CAPÍTULO II

Lunes

Sam McCready se pasó casi todo el día estudiando mapas a gran escala y fotografías. Había vuelto a visitar a sus viejos amigos del Departamento de Alemania Oriental para pedirles unos favores. Ellos se mostraron muy celosos de su territorio, pero también complacientes —él tenía la autoridad—, y no eran tan tontos como para preguntar al director del Departamento de Engaño, Ocultación y Operaciones Psicológicas qué era lo que estaba buscando.

A eso de la media tarde, ya había localizado dos puntos que podrían servir para el caso. Uno de ellos era un apartadero resguardado de la carretera nacional siete de Alemania Oriental, la cual corre en dirección este-oeste, paralela a la Autopista E-40. Esa carretera angosta pasa a la izquierda de la ciudad industrial de Jena y se dirige a la localidad algo más rural de Weimar, para cruzar luego la llanura en dirección a Erfurt. El primer apartadero de emergencia que encontró fue justo al oeste de Jena. El segundo se hallaba en la misma carretera, pero a mitad de camino entre Weimar y Erfurt, ni a cinco kilómetros de distancia de la base soviética de Nohra.

Si el general ruso se encontraba en algún sitio entre Jena y Erfurt durante su gira de inspección en el martes y el miércoles de la otra semana, sólo tendría que hacer una pequeña carrera para trasladarse a cualquiera de los dos lugares de encuentro. A las cinco de la tarde, Sam McCready presentaba su proyecto a Claudia Stuart en la Embajada de Estados Unidos, situada en la plaza Grosvenor. Un mensaje cifrado partió en seguida para el Cuartel General de la CIA en Langley, Virginia; allí dieron su aprobación y transmitieron el mensaje al contacto que Pankratin tenía asignado en Moscú. La información fue depositada en uno de esos buzones llamados «de destinatario único», detrás de un ladrillo suelto en el cementerio de Novodevichi, a primeras horas de la mañana del día siguiente. El general Pankratin la recogió, cuatro horas más tarde, cuando se dirigía, por su camino habitual, hacia el Ministerio.

Y ese mismo lunes, antes de caer la tarde, McCready envió un mensaje cifrado a la filial del SIS en Bonn, donde el hombre que lo leyó lo destruyó de inmediato, descolgó el teléfono y realizó una llamada local.

Bruno Morenz regresó ese día a su casa a las siete de la tarde. Estaba terminando de tomar la sopa cuando su mujer se acordó de algo.

—Tu dentista, el doctor Fischer, ha telefoneado.

Morenz alzó la cabeza y luego se quedó contemplando la bazofia congelada que tenía ante sí.

—Ajá.

—Dijo que necesitaba mirarte de nuevo el empaste. Mañana. Me preguntó si podrías estar a las seis en su consulta.

Dado el recado, la mujer volvió a ensimismarse en la contemplación del concurso televisivo de la tarde. Bruno hizo votos porque le hubiera transmitido el mensaje con toda exactitud. Su dentista no era el doctor Fischer. Y había dos bares en los que McCready podía desear verle. A uno le llamaban consultorio, el otro, clínica. Las seis quería decir la una en punto, a la hora del almuerzo.

Martes

McCready había pedido a su asistente, Denis Gaunt, que lo llevase en coche hasta el aeropuerto de Heathrow, donde pensaba coger el vuelo de madrugada para Colonia.

—Estaré de vuelta mañana por la noche —dijo—. Cuida del quiosco por mí.

En Colonia, con un maletín por todo equipaje, pasó rápidamente los controles de pasaporte y aduanas, cogió un taxi y pudo apearse ante el edificio del Palacio de la Ópera pocos segundos antes de las once. Durante hora y media estuvo deambulando por las calles. Primero había dado la vuelta a la manzana, luego había bajado por la Kreuzgasse y se había internado por la concurrida zona peatonal de la Schildergasse. Se detuvo ante los escaparates de una gran cantidad de tiendas. A veces daba una repentina media vuelta y caminaba en sentido contrario, o entraba en algunos grandes almacenes por la puerta delantera para salir luego por la de atrás. A la una menos cinco, satisfecho al comprobar que no se le había pegado ninguna sombra ajena por el camino, volvió a meterse por la angosta Krebsgasse y se encaminó resueltamente hacia un bar decorado al estilo antiguo, casi todo él tapizado de madera y que se anunciaba en la calle con un cartel en letras góticas. Las ventanas, estrechas y de cristales de colores, mantenían el interior en penumbra. Se sentó en el rincón más apartado que encontró, pidió una jarra de cerveza del Rin y se dispuso a esperar. Cinco minutos después, la desgarbada figura de Bruno Morenz se dejaba caer en la silla que había frente a él.

—Esta vez ha pasado mucho tiempo, viejo amigo —dijo McCready.

Morenz hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y bebió un trago de su cerveza.

—¿Qué deseas, Sam?

Sam se lo contó. Necesitó diez minutos para ello. Morenz sacudió la cabeza.

—No, Sam. Tengo cincuenta y dos años. Pronto me jubilaré. He hecho mis planes. En los viejos tiempos, todo era diferente, excitante. Pero hoy en día, te lo digo con franqueza, esas bestias del otro lado me dan miedo.

—Y a mí, Bruno. Pero iría si pudiera. Me tienen fichado. Tú estás limpio. Sólo se trata de pasar al otro lado por la mañana y regresar al anochecer. Aunque si la primera vez no resultase, tendrías que volver al día siguiente, a media tarde. Ofrecen diez mil libras esterlinas, en dinero contante y sonante.

Morenz le miró con fijeza.

—Es una buena cantidad. Debe de haber otros que querrían ganársela. ¿Por qué he de ser yo?

—Él te conoce. Te aprecia. Aunque vea que yo no he ido, no se echará atrás. Me repugna tener que pedírtelo de este modo, pero se trata realmente de mí. Será la última vez, te doy mi palabra. Por nuestros viejos tiempos.

Bruno terminó su cerveza y se levantó.

—Tengo que volver…, de acuerdo, Sam. Lo haré por ti. Por los viejos tiempos. Pero después de esta vez no habrá otra, te lo advierto. Nunca más.

—Tienes mi palabra, Bruno. No volverá a ocurrir jamás. Confía en mí. No pienso fallarte.

Acordaron encontrarse de nuevo el lunes siguiente, al amanecer. Bruno regresó a su despacho. McCready esperó diez minutos, luego se fue paseando hasta la parada de taxis de la Tunistrasse donde cogió uno que le condujo a Bonn. Se pasó el resto del día, y también el martes, discutiendo con la oficina del SIS en Bonn acerca de todo lo que necesitaba. Tenía un montón de cosas que hacer, y no le quedaba mucho tiempo para ello.

A dos husos horarios de distancia, en Moscú, la comandante Ludmilla Vanavskaya acudía a su entrevista con el general Chaliapin, inmediatamente después de almorzar. El general estaba sentado detrás de su escritorio y leía con gran atención el contenido de la carpeta que la comandante le había entregado. Era un siberiano de cabeza rapada y aspecto melancólico que irradiaba poder y astucia. Cuando terminó, se la devolvió.

—Todo muy circunstancial —dijo.

El general estaba acostumbrado a hacer que sus subordinados defendieran sus propias afirmaciones. En los viejos tiempos, y el general Chaliapin se remontaba realmente hasta ellos, lo que tenía frente a sus ojos hubiese sido más que suficiente. En la Lubianka siempre había espacio para uno más. Pero los tiempos habían cambiado, y seguían cambiando.

—Por el momento, camarada general —admitió Ludmilla Vanavskaya—. Pero hay, sin embargo, una gran cantidad de pruebas circunstanciales. Esos cohetes «SS-20» en la República Democrática Alemana, hace unos dos años, los yanquis lo supieron con demasiada rapidez.

—Alemania Oriental está repleta de espías y de traidores. Estados Unidos tiene satélites, los RORSATS…

—Los movimientos de nuestra Armada más allá de los puertos del Norte. Los imperialistas parecían saber siempre que…

Chaliapin no pudo reprimir una sonrisa ante la pasión de la joven. Nunca había menospreciado la actitud de vigilancia en su gente, precisamente estaban para eso. Sin embargo, hacía tiempo que el general no utilizaba el término de imperialistas para referirse a las fuerzas armadas de la OTAN. Eso ya no era más que una jerga propia de las juventudes comunistas, para adolescentes fogosos que todavía no habían aprendido las leyes de la supervivencia.

—Puede que haya una filtración —admitió el general—. O varias. Negligencia, alguien que se va de la lengua, un conjunto de agentes poco importantes. Pero usted piensa que se trata de un solo hombre…

—De ese hombre —insistió la comandante al tiempo que se inclinaba hacia delante y señalaba la fotografía que encabezaba el expediente.

—¿Pero por qué? ¿Por qué él precisamente?

—Porque siempre se encuentra en el lugar de los hechos.

—Cerca —rectificó el general.

—De acuerdo, cerca. En la vecindad, en el mismo teatro de operaciones. Siempre está a disposición.

El general Chaliapin había sobrevivido durante bastante tiempo, y tenía la intención de sobrevivir mucho más. Ya en el mes de marzo se había dado cuenta de que las cosas estaban a punto de cambiar. A la muerte de aquel viejo decrépito que era Chernenko, Mijaíl Gorbachov había sido elegido, rápida y unánimemente, secretario general. Era una persona joven y vigorosa, y podría permanecer mucho tiempo en el poder. Quería reformas. Ya había comenzado a purgar el Partido de sus inútiles más notorios.

Chaliapin conocía las reglas del juego. Ni siquiera un secretario general podía oponerse a los tres pilares del Estado soviético al mismo tiempo. Si la tomaba con la vieja guardia del Partido, debería tratar con guante blanco a la KGB y al Ejército. El general se inclinó sobre el escritorio y hundió su regordete índice en el pecho de la ruborizada comandante.

—Con esto que tengo aquí no puedo ordenar la detención de un oficial del Estado Mayor que pertenece a la cúpula del Ministerio de Defensa. Aún no. Algo de peso, necesito algo de peso, aunque sólo sea un detalle minúsculo.

—Permíteme que lo ponga bajo vigilancia —pidió Ludmilla Vanavskaya.

—Una vigilancia discreta.

—Muy bien, camarada general, una vigilancia discreta. —En tal caso, tiene mi consentimiento, comandante. Impartiré las órdenes necesarias.

Miércoles

—Sólo unos pocos días, Herr director. Una breve interrupción en vez de las vacaciones de todo un verano. Me gustaría llevar de viaje unos pocos días a mi esposa y a mi hijo. El fin de semana, más el lunes, el martes y el miércoles.

Dieter Aust se encontraba de buen humor. Por lo demás, como buen funcionario público, sabía que su gente tenía derecho a sus vacaciones de verano. Siempre le había sorprendido el hecho de que Morenz pareciese tomar tan pocas vacaciones. Quizá no pudiese permitirse el lujo de tomarse tantos días de fiesta.

—Mi querido Morenz, nuestras obligaciones en el Servicio de Inteligencia son onerosas. Pero el Servicio siempre es generoso en lo que respecta a las vacaciones de sus empleados. Cinco días no plantean problema alguno. Tal vez si nos lo hubiese anunciado con un poco más de antelación…; pero, sí, no hay inconveniente. Diré a Fräulein Keppel que haga los cambios necesarios en la distribución de las tareas.

Esa misma noche, ya en casa, Bruno Morenz comunicó a su mujer que debía salir de viaje durante cinco días por cuestiones de trabajo.

—Tan sólo será este fin de semana, y lunes, martes y miércoles de la próxima —explicó—. El director quiere que le haga compañía durante una pequeña gira de negocios.

—¡Oh, qué bien! —exclamó ella, para enfrascarse en seguida en la televisión.

En realidad, Morenz tenía planeado pasar con Renate un largo fin de semana, romántico y desenfrenado, después reservaría el lunes para Sam McCready y la reunión que se prolongaría durante todo el día, y el martes haría su incursión a través de la frontera de la Alemania Oriental. Incluso en el casó de que tuviese que pasar la noche en la zona oriental para asistir a la segunda cita, estaría de regreso el miércoles por la tarde y podría viajar durante toda la noche y llegar a casa con el tiempo necesario para arreglarse e ir a trabajar el jueves. Entonces presentaría su dimisión. Aprovecharía el mes de setiembre para poner en orden sus asuntos, romper con su mujer y partir con Renate para Bremerhaven. No creía que a Irmtraut le importase su decisión; en realidad, ella apenas se daba cuenta de si Bruno estaba en la casa o no.

Jueves

La comandante Ludmilla Vanavskaya lanzó una maldición impropia de una dama y colgó el teléfono de un golpe. Tenía su equipo de vigilancia preparado, listo para comenzar a seguir los pasos al objetivo militar que ella les había señalado. Pero lo primero que necesitaba conocer, aunque fuese a grandes rasgos, eran los hábitos que tenía y cuáles serían sus movimientos cotidianos. Para averiguar todo eso se había puesto en contacto con uno de los espías que el Tercer Directorio de la KGB tenía introducidos en la Inteligencia Militar, el GRU.

Aun cuando la KGB y su homóloga militar, el GRU, se encontraban con frecuencia a punto de tirarse los trastos a la cabeza, había pocas dudas en cuál de las dos organizaciones era el león y cuál el ratón. La KGB, muchísimo más poderosa, mantenía una supremacía absoluta desde que, a comienzos de los años sesenta, un coronel de la GRU, llamado Oleg Penkovski, había revelado tal cantidad de secretos soviéticos, que pasó a convertirse en el renegado más dañino que la Unión Soviética ha tenido en su historia. Desde entonces, el Politburó había permitido que la KGB infiltrara agentes de su propia organización en el seno del GRU. Pese a que esos personajes vestían uniformes y convivían día y noche con los militares, no dejaban de pertenecer a la KGB, y estaban entregados a su organización en cuerpo y alma. Los verdaderos oficiales del GRU sabían muy bien quiénes eran los agentes infiltrados y procuraban mantenerlos dentro del mayor ostracismo posible, lo que no siempre resultaba tarea fácil.

—Lo siento, camarada comandante —le había dicho por teléfono el joven agente de la KGB que operaba en las oficinas centrales del GRU—. Precisamente tengo ante mí el permiso de viaje. Su hombre parte mañana mismo para Alemania, donde realizará una gira por nuestras guarniciones militares más importantes en ese país. Sí, tengo aquí su plan de viaje.

Antes de que la comandante estrellase el auricular contra la horquilla del aparato telefónico, el joven agente le había dictado el contenido del documento. Ludmilla Vanavskaya permaneció durante un rato sumida en sus pensamientos; después rellenó su propia solicitud con el fin de obtener un permiso para visitar a la jefatura del Tercer Directorio, en el Cuartel General de la KGB en Berlín Oriental. Fueron necesarios dos días para solucionar todo aquel papeleo. El sábado por la mañana saldría en avión y aterrizaría en el aeropuerto militar de Potsdam.

Viernes

Ese día, Bruno se afanó por realizar su trabajo lo más rápidamente posible para poder escaparse temprano de la oficina. Como tenía la intención de presentar su dimisión tan pronto como se reincorporase a mediados de la siguiente semana, se dedicó a limpiar algunos de sus cajones. Dejó para el final su pequeña caja fuerte oficial. Los documentos que él manejaba estaban clasificados a un nivel de confidencialidad tan bajo, que apenas necesitaba guardarlos bajo llave. Los cajones de su escritorio tenían cerradura, la puerta de su despacho quedaba siempre cerrada con llave por las noches, y el edificio estaba custodiado con estrictas medidas de seguridad. De todas formas, se puso a clasificar los pocos papeles de la caja fuerte. Al fondo, detrás de todos los documentos, se encontraba su pistola automática de reglamento.

La «Walther PPK» estaba realmente sucia. No la había usado desde que participó en las pruebas de tiro obligatorias que se llevaron a cabo en el campo de tiro de Pullach, hacía ya algunos años de ello. Pero el arma tenía tanto polvo, que se preguntó si debería de limpiarla antes de devolverla. Los útiles de limpieza los tenía en casa. Cuando faltaban diez minutos para las cinco de la tarde, se metió la pistola en uno de los bolsillos laterales de su chaqueta —de nuevo llevaba su traje de algodón con rayas en relieve— y salió de la oficina.

Mientras bajaba en el ascensor hacia la planta baja, sintió que la pistola se le clavaba dolorosamente en la cadera, por lo que se la sacó del bolsillo, se la introdujo entre el vientre y el cinturón y se abrochó la chaqueta por encima. Esbozó una maliciosa sonrisa al pensar que iba a ser la primera vez que le enseñaba el arma a Renate. Quizás entonces se diese cuenta de que su trabajo exigía cierta responsabilidad. Aunque eso no tenía importancia. Ella lo amaba por encima de todo.

Antes de dirigirse en el coche hacia Hanhwald estuvo haciendo algunas compras por el centro de la ciudad; adquirió unos buenos filetes de ternera, verduras frescas y una botella de un exquisito clarete francés. Pensaba preparar una sabrosa cena cuando llegase al piso de Renate; le gustaba cocinar. Su última adquisición fue un gran ramo de flores.

Tal como solía hacer siempre, aparcó su «Opel Kadett» a la vuelta de la esquina de la calle de Renate y recorrió a pie el resto. No había telefoneado para decirle que iría. Quería darle una sorpresa. Con el ramo de flores. A la joven le gustaría. Al llegar a la puerta del edificio una señora salía en ese momento, por lo que no necesitó pulsar el timbre del portero automático para avisar a Renate. Mejor que mejor, sería una verdadera sorpresa. Bruno tenía su propia llave del apartamento.

Entró en el piso con todo sigilo para que la sorpresa fuese más divertida. El saloncito estaba en silencio. Abría la boca para gritar: «Renate, cariño, soy yo…», cuando escuchó una carcajada de la joven. Bruno sonrió. Estaría viendo los dibujos animados en la televisión. Bruno se deslizó en silencio hacia la salita. Estaba vacía. Las carcajadas se repitieron de nuevo, del fondo del pasillo, en el cuarto de baño. Se dio cuenta entonces, maldiciéndose por su estupidez, de que la joven podría estar con un cliente. No se le había ocurrido llamar antes para cerciorarse. Pero también se dio cuenta entonces de que si ella tenía algún cliente, se encontraría en el dormitorio de trabajo, con la puerta cerrada, y que aquella habitación era a prueba de ruidos. De nuevo estaba a punto de llamarla, cuando escuchó las risas de otra persona, y eran las de un hombre. Morenz cruzó la salita y se adentró en el pasillo.

La puerta del dormitorio se encontraba entreabierta unos centímetros, y la rendija que quedaba libre estaba a oscuras porque una de las grandes puertas del armario empotrado en la pared, que también estaban abiertas, la tapaba. Bruno vio abrigos esparcidos por el suelo del pasillo.

—¡Pero qué pedazo de imbécil! —dijo la voz masculina—. ¿Así que cree realmente que piensas casarte con él?

—El muy cretino está convencido de ello. Estúpido hijo de puta. ¡Fíjate bien en él!

Era la voz de Renate.

Morenz depositó el ramo de flores y las bolsas de la compra en el suelo y avanzó por el pasillo. Estaba simplemente asombrado. Con gran cuidado cerró las puertas del armario para poder pasar, y empujó suavemente la puerta del dormitorio con la punta del pie.

Renate estaba sentada al borde de la ancha cama de matrimonio, cubierta con sábanas negras, fumándose un canuto. La atmósfera apestaba a marihuana. Repantigado a sus anchas sobre la cama se encontraba un hombre al que Morenz no había visto nunca. Un joven delgado y fuerte, que vestía tejanos y una chaqueta de cuero de motorista. Los dos advirtieron el movimiento de la puerta y se levantaron de la cama, el hombre lo hizo de un salto, que le llevó a caer de pie detrás de Renate. De facciones vulgares, tenía el cabello rubio ceniza. Al parecer, a Renate, en su vida privada; le gustaba ese tipo de hombres llamados «tipos duros», y el que estaba junto a ella, su amante regular, era lo más duro que se podía encontrar.

Morenz había advertido ya el parpadeo de la señal del vídeo en el equipo de televisión colocado cerca de los pies de la cama. Ningún hombre de mediana edad se ve muy digno mientras hace el amor, y mucho menos si el acto sexual no está concebido para él. Morenz se quedó mirando su propia imagen en la pantalla del televisor, experimentando por dentro una creciente sensación de vergüenza y desesperación. Renate aparecía con él en la película, y a veces miraba por encima del hombro de Bruno, lo que aprovechaba para dirigir toda suerte de gestos de burla y menosprecio hacia donde se hallaba la cámara. Tal había sido, por lo visto, la causa de todas aquellas risotadas.

Renate estaba frente a Bruno completamente desnuda, pero se recobró de su sorpresa con bastante rapidez. Su rostro se contrajo en una mueca de ira. Cuando se puso a hablar, no lo hizo en el tono al que él estaba acostumbrado, sino con los gritos propios de una verdulera.

—¿Qué coño haces aquí?

—Quería darte una sorpresa —balbuceó él.

—¡Joder, pues vaya mierda de sorpresa que me has dado! Y ahora lárgate. Vuélvete a tu casa, junto al estúpido saco de patatas que tienes en Porz.

Morenz contuvo la respiración.

—Lo que me hiere en realidad es que podías habérmelo dicho —repuso él—. No tenías ninguna necesidad de hacerme quedar como un payaso. Porque yo te amaba de verdad.

El rostro de Renate estaba descompuesto por la ira.

—¿Te he hecho quedar? —escupió ella las palabras—. Pero si no necesitas ayuda para eso. Tú eres un payaso. Un viejo payaso gordo. En la cama y fuera de ella. ¡Y ahora lárgate!

Y en ese momento fue cuando él la golpeó. No le dio un puñetazo, sino una bofetada con la palma de la mano, en una mejilla. Algo se revolvió en su interior y le pegó. El golpe hizo que ella perdiese el equilibrio. Bruno era un hombre grande, y la bofetada hizo que Renate cayera al suelo.

Lo que el hombre rubio estaba pensando al respecto, Morenz jamás lo supo. En realidad, Bruno estaba a punto de dar media vuelta y marcharse. Pero el chulo se metió la mano debajo de la chaqueta. Parecía que iba armado. Morenz sacó su pistola, pensando que tenía el seguro puesto. Tenía que haberlo estado. Lo único que él pretendía era que el chulo pusiese las manos en alto para después dejarlo ir. Pero el otro sacó una pistola. Morenz apretó el gatillo. Tal vez la «Walther» estuviese llena de polvo, pero disparó.

En el campo de tiro, Morenz no podía dar ni a la puerta de un corral. Y hacía años que no había estado en él. Los verdaderos tiradores se ejercitan casi cada día. Pero también está lo que se llama la suerte del principiante. Ese único disparo acertó al chulo en el centro del corazón, a cinco metros de distancia. El hombre sufrió una convulsión y su rostro se contrajo en una mueca de incredulidad. Sin embargo, fuese una reacción refleja de los nervios o no, el caso es que alzó el brazo derecho con su «Beretta» empuñada. Morenz apretó el gatillo de nuevo. Renate eligió ese preciso momento para levantarse del suelo. El segundo tiro disparado por Bruno la acertó en la coronilla. La habitación, insonorizada, había permanecido cerrada durante todo aquel altercado, ningún ruido había salido de allí.

Morenz permaneció de pie durante unos minutos, contemplando los dos cuerpos. Se sentía aturdido y algo mareado. Por último salió del dormitorio y cerró la puerta detrás de él. No echó la llave. Estaba a punto de pasar por encima de las ropas para dirigirse a la sala, cuando se le ocurrió preguntarse, incluso en el estado de atontamiento en que se encontraba, qué hacían esas prendas tiradas por el suelo. Miró dentro del armario empotrado en la pared y advirtió que uno de los paneles del fondo parecía estar suelto. Entonces tiró de ese panel hacia él…

Bruno Morenz se pasó otros quince minutos en el apartamento antes de abandonarlo de una manera definitiva. Se llevó la cinta de vídeo de sí mismo, la comida que había comprado, el ramo de flores y una bolsa de lona que no le pertenecía. Después no pudo explicarse por qué había hecho algo así. A unos tres kilómetros de Hahnwald se desembarazó de la comida, del vino y de las flores, arrojándolo todo en diversos contenedores de basura situados al borde de la carretera. Luego condujo durante casi una hora, aminoró la marcha al pasar por el puente de Severin, tiró desde el coche al Rin la cinta de vídeo y la pistola; después regresó a Colonia, depositó la bolsa de lona en un casillero automático y, por último, emprendió el camino de vuelta a casa, dirigiéndose a Porz. Cuando entró en el cuarto de estar a las nueve y media, su mujer no hizo comentario alguno.

—Mi viaje de negocios con el director ha sido postergado —dijo—. Así que, en vez de irme ahora, saldré el lunes por la mañana muy temprano.

—¡Oh, qué bien! —replicó la mujer.

Bruno Morenz pensaba a veces que si una tarde de ésas dijese, al regresar de la oficina: «Hoy he ido de cacería a Bonn y he matado a tiros al canciller Kohl», ella seguiría respondiéndo: «¡Oh, qué bien!»

El almuerzo se le antojó incomestible, por lo que no probó ni un bocado.

—Voy a salir a beber algo —dijo.

La mujer cogió una nueva barra de chocolate, ofreció un trozo a Lutz, y madre e hijo siguieron viendo la televisión.

Bruno se emborrachó esa noche. Había estado bebiendo solo. Advirtió que las manos le temblaban y que se ponía a sudar por todos los poros de su cuerpo. Pensó que estaba a punto de pescar uno de esos resfriados de verano. O quizá fuese una gripe. Él no era médico y tampoco había alguno que lo atendiera. Así que nadie podía decirle que estaba al borde de sufrir un fuerte ataque de nervios.

Sábado

La comandante Ludmilla Vanavskaya llegó al aeropuerto de Berlín-Schonefeld y fue conducida en un coche sin distintivo oficial al Cuartel General de la KGB en Berlín Oriental. Se interesó por el paradero del hombre al que estaba vigilando. Supo que se encontraba en Cottbus, camino de Dresde, rodeado de oficiales, trasladándose en un convoy militar, y fuera de su alcance. El domingo habría llegado a Karl-Marx-Stadt; el lunes, a Zwickau y el martes, a Jena. Los poderes de vigilancia de la comandante no se extendían a Alemania Oriental. Hubiera podido ampliarlos, pero esto hubiese requerido nuevos trámites burocráticos.

«Siempre el maldito papeleo», pensó irritada.

Domingo

Sam McCready regresó de nuevo a Alemania y se pasó el día conferenciando con la dirección del SIS en Bonn. Al caer la tarde se hizo cargo de un «BMW», guardó toda la documentación que necesitaba y partió para Colonia. Allí se hospedó en el hotel «Holiday Inn», en las inmediaciones del aeropuerto, donde alquiló, y preparó, una habitación para dos noches.

Lunes

Bruno Morenz se levantó de la cama mucho antes que su familia, metió su equipaje en un pequeño bolso de viaje, a sabiendas de que no tendría que utilizarlo, y salió silencioso de la casa. Llegó al «Holiday Inn» alrededor de las siete de la madrugada de ese luminoso día de setiembre y se reunió con McCready en la habitación de éste. El inglés ordenó que le sirvieran allí mismo un desayuno para dos. Cuando el camarero se hubo retirado, extendió sobre una mesa un mapa de carreteras en el que aparecían tanto la occidental como la oriental.

—Primero nos ocuparemos de la ruta —dijo McCready—. Mañana saldrás de aquí a las cuatro de la madrugada. Es un trayecto largo, así que tómatelo con calma, por etapas. Cogerás aquí mismo la E-35 dirección Bonn y pasarás por Limburg y Francfort. Ahí te desviarás a la izquierda, cogerás la E-41 y la E-45 y dejarás atrás Wurzburgo y Nuremberg. Al norte de Nuremberg te meterás a la derecha por la E-51, pasarás Bayreuth y te dirigirás a la frontera. Éste es el punto por el que habrás de cruzar la frontera, en las cercanías de Hof. En la estación fronteriza del puente del Saale. Se trata de un viaje de unas seis horas de duración. Trata de estar allí alrededor de las once. Yo habré llegado antes que tú y me ocuparé de que te cubran. ¿Te sientes bien?

Aun cuando se había quitado la chaqueta, Morenz sudaba.

—Aquí hace mucho calor —replicó.

McCready dio vueltas al botón del aire acondicionado y lo puso en «baja temperatura».

—Pasada la frontera sigues recto dirección norte hasta el cruce de Hermsdorf. Allí giras a la derecha, te metes por la E-40, que te llevará hacia el Oeste. A la altura de Mellingen dejas la autopista y te diriges a Weimar. Dentro de esa población buscarás la carretera nacional siete y volverás a viajar en dirección oeste. A unos siete kilómetros al oeste de la ciudad, a la derecha de la carretera, hay un área de estacionamiento…

McCready le mostró entonces una fotografía muy ampliada de esa parte de la carretera, tomada desde un avión en vuelo, pero con un ángulo muy agudo, ya que el aparato se encontraba dentro del espacio aéreo bávaro. Morenz pudo ver el angosto estacionamiento, algunas casitas de campo, e incluso pudo distinguir los árboles que daban sombra al sendero de guijarros que había sido elegido como el lugar de su primer encuentro: Poco a poco, con gran meticulosidad, McCready le fue explicando el método que debería utilizar para la cita y lo que tendría que hacer en el caso de que ese primer encuentro fallase, cómo y dónde pasar la noche y dónde y cuándo tendría que asistir a su segundo encuentro con Pankratin. A media mañana hicieron un descanso para tomar un café.

A las nueve de la mañana de ese mismo día, Frau Popovic llegó al apartamento de Hahnwald para comenzar su labor. Era la mujer de la limpieza, una trabajadora, emigrante yugoslava, que iba allí todos los días de nueve a once de la mañana. Tenía sus propias llaves de la entrada del edificio y del apartamento. Sabía que a Fräulein Heimendorf le gustaba dormir hasta tarde, por lo que la mujer empezaba siempre por los demás cuartos de la casa y dejaba el dormitorio para el final; así la señorita podía levantarse a las diez y media. Entonces arreglaba el dormitorio de la dama. Jamás había entrado en la habitación cerrada al final del pasillo. Renate le había dicho, y así lo había creído ella, que se trataba de un cuarto pequeño, donde almacenaba trastos viejos. No tenía ni idea de lo que su patrona hacía para ganarse la vida.

Esa mañana empezó por la cocina, continuó por la salita y siguió con el pasillo. Estaba pasando la aspiradora por este pasillo y había llegado al final del mismo, cuando advirtió en el suelo, junto a la puerta del cuarto cerrado, lo que se le antojó ser unas enaguas de seda parda. Se agachó para recogerlas, pero se encontró con que no eran ningunas enaguas de seda, sino una gran mancha marrón, ya reseca y dura, que parecía salir por debajo de la puerta. Maldijo su suerte cuando pensó en el trabajo adicional que le daría restregar todo aquello. Volvió a la cocina por un cubo con agua y un cepillo. Mientras trabajaba de rodillas en el suelo, tratando de quitar aquella mancha, se golpeó contra la puerta. Para su gran sorpresa, ésta se movió. Agarró el pestillo y encontró que no estaba cerrado con llave.

Y como hasta ese momento la mancha había resistido todos sus esfuerzos por eliminarla, y pensando en que eso podría repetirse, abrió la puerta para ver qué estaría derramándose. Segundos más tarde corría escaleras abajo, dando gritos, para ir a aporrear a la puerta del apartamento de la planta baja y despertar así al perplejo librero jubilado que vivía allí. El hombre no subió al piso de arriba, pero descolgó el teléfono, marcó el ciento diez, el número de las emergencias, y preguntó por la Policía.

La llamada fue registrada a las nueve horas y cincuenta y un minutos en la Dirección General de Policía, en Waidmarkt. Siguiendo la invariable rutina policíaca alemana, los primeros en llegar fueron dos agentes uniformados en un coche de la Policía municipal. Su misión consistía en comprobar si realmente se había cometido un delito, y, en caso afirmativo, a qué categoría pertenecía, con el fin de poder alertar así al Departamento apropiado. Uno de los hombres se quedó en el apartamento de la planta baja, con Frau Popovic —a la que la anciana esposa del librero había estado consolando—, mientras el otro subía al primer piso. No tocó nada, se limitó a caminar hasta el final del pasillo, miró a través de la puerta entreabierta, dio un silbido de asombro y regresó a la planta baja para utilizar el teléfono del librero. No necesitaba ser un Sherlock Holmes para deducir que se trataba de un evidente caso de homicidio.

De acuerdo con el procedimiento habitual, llamó primero al médico de guardia, que en Alemania siempre es enviado por los bomberos. Después telefoneó a la Dirección General de Policía y preguntó por el Departamento de Homicidios, el encargado de los crímenes violentos. Comunicó a la telefonista el sitio en que estaba y lo que había encontrado y pidió que enviasen otros dos policías de uniforme. El mensaje pasó a la Brigada de Homicidios, la Mordkommission, popularmente conocida como «primera K», cuya sede se halla en las plantas décima y undécima de ese edificio verde, feo y funcional, que ocupa un lado entero de la plaza Waidmarkt. El director de la «primera K» envió a un comisario y dos asistentes. Más tarde, los informes indicaron que los tres hombres llegaron al apartamento de Hahnwald a las diez horas y cuarenta minutos, cuando el médico estaba a punto de irse.

Éste había echado un vistazo algo más completo que el agente uniformado; comprobó si había algún signo de vida en los cuerpos, no tocó absolutamente nada y se dispuso a marcharse para redactar un informe oficial. El comisario, cuyo nombre era Peter Schiller, se encontró con él en la escalera. Schiller lo conocía.

—¿Qué tenemos ahí? —preguntó.

La misión del médico no era hacer una autopsia, sino establecer el hecho de la muerte.

—Dos cadáveres. Uno masculino y otro femenino. Vestido el uno, desnudo el otro.

—¿Causa de la muerte? —preguntó Schiller.

—Heridas de bala, diría yo. La autopsia lo revelará.

—¿Cuándo ha sido?

—Yo no soy el forense. Pero bueno, de uno a tres días, me atrevería a decir. El rigor mortis está muy bien establecido. Pero esto no es oficial, por supuesto. Yo he hecho ya mi trabajo. Me marcho.

Schiller siguió escaleras arriba en compañía de un asistente. El otro ya estaba tratando de recabar información de Frau Popovic y del anciano librero. Los vecinos empezaban a asomarse por la calle. Ya había tres vehículos oficiales estacionados delante del edificio.

Al igual que su compañero uniformado, Schiller lanzó un ligero silbido cuando vio el interior del dormitorio principal. Renate Heimendorf y su chulo seguían en el mismo sitio donde habían caído, con la inerme cabeza de la mujer cerca de la puerta, por debajo de la cual la sangre derramada por la herida en la nuca se había desparramado hacia el pasillo. El chulo estaba atravesado en la habitación, caído de espaldas contra el equipo de televisión, todavía con una expresión de sorpresa reflejada en el rostro. El equipo de televisión estaba apagado. La cama, con sus negras sábanas de seda, era el mudo testigo de dos cuerpos que se habían estado revolcando en ella.

Con sumo cuidado, Schiller abrió armarios y cajones.

—Ése sería su alcahuete —dijo—. Y ella era una puta, de eso no hay la menor duda. Me extrañaría mucho que los de abajo lo sepan. Les interrogaremos. De hecho, tendremos que interrogar a todos los inquilinos. Empieza a preparar una lista de nombres.

Wiechert, el asistente del comisario, estaba a punto de irse cuando se volvió y dijo:

—Yo he visto a ese hombre en alguna parte…, Hoppe. Bernhard Hoppe. Asaltó un Banco a mano armada, según creo. Un hombre peligroso.

—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Schiller en tono irónico—. ¡Justo lo que necesitábamos! Un arreglo de cuentas entre bandas rivales.

Había dos extensiones telefónicas en el apartamento, pero Schiller, a pesar de que estaba usando guantes, no utilizó ninguna de ellas. Podían tener huellas. Bajó al piso del librero y le pidió permiso para usar su teléfono. Pero antes de telefonear apostó dos agentes uniformados a la entrada del edificio, un tercero en el vestíbulo y un cuarto ante la puerta del apartamento.

El comisario llamó a su superior Rainer Hartwig, director de la Brigada de Homicidios, y le dijo que era posible que hubiese ramificaciones con el mundo del hampa. Hartwig decidió que lo mejor sería contárselo a su superior, el director de la Brigada de Investigación Criminal, la IKA.

(La Policía de Alemania Occidental tiene dos ramas principales: la Schützpolizei, civil o uniformada, y la Kriminalpolizei, los detectives. Éstos últimos trabajan en la Kriminalamt, «Oficina de lo criminal», conocida como KA. Si Wiechert tenía razón, y el cadáver que estaba tirado en el suelo era el de un gángster, entonces habría que consultar a los expertos de otros Departamentos tales como los de Robo y Estafa, por ejemplo).

Entretanto, Hartwig había enviado ya al equipo forense, a un fotógrafo y a cuatro especialistas en huellas dactilares. El apartamento pertenecería durante horas única y exclusivamente a esos hombres; y así seguiría hasta que no se hubiese removido, para su análisis posterior, todas las huellas y rasguños, cada fibra y cada partícula que pudiesen ser de algún interés. Hartwig relevó de sus obligaciones a otros ocho hombres más. No tendrían más remedio que llevar a cabo una penosa labor puerta a puerta, en busca del testigo que hubiese visto a un hombre o a varios entrar y salir de la casa.

El informe sobre las causas de la muerte lo presentaría después el equipo forense, que había llegado a las once horas y treinta y un minutos al lugar de los hechos, y que se demoraría alrededor de unas ocho horas.

En ese mismo momento, Sam McCready depositaba sobre la mesa su segunda taza de café y plegaba el mapa. Había explicado a Morenz, con todo lujo de detalles, cómo deberían de desarrollarse los dos encuentros con Pankratin en el sector oriental; también le había mostrado la última fotografía que poseían del general ruso y le había explicado que su hombre vestiría el holgado uniforme de campaña de un cabo del Ejército soviético, llevaría el rostro algo oculto por la visera de la gorra y conduciría un jeep militar. Ésa sería la forma en que se presentaría el ruso.

—Por desgracia cree que se encontrará conmigo. Confiemos en que te reconozca de la época de Berlín y haga la entrega de todos modos. Y ahora, el automóvil. Está abajo, en el estacionamiento al aire libre. Después de almorzar iremos a dar una vuelta para que te acostumbres a usarlo.

—Es un «BMW», negro, con matrícula de Wurzburgo. Y esto se debe a que vives y trabajas en Wurzbürgo, aunque eres renano de nacimiento. Después te daré la carpeta con tu biografía ficticia completa y toda la documentación falsa. El coche con ese número de matrícula existe de verdad. Y es un sedán «BMW» negro.

»Pero el que tenemos abajo pertenece a la Firma. Ya ha pasado varias veces por el puesto fronterizo del puente del Saale, así que podemos confiar en que se habrán acostumbrado a verlo cruzar la frontera. Los conductores siempre han sido distintos, pues se trata de un vehículo que pertenece a una empresa privada. Siempre lo han llevado hasta Jena, con el fin aparente de visitar las fábricas de la «Zeiss». Y en cada ocasión ha ido limpio. Pero esta vez le hemos hecho una modificación. Debajo de la batería hay un compartimiento plano, casi invisible, a menos de que lo busques expresamente. Es lo bastante grande como para que escondas el libro que Smolensko te dará.

(Por razones de seguridad obvias, Morenz nunca había sabido el verdadero nombre de Pankratin. No llegó a conocer al hombre que había sido ascendido a general de División y que ahora estaba destinado en Moscú. La última vez que había visto a Pankratin, éste era un coronel acantonado en Berlín Oriental, y cuyo nombre secreto era Smolensko).

—Pero vamos a almorzar —dijo McCready.

Durante la comida, que les fue servida en la habitación, Morenz bebió con notoria avidez, y las manos le temblaban.

—¿Seguro que te encuentras bien? —le preguntó McCready.

—Por supuesto que sí. No es más que uno de esos malditos resfriados de verano, ya sabes cómo son. Y también algo de nervios. Eso es natural.

McCready asintió con la cabeza. El nerviosismo era algo completamente normal. Atacaba a los actores antes de salir al escenario. A los soldados, antes de entrar en combate. A los agentes, antes de una incursión ilegal (sin cobertura diplomática) en el bloque soviético.

—Vamos a ver el automóvil —dijo Sam.

No hay muchas cosas que ocurran en Alemania que la Prensa no sepa, y esto sucedía también en aquellos tiempos de 1985, cuando Alemania era Alemania Occidental. El periodista más brillante y ducho en sucesos criminales era, y sigue siendo, Günther Braun, del Kölner Stadt-Anzeiger. Mientras almorzaba con un policía que le servía de contacto, éste le mencionó que había habido cierto revuelo en Hahnwald. Braun se presentó junto con su fotógrafo Walter Schiestel ante la puerta del edificio pocos minutos antes de las tres. Intentó llegar hasta el comisario Schiller, pero éste se encontraba en el piso de arriba y le hizo saber que estaba muy atareado, por lo que le remitió a la oficina de Prensa de la Dirección General de Policía. ¡Vaya perspectiva! Después recibiría el esterilizado comunicado policial. Braun se puso a investigar por su cuenta, preguntando a diestro y siniestro. Más tarde hizo algunas llamadas telefónicas. A primeras horas de la noche, con tiempo suficiente para que apareciese en la primera edición, ya tenía compuesto su artículo. Era una buena historia. Claro está que la Radio y la Televisión se le adelantarían con la noticia en términos generales, pero él sabía que les llevaba una clara ventaja.

En el piso de arriba, el equipo forense había terminado la inspección de los cadáveres. El fotógrafo los había fotografiado desde los ángulos más diversos; también había hecho numerosas fotografías de los decorados del aposento, de la enorme cama de matrimonio, del gigantesco espejo que había contra la pared, detrás de la cabecera de la cama, y de los equipos y complementos que había en los armarios y en los baúles. Habían trazado líneas de tiza alrededor de los cadáveres, luego los habían metido en bolsas de plástico y enviado al depósito central de cadáveres, donde los forenses realizarían su trabajo. Los detectives necesitaban establecer la hora de la muerte y así como el asunto de las balas…, y todo ello con suma urgencia.

En el apartamento habían sido detectados diecinueve tipos de huellas dactilares distintas. Tres de ellas las eliminaron por pertenecer a los dos fallecidos y a Frau Popovic, que ahora se encontraba en la Dirección General de Policía, donde sus huellas habían sido cuidadosamente tomadas. Eso dejaba dieciséis personas.

—Clientes, casi seguro —rezongó Schiller.

—Y uno de los grupos, ¿no podía pertenecer al asesino? —sugirió Wiechert.

—Lo dudo mucho —replicó el comisario—. Todo esto me huele demasiado a un condenado profesional. Es probable que haya utilizado guantes.

El mayor problema, pensaba Schiller, no radicaba en la falta de motivos, sino en que había demasiados. ¿Era la prostituta la persona a la que habían querido matar? ¿Un cliente ultrajado, un antiguo marido, una esposa vengativa, alguna rival de ese negocio, un antiguo chulo enfurecido? ¿O era tan sólo una víctima accidental y su chulo el objetivo real? El hombre había sido identificado como Bernhard Hoppe, antiguo presidiario, atracador de Bancos, gángster, un sujeto muy peligroso de vida depravada. ¿Acaso un arreglo de cuentas, una venta de drogas en la que hubo engaño, extorsión, venganza por proteger a los rivales? El comisario Schiller sospechó que aquello iba a convertirse en un caso endiablado.

Las declaraciones de los demás inquilinos, así como las de los vecinos, habían revelado que nadie estaba al corriente de la profesión secreta de Renate Heimendorf. Había habido visitantes, por supuesto, pero siempre caballeros honorables. Nada de fiestas por las noches, ni de música a todo volumen.

A medida que el equipo forense iba terminando las áreas en las que había dividido el apartamento, Schiller podía ir moviéndose con mayor libertad y coger algún que otro objeto. Entró en el cuarto de baño. Había algo muy extraño en él, pero el comisario no pudo precisar de qué se trataba. El equipo forense terminó su tarea poco después de las siete; los hombres llamaron a Schiller para comunicarle que se iban. El comisario pasó cerca de una hora dando vueltas por el piso, que había quedado patas arriba, mientras Wiechert se quejaba a cada rato, diciendo que quería irse a cenar. Pasadas las ocho, Schiller se encogió de hombros y dio la jornada por terminada. Dejaría de pensar en el caso hasta el día siguiente, cuando volvería a ocuparse del mismo en su despacho. Precintó el apartamento, dejó a un hombre uniformado en el pasillo de la escalera, por si se daba el caso de que alguien volviese al lugar del crimen —algo que ya había ocurrido más de una vez—, y se dirigió a su casa. Pero todavía había algo que seguía preocupándole con respecto a aquel piso. El comisario Schiller era un joven detective, de una extraordinaria inteligencia, y muy perspicaz.

McCready pasó la tarde finalizando el entrenamiento de Bruno Morenz.

—Te llamas Hans Grauber, de cincuenta y un años, casado y con tres hijos. Al igual que todos los respetables padres de familia, tú también llevas fotografías de tu familia en tu cartera. Aquí las tienes, tomadas cuando estabais de vacaciones. Heidi, tu esposa, junto con el pequeño Hans, Lotte y Ursula, a la que todos llaman Uschi. Trabajas en Wurzburgo, en la «BKI», una empresa dedicada a la fabricación de instrumentos ópticos de precisión. La empresa existe, y el automóvil es suyo. Por fortuna, trabajaste en cierta ocasión en una empresa de instrumentos ópticos, por lo que podrás utilizar la jerga técnica, si te ves en la necesidad de hacerlo.

»Tienes una cita con el director del departamento de ventas al extranjero de las empresas «Zeiss», de Jena. Aquí está la carta. Este documento es real, y el hombre existe. La firma se parece a la suya, pero la hemos hecho nosotros. La cita es para mañana a las tres de la tarde. Si todo sale bien, podrás acordar la compra de un lote de lentes de precisión de la «Zeiss» y volver a la Zona Oeste en la misma noche. En el caso de que debas realizar conversaciones complementarias, quizá te veas obligado a pasar allí la noche. Bien, todas estas explicaciones son por si los agentes fronterizos te hiciesen demasiadas preguntas y tuvieses que entrar en detalles.

»Es muy poco probable que la Policía de frontera se preocupe por comprobar tus declaraciones con la «Zeiss». Los de la Policía secreta lo harían seguramente, pero hay demasiados hombres de negocios occidentales que tratan con la «Zeiss» para que uno más sea causa de sospechas. Bien, aquí tienes tu pasaporte, algunas cartas de tu mujer, una entrada, ya usada, para el Palacio de la Ópera de Wurzburgo, tarjetas de crédito, el permiso de conducir y un manojo de llaves, en el que va incluida la del «BMW». Tu billetera.

»No necesitarás más que este maletín y esta pequeña maleta con la ropa necesaria para pasar una noche. Estúdiate bien el maletín y lo que contiene. La cerradura de seguridad se abre con los números de tu supuesta fecha de nacimiento, 5 de abril de 1934, o sea: el 5-4-34. Todos los documentos que llevas están relacionados con tu intención de comprar productos de la «Zeiss» para tu empresa. Firma como Hans Grauber, con tu propia letra. Las prendas y los utensilios de aseo personal son mercancías genuinas de Wurzburgo, usadas y llevadas a la lavandería, con algunas marcas de tintoterías de Wurzburgo. Y ahora, mi viejo amigo, vayamos a comer algo.

Dieter Aust, director de la oficina del «BND» en Colonia, no vio las noticias de la noche en la televisión. Había salido a cenar. Fue algo de lo que se arrepentiría más tarde.

A eso de la medianoche, Sam McCready era recogido en un «Range Rover» por Johnson, un agente de enlace de la oficina del Servicio Secreto de Inteligencia en Bonn. Los dos partieron de viaje con el fin de llegar al puente del Saale, al norte de Baviera, antes que Morenz.

Martes

Bruno Morenz llamó al servicio de habitaciones para que le subiesen una botella de licor y bebió demasiado. Durmió mal durante dos horas y se despertó a las tres al oír el despertador que se había colocado junto a la cabecera de la cama. A las cuatro abandonaba «Holiday Inn», entraba en el «BMW» y, en la oscuridad, se dirigió hacia el Sur para coger la autopista.

A la misma hora, Peter Schiller, que dormía en Colonia al lado de su mujer, se despertaba de repente y daba un salto en la cama al caer en la cuenta de qué le había intrigado tanto en el apartamento de Hahnwald. De inmediato telefoneó al indignado Wiechert y le dijo que se reuniese con él a las siete de la mañana en el apartamento de Hahnwald. Los agentes de la policía alemanes han de estar acompañados cuando realizan una investigación.

Bruno Morenz llevaba un considerable adelanto a la hora fijada, por lo que antes de llegar a la frontera se detuvo a matar el tiempo durante veinticinco minutos en el restaurante del área de servicio de Frankenwald. No bebió alcohol, se limitó a tomar café, pero hizo que le llenasen su petaca de licor.

Cuando faltaban cinco minutos para las once de la mañana de ese martes, Sam McCready, con Johnson a su lado, se encontraba ya en un pinar en la cima de una montaña situada al sur del río Saale. Habían dejado el «Range Rover» en el bosque, fuera de la vista. Por entre los árboles podían divisar el puesto fronterizo de la República Federal alemana, situado al fondo, a unos ochocientos metros por debajo de donde ellos se encontraban. Más allá, una brecha abierta en el bosque de la montaña les permitía ver los tejados del puesto fronterizo de la República Democrática Alemana, a otros ochocientos metros de distancia.

Debido a que las autoridades de Alemania Oriental habían construido los puestos de control bien adentrados en su propio territorio, un conductor se hallaría dentro de la Alemania Oriental tan pronto como hubiera pasado el puesto fronterizo de Alemania Occidental. A continuación, una carretera de doble vía, con una alta alambrada a ambos lados. Inmediatamente detrás de la alambrada estaban, jalonadas, las torres de los vigilantes. Por entre los árboles, usando unos prismáticos potentes, McCready veía a los guardias fronterizos apostados detrás de las ventanas, pegados a los cristales y usando sus propios gemelos para escudriñar lo que ocurría en la Zona Occidental. También podía ver sus pistolas ametralladoras. La razón de que hubiera ese corredor de seiscientos metros de ancho dentro de la Alemania Oriental era que cualquier persona que intentase escapar, si es que había logrado atravesar el puesto fronterizo oriental, podía ser acribillada a tiros cómodamente entre las dos alambradas antes de que hubiese conseguido llegar al otro lado.

Cuando faltaban dos minutos para las once de la mañana, Sam McCready divisó, a través de sus prismáticos, el «BMW» negro, que cruzaba el negligente puesto de control de la República Federal Alemana. Luego se dirigió hacia el corredor, custodiado por la organización que controlaba el país, la SSD, la Policía Secreta más temida y más eficaz de todo el Bloque Oriental.