CAPÍTULO PRIMERO

Mayo de 1983

El coronel ruso salió de entre las sombras, deslizándose lenta y sigilosamente, convencido de que había visto y reconocido la señal. Todos los encuentros con el agente británico eran peligrosos y tenían que ser evitados dentro de lo posible. Pero, en ese caso él mismo lo había solicitado. Tenía cosas que decir, que solicitar, asuntos que no podían ser enviados en un mensaje que luego se confiaría a un buzón falso. En un cobertizo, situado más abajo de la línea del ferrocarril, una de las láminas de metal del tejado estaba suelta, ahora golpeteó y gimió al ser azotada por una ráfaga de viento en medio de las tinieblas que anunciaban la próxima aurora. El hombre volvió la cabeza, verificó cuál había sido la causa del ruido, y clavó la vista de nuevo en el sendero de sombras que pasaba cerca de la plataforma giratoria de la locomotora.

—¿Sam? —llamó en voz baja.

Sam McCready también había estado esperando. Se encontraba allí desde una hora antes, envuelto en la oscuridad de aquella estación abandonada en los suburbios de Berlín Oriental. Había visto, o más bien escuchado, la llegada del ruso, y, no obstante, se había quedado esperando para asegurarse que no se oían más pisadas deslizándose entre el polvo y los escombros. No importaba el número de veces que uno repitiese una acción así, el nudo en la boca del estómago jamás desaparecería.

A la hora acordada, convencido de que se encontraban solos y satisfecho por la falta de compañía, McCready había rascado la cabeza de una cerilla con la uña del pulgar, de tal modo que la llama produjo un único y breve destello y se extinguió en seguida. El ruso, al advertir el brillo, había salido de la vieja chabola destartalada. Ambos hombres tenían serias y poderosas razones para preferir la oscuridad, ya que uno de ellos era un traidor y el otro un espía.

McCready salió de entre las sombras para que el ruso pudiese verlo, se detuvo unos momentos, con el fin de corroborar que el otro también estaba solo, y avanzó unos pasos.

—Yevgeni, amigo mío, ha pasado tanto tiempo…

A los cinco pasos pudieron verse con toda claridad, comprobar que no había habido sustitución, ni truco alguno. Ése era siempre el peligro en un encuentro cara a cara. Podían haber detenido al ruso y doblegado su voluntad en los centros de interrogatorio, permitiendo así que la KGB y la SSD de la Alemania Oriental pudiesen tender una trampa a un importante agente del Servicio de Inteligencia británico. O bien el mensaje del ruso podía haber sido interceptado, y le dejaban ir hacia su propia trampa, a la que seguiría la larga noche de los interrogatorios, que culminaría con el tiro de gracia en la nuca. La madrecita Rusia no conocía el perdón para su selecta minoría de traidores.

McCready no abrazó al otro, ni siquiera le estrechó la mano. Algunos informadores necesitaban el contacto personal, el alivio que producía el roce de los cuerpos. Pero Yevgeni Pankratin, coronel del Ejército Rojo, destinado al cuerpo de las fuerzas soviéticas acantonadas en Alemania, era una persona más bien fría; un hombre al que le gustaba mantener las distancias, que sabía contenerse y que hasta disfrutaba de su propia arrogancia.

Había sido detectado por vez primera en Moscú, en 1980, por un perspicaz agregado comercial de la Embajada británica, durante una conversación amistosa y de carácter trivial, sostenida con fines diplomáticos, pero en el curso de la cual el ruso deslizó una repentina observación harto displicente sobre su propia sociedad. El diplomático no hizo el menor gesto, ni dijo nada sobre el particular, pero registró lo ocurrido y lo comunicó. Quizá se tratase de una posibilidad. Dos meses más tarde, tuvo lugar una primera tentativa de aproximación al militar. El coronel Pankratin se había mostrado evasivo, pero sin expresar su rechazo. Esto se valoró como positivo. Algún tiempo después, el coronel había sido trasladado a Potsdam, al cuerpo de las fuerzas soviéticas estacionadas en Alemania, un ejército de trescientos treinta mil hombres y veintidós divisiones, que mantenía a los ciudadanos de la Alemania Oriental en la esclavitud, conservaba a la marioneta de Honecker en el poder, seguía intimidando por el terror a los berlineses del sector occidental y lograba que la OTAN continuase en estado de alerta, dispuesta a lanzar en cualquier momento una ofensiva aplastante a través de las praderas de la Alemania central.

McCready se encargó personalmente del asunto; ése era su coto privado. En 1981 realizó su propio intento de aproximación y Pankratin fue reclutado. No hubo aspavientos, ni efusiones acerca de los sentimientos íntimos que uno necesitaba comunicar a alguien para poder coincidir con sólo una escueta petición de dinero.

Aquellos que traicionan a su patria lo hacen por diversos motivos: resentimiento, ideología, carencia de perspectivas, odio a un superior, vergüenza ante las pintorescas preferencias sexuales de los jefes, miedo a ser llamado de vuelta y caer en desgracia, etcétera. En cuanto a los rusos, solía ocurrir debido a la honda desilusión que les producían la corrupción, la mentira y el sobrinazgo que veían por doquier a su alrededor. Pero Pankratin era el auténtico mercenario; sólo quería dinero. Un buen día se iría de allí, decía; pero cuando lo hiciera, tenía la intención de ser rico. Había solicitado ese encuentro de madrugada en Berlín Oriental con el fin de jugarse el todo por el todo.

Pankratin se abrió un poco la gabardina y dejó ver un voluminoso sobre de color pardo, que de inmediato ofreció a McCready. Sin denotar emoción alguna se puso a describir lo que aquél contenía, mientras McCready lo ocultaba debajo de su cazadora. Nombres, lugares, estrategias, distribución de las divisiones, órdenes internas, movimientos de tropas, acantonamientos, rampas de lanzamiento… Lo más importante, desde luego, era lo que Pankratin tenía que comunicar acerca de los «SS-20», los terribles misiles soviéticos de alcance medio y de plataforma móvil, con ojivas de triple carga nuclear, dirección independiente y programados para hacer blanco en alguna ciudad británica o del resto de Europa. De acuerdo con las revelaciones de Pankratin, los estaban trasladando hacia los bosques de Sajonia y Turingia, cerca de la frontera con Alemania Occidental, desde donde su alcance de tiro abarcaba una circunferencia que pasaba por Oslo, Dublin y Palermo. En el mundo occidental, largas columnas de personas ingenuas y sinceras marchaban enarbolando las banderas del socialismo para pedir a sus propios Gobiernos que desmantelasen sus defensas como un gesto de buena voluntad por la paz.

—Esto tiene un precio, por supuesto —dijo el ruso.

—Por supuesto.

—Doscientas mil libras esterlinas.

—Concedidas. —En realidad, esa suma no había sido concedida aún, pero Sam McCready sabía que su Gobierno la sacaría de algún sitio.

—Hay algo más. Me he enterado de que he sido propuesto para un ascenso a general de División. Y para un nuevo destino. De vuelta a Moscú.

—Felicidades. ¿Y de qué, Yevgeni?

Pankratin hizo una pausa para acentuar el efecto que sus palabras iban a causar.

—De subdirector, en la Junta de Jefes de Estado Mayor, en el Ministerio de Defensa.

McCready estaba impresionado. Tener un hombre en el mismo corazón del número diecinueve de la calle Frunze, en Moscú, sería algo incomparable.

—Y cuando pueda salir del país quiero un bloque de apartamentos. En California. A mi nombre. En Santa Bárbara quizás. He oído decir que aquello es muy hermoso.

—Lo es —asintió McCready—. ¿No preferiría asentarse en Inglaterra? Nosotros cuidaríamos de usted.

—No. Quiero el sol. El de California. Y un millón de dólares, estadounidenses, en mi cuenta del país.

—Lo del apartamento puede arreglarse —dijo McCready—. Y también lo del millón de dólares. Siempre que el producto sea bueno.

—No se trata de un apartamento, Sam, sino de un bloque de apartamentos. Para poder vivir de las rentas.

—Yevgeni, lo que estás pidiendo es una suma que oscila entre los cinco y los ocho millones de dólares. No creo que mi gente tenga tanto dinero. Ni siquiera para tu mercancía.

Los dientes del ruso relucieron tras su bigote militar en una breve sonrisa.

—Cuando me encuentre en Moscú, la mercancía que os ofreceré superará en mucho vuestras más osadas aspiraciones. Ya encontraréis el dinero.

—Esperemos entonces a que te hayan ascendido, Yevgeni. Entonces hablaremos de ese bloque de apartamentos en California.

Cinco minutos después se separaban; el ruso de uniforme, para regresar a su despacho en Potsdam; el inglés, para regresar a su base de Berlín Occidental tras haber cruzado el Muro. Lo estarían esperando al otro lado del paso fronterizo llamado «Checkpoint Charlie». El paquete también atravesaría el Muro, pero lo haría por otra vía más segura, aunque mucho más lenta. Solamente cuando lo recuperase en el lado oeste, Sam abordaría el avión para regresar a Londres.

Octubre de 1983

Bruno Morenz golpeó con los nudillos la puerta y penetró en la habitación al escuchar la jovial invitación de «¡Adelante!». Su superior se encontraba solo en el despacho, apoltronado en su importante sillón de cuero giratorio, detrás de su importante escritorio. Estaba removiendo delicadamente el primer café del día, en una taza de porcelana china que le había servido la atenta Fräulein Keppel, la solícita solterona que se ocupaba de satisfacer cualquiera de sus legítimas necesidades.

Al igual que Morenz, Herr Direktor pertenecía a esa generación que podía recordar el fin de la guerra y los años que siguieron, cuando los alemanes tenían que preparar su café con extracto de achicoria y tan sólo los estadounidenses de las tropas de ocupación y, a veces, los británicos podían permitirse el lujo de beber verdadero café. Pero aquello pertenecía al pasado. Dieter Aust saboreaba siempre por las mañanas su café colombiano. Pero jamás ofrecía una taza a Morenz.

Ambos hombres rayaban los cincuenta, pero eso era todo lo que tenían en común. Aust era bajo y regordete, siempre muy pulcro en el afeitado y el peinado y vestía con gran elegancia; además era director de todo el departamento de Colonia.

Morenz, mucho más alto y corpulento, tenía el cabello gris, y como siempre andaba encorvado y parecía que arrastraba los pies al caminar, daba la impresión de ser bajo y rechoncho, impresión que se acentuaba por lo desaliñado de su traje de paño de lana. Para colmo de males, era un funcionario público de rango medio bajo, que nunca podría aspirar al título de Herr Direktor, ni a tener su propio despacho importante con una Fräulein Keppel que le sirviera auténtico café colombiano en una taza de porcelana china antes de que se pusiese a trabajar.

La escena de un jefe llamando a su despacho a un empleado para hablar con él debía de haber sido representada esa mañana en muchas de las oficinas repartidas por toda Alemania, pero la clase de trabajo de esos dos hombres no sería precisamente la misma en muchas otras partes. Ni mucho menos tendría lugar la conversación que esas dos personas mantuvieron a continuación. Y es que Dieter Aust era el jefe de una de las filiales del BND, del Bundesnachrichtensdienst, el Servicio de Inteligencia de la República Federal de Alemania.

En la actualidad, el Cuartel General del BND está emplazado en un complejo arquitectónico, fuertemente amurallado, erigido en las inmediaciones de la aldea de Pullach, a unos diez kilómetros al sur de Munich, a orillas del río Isar, en el sur de Baviera, situación que puede parecer de lo más extravagante, si se tiene en cuenta que la capital de la República Federal de Alemania desde 1949 ha sido Bonn, a orillas del Rin y a centenares de kilómetros de distancia. La causa de esto es histórica. Los estadounidenses fueron los que nada más acabarse la guerra crearon un servicio de espionaje germano-occidental para contrarrestar los esfuerzos del nuevo enemigo, la Unión Soviética. Eligieron como director al que había sido jefe del espionaje alemán durante la guerra, Reinhard Gehlen; por ello, en sus comienzos, aquella organización fue conocida como la «Gehlen Org». Estados Unidos quería tener a Gehlen en su propia zona de ocupación, que comprendía el sur de Alemania, Baviera incluida.

El alcalde de Colonia, Konrad Adenauer, era a la sazón un político bastante oscuro. Cuando los Aliados fundaron la República Federal de Alemania en 1949, Adenauer, que fue su primer canciller, estableció la capital en un sitio por demás insólito: en su propia ciudad natal, Bonn, a veinticuatro kilómetros de Colonia, remontando el Rin por su orilla izquierda. Se impartieron las órdenes pertinentes para que se trasladasen a esa ciudad cada una de las instituciones del nuevo Gobierno federal, pero Gehlen se negó en redondo, por lo que el recientemente instituido BND siguió asentado en Pullach, donde mantiene su sede hasta nuestros días. De todos modos, el BND tiene estaciones filiales en cada una de las capitales de los Länder («países») que integran la República Federal de Alemania, siendo la estación de Colonia una de las más importantes. Y esto se debe a que Colonia, aun cuando no es la capital del Land de Renania del Norte-Westfalia, Düsseldorf, es, sin embargo, la ciudad más próxima a Bonn, y por ser la capital de la república, Bonn es el centro neurálgico del Gobierno. Por tanto es una ciudad llena de extranjeros, y el BND, al contrario de su organización hermana de contraespionaje, el Bundesverfassungsschutz, se ocupa del espionaje más allá de las fronteras.

Morenz aceptó la invitación de Aust para que tomase asiento, mientras se preguntaba qué había hecho mal, si es que había hecho algo equivocado. Su respuesta fue: nada.

—Mi querido Morenz, no quiero andarme con rodeos —dijo Aust, mientras se limpiaba los labios con un inmaculado pañuelo de lino blanco—. Nuestro compañero Dorn se jubila la próxima semana. Usted ya lo sabrá, por supuesto. Las responsabilidades que deja pasarán a su sucesor. Este es mucho más joven que él, y tendrá éxito, recuerde mis palabras. No obstante, entre esas responsabilidades hay una para la que se requiere a un hombre maduro, de más edad. Me gustaría que se encargase de ella.

Morenz hizo un gesto de asentimiento como si hubiese entendido. Pero no era así. Aust juntó las yemas de sus regordetes dedos y miró a través de la ventana, contrayendo el rostro en una mueca con la que pareció expresar su desagrado ante los caprichos y extravagancias de sus semejantes. Eligió las palabras con sumo cuidado.

—De cuando en cuando llegan a este país algunos visitantes, altos dignatarios extranjeros, los cuales, al final de todo un día de negociaciones o de reuniones oficiales, necesitan distraerse un poco…, entretenerse. Como es lógico, nuestros diversos Ministerios se sienten felices de llevar a sus invitados a restaurantes exquisitos, conciertos, la ópera o el ballet. ¿Me entiende?

Morenz hizo de nuevo un gesto de asentimiento. Estaba más claro que el fango.

—Por desgracia, también hay algunas personas, por lo general de los países árabes o de África, a veces incluso también de Europa, que no tienen reparos en dar a entender con toda claridad que preferirían disfrutar de compañía femenina. Pagar por compañía femenina.

—Prostitutas —dijo Morenz.

—En resumidas cuentas, sí. Pues bien, antes de que las personalidades extranjeras que nos visitan se dediquen a abordar a los porteros de los hoteles y a los taxistas, o comiencen a rondar por delante de esas ventanas iluminadas de rojo de la calle Horn o se metan en líos en bares y en clubes nocturnos, el Gobierno prefiere sugerir un determinado número telefónico. Créame, mi querido Morenz, esto se hace en cualquier capital del mundo. No somos una excepción.

—¿Mantenemos casas de putas? —preguntó Morenz.

Aust se escandalizó.

—¿Mantener? Por supuesto que no. Nosotros no las mantenemos. Nosotros no las pagamos. Los clientes lo hacen. Así como tampoco nos aprovechamos, y en esto he de hacer hincapié, de ningún tipo material que podamos obtener en lo concerniente a las costumbres de algunas de las personalidades que nos visitan. No recurrimos a la llamada «trampa de miel». Nuestras leyes y normas constitucionales son bastante claras al respecto y no han de ser infringidas. Las trampas de miel las dejamos para los rusos y… —prosiguió el director, dando un suspiro— para los franceses.

Entonces cogió de su escritorio tres carpetas delgadas y se las entregó a Morenz.

—Ahí tiene a tres chicas. Cada una con un tipo físico diferente. Le estoy pidiendo que se encargue de este asunto porque usted es un hombre casado y maduro. Tendrá que supervisarlas con cierto espíritu paternal. Asegurarse de que asisten al médico con regularidad y de que están presentables. Vea si están fuera, o enfermas, o si se han ido de vacaciones. En resumidas cuentas, ocúpese de si están disponibles o no.

»Y ahora, para finalizar, lo siguiente. A veces recibirá la llamada de un tal Herr Jakobsen. No haga caso alguno de si la voz que le habla por teléfono cambia, siempre se tratará de Herr Jakobsen. De acuerdo con las preferencias y los gustos del visitante, de los que Jakobsen le pondrá al corriente, elija a una de las tres, establezca el momento de la visita, asegúrese de que la chica está disponible, y Jakobsen volverá a telefonearle indicándole la hora y el lugar, que él habrá acordado con el visitante. Después de todo esto, lo demás se lo dejamos a la prostituta y a su cliente. No se trata de un trabajo agobiante, en realidad. Así que no tiene por qué interferir con sus demás obligaciones.

Morenz cogió las tres carpetas y se puso en pie, encorvado como siempre. «¡Qué maravilla! —pensó cuando salía del despacho—. Treinta años de abnegado trabajo para el Servicio Secreto, cinco años de aquí a que me retire, y ahora me convierto en una alcahueta al servicio de unos extranjeros que quieren pasar una noche de juerga».

Noviembre de 1983

Sam McCready se encontraba sentado en una oscura habitación situada a gran profundidad, en los sótanos de la Century House de Londres, sede del cuartel general del Servicio Secreto de Inteligencia británico o SIS, llamado equivocadamente MI-6 por parte de la Prensa y al que las personas allegadas denominan «la Firma». Estaba contemplando una pantalla titilante en la que se veían desfilar la masa de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (o al menos de una parte de ella) en una procesión interminable que cruzaba la Plaza Roja de Moscú. Los dirigentes de la Unión Soviética se complacen en convocar todos los años dos monstruosas paradas militares en esa plaza; una, con motivo de la festividad del primero de mayo; la otra, para conmemorar la victoria de la «Gran Revolución Socialista de Octubre». Esta última se celebra el siete de noviembre, y en ese día estábamos a ocho. La cámara se apartó de la fila de tanques que se deslizaba por delante de la tribuna y enfocó el mar de rostros que se apretujaban por encima del mausoleo de Lenin.

—Más despacio —dijo McCready.

El técnico que se encontraba a su lado apretó un botón en el tablero de control y las imágenes de los primeros planos empezaron a pasar con más lentitud. Aquel «imperio del mal» del presidente Reagan (él utilizaría esa expresión más adelante) se asemejaba mucho más a un sanatorio para ancianos decrépitos. Azotados por el aire gélido, los envejecidos y abotargados rostros desaparecían prácticamente tras los cuellos de sus abrigos, los cuales, al llevarlos tan levantados, se juntaban con los grises sombreros de paño o los pardos gorros de piel con los que se cubrían.

El propio secretario general no se encontraba allí. En esos momentos Yuri V. Andropov, director de la KGB de 1963 a 1978, que había llegado al poder a finales de 1982, a raíz de la muerte, demasiado retrasada por lo demás, de Leonid Breznev, se estaba muriendo, muy poco a poco, en la clínica que el Politburó tenía en Kuntsevo. No había sido visto en público desde el anterior mes de agosto, y nunca más volverían a verle.

Chernenko (que sucedería a Andropov a los pocos meses) se encontraba allí, con Gromyko, Kirilenko, Tijonov y ese teórico del Partido de rostro enjuto llamado Suslov. El ministro de Defensa, Ustinov, se encontraba embozado en su gabán de mariscal, con el pecho abarrotado de medallas, al menos las suficientes como para servirle de parabrisas desde la barbilla hasta la cintura. Había también unos pocos lo bastante jóvenes como para ser competentes: Grishin, jefe del Partido en Moscú, y Romanov, jefe de la organización de Leningrado. A un lado se encontraba el más joven de todos, una persona que casi parecía un intruso, un hombre fornido y regordete llamado Gorbachov.

La cámara se acercó para enfocar al grupo de oficiales que rodeaba al mariscal Ustinov.

—¡Alto! —ordenó McCready.

La imagen se quedó congelada en la pantalla.

—A ése —insistió—, al tercero contando por la izquierda. ¿Puedes agrandarlo?, ¿traerlo más cerca?

El técnico se quedó mirando el tablero de mandos y manipuló las teclas con sumo cuidado. El grupo de oficiales se aproximó más y más. Algunos sobrepasaron el punto focal y quedaron borrosos. La persona a la que McCready había señalado se estaba desplazando demasiado hacia la derecha. El técnico regresó tres o cuatro cuadros hasta que la tuvo centrada y la aproximó más. El oficial quedaba medio oculto por la gran figura de un general de las fuerzas especiales de cohetes estratégicos; pero fue el bigote, tan poco común entre los oficiales soviéticos, lo que le identificó. Las charreteras de su gabán indicaban que era general de División.

—¡Dios bendito! —exclamó McCready en un susurro—. Lo ha conseguido. Se encuentra allí. —Volvió el rostro hacia el impasible técnico. Y añadió—: Dime, Jimmy, ¿cómo demonios hacemos para conseguir un bloque de apartamentos en California?

—Pues bien, la respuesta más breve a tu pregunta, mi querido Sam —dijo Timothy Edwards dos días después—, es que no podemos. Es imposible. Sé que resulta duro, pero he presentado el asunto ante el Jefe y ante los chicos de finanzas, y resulta que ese tipo es demasiado rico para nosotros.

—Pero su mercancía es de un valor incalculable, no tiene precio —protestó McCready—. Ese hombre vale su peso en oro. Más incluso. Es una mina de platino puro.

—Eso no se discute —replicó Edwards en tono afable. Era unos diez años más joven que McCready, una persona acostumbrada a volar muy alto, con un distinguido rango académico y una saludable fortuna privada. Apenas había sobrepasado los treinta años y ya era asistente del jefe del SIS. Casi todos los hombres de su edad se hubieran dado con un canto en los dientes si hubiesen podido encargarse de la jefatura de alguna dependencia extranjera, dirigiesen algún Departamento o alcanzasen el grado de agente. Y Edwards se encontraba justo debajo del último peldaño, tocando techo como quien dice.

—Mira —prosiguió—, el Jefe ha estado en Washington. Hizo alusión a tu hombre, precisamente en lo que concierne a su posible promoción. Nuestros primos siempre han recibido la mercancía del coronel ruso desde que tú lo contrataste. Y se han regocijado mucho al recibirla. Y ahora, según parece, serían enteramente felices si pudiesen encargarse del hombre, incluyendo lo que cuesta y todo lo demás.

—Es una persona muy quisquillosa, difícil de tratar. Me conoce. No querrá trabajar para nadie más.

—Dejemos eso, Sam. Has sido el primero en reconocer que no es más que un mercenario. Irá donde esté el dinero. Y nosotros recibiremos la mercancía de todas formas. Tienes que darte cuenta que, en el fondo, es un modo agradable de traspasar privilegios.

Edwards hizo una pausa y le dirigió la más encantadora de sus sonrisas.

—Por cierto —prosiguió—, el Jefe quiere verte. Mañana por la mañana, a las diez. No creo que esté sobrepasando mis competencias si te digo que piensa en un nuevo puesto. Un escalafón más arriba. Afrontemos la situación tal como es. A veces, las cosas evolucionan por sí mismas hacia la mejor solución posible. Con Pankratin de vuelta en Moscú sería mucho más difícil para ti acceder a su persona, y ya has cubierto la zona de Alemania Oriental durante muchísimo tiempo. Los Primos están preparados para hacerse cargo de ese caso, y tú tendrás un ascenso bien merecido. La dirección de un Departamento, probablemente.

—Yo soy un hombre de acción —replicó McCready.

—¿Por qué no esperas a oír lo que el Jefe tiene que decirte? —sugirió Edwards.

Veinticuatro horas después, Sam McCready era nombrado director de En-ocu y Op-psi. La CIA se encargó de supervisar y pagar al general Yevgeni Pankratin.

Julio de 1985

Hacía mucho calor en Colonia ese verano. Los que podían permitírselo habían enviado a sus esposas y a sus hijos a los lagos, a las montañas y a los bosques o a sus villas en las costas mediterráneas, con la intención de reunirse con ellos algo más tarde. Bruno Morenz no disponía de una casa de veraneo. Estaba encadenado a su trabajo. No tenía un sueldo en modo alguno elevado, así como tampoco sería fácil que se lo aumentasen, y al faltarle sólo tres años para acogerse a la jubilación a los cincuenta y cinco, era muy improbable que le concediesen un ascenso dentro de ese plazo.

Bruno se encontraba sentado en la terraza de una cafetería, con el nudo de la corbata flojo y la chaqueta colgada del respaldo del asiento, mientras saboreaba una gran jarra de cerveza de barril. Nadie le dirigía ni una sola mirada al pasar. Había prescindido de su traje de invierno de paño, para otorgar su preferencia a un traje de algodón con rayas en relieve, que se veía mucho más deforme, si es que esto es posible. Se sentaba encorvado sobre la jarra, y, de vez en cuando, se llevaba la mano a la cabeza y se alisaba alguno de los mechones de su espesa cabellera gris hasta que lograba domarlos. No era un hombre vanidoso en lo que atañía a su apariencia personal, pues, de lo contrario, se hubiera preocupado de pasarse de vez en cuando un peine por los cabellos, se hubiera afeitado más a menudo, usado un agua de colonia decente (a fin de cuentas vivía en la ciudad que la inventó) y se hubiera mandado hacer un traje elegante y bien ajustado. Habría tirado a la basura esas camisas con los puños visiblemente raídos y hubiera enderezado los hombros. Entonces su apariencia sería la de una persona con autoridad. Pero Bruno desconocía la vanidad personal.

De todos modos, tenía sus sueños; mejor dicho, había tenido sus sueños. En cierta ocasión, hacía ya mucho tiempo. Y no se habían cumplido. A los cincuenta y dos años, casado y padre de dos hijos ya mayores, Bruno Morenz contemplaba, con expresión meláncolica, a los transeúntes que pasaban por la acera. De haber conocido el término, se habría dado cuenta de que sufría de eso que los alemanes denominan Torschlusspanik. Ésta es una palabra que no existe en ningún otro idioma, y que expresa el miedo a no tener más oportunidades en la vida, a seguir siendo una solterona para siempre o a quedarse a la luna de Valencia, y que significa, literalmente, «pánico ante las puertas cerradas».

Detrás de la fachada que ese hombre tan extraordinariamente amable ofrecía, que realizaba su trabajo con toda honradez, recibía su modesto salario todos los fines de mes y volvía todas las noches a refugiarse en el seno de su familia, Bruno Morenz era, en realidad, una persona muy desdichada.

Se encontraba encadenado en un matrimonio carente de amor con Irmtraut, una mujer de una imbecilidad bovina, contornos semejantes a los de una patata y que, con el transcurso de los años, había dejado de quejarse de lo bajo que era el salario del marido y de la incapacidad de éste para hacer carrera. En cuanto al empleo de Bruno, sólo sabía que trabajaba para una de esas organizaciones gubernamentales que tienen algo que ver con la Administración, sin que mostrase el más mínimo interés por informarse de algo más al respecto. Si el aspecto de Bruno era descuidado, llevaba los puños de las camisas raídos y los trajes llenos de bolsas y arrugas se debía, en parte, a que Irmtraut había dejado de preocuparse por su ropa. La mujer mantenía más o menos limpio y ordenado el pequeño apartamento que tenían en una prosaica calle del barrio de Porz y servía la cena unos diez minutos después de que él entrara en su casa, semicongelada si su marido se retrasaba.

Su hija Ute se había distanciado de los dos en cuanto hubo terminado sus estudios en el instituto, aduciendo para ello diversas razones de índole política y de tendencia izquierdista (el padre había tenido que someterse a una investigación sobre su persona por parte de los Servicios de Seguridad del Estado debido a las ideas políticas de Ute), y fue a vivir a una especie de madriguera en Düsseldorf con varios hippies que aporreaban la guitarra. Bruno jamás pudo averiguar con cuál de ellos estaba. Su hijo Lutz todavía seguía viviendo en la casa, donde siempre se le podía encontrar tumbado delante del equipo de televisión. Un mozalbete con el rostro plagado de espinillas, al que habían cateado en todos los exámenes a los que se había presentado y que ahora rechazaba todo tipo de educación, así como a ese mundo estúpido que tanta importancia concedía a los estudios. Por ello prefería adoptar la moda Punk en el cabello y en el vestir como expresión de su protesta en contra de la sociedad, guardándose mucho de caer en la tentación de aceptar cualquier tipo de empleo que la sociedad tuviera preparado con la intención de ofrecérselo.

Bruno lo había intentado en la vida; en verdad se había esforzado por lograr algo, dando lo mejor de sí mismo, sin tapujos. Había trabajado duro, pagado sus impuestos, mantenido a su familia lo mejor que podía y no había gozado de grandes distracciones a lo largo de su existencia. Al cabo de tres años, treinta y seis meses exactamente, se jubilaría: Celebrarían una fiestecita en la oficina, Aust pronunciaría un discurso, chocarían luego las copas llenas de champán, y él se iría. ¿Para hacer qué? Tendría su pensión y los ahorros de su «otro trabajo», ahorros que había ido acumulando con sumo cuidado en una gran variedad de cuentas, entre medianas y pequeñas, que tenía repartidas por toda Alemania bajo un gran número de seudónimos distintos. En esas cuentas tenía el dinero suficiente, más de lo que nadie podría imaginarse o sospechar siquiera, para comprarse una casa a la que retirarse y para poder hacer lo que realmente quería…

Y es que detrás de su amable fachada, Bruno Morenz era también una persona extraordinariamente reservada. Jamás había hablado con Aust ni con cualquier otra persona del Servicio Secreto acerca de su «otro trabajo»; en todo caso, eso estaba prohibido y conduciría al despido instantáneo. Y jamás había hablado con Irmtraut de ninguno de sus trabajos, así como tampoco le había contado nada de sus ocultas economías. Sin embargo, ése no era el problema real, tal como él lo veía.

Su problema real era que deseaba sentirse libre. Quería comenzar de nuevo, y como si el destino le hubiese enviado una señal, sabía de qué forma podía hacerlo. Y es que Bruno Morenz, bien entrado en su madurez, se había enamorado, de una manera loca, de la cabeza a los pies. Y lo bueno de todo ese asunto era que Renate, la jovencísima y sorprendentemente cariñosa Renate, sentía el mismo loco amor por él.

Y en aquella tarde de verano, allí, en aquel café, Bruno puso al fin en orden sus ideas. Lo haría. Le contaría que tenía la intención de abandonar a Irmtraut, tras dejarle lo suficiente para vivir, y acogerse a la jubilación anticipada; así se libraría del trabajo y se la llevaría para que viviese una nueva vida a su lado, en una casa de ensueño que tendrían en la región del norte donde él había nacido, junto a la costa.

El problema real de Bruno Morenz, tal como él no lo veía, era que no se estaba encaminando hacia una de esas crisis de la mediana edad, sino que ya estaba metido hasta el cuello en una crisis de dimensiones catastróficas. Pero como él no lo advertía, y era un disimulador profesional, no había nadie que se hubiera dado cuenta.

Renate Heimendorf medía algo más de un metro setenta de estatura, tenía veintiséis años, el cabello castaño y era guapa y bien proporcionada. Cuando contaba dieciocho años se había convertido en la amante y el juguete de un acaudalado hombre de negocios que le triplicaba la edad, una relación que había durado cerca de cinco años. Cuando el hombre cayó muerto de repente a causa de un ataque cardíaco, provocado, quizá, por un exceso en la comida, en la bebida, en los habanos y en Renate, resultó que había pasado por alto, de una forma desconsiderada, la necesidad de preocuparse por el futuro de Renate recordándola en su testamento, descuido este que su vengativa esposa no estuvo dispuesta a rectificar.

La chica se las ingenió para saquear el nido de amor que habían tenido en común y que tan ricamente amueblado estaba. Con esto, y con el producto de la venta de las joyas y las baratijas que el otro le había ido regalando durante esos años, logró reunir, después de la liquidación total, una cantidad de dinero bastante respetable.

De todos modos, esa suma no fue lo bastante grande como para que pudiera retirarse a vivir de rentas; ni para que pudiera permitirse el lujo de continuar el ritmo de vida al que se había acostumbrado; tampoco tenía la intención de solicitar un trabajo de secretaria por el que recibiría un miserable salario. Entonces decidió dedicarse a los negocios. Experta en el arte de despertar, con esfuerzo y paciencia, la excitación sexual de un hombre ya mayor, entrado en carnes y no desprovisto de achaques, llegó a la conclusión de que ahí estaba realmente lo único que podía hacer.

Se compró a muy largos plazos un apartamento en el tranquilo y respetable Hahnwald, un distinguido barrio de las afueras de Colonia, en el que abundaban los parques y los árboles. Los edificios de esa zona, en la que predominaban la piedra y el ladrillo, se caracterizaban por su magnífica y sólida construcción, y, en algunos casos, habían sido convertidos en bloques de apartamentos, precisamente como la casa en la que vivía y trabajaba. Se trataba de una edificación de piedra, de cuatro plantas, con un apartamento en cada una. El suyo se encontraba en la primera. Después de mudarse llevó a cabo ciertas mejoras.

El piso tenía sala de estar, cocina, cuarto de baño, dos dormitorios, vestíbulo y un pasillo. La sala de estar se encontraba a la izquierda del vestíbulo, junto a la cocina. Al otro lado, a la izquierda del pasillo que se extendía a la derecha desde la sala de estar, estaban uno de los dormitorios y el cuarto de baño. El dormitorio grande se hallaba al final del pasillo, por lo que el cuarto de baño se encontraba entre las dos habitaciones. Justo al lado de la puerta del dormitorio grande, empotrado en la pared izquierda, había un armario de dos metros de ancho, que tomaba su espacio del cuarto de baño.

Renate dormía en el dormitorio pequeño y usaba el grande como cuarto de trabajo. Aparte el armario empotrado en la pared del pasillo, sus mejoras estructurales habían consistido, entre otras cosas, en la insonorización del dormitorio principal, con gruesas planchas de corcho que tapizaban el interior de las paredes, las cuales habían sido cubiertas con papel y decoradas de tal manera que no se notase la presencia del material aislante. A esto había que añadir los cristales dobles de las ventanas y un grueso revestimiento almohadillado en la parte interior de la puerta. Pocos eran los sonidos del dormitorio que pudiesen atravesar las barreras y salir al exterior para alarmar al vecindario, que era, precisamente, lo que ella quería evitar. Aquel aposento, con su decoración y sus complementos tan poco habituales, se mantenía siempre cerrado.

El armario del pasillo contenía sólo la ropa de invierno normal y los impermeables. En otros armarios que había en el cuarto de trabajo había un amplio e impresionante surtido de lencería, así como gran variedad de trajes y de prendas que permitían a Renate vestirse de escolar, criada, novia, camarera, institutriz, ama de llaves, maestra de escuela, azafata, policía, chica perteneciente a la Asociación Nazi, guarda forestal o jefa de exploradores, todo esto junto con las prendas y los accesorios usuales de cuero y de plástico, entre los que se contaban las botas que llegaban hasta el muslo, las gorras y las máscaras.

En una cómoda guardaba un surtido más reducido de ropas para los clientes que no llevaban nada consigo, tal como trajes de boyscout, escolar o esclavo romano. Amontonados en un rincón se encontraban los instrumentos de tortura, látigos, palos…, y en un baúl guardaba cadenas, grillos, guanteletes y correas, todo lo que se necesitaba para las escenas de la esclavitud y de castigo.

Renate era una buena puta; tenía éxito, en todo caso. Muchos de sus clientes volvían con regularidad. Actriz en buena parte —y todas las putas tienen que ser algo actrices, aun cuando rara vez se dé el caso contrario—, podía meterse dentro de las fantasías anheladas por su cliente, poniendo una convicción total en ello. Sin embargo, una zona de su mente permanecía siempre aparte, indiferente a todo, dedicada a observar, registrar, despreciar. Nada de lo que se veía obligada a hacer en su trabajo la afectaba; en todo caso, sus gustos personales eran muy diferentes.

Había estado metida en esa profesión durante tres años, y tenía la intención de retirarse pasados otros dos. Entonces dedicaría una temporada a limpiarse del pasado y luego viviría de sus ahorros, rodeada de lujo, en algún lugar que se encontrase muy lejos de allí.

Aquella tarde sonó la campanilla de la puerta de su apartamento. Renate solía levantarse tarde, por lo que todavía llevaba puesto el salto de cama y la bata de andar por casa. La joven frunció el entrecejo; un cliente la visitaría sólo si había acordado una cita previa. Una mirada a través de la mirilla óptica en la puerta de entrada le reveló, como si estuviese dentro de una pecera redonda, la presencia de los desgreñados cabellos grises de Bruno Morenz, su acompañante del Ministerio de Asuntos Exteriores. Renate dio un profundo suspiro, puso una sonrisa de extasiada bienvenida en su bello rostro y abrió la puerta.

—Bruno, caaaariñito…

Dos días después, Edwards llevaba a Sam McCready a comer al «Brook’s Club», en Saint James, en Londres. De entre los diversos clubes para caballeros de los que era Edwards miembro, el «Brook’s Club» era su favorito para almorzar. Allí siempre había grandes posibilidades de poder intercambiar unas breves y corteses palabras con Robert Armstrong, el secretario del Consejo de Ministros, quizás uno de los hombres más influyentes de todo el Reino Unido, y, en todo caso, el presidente de los cinco hombres sabios, los cuales elegirían un buen día al nuevo jefe del SIS, que después presentarían a Margaret Thatcher para que ésta diese su aprobación.

El café lo tomaron arriba, en la biblioteca, bajo los retratos de ese grupo de pisaverdes y petimetres de la época de la Regencia, los Diletantes. Entonces Edwards abordó un tema concreto.

—Como te he dicho abajo, Sam, todos están muy complacidos, verdaderamente complacidos. Pero nos encontramos ante el advenimiento de una nueva era, Sam. Una era cuyo leitmotiv podríamos expresar con la frase «según las reglas». El hecho de infringir las reglas, una de esas cosas tan típicas en el viejo modo de hacer las cosas, es algo que debería estar…, ¿cómo podría decirlo…?, vedado.

—Vedado es una expresión muy buena —asintió Sam.

—Perfecto. Pues bien, una rápida ojeada por los archivos nos demuestra que uno siempre tiende a retener en la memoria, admitamos que sobre una base adecuada, los nombres de ciertas personas importantes cuya utilidad pertenece al pasado. Viejos amigos, quizás. Ello no es problema, a menos de que se encuentren en una posición delicada… A menos de que el hecho de ser descubiertos por aquellos que los emplearon pueda ocasionar a la Firma problemas reales…

—¿Como cuáles? —preguntó McCready.

Ése era el eterno inconveniente de los expedientes y de las hojas de servicio, que siempre estaban en alguna parte, guardadas en los archivos. Tan pronto como uno pagaba a alguien para que hiciese alguna diligencia, un expediente de pago quedaba registrado.

Edwards optó al fin por echar a un lado sus ambiguas insinuaciones.

El Duendecillo, Sam, no sé cómo ha podido pasarse eso por alto durante tanto tiempo. Y ese Duendecillo es un funcionario a tiempo completo del BND. Se armaría la de Dios es Cristo si los de Pullach llegasen a descubrir que tienes pluriempleado a ese hombre. Eso va en contra de todas las reglas. Nosotros no, repito, no mantenemos empleados de otras Agencias amigas. Eso es algo completamente inadmisible. Tienes que desembarazarte de él, Sam. Corta esa nómina de servicios. De inmediato.

—Es un compañero —arguyó McCready—. Juntos hemos recorrido un largo camino, que se remonta hasta lo del Muro de Berlín. Nos ayudó mucho entonces, realizó trabajos muy peligrosos para nosotros, precisamente cuando necesitábamos a gente como él. Nos cogieron por sorpresa, no teníamos gente, o, al menos, no el número suficiente de personas que pudieran, o quisieran, cruzar tal como lo hacía él.

—Esto no es negociable, Sam.

—Confío en él. Él confía en mí. Nunca me dejaría caer. Ese tipo de cosas no se compran. Y cuesta muchos años. Una pequeña asignación es un precio muy bajo.

Edwards se puso de pie, se sacó un pañuelo de la manga y se enjugó el oporto de los labios.

—Desembarázate de él, Sam. Me temo que he de convertir esto en una orden. El Duendecillo tiene que desaparecer.

A finales de esa misma semana, la comandante Ludmilla Vanavskaya dio un bostezo, se desperezó y se reclinó contra el respaldo de su silla. Estaba cansada. Había sido una larga jornada de trabajo. Echó mano de su paquete de «Marlboro» fabricado en la Unión Soviética, advirtió que tenía el cenicero abarrotado de colillas y apretó el timbre que estaba sobre el escritorio.

De la antesala entró un joven cabo. La comandante no le hizo caso alguno y se limitó a señalarle con el dedo el cenicero. El cabo se apoderó de él al instante, salió de la oficina, para regresar pocos segundos después con el cenicero limpio. La comandante saludó con la cabeza. El cabo salió de nuevo y cerró la puerta a sus espaldas.

No había habido el menor intercambio de palabras, por no hablar ya de bromas. La comandante Vanavskaya lograba siempre intimidar a la gente. En años pasados, algunos mozos atrevidos se habían fijado en la brillante melena rubia, que flotaba por encima de la delgada camiseta reglamentaria y de la fina falda gris, y habían tratado de probar fortuna. Pero no hubo nada que hacer. A los veinticinco años se casó con un coronel, una hábil maniobra para hacer carrera, y tres años después se divorció de él. La carrera de su ex marido se estancó, la suya arrancó con ímpetu. A los treinta y cinco años ya no llevaba uniforme, vestía blusa blanca con un severo traje gris oscuro, hecho a medida, con el cabello recogido en la nuca en una pequeña coleta que le caía por la espalda.

Algunos pensaban aún en llevársela a la cama, hasta que debían ponerse a salvo de aquellos ojos azules, fríos como el hielo. En la KGB, que no es una organización de liberales, la comandante Vanavskaya tenía la reputación de fanática. Y los fanáticos amedrentan.

El fanatismo de la comandante se concentraba en su trabajo… y en los traidores. Mujer completamente entregada al comunismo, de una gran pureza ideológica a toda prueba, se había impuesto la misión de perseguir a los traidores, a quienes odiaba con frío apasionamiento. Por medio de artimañas había logrado que la trasladasen desde el Segundo Directorio, donde los objetivos eran el ocasional poeta sedicioso o el obrero inconformista, al independiente Tercer Directorio, llamado también Directorio de las Fuerzas Armadas. En él, los traidores, en el caso de que los hubiera, serían personas de alto rango, más peligrosas, merecedoras de su odio y dignas de enfrentarse a su temple.

El traslado al Tercer Directorio, asunto que su esposo el coronel arregló durante los últimos días de su matrimonio, cuando el hombre trataba desesperadamente de complacerla por todos los medios, la había llevado a ese anónimo edificio de oficinas situado en la Sadovaya Spasskaya, una de las carreteras de circunvalación moscovitas, y a ese despacho, así como a la carpeta que tenía abierta ante ella.

Dos años de trabajo había invertido en esa carpeta, habiéndose visto obligada a sacar tiempo de entre sus muchas otras obligaciones, hasta que sus superiores empezaron a creerla. Dos años de comparaciones, comprobaciones y verificaciones, suplicando la ayuda de los otros departamentos, en lucha continua contra la ceguera y la obcecación de esos hijos de puta del Ejército, siempre dispuestos a taparse los unos a los otros. Dos años dedicados a correlacionar fragmentos de información minúsculos hasta que, poco a poco, un cuadro empezó a surgir de ellos.

El trabajo de la comandante Ludmilla Vanavskaya, y su vocación, consistía en perseguir y atrapar a los negligentes, a los elementos subversivos, o, en ocasiones, también a algún que otro traidor declarado en el seno del Ejército, de la Armada o de las Fuerzas Aéreas. La pérdida de equipos valiosos propiedad del Estado, por culpa de la negligencia, era bastante malo en sí; la falta de tesón en la persecución de los rebeldes afganos, era algo mucho peor, pero la historia que le contaba la carpeta que tenía sobre su escritorio era algo diferente. La comandante estaba convencida de que en alguna parte del Ejército había una filtración deliberada. Y el responsable de ella ocupaba una posición elevada, endemoniadamente elevada.

Había una lista con ocho nombres en el folio que tenía sobre las demás hojas que llenaban la carpeta abierta ante sus ojos. Cinco de ellos habían sido tachados ya. En dos había unos signos de interrogación. Pero su mirada volvía una y otra vez al octavo. Descolgó el teléfono y pidió un número, en el que la atendió otro comandante, el secretario del general Shaliapin, jefe del Tercer Directorio.

—Sí, comandante. ¿Una entrevista personal? ¿No desea hablar con ninguna otra persona? Entiendo… El problema es que el camarada general se encuentra en el Lejano Oriente… No hasta el próximo martes. De acuerdo entonces, hasta el martes que viene.

La comandante Vanavskaya colgó el auricular y frunció el entrecejo. Cuatro días. Bueno, si había esperado dos años, bien podía esperar cuatro días más.

—Creo que ya puedo finiquitar el negocio —decía Bruno a Renate con infantil complacencia, en la mañana del domingo siguiente—. Tengo lo suficiente como para adquirir la propiedad y algo más para decorarlo y equiparlo. Es un pequeño y maravilloso bar.

Ambos estaban en la cama en el dormitorio privado de Renate. Éste era un favor que ella le concedía a veces, ya que Bruno detestaba el dormitorio de «trabajo» tanto como odiaba la ocupación de la joven.

—Cuéntamelo de nuevo —rogó Renate con voz melosa—. Me gusta oírlo.

Bruno sonrió. Lo había visto una sola vez, pero se había quedado prendado de él. Era lo que siempre había deseado, y en el sitio donde lo había deseado, al lado del mar abierto, donde los impetuosos vientos del Norte mantendrían el aire fresco y tonificante. Frío en el invierno, por supuesto, pero haría instalar calefacción central.

—De acuerdo. Se llama «Bar de la Linterna», y su emblema es un viejo farol marinero. Está situado frente al desembarcadero, a la derecha del muelle de Bremerhaven. A través de las ventanas del piso de arriba puedes divisar hasta la isla de Mellum; si las cosas nos van bien, podríamos conseguir un bote de vela y navegar hasta allí en verano.

»Es una taberna estilo antiguo, con decoraciones de cobre y una preciosa barra, tras las que nos colocaremos para servir bebidas, y tiene un precioso y cómodo apartamento en el piso de arriba. No es tan grande como éste, pero resultará muy confortable una vez que lo hayamos arreglado. Ya he acordado el precio y he pagado el depósito. Habré terminado de pagarlo para finales de setiembre. Entonces podré alejarte de todo esto.

La chica se retorcía de risa en la cama, soltando alegres y sonoras carcajadas.

—No puedo esperar, amor mío. Será una vida maravillosa… ¿Quieres intentarlo de nuevo? Quizá funcione esta vez.

Si Renate hubiese sido una persona diferente, hubiera procurado desilusionar poco a poco a ese hombre mayor, explicándole que no tenía la más mínima intención de permitir que nadie la alejase de «todo eso», y mucho menos para ir a parar a un muelle sombrío, azotado por los vientos, en la dársena de Bremerhaven. Pero le divertía postergar el momento de la decepción de Bruno, para que sus futuros padecimientos fuesen incluso mayores.

Una hora después de que esa conversación tuviese lugar en Colonia, un «Jaguar» negro, que avanzaba a toda velocidad por la Autopista M3, tomaba una desviación y se metía por las tranquilas carreteras comarcales de Hampshire, no muy lejos del pequeño pueblo de Dummer. Era el automóvil personal de Timothy Edwards, y lo conducía el chófer que el Servicio Secreto le había asignado. En el asiento de atrás se encontraba Sam McCready, al que habían arrancado de sus habituales placeres dominicales en el apartamento que tenía en Abingdon Villas, al oeste de Londres, cuando recibió la llamada telefónica del asistente jefe.

—Mucho me temo que no hay otra alternativa, Sam. Es muy urgente.

Cuando recibió la llamada, se encontraba disfrutando de un prolongado baño caliente, con el agua hasta el cuello como a él le gustaba, mientras escuchaba a Vivaldi, y con los periódicos dominicales esparcidos por todo el suelo de la sala de estar. Tuvo el tiempo justo de ponerse a toda prisa una camisa deportiva y unos pantalones de pana y de echarse una chaqueta por encima antes de que John llamase a la puerta. Había ido a recoger el «Jaguar» del estacionamiento de vehículos oficial.

El coche se metió por un caminillo de grava de acceso a una mansión rural de estilo georgiano y se detuvo ante la fachada principal. John se apresuró a descender del automóvil para ir a abrirle la portezuela a Sam, pero éste se lo impidió. Sam McCready odiaba ser tratado con zalamerías.

—Me encargaron de que le dijera que estarían en la parte de atrás de la casa, señor, en la terraza —le comunicó John.

McCready examinó la mansión. Hacía unos diez años, Timothy Edwars había contraído matrimonio con la hija de un duque, el cual fue lo bastante considerado como para estirar la pata a comienzos de su edad madura y dejar a sus dos herederos, el nuevo duque y Lady Margaret, extensas tierras y una cuantiosa fortuna. Lady Margaret recibió unos tres millones de libras esterlinas. McCready calculó que la mitad de aquella suma tendría que estar invertida ahora en ese magnífico palacete de la heredad de Hampshire. Rodeó la casa y se encaminó hacia las columnas del patio de la parte posterior.

Había cuatro sillas de mimbre puestas en círculo; tres de ellas, ocupadas. A un lado, en una mesa de hierro blanca, el almuerzo estaba servido para tres. No cabía duda de que Lady Margaret se encontraría dentro de la casa. Nadie comía. No se hubiesen atrevido a hacerlo. Los dos hombres sentados en las sillas de mimbre se pusieron de pie.

—¡Oh, Sam, qué alegría que hayas podido venir! —exclamó Edwards.

«Esto es realmente pasarse —pensó McCready—, no me ha dejado otra maldita alternativa».

Edwards se quedó mirando a McCready y se preguntó, no por primera vez, por qué ese compañero de trabajo de tan extraordinaria inteligencia, insistía en acudir a la fiesta que se daba en una mansión rural de Hampshire —aunque no tuviera la intención de quedarse mucho tiempo—, vestido como si fuese el jardinero. Edwards, por su parte, calzaba unos relucientes zapatos, vestía unos impecables pantalones color canela de raya perfecta, una camisa de seda y un pañuelo anudado al cuello.

McCready, a su vez, también se le quedó mirando, y se preguntó por qué Edwards insistía siempre en llevar escondido un pañuelo dentro de su manga izquierda. Ésta era una costumbre del Ejército y que había surgido en los regimientos de Caballería debido a que sus oficiales llevaban unos calzones tan ajustados que el bulto de un pañuelo en el bolsillo podría haber causado en las damas la impresión de que se habían acicalado demasiado. Sin embargo, Edwards nunca había estado en la Caballería, ni en ningún otro regimiento. Había llegado de Oxford al Servicio Secreto.

—No creo que conozcas a Chris Appleyard —dijo Edwards cuando un estadounidense de elevada estatura tendía su mano a McCready.

El hombre tenía el aspecto correoso de un vaquero tejano.

En realidad había nacido en Boston. El aspecto correoso le venía de los cigarrillos «Camel» que se fumaba encadenados. Su rostro no estaba bronceado por el sol, sino que tenía una tonalidad algo extraña.

«Así que por eso están comiendo aquí afuera —reflexionó Sam—. A Edwards no le gustaría ver sus Canalettos recubiertos de nicotina».

—Me temo que no —dijo Appleyard—. Es un placer saludarte, Sam. Estoy enterado de tu reputación.

McCready sabía quién era el otro, por el nombre y por fotografías; subdirector de la División europea de la CIA. La mujer que ocupaba la tercera silla se inclinó hacia delante y le tendió la mano.

—¡Hola, Sam! ¿Qué tal te encuentras últimamente?

Claudia Stuart todavía era, a sus cuarenta años, una mujer extraordinariamente atractiva. Mantuvo la mirada y la mano de Sam un poco más de tiempo de lo que hubiese sido necesario.

—Muy bien, Claudia, gracias. Estupendamente.

Los ojos de la mujer le dijeron que no le creía. A ninguna mujer le agrada pensar que el hombre con el que en cierta ocasión compartió su cama ha podido recobrarse de tal experiencia.

Algunos años antes, en Berlín, habían tenido una relación corta pero ardiente. Ella estaba en las oficinas de la CIA en Berlín Occidental; él había ido de visita. Sam jamás le habló de su misión allí. En aquel tiempo estaba dedicado a la tarea de reclutar al entonces coronel Pankratin. Eso Claudia lo supo mucho después. Ella se hizo cargo del general.

A Edwards no le había pasado por alto ese lenguaje corporal. Se preguntó qué habría detrás de todo eso, y se planteó la hipótesis correcta. Nunca dejaba de admirarle el hecho de que Sam gustase a las mujeres. Era tan… desaliñado. Se decía que algunas de las chicas de la Century House se hubieran sentido felices si hubiesen podido arreglarle la corbata, cosido un botón o hecho algunas otras cosas más por él. Edwards encontraba todo eso inexplicable.

—Siento mucho lo de May —dijo Claudia.

—Gracias —contestó McCready.

May. Su esposa. Hacía tres años que había muerto. May, que se había quedado esperando todas aquellas largas noches durante los primeros días, que siempre se encontraba en casa cuando él volvía de una incursión al otro lado del Telón, que jamás le preguntó, y jamás se quejó. La estereoesclerosis múltiple puede actuar con rapidez o con lentitud. En May actuó rápidamente. En un año se encontró atada a una silla de ruedas; dos años después había muerto. Desde entonces, Sam había vivido solo en el apartamento de Kensington. Gracias a Dios que su hijo se encontraba a la sazón en el colegio y fue llamado con el tiempo justo para poder asistir a los funerales. No tuvo que presenciar los sufrimientos de su madre ni la desesperación de su padre.

El mayordomo —McCready pensó que debía de ser un mayordomo— se presentó con unas copas de champán en una bandeja. McCready enarcó una ceja. Edwards susurró algo al oído del criado; y éste salió y volvió al poco rato con una jarra de cerveza. McCready dio unos sorbos y la saboreó. Los demás se le quedaron mirando. Cerveza ligera dorada. Una marca conocida. Producto extranjero. McCready dio un suspiro. Hubiese preferido la típica cerveza británica, espesa y amarga, servida a temperatura ambiente, aromatizada con las maltas escocesas y el lúpulo del Condado de Kent.

—Tenemos un problema, Sam —dijo Appleyard—. Claudia te lo contará.

—Se trata de Pankratin —comenzó ella—. ¿Te acuerdas de él?

McCready se quedó contemplando su cerveza y asintió con la cabeza.

—En Moscú hemos mantenido el contacto con él casi con cuentagotas. Siempre a una prudente distancia. Y muy escasos contactos personales. Hemos recibido una mercancía fantástica, y a unos precios bastante razonables. Pero apenas ha habido encuentros personales. Y ahora nos ha venido un mensaje. Un mensaje urgente.

Se produjo un silencio embarazoso. McCready alzó la mirada y miró a Claudia con atención.

—Dice que ha conseguido una copia no registrada del Manual de guerra del Ejército soviético. Todo el orden de batalla. Para el conjunto del frente occidental. Queremos tenerlo, Sam; es muy urgente.

—Pues id a buscarlo —dijo él.

—Pero esta vez no quiere utilizar un buzón falso. Aduce que el paquete es demasiado voluminoso. No lo cree conveniente. Resultaría demasiado llamativo. Quiere entregárselo sólo a alguien que conozca y en quien confíe plenamente. Desea que seas tú.

—¿En Moscú?

—No, en Alemania Oriental. Muy pronto hará una gira de inspección por allí que durará una semana. Quiere efectuar la entrega en una zona muy al sur de Turingia, cerca de la frontera con Baviera. Su gira le llevará por el Sur y por el Oeste, a través de Cottbus, Dresde, Karl-Marx-Stadt, Gera y Erfurt. Después regresará a Berlín, el miércoles por la noche. Quiere que el encuentro tenga lugar el martes por la noche o el miércoles por la mañana. No conoce la zona. Desea usar algún apartadero. Por lo demás, lo ha planeado todo a la perfección, ya sabe cómo se escurrirá para acudir a la cita…

—Creo que debo indicar que Sam no puede ir de momento —dijo Edwards, interrumpiendo a Claudia—. Ya se lo he mencionado al Jefe, y éste se ha mostrado de acuerdo. Sam ha sido condenado a muerte por la policía secreta de Alemania Oriental.

Claudia enarcó las cejas.

—Eso quiere decir, amor, que si me pescan de nuevo por allí, esta vez no habrá ningún amable intercambio de espías en la frontera.

—Lo interrogarán y lo fusilarán —añadió Edwards innecesariamente.

Appleyard dio un silbido.

—Pero muchacho, eso va en contra de todas las reglas —dijo—. Habrás hurgado a fondo en su avispero.

—Uno hace lo mejor que puede… —dijo Sam en tono melancólico—. Por cierto, si bien es verdad que yo no puedo ir, conozco a alguien que sí puede hacerlo. Timothy y yo estuvimos hablando de él la semana pasada cuando almorzamos en el club.

Edwards casi se asfixia con el trago de champán que tenía en la boca.

—¿El Duendecillo? —preguntó al recuperarse—. Pero si Pankratin dice que se entrevistará sólo con alguien a quien conozca.

—Conoce muy bien al Duendecillo —replicó Sam—. ¿Recuerdas que te conté cuánto me había ayudado en los primeros tiempos? Allá, por el ochenta y uno, cuando recluté al coronel, nuestro Duendecillo tuvo que encargarse de él y cuidarlo hasta que yo pude pasar. Hoy en día, el general siente un gran aprecio por el Duendecillo. Se acordará de él y le entregará el manual. Nuestro ruso no tiene un pelo de tonto.

Edwards se arregló el pañuelo que llevaba al cuello.

—Está bien, Sam —asintió—. Pero que sea la última vez.

—El asunto es muy peligroso y los riesgos muy grandes. Quiero una recompensa para nuestro amigo. Diez mil libras esterlinas.

—Concedidas —dijo Appleyard sin un titubeo; luego sacó de su bolsillo una hoja de papel y añadió—: Aquí están los detalles que Pankratin ha ideado para la forma en que se llevará a cabo el encuentro. Necesitamos dos lugares opcionales. Él del encuentro y el de reserva por si el primero falla. ¿Puedes darnos a conocer en el plazo de veinticuatro horas los lugares de la carretera que hayas elegido? Nosotros se los comunicaremos.

—No puedo obligar al Duendecillo a que vaya —advirtió McCready—. Trabaja por su cuenta, no es un empleado mío.

—Trata de conseguirlo, Sam, por favor. Inténtalo —pidió Claudia.

Sam se puso en pie.

—Por cierto —dijo—, ese martes… ¿en qué semana cae?

—En ésta no, en la próxima —dijo Appleyard—. Dentro de ocho días.

—¡Dios mío! —murmuró McCready.