PRÓLOGO

En el verano de 1983, el que era, por entonces, director del Servicio Secreto de Inteligencia británico autorizó, en contra de cierta oposición interna, la creación de un nuevo Departamento.

La oposición surgió sobre todo de los departamentos oficiales, la mayor parte de los cuales poseía sus propios feudos territoriales esparcidos por el mundo entero. Del nuevo Departamento se afirmaba que gozaría de unas prerrogativas muy amplias, las cuales sobrepasarían las fronteras tradicionales.

El impulso que favoreció esa nueva creación tuvo dos fuentes. Una de ellas fue una cierta exaltación de ánimo en el Westminster y en el Whitehall, en especial entre las filas del Partido Conservador, en el Gobierno, como consecuencia de los éxitos británicos del año anterior en la guerra de las Malvinas. Pese a la victoria militar, aquel episodio bélico había puesto sobre el tapete una de esas cuestiones de índole embarazosa, pero que en ocasiones también pueden significar una injuria: ¿por qué nos cogieron de ese modo, por sorpresa, cuando las tropas argentinas del general Galtieri desembarcaron en Puerto Stanley?

Entre los distintos Departamentos, la cuestión fue enconándose a lo largo de un año, lo que la redujo inevitablemente a ese tipo de acusaciones y recriminaciones al nivel de:

—No fuimos advertidos.

—Sí, se les avisó.

El ministro de Asuntos Exteriores, Lord Carrington, no tuvo más remedio que resignarse. Años después, Estados Unidos se vería involucrado en una trifulca parecida, a consecuencia de la destrucción de un avión de la «Pan American» que volaba sobre Lockerbie, cuando un Servicio Secreto aseguraba que había dado la señal de alarma, mientras que otro juraba no haberla recibido.

La segunda fuente impulsora fue la reciente subida al poder de Yuri V. Andropov, que pasaba a ocupar el cargo de secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, habiendo sido jefe de la KGB durante quince años. Al favorecer abiertamente a su viejo Servicio Secreto, el Gobierno de Andropov significó un recrudecimiento del espionaje, caracterizado por una agresividad creciente y la toma de «medidas activas» por parte de la KGB en contra de Occidente. Era sabido que Yuri Andropov fomentaba por todos los medios, entre las medidas activas, el uso de la información falsa, propagando el abatimiento y la desmoralización mediante la proliferación de mentiras, el empleo de agentes en medios influyentes, el asesinato de personalidades y la siembra de la discordia entre los Aliados gracias al uso de la mentira planificada.

Mrs. Thatcher, haciendo honor a su título (otorgado por los rusos) de Dama de hierro, sostuvo el punto de vista de que «en ese juego podrían participar dos» y dio a entender que nada tendría que objetar al proyecto de un nuevo Servicio de Inteligencia británico que ofreciese a los soviéticos la posibilidad de competir en un pequeño partido de revancha.

Al nuevo Departamento se le puso un pomposo título: Engaño, Ocultación y Operaciones Psicológicas. Por supuesto, ese nombre fue reducido a «En-ocu y Op-psi», y, a partir de ahí, quedó en «Enocu».

Se nombró entonces al nuevo jefe de Departamento. Y así como la persona que tenía a su cargo el Departamento de Materiales era conocida como el Comisario, y la que dirigía la sección jurídica, como el Abogado, el nuevo jefe de «Enocu» fue etiquetado en la cantina por algún ingenioso como el Manipulador.

Con percepción retrospectiva, ese bien preciado y mucho más predominante que el de la previsión, el jefe Sir Arthur, podía haber sido criticado (y lo fue más tarde) por la elección que hizo en aquel entonces, ya que no designó como director del Departamento a un profesional de carrera, a un hombre acostumbrado a la prudencia que se exige de un auténtico funcionario público, sino que eligió a alguien que había sido agente de campo, arrancado, además, del Departamento de la Alemania Oriental.

Aquel hombre fue Sam McCready y ocupó su cargo durante siete años. Pero no hay bien ni mal que cien años duren. A finales de la primavera de 1990 tuvo lugar una conversación en el corazón de Whitehall…

El joven ayudante se levantó de su asiento, detrás del escritorio que ocupaba en la antesala, sonriendo con la habilidad de un experto.

—Buenos días, Sir Mark. El subsecretario de Estado permanente me ha pedido que lo hiciese pasar de inmediato.

El joven abrió la puerta que comunicaba con el despacho privado del subsecretario de Estado permanente de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth, hizo pasar al visitante y cerró la puerta detrás de él. El subsecretario, Sir Robert Inglis, se puso de pie y se le acercó con una sonrisa de bienvenida.

—Mark, mi querido amigo, cómo te agradezco que hayas venido.

Una persona no se convierte en jefe del SIS, aun cuando lo haya sido recientemente, sin que desarrolle un cierto sentimiento de recelo al encontrarse ante tal efusividad por parte de una persona más bien extraña que se dispone a hablarle como si de un hermano carnal se tratara. Sir Mark se preparó para una entrevista difícil.

Cuando tomó asiento, aquel veterano servidor de la patria y funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores abrió la cartera marcada en rojo que tenía sobre el escritorio y sacó de ella una carpeta de ante, que se distinguía por dos líneas rojas que unían diagonalmente los cuatro vértices, formando un aspa.

—¿Habrás hecho las visitas de rutina por tus dependencias y ahora querrás, sin duda alguna, hacerme partícipe de tus impresiones? —le preguntó el subsecretario de Estado.

—Por supuesto, Robert, pero a su debido tiempo.

Sir Robert Inglis colocó a continuación sobre la carpeta de índole estrictamente confidencial un libro en rústica, de cubiertas rojas encuadernado con una espiral de plástico negra.

—He leído —prosiguió el subsecretario— tu proyecto El Servicio Secreto en los años noventa y lo he relacionado con la última lista de compras del intendente de Inteligencia. Al parecer, te has tomado sus exigencias financieras al pie de la letra.

—Muchas gracias, Robert —se apresuró a decir el jefe del Servicio Secreto—. ¿Puedo contar entonces con el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores?

La sonrisa del diplomático podría haberse ganado más de un premio en cualquier concurso teatral norteamericano.

—Mi querido Mark, no vemos que haya ningún tipo de dificultad en lo que respecta al carácter de tus proposiciones. Pero hay algunos puntos, no muchos, que me gustaría que revisáramos juntos.

«Ahora viene el asunto», pensó el jefe del SIS.

—¿Puedo presuponer, por ejemplo, que esos apartados adicionales significan que tu propuesta ha recibido el beneplácito del Ministerio de Hacienda y que el dinero necesario saldrá furtivamente del presupuesto de alguien?

Ambos hombres sabían a la perfección que el presupuesto para el mantenimiento del Servicio Secreto de Inteligencia no provenía por entero del Ministerio de Asuntos Exteriores. En realidad, tan sólo una pequeña parte salía de los fondos de la Secretaría de Estado para Asuntos Exteriores y de la Commonwealth. Los costos reales del casi invisible SIS, que a diferencia de la CIA norteamericana se mantiene bien oculto en las sombras, son compartidos por todos los Ministerios que integran el Gobierno. La diseminación abarca toda la gama de recursos posibles, incluyendo a los organismos más insólitos como el propio Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, quizá porque se parte de la idea de que esos caballeros podían estar interesados un buen día en conocer cuánto bacalao sacan los islandeses de las aguas septentrionales del océano Atlántico.

Debido a que su presupuesto se encuentra tan diversificado y a que está tan bien escondido, el SIS no puede ser «intimidado» por el Ministerio de Asuntos Exteriores con la amenaza de congelarle los fondos si no se cumplen los deseos de ese Ministerio.

Sir Mark hizo un gesto de asentimiento.

—No hay ningún problema al respecto —dijo—. El intendente y yo estuvimos viendo a los del Ministerio de Hacienda, les explicamos nuestra posición, que ya había sido aclarada en reunión del Consejo de Ministros, y los del Tesoro nos asignaron el necesario dinero contante y sonante, todo bien oculto en los presupuestos de investigación y desarrollo de aquellos Ministerios de los que menos se podría sospechar.

—¡Excelente! —exclamó el subsecretario permanente de Estado, acompañando sus palabras de una radiante sonrisa, de la que no podía saberse si se correspondía o no a sus sentimientos—. Volvamos entonces a algo que debe caer dentro del ámbito de mis competencias… No sé cuál será el estado actual de tu plantilla de personal; pero, como consecuencia del fin de la guerra fría y de la liberación de los países de la Europa Central y Oriental, nosotros nos estamos enfrentando a ciertas dificultades en lo que respecta a la posibilidad de ampliar el número de personas en el servicio. ¿Sabes a lo que me refiero?

Sir Mark lo sabía perfectamente. El colapso virtual del comunismo durante los dos años anteriores había transformado el mapa diplomático del globo terráqueo, y con gran rapidez. El cuerpo diplomático estaba pendiente de las oportunidades que se le presentaban para expandirse por toda la Europa Central y por los Balcanes, con la posibilidad, incluso, de abrir pequeñas Embajadas en Letonia, Lituania y Estonia, si lograban independizarse de Moscú. Por deducción lógica, el otro estaba tratando de sugerirle ahora que, con la guerra fría en el depósito de cadáveres, la posición de su compañero del Servicio de Inteligencia sería justamente la opuesta a la suya propia. Sir Mark no sacaría provecho alguno de todo aquello.

—Al igual que vosotros, nosotros no tenemos más remedio que reclutar personal. Pero dejando el reclutamiento a un lado, tan sólo el entrenamiento dura seis meses, tiempo que hemos de esperar para poder introducir un nuevo hombre en nuestro cuartel general y dejar libre a un hombre experimentado para el servicio en el extranjero.

El diplomático reprimió una sonrisa y se inclinó hacia delante con expresión de seriedad en el rostro.

—Mi querido Mark, ése es precisamente el meollo de la conversación que deseaba mantener contigo. Las asignaciones de espacio en nuestras Embajadas y a quiénes se les puede otorgar.

Sir Mark rugía de furia interior. «Ese hijo de puta está hinchándome los huevos», pensó. A pesar de que el Ministerio de Asuntos Exteriores no podía «burlar» al SIS en el plano presupuestario, siempre se guardaba un as en la manga. Casi todos los agentes de Inteligencia que prestaban sus servicios en el extranjero lo hacían bajo la tapadera de alguna Embajada. Eso convertía las Embajadas en sus anfitriones. Si no había asignación para cargos de «cobertura», tampoco habría plazas disponibles para los agentes.

—¿Y cuál es tu visión general del futuro, Robert? —preguntó Sir Mark.

—Me temo que en el futuro no estaremos en condiciones de ofrecer cargos a algunos de vuestros más… pintorescos funcionarios. Agentes cuya tapadera ha quedado claramente al descubierto. Operadores que se presentan como oficiales de alta graduación. Durante la guerra fría, todo eso era aceptable; pero, en la nueva Europa, esos agentes serían tan soportables como un dolor de muelas. Supondrían una constante fuente de agravios. Estoy convencido de que podrás darte cuenta de ello.

Los dos hombres sabían que los agentes en el extranjero se dividían en tres categorías. Los «ilegales» no gozaban de cobertura en una Embajada, por lo que nada tenían que ver con Sir Robert Inglis. Los agentes que prestaban sus servicios en el interior de las Embajadas se dividían a su vez en «declarados» y en «no declarados».

Un agente declarado, el llamado operador de alta graduación, era una persona cuya función real resultaba ampliamente conocida. En el pasado, el hecho de tener en una Embajada a un agente de Inteligencia de ese tipo era como trabajar en condiciones de ensueño. A todo lo largo y ancho de los países comunistas y de los del Tercer Mundo, disidentes, descontentos y todos aquellos que así lo desearan sabían a quién dirigirse y a quién podían contar sus penas como si de un sacerdote en el confesonario se tratara. A veces eso conducía a una riquísima cosecha de información, y también permitió acoger a algunos desertores de importante relevancia.

Lo que el veterano diplomático estaba diciendo era que no quería más agentes de ese tipo y que no les ofrecería alojamiento en sus Embajadas. Se dedicaría a mantener en alto la sagrada tradición de su Departamento de contemporizar con cualquiera que no sea británico de nacimiento.

—Entiendo muy bien lo que estás diciendo, Robert, pero no puedo ni quiero iniciar mi carrera como jefe del SIS con una purga de los agentes veteranos, que han servido durante tanto tiempo con lealtad y eficacia.

—Pues búscales otros cargos —sugirió Sir Robert—. En América Central, en Sudamérica, en África…

—Y tampoco puedo hacer un paquete con ellos y enviarlos a Burundi, hasta que les llegue la jubilación.

—Dales trabajo de oficina. Aquí, «en casita».

—¿Te refieres a lo que se denomina «empleos sin atractivos»? —inquirió el jefe del SIS—. La mayoría se negará a aceptarlos.

—En tal caso tendrán que optar por la jubilación anticipada —dijo el diplomático sin alterarse. Entonces se inclinó de nuevo hacia delante e insistió—: Mark, mi querido y buen amigó, este asunto no es negociable. Tendré a los cinco hombres sabios encima de mí, puedes estar seguro de ello, vigilándome para ver si soy realmente uno de ellos. Podríamos otorgar cierto tipo de indemnizaciones, pero…

Los cinco hombres sabios son los subsecretarios permanentes del Consejo de Ministros, del Ministerio de Asuntos Exteriores, del Ministerio del Interior y de los Ministerios de Defensa y de Hacienda. Esas cinco personas ejercían un poder enorme por los pasillos del Gobierno. Entre otras cosas designaban (o recomendaban al Primer Ministro, lo que venía a ser lo mismo) al jefe del SIS y al director general del Servicio de Inteligencia militar, el MI-5. Sir Mark se sintió profundamente desdichado, pero conocía demasiado bien las realidades concretas del poder. Tendría que dar su brazo a torcer.

—De acuerdo, pero necesitaré asesoramiento en lo que respecta a las cuestiones de procedimiento.

Lo que quería decir el jefe del SIS era que, por su posición ante su propio equipo de trabajo, deseaba aparecer claramente obligado a obedecer órdenes superiores. Sir Robert Inglis se mostró muy expansivo; podía permitirse el lujo de serlo.

—El asesoramiento lo tendrás de inmediato —aseguró el diplomático—. Pediré al resto de los hombres sabios que celebremos una reunión y en ella promulgaremos nuevas reglas para el nuevo contexto de circunstancias. Lo que yo propongo es que, dentro del marco de esas nuevas reglas que pensamos dar a conocer, instigues lo que los abogados llaman una «acción promotora», con el fin de instituir así un canon paradigmático.

—¿Acción promotora, canon paradigmático? ¿Pero se puede saber de qué estás hablando? —preguntó Sir Mark.

—De un precedente, mi querido Mark. De un único precedente aislado, que luego puede resultar operante para el grupo entero.

—¿Un chivo expiatorio?

—No es una expresión muy afortunada que digamos. Dar a alguien la jubilación anticipada, junto con el derecho a una pensión harto generosa, no creo que signifique convertir a esa persona en una víctima. Eliges a un agente cuyo retiro prematuro pueda ser aceptado sin reparo alguno, convocas una reunión y en ella estableces tu precedente.

—¿Un agente? ¿Acaso habéis pensado ya en alguno concreto?

Sir Robert se puso a tamborilear con los dedos y se quedó mirando pensativo el techo.

—Bueno, siempre queda un Sam McCready.

Por supuesto. El Manipulador. Precisamente a raíz de su última exhibición de fuerza, haría unos tres meses de ello, en la que había hecho gala de una iniciativa no autorizada en la zona del Caribe, Sir Colin fue informado de que el Ministerio de Asuntos Exteriores lo consideraba un Gengis Kan desbocado. ¡Extraño, realmente! Un sujeto así, tan… desaliñado.

Mientras Sir Mark cruzaba en su coche uno de los puentes sobre el Támesis para regresar a Century House, su Cuartel General, iba sumido en la más honda preocupación. Sabía que el viejo funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores no se había limitado a «proponerle» que despidiese a Sam McCready; había insistido en ello. Desde el punto de vista del jefe del SIS, el diplomático no podía haberle exigido nada más difícil.

En 1983, cuando Sam McCready fue nombrado director del departamento Enocu, Sir Mark era teniente de superintendencia, contemporáneo de McCready, y se hallaba un escalafón por encima de éste. Le gustaba aquel agente, excéntrico e irreverente, que Sir Arthur había designado para el nuevo cargo, pues, en aquel entonces, el jefe del nuevo Departamento era del agrado de casi todo el mundo.

Poco tiempo después, Sir Mark fue enviado al Lejano Oriente por tres años (hablaba el mandarín con fluidez) y regresó en 1986 para ser promovido al cargo de subdirector. Sir Arthur cogió el retiro y un nuevo jefe ocupó su sillón, aún caliente. Sir Mark le había sucedido en él pasado mes de enero.

Antes de partir para China, Sir Mark, al igual que muchos otros, había aventurado la suposición de que Sam McCready no permanecería mucho tiempo en su cargo. Según una opinión generalizada, el Manipulador era un diamante demasiado basto como para que pudiera encajar con facilidad en la política casera de la Century.

Por una parte, ninguno de los departamentos regionales recibiría amablemente a ese hombre nuevo que trataba de operar en territorios que ellos guardaban con tanto celo. Se presentarían auténticas luchas por el poder, las cuales podrían ser solucionadas sólo por un diplomático consumado, y cualesquiera que fuesen sus talentos, jamás se le habían reconocido tales capacidadades a Sam McCready. Por otra parte, la desaliñada figura de Sam apenas lograría integrarse en ese mundo de agentes veteranos, educados y elegantes, la mayoría de los cuales era un genuino producto de los selectos internados privados de Gran Bretaña.

A su regreso, y con gran sorpresa por su parte, Sir Mark se encontró con un Sam McCready que parecía florecer como el proverbial verde laurel. Daba la sensación de estar capacitado para dirigir a sus propios hombres, logrando de ellos lealtad tan absoluta como envidiable, y conseguir, al mismo tiempo, que no se ofendiesen ni los más intransigentes directores de departamentos «territoriales» cuando les pedía algún favor.

Podía departir en tono coloquial con los otros agentes de campo, cuando volvían de vacaciones o acudían a recibir instrucciones, y de ellos parecía haber conseguido toda una enciclopedia de información, la mayor parte de la cual jamás podría ser divulgada bajo ningún concepto.

Se sabía que podía compartir una cerveza con los cuadros del equipo técnico, un grupo formado por mujeres y hombres a los que se tenía por una pandilla de excéntricos y medio chiflados —camaradería esta que no siempre se les dispensaba a los agentes superiores—, y de ellos obtenía de vez en cuando la grabación de una conversación telefónica, algún tipo de correspondencia interceptada o un pasaporte falso, mientras que otros directores de departamento estaban todavía rellenando los formularios para conseguir algo de eso.

Todo esto, y algunas manías irritantes, como su tendencia a saltarse las normas y desaparecer cuando le venía en gana, no servían precisamente para que la camarilla gobernante se prendase de él. De todos modos, lo que le mantenía en su puesto era algo muy simple: él suministraba las mercancías, proporcionaba el producto, dirigía una operación que mantenía a la KGB abastecida de pastillas contra la indigestión. Y de este modo permaneció en su cargo… hasta ahora.

Sir Mark suspiró hondo, se apeó de su «Jaguar» en el estacionamiento subterráneo de la Century House y cogió el ascensor para subir a su despacho situado en la última planta. De momento no necesitaba hacer nada. Sir Robert Inglis se entrevistaría con sus colegas y juntos promulgarían «las nuevas reglas», el deseado asesor amiento que permitiría al atribulado jefe del SIS declarar, sin atentar contra la verdad, pero con el corazón oprimido:

—No tengo elección.

Hasta principios de junio no le llegó el «asesoramiento», o la orden en realidad, de la Secretaría de Estado para Asuntos Exteriores y de la Commonwealth, lo que permitió a Sir Mark convocar en su despacho a sus dos asistentes.

—¡Esto es una condenada guarrada! —exclamó Basil Gray—. ¿No puede usted oponerse?

—Esta vez, no —contestó el jefe—. Inglis está saboreando ya el bocado entre sus dientes y, como podéis ver, cuenta con el respaldo de los otros cuatro Hombres Sabios.

El documento que había entregado a sus dos ayudantes para que lo estudiasen era un modelo de claridad y de lógica impecables. En él se señalaba que para el día tres de octubre, Alemania Democrática, uno de los Estados comunistas más sólidos y más eficaces de la Europa Oriental, habría dejado, literalmente, de existir. No quedaría ninguna Embajada en Berlín Oriental, el Muro no era ya más que una farsa, la formidable Policía Secreta, la SSD, se encontraba en completa desbandada y las tropas soviéticas estaban tocando retirada. Una zona que en sus buenos tiempos había exigido del SIS en Londres un sinfín de operaciones de gran envergadura se convertiría en un espectáculo de segunda clase, si es que se la podía seguir considerando un espectáculo.

Por añadidura, se seguía diciendo en el documento, el simpático Mr. Vaclav Havel se estaba haciendo cargo del Gobierno en Checoslovaquia y su Servicio de Espionaje, el StB, se vería relegado muy pronto a la categoría de predicadores en escuelas dominicales. Y si a esto se añadía el colapso de los regímenes comunistas en Polonia, Hungría y Rumanía y su próxima desintegración en Bulgaria, se podía palpar los aproximados contornos del futuro.

—Bien —apuntó Timothy Edwards, dando un suspiro—, hemos de reconocer que no realizaremos en el futuro el tipo de operaciones que solíamos llevar a cabo en la Europa Oriental y que tampoco necesitaremos a tantos agentes nuestros allí. Tienen un punto a su favor.

—¡Qué amable de tu parte es decir eso! —exclamó el jefe, esbozando una sonrisa.

Basil Gray había sido promovido por él mismo: fue su primer acto al ser nombrado jefe del SIS en enero. Timothy Edwards había heredado su cargo. Sir Mark sabía que Edwards estaba desesperado por sucederle en el puesto en un plazo de tres años, así como también sabía que no tenía la más mínima intención de recomendarlo. No es que Edwards fuese un estúpido. Estaba muy lejos de ello; era brillante pero…

—No mencionan para nada los otros peligros —refunfuñó Gray—. Ni una sola palabra acerca del terrorismo internacional. La vertiginosa ascensión de los consorcios de la droga, los ejércitos privados… y ni una sola palabra tampoco sobre la proliferación de armas nucleares.

En su propio informe, El Servicio Secreto en los años noventa, que Sir Robert Inglis había leído y aprobado en apariencia, Sir Mark había hecho hincapié en el desplazamiento, más que en la disminución, de las amenazas globales. Y a la cabeza de esas amenazas había colocado el problema de la proliferación —de la adquisición continua por parte de dictadores, algunos de los cuales de carácter altamente inestable— de grandes arsenales de armas; no de excedentes de guerra, como se hacía en los viejos tiempos, sino de equipos modernos de alta tecnología, de misiles, con ojivas cargadas con armas químicas y bacteriológicas, y hasta con acceso al arsenal nuclear. Y en el documento que tenía ante sus ojos se pasaban por alto olímpicamente todas esas cuestiones.

—¿Y bien, qué ocurrirá ahora? —preguntó Timothy Edwards.

—Lo que ocurrirá ahora —repitió el jefe en tono afable— es que ya podemos ir imaginando un buque lleno de gente…, de nuestra gente, que regresa de la Europa Oriental a la base patria.

Sir Mark quería decir que los viejos combatientes de la «guerra fría», los veteranos que habían llevado a cabo las operaciones de la misma, los que habían realizado las medidas activas, la red de agentes locales que no pertenecieron a las Embajadas situadas al este del Telón de Acero, todos deberían regresar a casa… para encontrarse con que no tenían trabajo. Serían remplazados, desde luego, pero por hombres jóvenes, cuya auténtica profesión sería desconocida, que se mezclarían discretamente con el personal de las Embajadas, de tal forma que no «ofendieran» a las democracias que estaban surgiendo detrás del Muro de Berlín.

El reclutamiento se seguiría practicando, por supuesto; a fin de cuentas, el jefe tenía una organización que dirigir. Pero eso dejaba sin resolver el problema de los veteranos. ¿Dónde ponerlos? Sólo había una respuesta: sacarlos a pastar.

—Tenemos que sentar un precedente —dijo Sir Mark—. Uno que despeje el camino para que los demás puedan deslizarse suavemente por la senda de la jubilación anticipada.

—¿Tiene a alguien en mente? —preguntó Gray.

—Eso ya lo hizo Sir Robert Inglis por mí: Sam McCready.

Basil Gray se quedó mirando fijamente a Sir Robert con la boca abierta.

—Pero jefe —balbuceó—, usted no puede despedir a Sam.

—Nadie va a despedir a Sam —replicó Sir Mark, haciéndose eco en seguida de las palabras de Robert Inglis—. Dar a alguien la jubilación anticipada, junto con una indemnización harto generosa, no creo que signifique convertir a esa persona en una víctima.

Sir Mark se preguntó entonces cuánto le pesarían a Judas aquellas treinta monedas de plata que le entregaron los romanos.

—Resulta muy triste, desde luego, porque todos queremos a Sam —comentó Edwards—. Pero el jefe tiene una organización a la que dirigir.

—Precisamente. Gracias por recordarlo —replicó Sir Mark.

Y al decir esto se dio cuenta por primera vez de por qué no recomendaría a Timothy Edwards para que le sucediese algún día. Él, el jefe, haría lo que tenía que hacer precisamente porque había que hacerlo, y siempre detestaría haberlo hecho. Pero Edwards lo haría porque eso significaría un paso más hacia delante en su carrera.

—Le ofreceremos tres puestos distintos para que elija —observó Gray—. Quizás escoja uno de ellos.

—Es posible.

—¿En cuáles está pensando, jefe? —preguntó Edwards.

Sir Mark abrió una carpeta en la que llevaba los resultados de una entrevista mantenida con el director de Personal.

—Los cargos vacantes son los siguientes: la comandancia de la Escuela de Entrenamiento, la dirección del Departamento de Cuentas y Administración y la dirección del Registro Central.

Edwards esbozó una leve sonrisa. «Así que ése es el truco», pensó.

Dos semanas después, la persona objeto de todas esas reuniones daba vueltas de un lado a otro de su despacho, mientras que su asistente, Denis Gaunt, miraba con aire deprimido la hoja de papel que tenía ante sí.

—No todo es malo, Sam —dijo—. Quieren que sigas aquí. Ahora sólo queda el tipo de trabajo.

—Alguien quiere verme fuera —replicó McCready, categórico.

En ese verano Londres languidecía bajo una ola de calor. Las ventanas del despacho estaban abiertas de par en par y ambos hombres se habían quitado la chaqueta. Gaunt lucía un modelo «Turnbull and Asser», un elegante traje azul pálido; McCready llevaba uno de confección de «Viyella», con un aspecto lanoso y deshilachado debido a las muchas visitas a la tintorería. Para colmo, los botones no habían sido introducidos en los ojales correspondientes, por lo que le quedaba ladeado. Cuando llegase la hora del almuerzo, alguna secretaria, según Gaunt sospechaba, se encargaría de burlarse del error para luego corregirlo entre zalamerías. Todas las chicas que rondaban por Century House parecían estar deseando siempre poder hacer algo por Sam McCready.

A Gaunt le desconcertaban las relaciones entre McCready y las damas. Pero eso también le ocurría a otras personas. Él, Denis Gaunt, con su metro ochenta y tres de estatura, le sacaba cinco centímetros a su jefe. Era rubio, atractivo y, aunque soltero, no se acobardaba ni se sonrojaba cuando estaba entre mujeres.

El jefe de su Departamento era de estatura mediana, complexión normal, finos cabellos castaños, generalmente despeinados, y siempre llevaba ropas que daban la impresión de que había estado durmiendo con ellas. Sabía que McCready había enviudado hacía algunos años, pero que no se había vuelto a casar, ya que al parecer prefería vivir solo en su pequeño apartamento de Kensington.

Gaunt suponía que alguien debería de encargarse de la limpieza de su apartamento y de lavarle los platos y la ropa. Una asistenta quizá. Pero jamás se le ocurrió preguntárselo, y el otro jamás se lo comentó.

—Podrías aceptar alguno de esos trabajos. Eso segaría la hierba bajo sus pies.

—Denis —replicó McCready afable—, no soy un maestro de escuela, ni un contable, ni mucho menos un maldito librero. Diles que quiero que se celebre una asamblea.

Como de costumbre, la asamblea en el Cuartel General de Century House se celebró un lunes por la mañana, en la sala de conferencias, un piso más abajo del despacho del Jefe.

El sillón presidencial lo ocupaba el delegado del Jefe, Timothy Edwards, pulcro e inmaculado como siempre, luciendo un elegante traje oscuro con una corbata roja a rayas. A su derecha se sentaba el superintendente del Departamento de Operaciones Nacionales, y, a su izquierda, el superintendente responsable del hemisferio occidental. A un lado de la sala se hallaba el director de Personal, junto a un joven de la Sección de Archivos, que tenía ante sí un gran montón de carpetas y legajos.

Sam McCready fue el último en entrar y tomó asiento en un sillón enfrente de la mesa. A sus cincuenta y un años, todavía se conservaba delgado y gozaba de un aspecto saludable. Por lo demás, pertenecía a esa clase de personas que pueden pasar inadvertidas en cualquier parte. Esa característica suya era la que le había hecho ser tan eficaz en sus buenos tiempos, tan endemoniadamente eficaz. Eso, y lo que tenía dentro de su cabeza.

Todos los presentes conocían las reglas. Si un agente rechazaba tres empleos por ser «poco atractivos», sus superiores tenían el derecho de exigirle que aceptase la jubilación anticipada. No obstante, el afectado también tenía el derecho de ser escuchado en una asamblea, donde podía discutir y sugerir algún tipo de variación a las propuestas.

Sam McCready se había hecho acompañar por Denis Gaunt para que lo defendiese y hablase en su nombre. Durante diez años seguidos Denis había sido su subalterno, a quien había convertido, ya hacía más de cinco años, en el número dos de su Departamento y en la sombra de sí mismo. McCready consideraba que Denis, con su radiante sonrisa y sus modales, propios de los graduados en colegios privados, negociaría su asunto mucho mejor de lo que él mismo podría hacer.

Todos los hombres que se encontraron en aquel aposento se conocían entre sí y estaban habituados a llamarse por el nombre de pila, incluyendo el empleado del Departamento de Archivos. En la Century House es tradicional, quizá porque se trata de un mundo cerrado en sí mismo, que cada cual pueda dirigirse a los demás utilizando el nombre de pila, con excepción del Jefe, al que se llama Sir o Jefe cuando se habla con él en persona, y Maestro u otros apelativos similares cuando se le menciona a sus espaldas. La puerta se había cerrado y Edwards emitió una tosecilla para indicar que deseaba estar en silencio. Tomaría la palabra.

—Bien, nos encontramos reunidos aquí para estudiar la solicitud presentada por Sam para que se introduzca un cambio en la orden dada por la Dirección, no estamos aquí para reparar ningún desagravio. ¿De acuerdo?

Todos mostraron su conformidad. Se había concertado que Sam McCready no tenía motivo de queja alguno, ya que no se había violado ninguna ordenanza.

—Denis, si no me equivoco, ¿vas a hablar en nombre de Sam?

—Sí, Timothy.

El SIS había sido fundado en su forma actual por un almirante, Sir Mansfield Cumming, y muchas de sus tradiciones internas (aun cuando no la de la familiaridad precisamente) seguían conservando un cierto sabor náutico. Y una de ellas era el derecho que cualquier persona tenía para designar, antes de una asamblea, a algún oficial compañero que hablase en su nombre.

El director del Departamento de Personal fue breve y conciso en su intervención. Las autoridades competentes habían decidido que deseaban sacar a Sam McCready de Enocu para trasladarlo a otro cargo en el que tuviese que cumplir deberes nuevos. Habiéndole hecho tres ofertas, no había aceptado ninguna de ellas. Y esto equivalía prácticamente a elegir la jubilación anticipada. McCready había preguntado si no podía seguir al mando de Enocu y volver al trabajo de campo o si podían enviarle a un departamento que se ocupase de operaciones en el extranjero. Pero no había disponible ningún puesto de ese tipo. Quod erat demostrandum.

Denis Gaunt se levantó de su asiento.

—Mirad —dijo—, todos nosotros conocemos las ordenanzas, y también las realidades. Es verdad que Sam ha pedido que no se le envíe a la Escuela de Entrenamiento, ni al Departamento de Cuentas, ni al Registro Central. Y lo ha hecho porque es un hombre creado para el trabajo de campo, tanto por entrenamiento como por instinto. Y es uno de los mejores agentes, si no es el mejor de todos.

—Eso no se discute —murmuró el superintendente responsable del hemisferio occidental.

Edwards le lanzó una mirada amenazadora.

—El hecho es —sugirió Gaunt— que si realmente se quiere, el servicio puede encontrar un puesto para Sam. En Rusia, Europa Oriental, América del Norte, Francia, Alemania o Italia. Quiero significar con esto que nuestra organización podría hacer ese esfuerzo, ya que… —Gaunt se acercó al joven del Departamento de Archivos y cogió una carpeta— …dentro de cuatro años se jubilaría, a la edad de cincuenta y cinco, con la pensión completa…

—Se le ha ofrecido una indemnización considerable —le interrumpió Edwards—, de la que algunos opinarían que es extremadamente generosa.

—Ya que tiene a sus espaldas largos años de servicio —resumió Gaunt—, cumplidos con lealtad, con frecuencia en circunstancias muy incómodas y a veces de extrema peligrosidad. No se trata de una cuestión económica, sino de saber si nuestra organización está preparada para realizar ese esfuerzo en beneficio de alguno de sus miembros.

Denis Gaunt no tenía, por supuesto, la menor idea acerca de la conversación que Sir Colin, el Jefe, y Sir Robert Inglis habían mantenido el mes anterior en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Me gustaría recordar aquí algunos pocos casos de los que Sam llevó a cabo durante los últimos seis años. Empezando por aquel…

Timothy Edwards echó un vistazo a su reloj. Había esperado dejar zanjado ese asunto en el mismo día. Pero ya dudaba de poder hacerlo.

—Creo que todos lo recordamos —dijo Gaunt—. El asunto tuvo que ver con el último general soviético que tuvimos, con Yevgeni Pankratin…