su sedán negro. Se quedó mirando fijamente, angustiado por el terror.

A la cabeza de la columna había una furgoneta. Con matrícula de la República Federal Alemana. Dos guardias sacaban, de la parte trasera, a una chica joven que iba escondida debajo del suelo, en un angosto nicho construido con tal propósito. La chica estaba gritando. Era la novia del joven germano-occidental que conducía la furgoneta. Habían arrastrado al joven fuera del vehículo y lo acosaban, en el centro de un círculo formado por furiosas fauces de perros, a duras penas contenidos, y cañones de fusiles ametralladores. El joven, pálido como la cera, alzó los brazos.

—¡Dejadla en paz, hijos de puta! —vociferó.

Alguien le dio un golpe en el estómago. El joven cayó de bruces, retorciéndose de dolor.

—¡Vamos! ¡Adelante! —ordenó, irritado, el guardia que estaba cerca de Morenz.

Bruno soltó el embrague y el «BMW» dio un salto hacia delante. Cruzó las barreras y se detuvo ante el «Banco del Pueblo» para entregar sus marcos occidentales y recibir, al cambio de uno por uno, la misma cantidad nominal de unos marcos orientales que apenas tenían valor; luego recogió su declaración de cambio de divisas, debidamente sellada. El cajero se encontraba alicaído al parecer. A Morenz le temblaban las manos. De vuelta en su automóvil, miró por el espejo retrovisor y vio cómo se llevaban a empellones al joven y a la chica, que seguía gritando; momentos después desaparecían en una de las edificaciones de hormigón.

Bruno se dirigió hacia el Norte, sudaba profusamente. Sabía que beber alcohol mientras se conducía estaba rigurosamente prohibido en la República Democrática Alemana; no obstante, echó mano de su petaca y tomó un buen trago. Comenzó a sentirse mucho mejor. Tenía que haberse dado cuenta de que había perdido la facultad de dominar sus nervios. Padecía el típico agotamiento; lo único que le hacía mantenerse en pie era la experiencia acumulada en tantos años de entrenamiento. Y también la firme resolución de no dejar en la estacada a su amigo McCready. Por ello condujo con prudencia. No demasiado rápido, pero tampoco muy lento. Echó una mirada al reloj para comprobar la hora. Tenía tiempo. Era mediodía, y la entrevista se celebraría a las cuatro de la tarde. Condujo durante dos horas. Pero ese miedo cerval que se apodera del agente secreto durante una misión en territorio enemigo, cuando piensa que puede pasarse diez años en un campo de trabajos forzados si es descubierto, había empezado a socavar un sistema nervioso que, en realidad, se hallaba reducido a un montón de ruinas.

McCready lo había estado observando mientras entraba en el corredor entre los dos postes fronterizos, luego lo había perdido de vista. No se había enterado del incidente con la chica y el joven porque debido a la curva que había en la colina, sólo podía ver los tejados de la parte de la Alemania Oriental y la bandera que ondeaba sobre ellos, con el escudo del martillo, el compás y los manojos de espigas de trigo. Poco antes de que diesen las doce divisó, muy a lo lejos, el sedán «BMW» negro, que se alejaba por las tierras de Turingia.

En la parte trasera del «Range Rover», Johnson tenía lo que podía parecer un maletín cualquiera. Dentro llevaba un teléfono portátil, pero diferente de todos los demás. El equipo podía enviar y recibir mensajes en clara conversación, pero desmodulados, con lo que podían comunicarse con el cuartel general de Comunicaciones del Gobierno británico, el famoso GCHQ, situado en las inmediaciones de Cheltenham, en Inglaterra; o con la Century House, en Londres, o con la estación del SIS en Bonn. El equipo parecía un teléfono portátil ordinario, con botones numerados para marcar. McCready se lo había llevado consigo con el fin de permanecer en contacto con su propia base de operaciones, e informar del momento en que el Duendecillo regresase a casa sano y salvo.

—Ya ha pasado —comentó McCready a Johnson—, ahora sólo nos queda esperar.

—¿Desea comunicárselo a Bonn o a Londres? —preguntó Johnson.

McCready denegó con la cabeza.

—No hay nada que puedan hacer —dijo—. Ahora, nadie puede. Es el turno del Duendecillo.

En el apartamento de Hahnwald, los dos hombres del departamento de dactiloscopia habían terminado su trabajo en el recinto secreto y se disponían a marcharse. Dentro de aquella especie de mazmorra habían descubierto tres grupos distintos de huellas dactilares.

—¿Se encuentran entre las diecinueve que encontrasteis ayer? —preguntó Schiller.

—Lo ignoro —dijo el mayor de los técnicos—. Tendré que comprobarlo en el laboratorio. Te lo haré saber. En todo caso, ahora puedes entrar.

Schiller se metió de nuevo en el escondite y examinó las inscripciones en las cajas de las cintas de vídeo. Nada había que indicase su contenido, tan sólo números marcados en las etiquetas de los lomos. Cogió una de las cajas al azar, se dirigió al dormitorio principal y metió la cinta en el vídeo. Con el mando a distancia encendió éste y el aparato de televisión. Entonces apretó el botón de ejecución. Se sentó al borde de la desmantelada cama. Dos minutos después se levantó y desconectó los aparatos. Aquel hombre joven estaba perplejo y conmocionado.

—Donnerwetter nochmal! —susurró Wiechert, de pie en el umbral de la puerta, devorando un gran trozo de pizza.

Tal vez aquel senador de Baden-Württemberg no fuese más que un simple político de provincias, pero era bastante conocido a escala nacional por sus frecuentes apariciones en los canales de la Televisión federal, en los que clamaba por una vuelta a los viejos valores morales tradicionales y exigía la proscripción de la pornografía. Sus votantes lo habrían visto en muy variadas poses: acariciando las cabecitas de los niños, dando besitos a recién nacidos, inaugurando celebraciones eclesiásticas o dirigiéndose a un público de damas conservadoras. Pero no lo habrían visto caminando desnudo y a cuatro patas por un aposento, con un collar de perro al cuello, atado con una correa y conducido por una jovencita que vestía únicamente unas botas muy altas y que blandía, amenazante, una fusta.

—Quédate aquí —dijo Schiller—. ¡No te vayas! ¡No se te ocurra moverte! Vuelvo a la Dirección General de Policía.

Eran las dos de la tarde.

A esa misma hora, Bruno Morenz echaba una ojeada a su reloj de pulsera. Debía de encontrarse ahora al oeste del cruce de Hermsdorf, ese gran cruce de carreteras en el que la Autopista Norte-Sur, que parte de Berlín y llega al puerto fronterizo del río Saale, se cruza con la Autopista Este-Oeste, que sale de Dresde hasta Erfurt. Aún le quedaba mucho tiempo por delante. Quería estar en el área de estacionamiento a las cuatro menos diez, para encontrarse allí con Smolensko, y no deseaba llegar antes porque, en ese caso, resultaría muy sospechoso que alguien que conducía un automóvil matriculado en Alemania Occidental estacionara en un lugar como ése durante tanto tiempo.

De hecho, cualquier tipo de parada despertaría la curiosidad. Los hombres de negocios germanooccidentales tienden a ir derechos a su lugar de destino, liquidan sus asuntos y regresan de inmediato. Mejor sería que siguiera conduciendo. Decidió pasar por Jena y Weimar hasta el desvío hacia Erfurt, dar entonces la vuelta y dirigirse otra vez a Weimar. Así mataría el tiempo. En ese momento advirtió que, por detrás, por el carril de adelantamientos, se le acercaba un coche «Wartburg», de la llamada Policía Popular, cuyo techo iba adornado con dos faros de luces azuladas y un megáfono exterior. Los dos agentes de tráfico que patrullaban por la autopista se le quedaron mirando fijamente, con rostros inexpresivos.

Morenz aferró el volante con fuerza, tratando de dominar el pánico que se había apoderado de él.

«Se han enterado de todo —le decía en su interior una vocecilla traicionera—. Es más que una trampa. Han cogido a Smolensko. Y ahora te atraparán a ti. Te esperaban. Están controlándote, porque has llegado demasiado pronto».

«No seas imbécil», le decía su mente consciente. Pero entonces el recuerdo de Renate acudió a él, y la más amarga desesperación se fue a juntar con el miedo, por lo que éste salió vencedor.

«Escucha, pedazo de cretino —le dijo su mente—, has cometido una estupidez. Pero no fue porque quisieras cometerla. Y además utilizaste tu cabeza. Los cadáveres no serán descubiertos hasta dentro de algunas semanas. Y, para entonces, ya estarás fuera de la Compañía, incluso del país, con tus ahorros, en un país donde te dejarán tranquilo. En paz. Y esto es lo único que ahora necesitas: paz. Tranquilidad. Y tendrán que dejarte en paz debido a lo de las cintas».

El coche de los vopos redujo la velocidad y los dos hombres se le quedaron mirando, inquisitivos. Bruno empezó a sudar. Le invadía un miedo cerval. No podía saber que los dos jóvenes policías eran muy aficionados a los coches, y que nunca habían visto hasta entonces el nuevo modelo sedán de la «BMW».

El comisario Schiller se entrevistó durante una media hora con el director de la Brigada de Homicidios, a quien explicó lo que había encontrado. Hartwig se mordió los labios.

—Esto empieza a ponerse de castaño oscuro —dijo el director—. ¿Había comenzado ya a ejercer la extorsión o lo que tenía ahí se lo reservaba para su jubilación? No lo sabemos.

Cogió el teléfono y pidió que le comunicaran con el laboratorio de criminología forense.

—Quiero tener en mi despacho, dentro de una hora, las fotografías de los proyectiles extraídos, y las huellas dactilares, las diecinueve de ayer y las tres de esta mañana, ¿entendido?

El director se puso entonces de pie y se dirigió de nuevo a Schiller:

—En marcha. Volvamos al lugar de los hechos. Quiero ver aquello con mis propios ojos.

Y fue el director Hartwig el que encontró la libreta de apuntes. Nadie podía imaginar cómo una persona podía ser tan desconfiada como para ocultar una libreta en un cuarto que ya se encontraba de por sí perfectamente escondido. La libreta estaba debajo del anaquel inferior de la estantería en la que estaban almacenadas las grabaciones de vídeo.

Como se pudo comprobar, la lista era del propio puño y letra de Renate Heimendorf. Quedaba claro que había sido una mujer muy inteligente y que ésa era su auténtica operación, la cual había empezado con los refinados arreglos que introdujo en el apartamento original y que culminaba en ese mando a distancia, tan inofensivo en apariencia, con el que podía mover a capricho la cámara que tenía emplazada detrás del espejo. Los chicos del equipo forense lo habían visto sobre la cama, pero habían pensado que era un mando de repuesto para el televisor.

Hartwig recorrió la lista de nombres anotados en la libreta, cuya numeración se correspondía a los números que figuraban en los lomos de las cajas con las cintas de vídeo. Reconoció algunos nombres, otros, no. Pensó que los que no había reconocido pertenecerían a personalidades importantes extranjeras. Entre los que había reconocido se encontraban dos senadores, un diputado (del partido gobernante), un financiero, un banquero (de la localidad), tres industriales, el heredero del propietario de una importante fábrica de cerveza, un juez, un cirujano famoso y un personaje de la televisión, muy conocido a escala nacional. Ocho de los nombres parecían anglosajones (¿británicos?, ¿estadounidenses?, ¿canadienses?) y dos eran franceses. Contó el resto.

—Ochenta y un nombres —dijo—. Ochenta y una cintas. ¡Por los clavos de Cristo!, si los nombres que yo he reconocido son más o menos representativos del conjunto total, ahí tiene que haber el material suficiente como para hacer caer a varios Gobiernos estatales, quizás hasta el de Bonn.

—Pues en buen lío nos hemos metido —dijo Schiller—. Aquí hay sólo sesenta y una.

Los dos hombres se pusieron a contarlas de nuevo. Sesenta y una.

—¿No dijiste que en este escondrijo habían encontrado tres grupos de huellas?

—Así es, señor.

—Suponiendo que dos pertenezcan a Heimendorf y a Hoppe, las del tercer grupo deben de ser las de nuestro asesino. Y tengo la terrible impresión de que ese hombre se ha llevado veinte cintas. Vámonos, iré a ver al director con todo esto. Este asunto sobrepasa los límites de un simple asesinato, va mucho más allá.

El doctor Herrmann estaba terminando de almorzar con su subordinado Aust.

—Mi querido Aust, no sabemos absolutamente nada, de momento. Pero sí tenemos motivos para estar preocupados, eso es todo. Es posible que la Policía detenga e inculpe de un momento a otro a un gángster, y que Morenz vuelva según había anunciado, después de haber pasado un delicioso fin de semana con una amante en algún otro lugar que no sea la Selva Negra. Quiero decirle que su inmediata expulsión del cuerpo, con pérdida automática de la pensión, es algo que está fuera de toda duda. Pero lo único que quiero, de momento, es que lo busque y averigüe dónde está. Envíe a alguna mujer de nuestra organización a su casa, para que haga compañía a la esposa, por si acaso él llama. Puede utilizar la excusa que más le plazca. Intentaré informarme de cómo van las investigaciones policíacas. Y póngase en contacto conmigo si tiene noticias de él.

Sam McCready estaba sentado en el pescante del «Range Rover», sintiendo la caricia de los ardientes rayos del sol en lo alto de una montaña desde la que se divisaba, abajo, la corriente del río Saale, mientras saboreaba el café que llevaba en un termo. Johnson depositó su equipo portátil en el suelo. Había estado hablando con Cheltenham, la gigantesca estación de escucha situada al oeste de Inglaterra.

—Nada —dijo—, todo normal. No hay aumento de las comunicaciones radiofónicas en ninguno de los sectores, ni de los rusos, ni del Servicio de Seguridad del Estado, ni de la Policía Popular. Sólo rutina.

McCready echó un vistazo a su reloj. Las cuatro menos diez. En esos momentos aproximadamente Bruno se estaría dirigiendo hacia el área de estacionamiento al oeste de Weimar. Le había dicho que llegase cinco minutos antes, y que no esperase más de veinticinco si Smolensko no estaba allí. Eso sería considerado como un fallo. McCready se mantenía en calma frente a Johnson, pero detestaba las esperas. Lo peor de todo era tener que aguardar a un agente que había cruzado la frontera. La imaginación le juega a uno más de una mala pasada, creando todo un cúmulo de problemas que podrían haber surgido al otro lado, pero que probablemente no han surgido. Por centésima vez, MacCready calculó el tiempo que podría durar la operación. Cinco minutos en el estacionamiento a un lado de la carretera; el ruso hacía la entrega; diez minutos más para permitir al ruso que se fuera. Partida a las cuatro y cuarto. Cinco minutos para pasar el manual desde el sobaco, tapado por la chaqueta, al compartimiento situado debajo de la batería; una hora y cuarenta y cinco minutos de viaje —tendría que aparecer por su campo visual a eso de las seis de la tarde…—, otra taza de café.

El director de la Policía de Colonia, Arnim von Starnberg, escuchaba con solemnidad el informe que el joven comisario le presentaba. A su derecha estaba sentado Hartwig, el director de la Brigada de Homicidios, y a su izquierda, Horst Fränkel, el director de toda la Brigada de Investigación Criminal. Esos dos altos oficiales habían llegado a la conclusión de que tenían que ir a verlo de inmediato. Ese asunto no sólo era algo más que un simple asesinato, sino que sobrepasaba también las competencias de Colonia. El director había decidido ya traspasar el caso a estamentos superiores antes de que el joven Schiller terminase de hablar.

—Guardará el más completo silencio sobre todo esto, Herr Schiller —dijo Von Starnberg—. Tanto usted como su colega, el subcomisario Wiechert. Sus carreras dependen de ello, ¿me ha comprendido? —Entonces se dirigió a Hartwig—: Y lo mismo reza para esos dos hombres de dactiloscopia que vieron el cuarto de la cámara de vídeo. —Despidió a Schiller y se dirigió a los otros detectives—: ¿Hasta dónde han llegado ustedes en sus pesquisas?

Fränkel hizo una señal a Hartwig, el cual mostró un montón de fotografías ampliadas de una gran calidad.

—Pues bien, señor director, ahora tenemos las balas que causaron la muerte de la prostituta y de su amante. Necesitamos encontrar la pistola que las disparó. —Hartwig señaló dos fotografías—. Son dos balas, una en cada cuerpo. También tenemos las huellas dactilares. Había tres grupos en el recinto de la cámara. Dos pertenecían a la prostituta y a su chulo. Creemos que el tercer grupo de huellas debe de pertenecer al asesino. Asimismo pensamos que él ha sido el ladrón de las veinte cajas que faltan.

Ninguno de los tres hombres podía saber que, en realidad, faltaban veintiuna cintas de vídeo. En la noche del viernes, Bruno Morenz había arrojado al Rin la vigésimo primera cinta, en la que aparecía él mismo, y que no estaba registrada en la libreta porque él jamás podía ser tomado como posible objeto de chantaje, sino de simple diversión.

—¿Dónde están las sesenta y una cintas restantes? —preguntó Von Starnberg.

—En mi caja fuerte personal —contestó Fränkel.

—Tráigalas a mi despacho en seguida, por favor. Nadie debe verlas.

Cuando Arnim von Starnberg se quedó solo en su despacho, se puso inmediatamente a telefonear. A lo largo de aquella tarde, la responsabilidad del asunto fue ascendiendo por la jerarquía oficial con más rapidez que un mono trepa por un árbol. Colonia traspasó el caso a la Brigada Provincial de Investigación Criminal de Düsseldorf, la capital del land, que a su vez se lo pasó a la Brigada Federal de Investigación Criminal, con sede en Wiesbaden. Limusinas fuertemente custodiadas, con las sesenta y una cintas y la libreta de notas, circularon de ciudad en ciudad. En Wiesbaden, el material quedó retenido durante un buen rato mientras las autoridades competentes se ponían de acuerdo en cómo comunicar la noticia al ministro de Justicia en Bonn, que era el siguiente peldaño en la escalera. Para entonces, los sesenta y un atletas sexuales habían sido identificados ya. Aproximadamente el cincuenta por ciento era gente acomodada; el resto estaba integrado por personas igualmente ricas; pero que, al mismo tiempo, eran parte integrante de las llamadas fuerzas vivas de la nación. Y lo que empeoraba el asunto, también estaban involucrados seis parlamentarios del partido en el Gobierno, más dos de la oposición, dos funcionarios públicos de alta jerarquía y un general del Ejército. Eso en lo que respectaba a los alemanes. También había dos diplomáticos extranjeros residentes en Bonn (uno de ellos de uno de los países aliados de la OTAN), dos políticos extranjeros que habían estado de visita en Alemania, y un miembro de la Casa Blanca, persona muy próxima a Ronald Reagan.

Pero incluso mucho peor era lo de la lista con los nombres, ahora por fin identificados, de las personas cuyas diversiones grabadas habían desaparecido. Entre ellas se contaban un respetable miembro de la junta directiva del partido en el poder en la República Federal Alemana, un ministro (federal), un diputado (federal), un juez (del Tribunal Supremo de Justicia), un oficial de alta graduación de las Fuerzas Armadas (esta vez del Aire), el magnate de la cerveza identificado por Hartwig y un joven ministro con una rápida carrera ascendente. Y esto aparte de otras personalidades, flor y nata del comercio y de la industria.

—Uno bien puede reírse de esos atolondrados hombres de negocios —comentó un alto funcionario de la Brigada Federal de Investigación Criminal en Wiesbaden—. Si se han arruinado por su frivolidad, ellos mismos tienen la culpa. Pero esa puta se había especializado en personalidades del Sistema.

A últimas horas de la tarde, y por una simple cuestión de procedimiento, el BFV, Servicio de Seguridad interna del país, fue informado de los hechos. No se le comunicaron todos los nombres, sólo un sucinto relato del curso de las investigaciones y los progresos realizados. Lo irónico del caso era que el BFV tiene su cuartel general en Colonia, ciudad en la que todo había comenzado. El memorándum interdepartamental acerca del caso fue a parar al escritorio de un alto agente del Servicio Secreto de Contraespionaje llamado Johann Prinz.

Bruno Morenz circulaba con lentitud en dirección oeste por la Autopista siete. Se encontraba a unos seis kilómetros al oeste de Weimar y a un kilómetro y medio de los barracones soviéticos de Nohra, que se distinguían a lo lejos por sus murallas blancas. Cogió una curva y, al salir de ella, se encontró con el área de estacionamiento a ese lado de la autopista, justo donde McCready le había dicho que tendría que estar. Comprobó la hora; faltaban ocho minutos para las cuatro. La carretera estaba vacía. Aminoró la velocidad y se metió en el área de estacionamiento.

Siguiendo las instrucciones recibidas, se apeó del coche, abrió el maletero y sacó la caja de las herramientas. La abrió y la depositó en el suelo, delante del vehículo, en el lado del volante, donde era bien visible para cualquiera que circulase por allí. Apretó el botón que abría el capó y lo levantó. Su estómago empezó a gruñir. Detrás del estacionamiento y a lo largo de la autopista había árboles y matorrales. En su imaginación vio a los agentes de la SSD agazapados, esperando para efectuar el doble arresto. Tenía la boca seca y el sudor le corría a raudales por la espalda. Tenía los nervios hechos polvo, y operaba sólo gracias a una reserva interior que también estaba a punto de partirse en dos como una cinta elástica estirada hasta el límite.

Cogió una llave dentada, justo la que necesitaba para realizar su trabajo, y metió la cabeza debajo del capó. McCready le había enseñado la manera de aflojar la tuerca que sujetaba el tubo del agua al radiador. Y eso fue lo que hizo. Al instante empezó a chorrear el agua. Cambió entonces la llave dentada por otra, en la que, evidentemente, la tuerca no encajaba, y trató en vano de asegurar el tubo de nuevo.

Los minutos pasaban con lentitud. Inclinado sobre el motor, Morenz continuaba afanándose inútilmente con su chapucería. Echó una mirada de reojo a su reloj de pulsera. Las cuatro y seis minutos. «¿Dónde demonios estás?», preguntó para sus adentros. Casi en ese mismo instante se escuchó el rechinar de guijarros bajo las ruedas al detenerse un vehículo. Morenz mantuvo la cabeza agachada. El ruso se le acercaría y le diría, en su alemán con acento extranjero: Si le ha surgido algún problema, es posible que yo tenga un mejor juego de herramientas, entonces le ofrecería la plana caja de madera de las herramientas del jeep. El manual titulado Orden soviético de batalla se encontraría debajo de las llaves dentadas, en un sobre rojo de plástico…

Los oblicuos rayos del sol se vieron ensombrecidos por el cuerpo de alguien que se acercaba. Pisadas de botas crujieron en la gravilla. El hombre estaba cerca de él, a su espalda. No le dijo nada. Morenz se enderezó. El coche de la Policía germanooriental se había detenido a unos cinco metros de distancia. Un policía vestido de uniforme verde se había apostado ante la abierta portezuela del conductor. El otro se encontraba junto a Morenz, mirando el motor del sedán «BMW».

Morenz sintió ganas de vomitar. Las paredes de su estómago empezaron a irrigar ácidos dentro de su sistema digestivo. Sintió que le doblaban las rodillas y que las piernas no le sostenían. Trató de erguirse y faltó poco para que se desplomase al suelo. El policía le miró a los ojos.

—¿Le ocurre algo? —preguntó.

Por supuesto que se trataba de una farsa, esa endiablada cortesía para enmascarar el triunfo. La pregunta de si algo andaba mal no era más que el preludio de los gritos, las voces y la detención. A Morenz le pareció que la lengua se le había quedado pegada al paladar.

—Pensé que estaba perdiendo agua —dijo.

El policía metió la cabeza debajo del capó y examinó el radiador. Cogió la llave dentada que empuñaba Morenz, la probó, se agachó y eligió otra del suelo.

—Ésta encajará —aseguró, ofreciéndosela.

Morenz la utilizó y logró apretar la tuerca. El tubo dejó de chorrear agua.

—No era la llave adecuada —dijo el policía.

El hombre se quedó mirando el motor del «BMW». Parecía contemplar fijamente la batería.

—Hermoso coche —dijo al fin—. ¿Dónde se hospeda usted?

—En Jena —respondió Morenz—. Mañana por la mañana he de ver al director del Departamento de Ventas al extranjero de la «Zeiss». Tengo que comprar algunos artículos para mi compañía.

El policía hizo un gesto de aprobación.

—Producimos cosas estupendas en la República Democrática Alemana —comentó.

No era verdad. Alemania Oriental no poseía más que una sola fábrica que produjese artículos equiparables al nivel tecnológico occidental, y ésa era la «Zeiss».

—¿Qué está haciendo por aquí?

—Quería ver Weimar…, la casa de Goethe.

—Pues va en dirección contraria. Weimar queda por allí.

El policía señaló la carretera con el índice, apuntando hacia detrás de Morenz. Un jeep «GAZ» soviético, pintado de gris y verde, pasó por su lado en ese momento. El conductor, con la visera de la gorra calada hasta los ojos, se volvió hacia Morenz, se encontró con su mirada durante un segundo, se fijó en el vehículo de los vopos y pasó de largo. El encuentro había fallado. Smolensko no se acercaría.

—Sí, lo sé. Cogí un desvío equivocado al salir de la ciudad. Estaba tratando de ver dónde podía dar la vuelta cuando advertí que la presión del agua disminuía…

Los vopos le ayudaron a dar la vuelta y le siguieron hasta Weimar. Se separaron de él a la entrada de la ciudad. Morenz se dirigió a Jena y se hospedó en el hotel «Oso Negro».

El doctor Herrmann tenía un contacto en el BFV. Algunos años antes, al trabajar en el escándalo provocado por Günther Guillaume, cuando se descubrió que el secretario particular del canciller Willy Brandt era un espía de la Alemania Oriental, los dos hombres se habían conocido y colaborado. A las seis de la tarde, el doctor Herrmann llamó por teléfono al BFV en Colonia y pidió que le pusieran con la persona que deseaba ver.

—¿Johann? Soy Lothar Herrmann. No, no, estoy aquí, en Colonia. Oh, asuntos rutinarios, ¿sabes? Tenía la esperanza de poder invitarte a cenar. ¡Fantástico! Pues bien, mira, me hospedo en el hotel que hay frente a la catedral. ¿Qué te parece si nos encontramos en el bar? ¿Alrededor de las ocho? Te estaré esperando.

Johann Prinz colgó el auricular y se preguntó qué habría obligado a Herrmann a ir a Colonia. ¿Acaso visitar sus tropas? Tal vez…

A las ocho, en la cima de la montaña por encima del río Saale, Sam McCready se apartó los prismáticos de los ojos. La débil luz crepuscular le impedía ver el puesto fronterizo de Alemania Oriental y la carretera que se extendía detrás. Se sentía cansado, vacío. Algo había salido mal al otro lado de esos campos minados y de esas alambradas. No tenía por qué ser algo importante, quizá tan sólo se tratara del simple reventón de un neumático o de un atasco de tráfico… Pero eso sí que no era probable. Quizá su hombre se encontrase ya conduciendo en dirección Sur, hacia la frontera. A lo mejor Pankratin no se había presentado en el primer encuentro, por no haber conseguido un jeep o no haber tenido la oportunidad de escapar… La espera era siempre lo peor de todo, el tener que aguardar sin saber qué podía haber salido mal.

—Volvamos abajo, a la carretera —le dijo a Johnson—. De todos modos, ya no puedo ver nada desde aquí.

Dejó a Johnson instalado en el aparcamiento de la estación de servicio de Frankenwald, en el lado de la vía que se dirige hacia el Sur, pero con el morro del vehículo hacia el Norte, en dirección a la frontera. Johnson permanecería allí sentado durante toda la noche, vigilando por si el «BMW» aparecía. McCready abordó a un camionero que se dirigía hacia el Sur, le explicó que su coche se había averiado y se hizo llevar por él unos diez kilómetros, dirección sur. Se bajó en el cruce hacia Münchberg, recorrió el kilómetro y medio que le separaba de aquella pequeña aldea y se alojó en el «Braunschweiger Hof». En una bolsa llevaba su teléfono portátil por si Johnson quería comunicarse con él. Encargó que un taxi le recogiera a las seis de la mañana.

Herrmann y Prinz estaban sentados a una mesa en un rincón del restaurante y encargaron la cena. Hasta ese momento se habían comportado con exquisita cortesía. «¿Qué tal te van las cosas?» «Muy bien, gracias». Cuando estaban saboreando el cóctel de gambas, Herrmann empezó a abordar el tema:

—Me imagino que ya os habrán informado sobre el caso de la prostituta…

Prinz se quedó sorprendido. ¿Cuándo se habían enterado los del BND? Él mismo no había visto el expediente hasta las cinco de la tarde. Herrmann le había telefoneado a las seis, y a esa hora ya se encontraba en Colonia.

—Sí —contestó—. Esta tarde nos ha llegado el expediente.

Herrmann fue entonces el sorprendido. ¿Por qué se informaba al Servicio de Contraespionaje de un doble crimen en Colonia? Había imaginado que tendría que explicárselo a Prinz antes de poder pedirle el favor.

—Asunto enojoso —murmuró Herrmann cuando les estaban sirviendo los solomillos.

—Y que está empeorando —asintió Prinz—. A Bonn no le hace ninguna gracia que esas cintas pornográficas estén dando vueltas por ahí.

Herrmann mantuvo el rostro impasible, pero se le revolvió el estómago. ¿Cintas pornográficas? ¡Dios Santo! ¿Qué clase de cintas? Fingió una leve sorpresa y bebió algo más de vino.

—Eso va un poco lejos, ¿no? Seguramente estaría fuera del despacho cuando los últimos detalles llegaron. ¿Puedes ponerme al corriente?

Y eso fue lo que Prinz hizo. Herrmann perdió definitivamente el apetito. El único olor que le llegaba a la nariz no era el de la carne y el del clarete, sino el de un escándalo de dimensiones apocalípticas.

—Y hasta ahora ninguna pista —murmuró Herrmann en tono de preocupación.

—No gran cosa —asintió Prinz—. Han dado orden a la Brigada de Investigación Criminal para que aparten a todos los hombres de otros casos y los dediquen exclusivamente a éste. La búsqueda, como es lógico, se centra en el arma y en el propietario de esas huellas dactilares.

Lothar Herrmann dio un suspiro.

—Me pregunto si el criminal no podía ser un extranjero —sugirió Herrmann.

Prinz terminó de comerse el helado y dejó la cucharilla sobre el plato. Se sonrió, con expresión maliciosa.

—¡Ajá!, ahora me doy cuenta. ¿Conque nuestro Servicio de Inteligencia exterior está interesado en el asunto?

Herrmann se encogió de hombros, como si quisiera restar importancia al caso.

—Mi querido amigo, ambos tenemos que cumplir en gran parte la misma misión. Proteger a nuestros dirigentes políticos…

Al igual que la inmensa mayoría de los altos funcionarios públicos, los dos hombres tenían una idea de sus dirigentes políticos que en modo alguno era compartida por éstos.

—Como es lógico, disponemos de nuestros propios archivos —dijo Herrmann—. Huellas dactilares de extranjeros que han llamado nuestra atención… Pero, por desgracia, no hemos recibido copias de las huellas dactilares que andan buscando nuestros amigos de la Brigada de Investigación Criminal…

—Podrías pedirlas por conducto oficial —apuntó Prinz.

—Sí, pero, en ese caso, ¿por qué armar tanto alboroto por algo que a lo mejor no conduce a ninguna parte? De la otra forma, de un modo no oficial…

—No me gusta eso de no oficial —le espetó Prinz.

—Tampoco a mí, amigo mío, pero…, insisto de nuevo…, en aras de nuestra vieja amistad. Te doy mi palabra de que si descubro algo, te lo comunicaré de inmediato. Un esfuerzo conjunto de los dos Servicios. Repito, te doy mi palabra de honor. Y si no resulta nada, tampoco se habrá hecho daño a nadie.

Prinz se levantó de la mesa.

—Está bien —dijo—, en aras de nuestra vieja amistad. Pero sólo por esta vez.

Y al salir del hotel se preguntó qué demonios sería lo que Hermann sabía o de qué sospechaba, y de lo que él no tenía ni la menor idea.

En el «Braunschweiger Hof» de Münchberg, Sam McCready estaba sentado en el bar. Acompañaba su soledad con la bebida, mientras contemplaba fijamente el entarimado de las paredes. Estaba triste y profundamente atormentado. Una y otra vez se preguntaba si había hecho bien en enviar a Morenz al otro lado.

Algo le pasaba a aquel hombre. ¿Un constipado veraniego? Aquello se parecía más a una gripe virulenta. Pero la gripe no pone nervioso. Y su viejo amigo se veía demasiado excitado. ¿Habría perdido los nervios? No, no el viejo Bruno. Ya había hecho eso varias veces. Y estaba limpio, al menos por lo que McCready sabía. Trató entonces de justificarse a sí mismo. No había tenido tiempo para encontrar a una persona más joven. Y Pankratin no se detendría a mirar un rostro extraño. También la vida de Pankratin estaba en peligro. Pero si él se hubiese negado a enviar a Morenz, hubieran perdido el manual de guerra soviético. No tenía elección, se había visto obligado a hacerlo… Pero no podía dejar de atormentarse.

A unos ciento doce kilómetros más al Norte, Bruno Morenz se encontraba en el bar del «Hotel Oso Negro», en Jena. También él bebía, y también lo hacía solo. Pero mientras McCready podía permitírselo, Morenz, no. Ya había dejado de aguantar el alcohol. Se engañó a sí mismo, convenciéndose de que la bebida era su sostén, que le daría fuerzas y le ayudaría a salir de ésa. Pero la verdad era que lo estaba conduciendo cada vez más cerca del abismo.

Al otro lado de la calle podía divisar la entrada principal de la secular Universidad Schiller. Afuera había un busto de Karl Marx. En una placa se comunicaba que Marx había estudiado ahí en 1841, en la Facultad de Filosofía. Morenz pensó que era una auténtica lástima que aquel filósofo barbudo no hubiese reventado en ese mismo sitio en su época de estudiante. Así jamás hubiera ido a Londres a escribir El capital, y él no se encontraría ahora en tamaña miseria y tan lejos de su casa.

Miércoles

A la una de la mañana, alguien entregaba en la recepción del hotel, enfrente de la catedral, un sobre pardo, lacrado y precintado, a nombre del doctor Herrmann. Éste se encontraba despierto todavía. En el sobre había tres grandes ampliaciones; dos eran las fotografías de dos balas de nueve milímetros, y en la tercera aparecía un grupo de huellas dactilares, en las que se apreciaban un pulgar, algunos dedos y parte de la palma de la mano. Decidió no transmitir por fax las fotografías a Pullach, sino llevarlas él mismo por la mañana. Si esos delgados rasguños a lo largo de los proyectiles y la filigrana de las huellas coincidían realmente, se vería enfrentado a un dilema mayúsculo. ¿A quién decírselo y cuánto revelar? Si al menos ese cerdo de Morenz apareciese de una vez… A las nueve de la mañana abordó el primer avión de regreso a Munich.

A las diez de la mañana, la comandante Ludmilla Vanavskaya comprobaba una vez más en Berlín los lugares en los que podría encontrarse el hombre al que estaba buscando. Le habían dicho que se hallaba con la guarnición acantonada en las afueras de Erfurt. A las seis de la tarde, él partiría para Potsdam; al día siguiente volaría de regreso a Moscú.

«Y yo iré contigo, hijo de puta», pensó.

A las once y media, Morenz se levantó de la mesa de la cafetería donde había estado haciendo tiempo y se encaminó hacia su automóvil. Se sentía a morir. Llevaba la corbata desarreglada y no había podido afeitarse esa mañana. Una incipiente barba canosa le cubría las mejillas y la barbilla. No se veía precisamente como un hombre de negocios que estuviese a punto de entablar una transacción sobre instrumentos ópticos de precisión en la sala de juntas de las empresas «Zeiss». Condujo cuidadosamente hasta salir de la ciudad y luego dobló hacia el Oeste, en dirección a Weimar. La zona de estacionamiento se hallaba a unos cinco kilómetros de distancia.

Era mucho más grande que la del día anterior, y recibía la sombra de frondosas hayas que se extendían por los dos bordes de la carretera. En el lado contrario al estacionamiento, rodeada de árboles, estaba la cafetería «Mühltalperle». Nadie parecía merodear por los alrededores. El local no debía de encontrarse abarrotado de gente. Metió el coche en el aparcamiento a las doce menos cinco, sacó la caja de las herramientas, levantó el capó y repitió el procedimiento habitual. A las doce y dos minutos, el jeep «GAZ» del día anterior entró a la zona cubierta de grava y se detuvo. El hombre que se apeó del vehículo llevaba un holgado uniforme de campaña, de algodón, y calzaba unas botas que le llegaban hasta las rodillas. Lucía las insignias de cabo del Ejécito soviético y se había calado la visera de la gorra hasta los ojos. Con paso resuelto se encaminó hacia el «BMW», llevando en la diestra una caja de madera aplanada.

—Si hay algún problema, es posible que yo tenga un mejor juego de herramientas —le dijo. Por debajo del capó metió la caja de madera en la que llevaba sus herramientas y la puso sobre el bloque de los cilindros. Con la sucia uña del dedo pulgar de la mano derecha empujó la aldabilla que abría la tapa. Dentro había un desordenado montón de llaves fijas.

—Conque nos vemos de nuevo, Duendecillo, ¿qué tal te va últimamente? —murmuró.

Bruno Morenz tenía de nuevo la boca completamente seca.

—Bastante bien —contestó Bruno en un susurro. Entonces apartó las llaves fijas. Debajo se encontraba el manual envuelto en un plástico rojo.

El ruso empuñó una llave y apretó la tuerca que había quedado suelta. Morenz cogió el libro, se lo metió por debajo de su fino impermeable, y, con la mano izquierda, se lo colocó en el sobaco. El ruso puso la llave en su lugar correspondiente y cerró la caja de las herramientas.

—Tengo que irme —musitó—. Dame diez minutos para desaparecer. Y muéstrame tu agradecimiento. Alguien puede estar observándonos.

Pankratin se enderezó, alzó una mano y regresó al jeep. El motor seguía encendido. Morenz se irguió y le saludó levantando el brazo.

—¡Muchas gracias! —le gritó.

Él jeep se puso en marcha, de regreso a Erfurt. Morenz se sintió desfallecer. Le hubiese gustado encontrarse fuera de aquello. Necesitaba beber algo. Ya se detendría después y escondería el manual en el compartimiento secreto debajo de la batería. Pero en ese instante necesitaba un trago. Dejó caer el capó, metió las herramientas en el maletero, lo cerró y se sentó al volante. La petaca de licor estaba en la guantera. La sacó y bebió un buen trago; entonces se sintió satisfecho. Cinco minutos después, una vez recobrada la confianza en sí mismo, emprendió el camino de regreso a Jena. Se había fijado en que había una zona de aparcamiento similar más allá de Jena, justo antes del desvío que debía coger para entrar en la autopista en dirección a la frontera. Haría un alto en ese lugar para esconder el manual.

El accidente no fue culpa suya. Al sur de Jena, en el suburbio de Stadtroda, mientras avanzaba por la vía principal entre los enormes y espantosos bloques de apartamentos de esa ciudaddormitorio, un «Trabant» salió disparado de una calle lateral. Morenz casi pudo frenar a tiempo, pero estaba lento de reflejos. El «BMW», mucho más fuerte que el otro coche, aplastó la parte trasera del mini germanooriental.

Y en ese mismo instante, el pánico se apoderó de Morenz. ¿Se trataba de una trampa? ¿No sería de la Seguridad del Estado el conductor de ese «Trabant»? El hombre se apeó del coche, contempló su parte de atrás aplastada y se lanzó contra el «BMW». Tenía el rostro congestionado por la ira y una expresión entre afligida y furiosa.

—¿Qué demonios se supone que está usted haciendo? —vociferó—. Malditos occidentales, ustedes se creen que pueden conducir como locos…

En la solapa de su chaqueta, el hombre llevaba el pequeño distintivo redondo del Partido Socialista Unificado (comunista). Miembro del Partido. Morenz se metió la mano izquierda por debajo de la chaqueta para colocar bien el manual en su lugar, se apeó del automóvil y sacó un buen fajo de billetes de la cartera. De marcos orientales, por supuesto; no hubiera podido ofrecerle marcos occidentales, pues eso hubiese sido cometer un segundo crimen. La gente empezó a acudir al lugar del encontronazo.

—Escúcheme —dijo Bruno—, siento mucho lo ocurrido. Le indemnizaré por los daños causados. Este dinero debe de ser más que suficiente. Pero es que voy muy retrasado.

El enfurecido alemán oriental contempló el dinero. Era en verdad un buen fajo de billetes.

—Ése no es el caso —replicó—. Tuve que esperar cuatro años para conseguir este coche.

—Podrán repararlo —dijo un hombre que se encontraba al lado.

—No lo harán hasta que les dé la gana —argumentó el afligido propietario—. Tendré que enviarlo de vuelta a la fábrica.

La multitud era más numerosa cada vez. Y es que la vida resultaba aburrida en la ciudaddormitorio de un centro industrial. Y el sedán «BMW» era digno de ser admirado. En ese momento, fue cuando el coche de la Policía apareció por allí. Era el tipo de automóvil corriente que patrullaba las calles, pero Morenz se puso a temblar. Los policías se apearon. Uno de ellos se quedó mirando los daños causados.

—Esto tiene fácil arreglo —dijo el policía—. ¿Prefiere usted poner una denuncia?

El conductor del «Trabant» se estaba echando atrás.

—Bien, yo…

El otro policía se acercó a Morenz.

—Ausweis, bitte —dijo.

Morenz utilizó la mano derecha para sacarse el pasaporté. Y la mano le temblaba. El policía se fijó en ella, en los enrojecidos ojos y en el rostro sin afeitar.

—Usted ha estado bebiendo —dijo. Acto seguido se aproximó a Bruno, lo olió y al hacerlo, su sospecha se confirmó—. Acompáñenos a la Comisaría. Vamos, entre en el coche…

El policía empezó a empujar a Morenz hacia el vehículo policial, cuyo motor seguía encendido. La portezuela del asiento del conductor estaba abierta. Y fue entonces cuando Bruno perdió definitivamente los estribos. Todavía llevaba el manual debajo del brazo. En la Comisaría se lo encontrarían, sin lugar a dudas. Con el brazo que le quedaba libre dio un golpe violento hacia atrás, acertó al policía en el centro del rostro y lo tiró al suelo, inconsciente, con la nariz partida. Entonces entró en el coche de la Policía, metió una marcha y salió disparado. Circulaba por el camino equivocado, hacia el Norte, en dirección a Jena. El otro policía, aturdido por el asombro, pudo al fin sacar su arma y hacer cuatro disparos. Tres fallaron. El vehículo de los vopos se desvió bruscamente y desapareció al girar en una esquina. Iba perdiendo gasolina por el agujero que la cuarta bala había hecho en el depósito.